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El sueño de Torba
El sueño de Torba
El sueño de Torba
Libro electrónico205 páginas2 horas

El sueño de Torba

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El sueño de Torba, publicada en 1983 en Ediciones Cátedra, narra una serie de historias cruzadas que tratan de la incomunicación y la precariedad de las relaciones humanas, con personajes que se mueven en el cotidiano espacio cerrado de una ciudad marítima. Jaime Sarduy, profesor, taxidermista de un mundo de objetos y recuerdos. José Radek, librero amigo que aborda sin éxito la narración objetiva que autor y protagonista no quieren hacer. Berta, madre e hija, soplos de vida en la ordenada rutina de Jaime. Clara, indecisa en el tedio de su matrimonio. Y el Rolls, un Rolls Silver Wright 1956, mudo notario.
Asienta Soler una manera original de novelar en nuestras letras, con una deslumbrante desnudez de lenguaje.
Francisco J. Satué, Diario 16
Saber escribir. Libertad. Saber escribir. Libertad. Rafael Soler saca a patinar su libertad sobre el folio, esparce un vocabulario rico y nuevo.
J. M. Nasarre, Heraldo de Aragón
Hay mucho instinto narrativo abocado a estructuras modernas —que no novísimas— propias de la inquietud de este autor con universo propio.
Alfonso Martínez Mena, ABC
IdiomaEspañol
EditorialOlelibros
Fecha de lanzamiento20 may 2021
ISBN9788418208928
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    El sueño de Torba - Rafael Soler

    1

    El tigre en casa

    Uno

    «Tres minutos. La mosca».

    Menos mal, la mosca. Entra veloz por el tapacubos de enfrente, saluda con esa desvergüenza de las moscas jóvenes y luego pica vuelo hacia la izquierda, evitando la mesa sin apenas rozarme pues sabe que un milímetro de error en su vuelo kamikaze, solo un milímetro que se dice pronto, supondría su muerte, au revoir, estúpida mosca fulminada por el rayo, qué rayo. Pero vuela, chisporrotea traviesa para bajar luego a ras de suelo, tan divertida, tan liviana su tripa peluda que a lo mejor mañana se cuela de verdad, atraviesa el cristalito, hola, mosca.

    «Pero en la jaula nunca. Aquí, imposible entrar. Salir. Mira tus correas».

    Tranquilo, muchacho. Correas.

    «Correas».

    Aquí te quisiera, Lupita, tumbada boca arriba frente al plomo. Y a ti, Vicente. Que coges un papel, subrayas el membrete y, hala, ¡al pozo! «Te conviene», dices. «Oye, pero mira, verás, el ascensor». Y te largo la historia del ascensor con pelos y señales. Que íbamos doce (siete), que se paró entre dos pisos maldita sea sin ver el rayito de la puerta (veíamos la puerta), que nos tuvieron allí tres horas (media) sin saber qué hacer, cómo ponernos, cuándo diablos saldríamos hasta que un alma de dios (una bellísima, excelente y ejemplar criatura) nos sacó a trompicones, el freno chirriando y servidor dale que te pego al padrenuestro. Hasta eso le conté, padrenuestroquestásenloscielos. Y tú erre, «es necesario, algo hará». «Pero hombre, pero Vicente». Pues ni por esas, y aquí te quería yo, embalado empalado sin una triste mosca que llevarte al oído, sin mover el párpado derecho, ay de ti si mueves el párpado derecho.

    «Ya queda menos».

    Dieciocho minutos encogido en esta jaula. Por favor, Lupita, encanto, ráscame.

    «Quieeeto».

    En la nariz. Junto a los pelillos del sobaco rasca que rasca. Por favor. Me pico. Me hiervo. Pienso: es imposible en esta playa del Caribe, tan dorado el mar. Sofisticada técnica. Pero siento un crudo picor en las axilas, junto al labio limosnero. Rasca, Lupita.

    «Quizá ella te observa. Quizá piensa pobrecillo diez minutos más así, inmóvil, sin toser, sin levantar un dedo...».

    ¿Toc, toc? Adelante, Lupita, tanto trajín con don Vicente y su santísima madre. Pasa, mujer, me rasco encima de pensar que estoy atado.

    «Muy bien. Respira, respira».

