Cuentos a La Luz De Mi Lámpara
Por Ríos Alcocer
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Al tratar de describir sentimientos y situaciones, me vi escribiendo a la luz de mi lmpara, esta serie de relatos, unos reales, otros imaginarios.
Espero que quien los lea, encuentre en estos cuentos, algo de la magia consoladora que yo hall.
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Cuentos a La Luz De Mi Lámpara - Ríos Alcocer
Copyright © 2012 por Ríos Alcocer.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso
de EE. UU.: 2012920054
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-4240-1
Tapa Blanda 978-1-4633-4239-5
Libro Electrónico 978-1-4633-4241-8
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
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ÍNDICE
El Amuleto
El Espejo
La Confesión
Calixto Paredes
La Hacienda
La Cafetera De Peltre Y La Caja De Cartón
Las Grandes Fiestas
La Pesadilla
La Ceremonia De Las Luces
El Rancho
Los Silbidos
La Trinchera
Las Princesas
La Tormenta
La Batalla
Algo Del Pasado
Un Ramo De Flores Blancas
La Primera Capilla
Ellos…
El Rescate
La Casa En Llamas
Dos Regalos
Vigilado
La Verdad
El Perro
La Nana
De La Familia
La Carta
El Refugio
La Casa Azul
La Misión
Leo Bern
En El Río Blanco
Un Amigo
De Muy Lejos
El Baldío
El Guardavidas
El Sobre De Papel Manila
El Desierto
Las Hermanas
Cartas De Ultramar
T-38
El Intento
Un Cambio
Tata Felipe
Amenazas
Pablo
La Princesa Del Hielo
El Paciente
Ndumo
Un Pasado Para John
La Escalada
La Muñeca
El Cuchillo
El Tablero
El Rescate
El Mural
La Modificación
Aroma De Magnolia
El Puente
El Viento
Mal Tiempo
El Vecino
La Casa
La Compra
El León
Vecinos
Umbopa, El Rey Del Río
La Torre
Otra Pared
Junto Al Río
El Pescador
Un Rayo De Luna
Eloísa Y María
Un Retrato
En La Estación
Lecciones De Ruso
A Xochitl Arévalo quien siempre me animó a escribir.
EL AMULETO
Helmut se detuvo por un instante, miró al frente y se dio cuenta de que estaba en apuros, una súbita niebla se levantaba de los altos picos de los Alpes. Había subido demasiado, el resguardado valle quedaba muy abajo y muy lejos de la tormenta que se le venía por encima. No tendría tiempo de retornar al roquerío a buscar refugio, estaba sobre una empinada ladera sin asidero, abierta a los vientos que traían rodando grandes nubes color de plomo. Aun sabiendo que era inútil, comenzó un tardío descenso que la creciente neblina volvía incierto y difícil. Entonces lo vio surgir frente a él, era un hombre alto, macizo, vestido de pieles con el pelaje hacia adentro. Llevaba un hacha de cobre en la diestra. De la correa que le circundaba el cuello colgaba una piedra blanca aovada perforada en el centro por una tira de cuero como un río de tiniebla que penetrara en la luna.
Mostrando aquel amuleto, más como un escudo protector que como abalorio de buena fortuna, el hombre de la bruma se acercó al alpinista, éste se quedó inmóvil a causa de la sorpresa.
La tormenta estalló con violencia. Las ráfagas de viento levantaron la nieva barriendo pronunciada pendiente, pero, de manera inexplicable, el torbellino de la ventisca no los tocaba, ambos hombres permanecían de pie, frente a frente cubiertos por un domo invisible que los aislaba de las inclemencias externas. Se hizo un silencio y Helmut vio como el hombre de las pieles se quitaba del cuello el blanco amuleto y lo dejaba a sus pies, luego, sin una palabra, sin un gesto, volvía a la niebla de donde había surgido, desapareciendo detrás de ella.
Se inclinó a recoger la piedra y la correa, al hacerlo le pareció que toda la ladera de la montaña se dividía en dos. A su espalda quedaba la ventisca que no lo tocaba y al frente se abría un día soleado, cálido. Hizo una prueba, soltó de nuevo el amuleto y retrocedió alejándose. Entró en la tormenta, en el frío aire cortante, casi rodó pendiente abajo por las fuertes rachas de viento. Avanzó de nuevo y entró a la calma tibia de la zona que marcaba aquella piedra lunar. Se la colgó al cuello y todo el paisaje sufrió una rara transformación, los montes se veían más afilados, recién salidos de la forja, nuevos. Retiró de sí la blanca piedra y el paisaje volvió a su aspecto asentado, pulido por la erosión milenaria. Algo en su interior le decía que era su oportunidad de escapar de este siglo amargo y violento. En aquella alta montaña se había abierto una fisura en el tiempo y él podía huir por ella.
