El Convento
Por Ríos Alcocer
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Aqu se renen algunos de esos relatos nunca antes escritos que le dan a nuestros das algo de la magia de antao.
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El Convento - Ríos Alcocer
Dedicatoria.
Para Xochitl
El convento.
Entre la niebla vio el blanco perfil de la iglesia y del convento adosado a ella. Hizo un nuevo esfuerzo, no sentía dolor, pero su herida sangraba mucho y una náusea dulce le hacía querer abandonarse, tenderse sobre la húmeda suavidad lodosa del sendero.
La proximidad de un lugar habitado vertió en él un deseo violento de salvarse, de vivir. Torpe, lentamente se llegó a la entrada del convento, pero no fue capaz de subir los pocos escalones del pórtico. Se dejó caer sobre las baldosas y cerró los ojos.
Tuvo la impresión de surgir lentamente de las profundidades del agua, desde la obscuridad del fondo, ascendió a la claridad azul. Abrió los ojos y se encontró con la mirada pálida y atenta de un hombre. Adrián quiso incorporarse, pero el punzante dolor de la herida del costado lo hizo volver a una realidad que parecía haber dormido durante siglos. Estaba en una celda monacal, blanca como la luna, sobre un lecho angosto. El hombre de los ojos casi incoloros puso sobre la herida del joven, un ungüento aromático que le provocó una sensación de vivo ardor y luego de alivio. Quiso hablar, pero el monje puso su mano fresca sobre la boca del paciente:
-Ahora a dormir, le dijo y Adrián se sumió en el sueño casi de inmediato, como al llamado de un conjuro.
No supo cuánto duró su sueño, pero despertó de él, descansado y ya sin dolor. Sus ropas, limpias y remendadas yacían sobre un banco junto al lecho.
El joven se levantó, se vistió sin dificultad, de la vasta herida de puñal, quedaba tan sólo una línea encarnada, sensible y los obscuros puntos de sutura. Ya vestido, ensayó unos pasos por la celda y sintiéndose bien, abrió la puerta. Un cántico apacible venía de la capilla, caminó hacia ella por el largo pasillo abierto al claustro.
En el jardín, sentado en uno de los bancos de piedra, a la sombra de los naranjos, se encontraba el monje que le curó.
Adrián se acercó a él y el fraile, sonriéndole, le hizo la seña de que se sentara a su lado. Ahí, bajo el tibio sol, escuchando el gasgashau del agua de la fuente y de la conversación del religioso, el convaleciente cayó en un agradable letargo.
Las gotas rumorosas de la lluvia lo despertaron, el viento movía las altas yerbas que ahora invadían el jardín. El joven se levantó del casi derruido banco y miró en torno suyo: tan sólo ruinas agrisadas, un muro cubierto de musgo y más lejos, restos de las columnillas geminadas del pasillo por el que acababa de transitar y que estaba cegado por un espeso herbazal. La antes blanca iglesia, parecía haber sido víctima de un saqueo e incendio que hubiera tenido lugar muchos siglos antes de aquel día.
Cesó la lluvia y Adrián recorrió aquellas ruinas semicubiertas por la vegetación. Al final de lo que había sido el refectorio, vio el camino por el que, desfalleciente, había venido y por esa misma senda se marchó, volviendo repetidas veces la mirada hacia atrás.
***
EL caballo.
La tarde estaba llena de sol y aromada como un cesto de naranjas. Por la polvorienta calle del pueblo danzaba el viento, mientas yo buscaba la casa del doctor, en la cual iba a alojarme.
A mi izquierda había una cerca destartalada hecha con varas ya florecidas gracias a la feracidad de la tierra. Me llegué hasta la puerta de tablas tan separadas que permitían el paso de un brazo, y un brazo se tendió hacia la calle, en dirección mía.
-Por favor, ¿quiere comprarme unos cigarros en la tienda de enfrente?
Miré a quien me hablaba. Se trataba de un hombre quien se apoyaba sobre la desvencijada puerta semiabierta. De la puerta colgaba una cadena, de la cadena, un candado.
-Estoy preso, añadió, no puedo salir.
Recibí las monedas que me tendía, crucé la empedrada calle y entré en la tienda, desde ahí volví la mirada hacia atrás y vi un letrero con la palabra: cárcel.
Compré los cigarros y se los llevé al preso. La cárcel era un terreno donde se levantaban un jacal y una milpa.
Después supe más del sistema carcelario de San Andrés, pero primero me instalé en la casa del doctor Requena y comencé a trabajar en el único dispensario del lugar. Ahí acudió a consulta, la esposa de Joaquín, el preso para el cual compré los cigarros. El matrimonio tenía un bonito caballo albo, que la mujer me prestó repetidas tardes para ir a ver a los enfermos de las afueras del pueblo.