    Floto. Desde que Lupe apretó los correajes, «por favor estese quieto, ni un solo movimiento, no se le ocurra», y dio el portazo de plomo en la cámara de plomo.

    «Ya. Un minuto. Quieeeto».

    Y quedan todavía tres sesiones.

    «¿Ves? Ya».

    —Hale, hemos terminado. A ver esas correas.

    —Gracias, Guadalupe.

    ***

    —¿Qué tal fue?

    Jaime suspiró. Resultaba especialmente penoso revivir aquel rito verduzco de la cámara y Lupita. Además, la pregunta de Clara era, ante todo, una cortesía. Que cómo estás y qué tal esas radiaciones.

    Estaba guapa Clara.

    —Pues muy requetebién. Disfrutando.

    Clara se limitó a sonreír con aquel gesto suyo de la mujer más gorda del circo. Qué pregunta es esa.

    —Sudo como un pollo.

    Y, sin embargo, allí sentado con casi una hora por delante, parecía imposible sudar, enredarse con estúpidas historias de moscas y cangrejos, que aún no te conté lo del cangrejo, Clara.

    —Anda, desayuna algo.

    Entonces Jaime se acordó del sueño.

    —La mermelada. Pues que cruzo y en ese momento qué mala suerte un camionazo rojo enorme se echa encima y nada de dolor pero una sensación de aplastamiento y la gente dios mío, dios mío, y yo debajo mirándoles a todos que solo asomaba la cabeza. Gracias.

    —Qué horror.

    —Y aquello se anima que hasta vino Jorge, figúrate, que si quería algo, y tu marido, y el mismísimo Manuel Arenas.

    —¿Quién es Manuel Arenas?

    —Un amigo de Sarrión. La de años.

    —Bebe.

    —Con ganas de quedarme solo y vomitar, figúrate. Sangre. Digo yo. Pero la gente allí hasta que el dueño del camión, circulen, carajo, circulen.

    —¿Y se fueron?

    —Se fueron. La mantequilla.

    —¿Yo no estaba?

    —Tú llegaste luego, cuando al fin rompía la marea, dentro, en olas iguales, espumosas, que subían por la tráquea.

    Clara no quiso escuchar más —«por dios, Jaime, basta»— y él sostuvo la última tostada con gesto teatral.

    —A ver, qué te sugiere.

    —Pues no sé, la verdad.

    Un camión verdugo junto al tazón de leche: sus encuentros resultaban cada vez más extravagantes.

    —¿Qué harás estos días?

    Quería decir: «¿Qué harás sin mí estos días?».

    —Vicente dice que saldremos el viernes.

    —Lo sé. Quiere acabar conmigo en tres sesiones.

    ***

    Jaime Sarduy salió a la calle con el firme propósito de llamar a José Radek tan pronto llegase al instituto. Era el cuarto intento en los últimos días: «Soy yo, José, el libro, acuérdate del libro».

    Se sentía mejor, un paso con otro dudando entre la empedrada calle de Cisneros o el falso atajo del paseo junto al mar. Optó por este último: daban las once en el reloj de la plaza, y a esas horas habría profesores corrigiendo. Él llevaba su lista en el bolsillo, Isabelandújar suficiente, Anselmoaparicio suficiente, buenos chicos. Así que eligió el paseo, dispuesto a pisar únicamente las baldosas rojas, esta sí, esta también, caminando como un viejo (qué mira el viejo, todo el día suelto entre los bancos, sin periódico, sin sopa, moqueando; y la niña, anda que la niña). Sonrió al pasar junto a ellos, y el viejales levantó un poco la mano derecha —«a las buenas», parecían decir sus ojos arrugados— y la niña se limpió la nariz, enfurruñada.

    Al llegar al quiosco de música Jaime Sarduy sintió un leve punterazo, y se inclinó un poco y aspiró, espiró, aspiró, espiró. Era un dolor suave y familiar, un golpe rastrero que insistía por sorpresa. Aspirar. Espirar, nunca expirar. Aire salobre a los pulmones, aire viejo fuera. El aire que entraba era azul, salpicado de chispitas. Verdoso el otro. Tenía que contárselo a Clara. Lo del color.

    Tosió. El dolor cedía, y aquella tos que tanto le costaba era un aviso al sucio perro, «anda, vuelve a por otra». En el escaparate comprobó que nada delataba su reciente y victorioso encuentro. Hasta dudó en acercarse un poco más por ver si tenía marcadas las ojeras. Castigador.