Apenas experimentó una leve vacilación. ¿Qué dejaba atrás? Un complicado amor no correspondido, un puñado de sueños rotos, el obscuro recuerdo de muchos masacrados en nombre de la ambición, luchas fratricidas por escalar el poder…
Sacudió la cabeza, le dio la espalda al glaciar y se encaminó hacia abajo, al pasado. Al descender, allá en el fondo del valle del Ötzal, un grupo de hombres lo saludó con júbilo:
- Ötz ha regresado.
- Fue a hablar con el dios de la montaña
- Ya está aquí el chamán.
Helmut nunca sabría que aquel día, dos escaladores encontraron el cuerpo congelado del verdadero Ötz, lo reportaron a Insbrück y el antropólogo de ahí determinó que aquel cuerpo tenía una antigüedad aproximada de cinco mil años.
***
EL ESPEJO
Desde que yo recuerdo, siempre estuvo ahí, en el salón de dibujo de la casa. Era un antiguo espejo de cuerpo entero con un marco de madera estofada y primorosamente labrada, figurando flores, racimos de frutas y hojas de fino y complicado diseño. Aquel hermoso espejo estaba colocado entre dos grandes ventanas que daban al jardín interior, y su principal propósito era reflejar el dibujo que se estuviera realizando, para, así descubrir los errores de trazo.
El maestro de dibujo llegaba a las cuatro de la tarde, siempre puntual. Era un hombre joven, de aire reflexivo, tranquilo, sólo uno que otro cocuyo de fuego, escapado en la mirada, traicionaba su interior. Era un hábil retratista y después de darnos clase, trabajaba en un estudio del rostro de mi abuelo, lo que le tomaba el resto de la tarde y generalmente se quedaba a merendar con nosotros.
Durante la sobremesa ambos hombres conversaban largamente y jugaban ajedrez y de esa manera se fueron haciendo amigos. No supimos cuánto, hasta que un soleado medio día, Mauricio, el maestro de dibujo, llegó a las puertas de la casa con el caballo cubierto de espuma.
- Vienen por mí, don Nazario, si me apresan, me matan, la dijo a mi abuelo.
La casa grande de la hacienda estaba situada en una colina que dominaba no sólo toda la posesión, sino el valle entero y los pocos caminos que lo cruzaban. Desde la terraza pudo verse un piquete de soldados que levantaban polvo a cierta distancia. Ambos amigos entraron juntos al salón de dibujo. Pocos minutos después, la casa se vio invadida por los sudorosos soldados comandados por un oficial cetrino, nervioso, quien ordenó que su perseguido fuera buscado por todos lados.
- Lo vimos entrar aquí, gritó.
En eso, mi abuelo salió del salón de dibujo. Solo, tranquilo, dejando la puerta cerrada tras de sí.
El oficial, consciente de la importancia de don Nazario en aquellas regiones, mal dominó su prisa y explicó.
- Don Nazario, perseguimos a Mauricio Sarre, traidor al régimen. Tengo aquí la orden de aprehensión.
- Proceda usted, respondió serenamente el anciano.
Temblamos cuando entraron al salón de dibujo y revisaron todo, arcones, armarios, libreros, cortinajes, pero… nada. El resto de la casa fue igualmente registrado, de la misma manera que las otras dependencias de la hacienda y los campos, pero sin encontrar al fugitivo.
Ya por la noche, a la hora de la cena, cuando quisimos interrogar al abuelo, él se llevó la mano a los labios y dijo:
- El que no pregunta, no sabe, si no sabe, no lo cuenta, si no lo cuenta, el secreto permanece seguro, y eso es lo que queremos para nuestro amigo.
Después de esto, no volvimos a mencionarle el tema, pero entre nosotros hablábamos mucho al respecto. Debía haber, como en otras tantas casas, un pasaje secreto que llevase al río, por ejemplo, y nos dimos a la tarea de descubrir la salida del pasadizo, hasta exploramos las cuevas del Chontacuatlan, lugar que nos estaba vedado por lo peligroso.
Se nos esfumó la infancia tal y como había desaparecido Mauricio en aquel salón del espejo. El buen abuelo murió. Nuestro severo padre, ocupó su lugar y nos envió a estudiar a la capital de donde sólo retornábamos a la hacienda durante las vacaciones.