Me acostumbré a disponer de Frijolito
, así que la mañana en que me lo negó, me sorprendí desagradablemente. Tuve que irme a pie, rumiando mi disgusto. Iba haciendo una lista de las buenas acciones y los favores que yo había dispensado a Margarita, para mejor aquilatar la ingratitud de ella. Cuando, al pasar frente a la cárcel, la vi, llevaba a Frijolito
de la rienda y lo hacía entrar a la cárcel.
Me detuve y advertí que el único policía, recibió al caballo y lo ató junto al jacal,
Entonces Joaquín y su esposa salieron a la calle.
Les pregunté qué pasaba y Joaquín, bajando la cabeza me explicó:
-Somos tan pobres que si yo dejara de trabajar la tierra, nos moriríamos de hambre, así que por las mañanas me voy a la labranza, pero dejo al caballo en mi lugar y por la tarde sigo preso y Frijolito
puede salir.
Así fue como me enteré de la manera en que funcionan: la justicia, la cárcel y la policía en un pueblo sureño de mi tierra.
***
El vestido.
Ahí estaba, tendida sobre la mesa de curaciones, con un vestido rojo en el que la sangre apenas era distinguible.
Me acerqué a cortar la prenda para poder lavar la herida. La mujer, joven como el alba, me miró con angustia y me dijo:
-Por favor, doctora, no lo corte, es mi único vestido…
Entonces descosí la humedecida y estrecha falda a lo largo del pespunte, subí hasta el torso, llegué a la manga y con cuidado, quité la tela del cuerpo. Apareció entonces la herida de puñal. Siempre me ha sorprendido que la muerte entre por espacios tan pequeños como ese.
Una hora más tarde, la paciente dormía en una cama metálica de la sala M, mientras yo recosía la sencilla túnica escarlata en mi pequeña habitación. Como no hubiera ninguna urgencia, pude lavar la prenda y tenderla a secar ahí mismo.
El resto de la noche fue lo suficientemente tranquilo como para dormitar un poco. Al día siguiente, antes de entregar la guardia, fui a ver a Natalia, la encontré aturdida, pero me sonrió y me dijo algo ininteligible antes de volver al sopor inquieto de los heridos.
El puñal había hincado profundamente en la carne, pero sin dañar ningún órgano y seguramente se pondría bien en pocos días.
Al fin la di de alta y le entregué su vestido. Se lo puso despacio, me dio las gracias y se fue.
La noche siguiente encontré sobre la mesa del laboratorio, junto al microscopio una generosa charola con pan y un café. Hacía mucho que no merendaba tan bien.
Cuando el mozo de la cafetería de la esquina fue a recoger la charola y el vaso, me dijo que Natalia era quien me había enviado aquel regalo. De esa noche en adelante tuve, al menos una comida segura.
Terminé mi servicio y me marché del hospital sin poderme despedir de aquella joven quien hizo mi pobreza menos austera y puso en el frío blancor de mi celda de estudiante, la amapola de fuego de su vestido, dejado a secar como la vela de un navío de otros mares.
***
Negro.
Obscura aún la mañana, Vera caminó por el bosque. Le gustaba levantarse al alba e ir a pescar al lago. De vuelta a casa preparaba el almuerzo y su orgullo consistía en jamás volver sin haber cobrado una buena trucha. Luego despertaba a su familia: Andrei, su esposo, Valia, la pequeña de cinco años e Igor de ocho. Le gustaba sentarse en la cocina, rodeada de los suyos, pero también amaba aquellas horas de soledad entre el bosque, allegándose al lago, para ir a desatar del muelle de troncos la vieja canoa mil veces reparada por ella misma.
Esa mañana, sin saber por qué, sentía prisa por alejarse de la aldea y aquella sed de distancia no se calmó sino ya muy lejos de la orilla, rodeada por el oleaje color de mercurio del inmenso Ladoga. Ahí, en lugar de pescar, se quedó contemplando el amanecer.
Primero surgió el sol, enorme, ovalado, del filo metálico del agua, luego se levantó la niebla y con ella una nube blanca de gaviotas.
Ya claro, el horizonte, fijó la mirada hacia el pie de la suave colina donde se encontraba su aldea natal. Vio entonces, contra el límpido cielo, una columna de humo negro que se elevaba vertical en el aire inmóvil de la mañana.
Aquel incendio parecía enorme, quizá fuera la fábrica de papel. Remó lo más rápido que pudo hasta la orilla y casi corrió para llegar a la aldea…
La única calle, no