    Ahora prefería caminar al cobijo de los soportales en sombra, todavía despacio, lejos ya su juego rojo piso piso. Llegaría al instituto, firmaría los papeles y au revoir. Jorge era un esclavo. Él también, a su manera. Pero Jorge tenía que ejercer su condición de director, querido mío, y él era un siervo humilde y aplicado. Hola, Jorge, adiós.

    «Qué harás estos días sin mí», ¿había dicho Clara? Qué harás sin mí, qué. Pues poner orden en el refugio apartamento. Quizá. Archivar las facturas, los rastros diminutos de sus poemas matinales: un pecio aquí, una servilleta manuscrita más allá. Encuadernarse con el libro de José Radek, si aparecía. Vicente tenía razón: quince días en Galicia era mucho tiempo. Y luego añadía: pero nos largamos. Así que eran vacaciones de tres para ninguno. Claro que él podía refugiarse en Cuzcurrita de Río Tirón, el pueblo mágico de Teresa. «Muy cerca de Eldorado, un clima», decía siempre ella. Con ese nombre, Cuzcurrita. Eldorado era casi evocador. Pero Cuzcurrita.

    Qué harán estos chicos sin mí. Isabelandújar, Anselmoaparicio. Maru. Le gustaba sentirse póstumo, respirar póstumamente la brisa del paseo y sonreír en clave a la señora del puesto de periódicos —«La Hoja, por favor», pedía siempre con voz llena de oscuras resonancias— levantando un poco el agostado perfil ante el envite de tanta jovencita. «Si no tuviera prisa». Y la joven pasaba junto a él dejando un rastro de tomillo, un taconeo de gaviota que se aleja, muchacho, dónde vas. El reloj de Churruca —alto, entreverado en su mástil de aguardiente— escupía los cuartos con esa parsimonia pirata que tienen los relojes marineros.

    ***

    —Pasa, Jaime.

    —¿Estás ocupado? —preguntó él desde la puerta.

    Jorge siempre estaba ocupado. «Ocupado de ocupar», decía Teresa. Alto barrigón, atrincherado en las gruesas palas de sus tirantes blancos, Jorge transpiraba actividad. «Pasa, pasa».

    —Siéntate —invitó—. Es solo un segundo.

    A la ventana, enmarcada por lacios cortinajes, llegaba un trotecillo de jalea real, sordina de grúas en el puerto. «Qué desperdicio, con un despacho como este». Pero Jorge era el director, y tenía derecho a una vista así. Por tener, Jorge tenía cierta propensión al bostezo inoportuno, y una espumilla constante en sus labios azulados.

    —Ya está —repitió.

    Villagrasa, Vinader, Zaragoza. Suspiró con alivio.

    —Bueno, qué.

    Sus largos brazos se juntaron en la nuca. Estirándose, dejó que una brisita acariciase los pliegues sudorosos. Trabajaba demasiado.

    —Las notas —anunció Jaime, entregándole el sobre.

    —Ajá.

    Limpiando las abultadas dioptrías de sus gafas, Jorge se preguntó si era el momento, y cómo hacerlo. Confiaba en Sarduy. Después de cuatro años juntos, su amistad aún mantenía esa penumbra saludable de las confidencias compartidas, algún vaso de cazalla a la salud de herr Hipólito, inspector, talabartero, monstruo. Se prestaban, al correr del trimestre, palabras de ánimo, golpecitos animosos en sus hombros de tiza. Cuando Jorge llegó a la ciudad, dispuesto a merendarse a sus alumnos y estrenar la vara y mando de su cargo, Jaime se ofreció, «si en algo puedo», para esfumarse después por el largo, entarimado corredor. Y aunque todos pasaron al despacho con la misma cantinela, «ya sabe dónde nos tiene», fue él, precisamente, quien estuvo a las duras del primer invierno, cuando todas las caras parecían igualitas, y un grueso sabañón se interponía, recio y zalamero, entre él y sus alumnos.

    Carraspeó. Verás, Jaime.

    —Se trata de un favor.

    Jaime Sarduy levantó las cejas invitándole a seguir, «cuál». Le costaba imaginar a Paquebote George necesitado.

    —Tú dirás —ofreció.