Nuestro lugar de reunión era el salón de dibujo y nuestro tema favorito el imaginar cuál había sido el destino del maestro de dibujo.
Cuando terminé la carrera de medicina, decidí ir a ejercer al pequeño poblado en que se había convertido la hacienda, de la cual sólo restaba la casa, luego de los avatares de la revolución. Milagrosamente el salón del espejo se mantenía como en los días de nuestra infancia y se volvió mi habitación favorita.
Una gris tarde de invierno, llena de espesa niebla, mi vista fue a dar sobre el retrato que comenzara el maestro de dibujo y que yo recordaba inconcluso.
Reposaba en su lugar de siempre, sobre el viejo atril de nogal, frente al espejo. Para mi sorpresa, ahora se veía terminado, finamente acabado en un claroscuro cuyas luces altas estaban dadas por trazos de blanco de plata.
Aquello avivó mi curiosidad de tal manera que mandé retirar el espejo del muro. Siempre habíamos pensado que era una puerta secreta hacia el sótano y de ahí a algún túnel y después al campo. Pero cuando quitaron el espejo, sólo había ahí un sólido muro de rojo ladrillo recocido.
Por algún tiempo llegué a ver el espejo como algo normal y cotidiano, hasta que una noche de insomnio bajé al salón a buscar algo que leer y vi a Mauricio tal y como lo recordaba, alto, pálido, tranquilo. Cruzó toda la habitación, desde el caballete hasta el espejo y se zambulló dentro de él como si entrara en agua espesa sin levantar ni una gota, sin hacer el menor ruido.
***
LA CONFESIÓN
El padre Evaristo ya estaba ahí, en su confesonario, como cada día, poco después del alba. Las más de las veces esperaba en vano. Aquel pueblo en lo más alto de la sierra no era lo que podía decirse, creyente, fiel. Era lugar de aserradero, violento, sin más ley que la del más fuerte y quienes iban a la iglesia eran las mujeres y los niños. Pero aquella mañana obscura aún por la niebla que subía del fondo del valle, lo vio venir despacio, desde la entrada, como un fantasma surgido de un espantable sueño, era Julián, el Rojo, así llamado por tanta gente que había matado y cuya sangre le teñía el alma.
El Rojo llegó hasta Evaristo. Respetuosamente se puso de rodillas y se confesó con la sencillez de la fiera, si ésta pudiera relatar sus cacerías. Fue desgranando uno a uno sus crímenes, desde aquel, ya lejano, cometido a los catorce años, hasta el más reciente a los treinta y cuatro. Al terminar, el padre le preguntó:
- ¿Te arrepientes de corazón?
- Tengo que hacerlo.
- ¿Y prometes no volver a matar?
- Se lo juro…
Aquel recio hombre anochecido en los montes, más mineral que animal, no obstante su fuerza, se estremeció al recibir la bendición al finalizar la prolongada confesión. Se levantó y salió despacio, sin hacer ruido y se desvaneció en la niebla exterior.
El padre Evaristo había apenas recomenzado la lectura de su breviario, cuando escuchó una descarga cerrada. Dejó caer el libro y salió rápidamente, al llegar a la entrada de la iglesia pudo vislumbrar entre la neblina, a un grupo de formas humanas frente al muro norte del templo, junto al camposanto.
Entonces comprendió. Un disparo solitario, amortiguado por las húmedas nubes cerradas que invadían el monte, vino a confirmarlo todo. Ahí, junto a la iglesia habían fusilado al Rojo y acababan de darle el tiro de gracia.
Cuando llegó al paredón, uno de los ejecutores le dijo:
- Ya ve, padre, como no somos tan malos, lo dejamos que salvara el alma, que se fuera a confesar con usted.
***
CALIXTO PAREDES
Caminaba rápidamente, pese a que la mañana aún estaba obscura y el terreno era irregular, llevaba una caja de madera que tropezaba a cada instante contra las ásperas hojas del maizal. A lo lejos ya se escuchaban las descargas de rifle de los que venían a apoderarse del pueblo. Tenía que esconder el dinero y las joyas. Llegó a un lugar que pensó podría reconocer después. Cavó un agujero no muy profundo y depositó el cofre en su húmedo lecho, volvió a poner la tierra cubriendo el tesoro y apisonó bien el terreno. Luego emprendió el regreso a casa. De pronto sintió un golpe en el cuello, del lado derecho y una oleada caliente le invadió con un largo flamazo de color naranja vivo, lumínico.