    —Es solo hasta el viernes.

    Entonces, Jorge se lanzó. Que le habían llamado urgentemente. Que el informe de herr Hipólito, al parecer, no tenía desperdicio. Que iba en serio, y si un inspector quiere meterte el cuerno, pues te mete el cuerno. Que bajo ningún concepto estaba dispuesto a consentirlo. Él, un veterano. Que se iban a enterar cuando volviesen las aguas a su cauce, si volvían, y que en su próxima visita herr Hipólito comía en el gimnasio. Y que.

    —¿Qué?

    Paquebote George cambió la estilográfica por una pistolita que era la envidia de Sarduy, y que él usaba de vulgar pisapapeles. Necesitaba tener las manos ocupadas, clic seguro, clac disparo. Clic, clac. Pues.

    —Bueno, qué.

    Pues que esa era la historia que tuvo que inventarse para su esposa Charo. Menuda era Charo. Y que hiciese el grandísimo favor de reemplazarle hasta el jueves, viernes, jueves noche o viernes tempranito según dispusieran los aviones.

    —¿Te vas? —indagó Jaime sin mucha convicción.

    —Sí. Shopping.

    —Pero cómo que te vas.

    —A Londres —aclaró paciente Jorge—. Shopping.

    —Ya. Y Charo no lo sabe.

    Nooo. Él iba con Julia.

    —¿Julia?

    —Julia Andújar, la hermana de Isabel.

    —Estás chiflado.

    Paquebote George asintió. Mal de la cabeza largarse de shopping con una antigua alumna hermana de tu alumna. Tenía poco tiempo y quería saber si él, compañero al fin, estaba dispuesto a guardarle el secreto, ocupar su lugar y tranquilizar a Charo si llamaba. Favor de amigo.

    —Sí, hombre —vaciló Jaime Sarduy, «vaya encerrona», «sí».

    —Gracias —correspondió Jorge, poniendo en sus manos la pistolita de cachas nacaradas—. Para tu colección.

    Solo entonces supo Jaime Sarduy cuánto representaba ese viaje para Jorge. Había soñado con aquella pistola. Soñar de suplicarle, de inventar un trueque imposible, «total, para pisar cartas». Pero aquel deseo estimulaba en Jorge su condición de propietario, «ni hablar, recuerdo de familia, tú ya tienes muchas y yo piso lo que me da la gana». Él tenía, en efecto, cerca de cuarenta.

    —¿Qué pasa? —preguntó Jorge al bedel, plantado en la puerta.

    —Era para don Jaime. Una alumna. Que si hacía el favor de atenderla un momentito.

    —¿Quién es? —preguntó.

    —Isabel Andújar.

    ***

    Entraba en la sala de profesores cuando el dolor volvió. Primero con sordina, ramoneando en las partes bajas del vientre; después, rota la esclusa, a secos zarpazos de machete —así imaginaba al sucio perro, un machete largo avanzando por su cordón de tripas— hasta que todo adquirió el mismo tono mortecino y abismal. Con el tacón del pie derecho empujó la puerta, cerrándola tras de sí, y de un rápido vistazo comprobó que nadie iría en su socorro: el mobiliario observaba, displicente, la sorda batalla ganada perdida de antemano. Optó (aspira) por apoyarse en la pared.

    Unos segundos más y el dolor volvería de puntillas a la cueva. Jaime Sarduy conocía con gran exactitud los devaneos de su perro, cuándo tenía el día atravesado y cuándo sus patas codiciosas le acechaban. Este era un perro nuevo, hambriento. Igualito al que atacó cuando pasaba junto al quiosco de música, fuera, largo, vete. Recorrían ambos la estrecha pista de su vientre con un ir a costalazos, un dejar al descuido las zarpas estiradas y, raaas, rojo, sangre, compruébalo en el baño. Pero su ataque —el del sarnoso perro loco— era un acto suicida, imposible vencer a Jaime el Grande. Solo una vez, en la última fila de un cine de continua, sintió próximo ese cepo oscuro del abrazo, cuando el dolor del vientre se transforma en un sonido intermitente, tip, tiiip, tip. Pero del cine salió entero y por su pie, y de allí, hedionda sala cenicienta, saldría también como los héroes: ligeramente blanco, húmedo el mechón, sano.

    Unos

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