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La pluma del diablo
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Libro electrónico93 páginas1 hora

La pluma del diablo

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LA PLUMA DEL DIABLO es un texto que consta de veinte cuentos cortos, fantásticos, en los que prima el suspenso desde la muerte, la condición humana y la sobrevida. El terror y los misterios constituyen el eje central en varios de ellos y logra poner al desnudo los males cotidianos que padece la humanidad: violencia, tráfico humano con incidencias en los niños, deterioro del medio ambiente, la codicia, el advenimiento de figuras semihumanas con la transformación de nuestro entorno. La sencillez de la escritura, la cohesión, el mensaje, atrapan al lector de manera ininterrumpida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jun 2023
ISBN9798223788553
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    La pluma del diablo - José Antonio Santos Rodríguez

    RECORRIDO

    ––––––––

    El cuentamillas marca ciento veinte. Aún faltan por recorrer más de dos tercios del itinerario. Viajo hacia la capital, me esperan colegas de excelencia, amigos con los que comparto hazañas y vicisitudes en diversos lugares del planeta. Las luces de los automóviles en sentido contrario me agobian tanto como las batallas. Desestimo las molestias y continúo oprimiendo el acelerador con la misma intensidad. ¡Batallas!  Esa palabra sugiere recorrer mi pasado.

    Corría el año setenta y tres antes de Cristo. Enomao, un paisano de la Galia y yo, nos habíamos rebelado junto a Espartaco. Después de pasar varios días ocultos en una vieja cantera, marchamos hacia el Vesubio. Eramos un puñado de hombres entrenados para matar o morir en las arenas del Coliseo romano y recrear con sangre a los que se posaban sobre las gradas.

    —Crixo, esta noche tendremos la primera prueba, la batalla del Vesubio me dijo el jefe con firmeza.

    En la madrugada bajamos del pico y caímos sobre la legión de Cayo Claudio. Los pocos enemigos que escaparon de la confrontación, lo hicieron amparados por los riscos de la pendiente. Con la primera victoria, el sur del territorio quedó bajo nuestro control y seguimos combatiento con éxito a la soldadezca de Apulia. Días después, en una escaramusa insignificante, un romano llamado Arrio me convirtió en comida para los buitres.

    El salto de la camioneta, ocasionado por un bache enorme, me saca de aquellos años. Aparco en un servicentro de nueva arquitectura. Bebo una cerveza después de engullir dos sanwichs de cerdo, excelentes, pero muy picantes. Carraspeo hasta quedar afónico.

    El reabastecimiento de los automóviles tarda más de lo acostumbrado y varios turistas mejicanos se mofan de mi vulnerabilidad a la pimienta.

    Reinicio la marcha dedicándole una señal de despedida a la joven que custodia el establecimiento. Es hermosa. Sobre sus espaldas cae la cabellera dorada como el sol. Abrumada por el sueño enjuga sus ojos y abandona el asiento. Entreabre las piernas y responde con ademanes de cortesía. Puedo ver sus caderas anchas, apretadas por el pantalón de mezclilla.

    Ella me hizo recordar las vivencias que tuve con las mujeres en el siglo X. Mi madre era una de las más distinguidas por su belleza y bondad, pero de nada le servía. Integraba la servidumbre del castillo de Olbrueck. Sin poder evitarlo, me transfirió la condición de siervo.

    El único amo de todas las propiedades de la comarca, decía que me adoraba como si fuera su hijo. Por su deber de supuesto padre, que seguramente lo era, me permitía cultivar una parcela aledaña al castillo, muy fértil y deseada por los demás siervos. Él, pronto olvidó los nexos paternales y comenzó a incrementarme el tributo.

    El sacerdote tenía aspecto bondadoso, más hizo cumplir las disposiciones de la casa de Dios sin exceptuar ni tan siquiera a los más queridos. Siempre estaba en la puerta cuando yo volvía del laboreo; alababa mi conducta con retórica eclesiástica y tras secarse el sudor del rostro repetía la frase acostumbrada:

    Hijo, no creas que por haber crecido bajo el techo del castillo estás exento de los deberes con la iglesia, espero por tu diezmo.

    La cuerda se ajustaba más a mi cuello y para aliviar tantos desmanes pedí licencia de casamiento a la primera figura. Quería vivir en la tierra que labraba, junto a Cristina von Bailier, la joven que escogí para compartir la vida. Ella, también sierva por herencia, levantaba mi ánimo solo de mirarla... Estaba satisfecho, aunque solo podía aspirar a una mujer de su clase. El señor, con evidente sarcasmo aceptó la solicitud y dijo:

    Crixo, tu futura esposa pasará la primera noche en mis aposentos.

    Eso no lo...

    Calla, calla, sabes que ningún siervo está facultado para despojar de la virginidad a su prometida, eso me corresponde, atrevido.

    Intenté abofetearlo. Los vasallos de la escolta me introdujeron en una red y la lanzaron al zoológico que pertenecía a aquel señor. No sé si terminó de digerirme un león, tigre, pantera, o todos al mismo tiempo. Al día siguiente salí mezclado en la bruma de sus heces.

    Una llovizna pertinaz me obliga a activar las escobillas, las agujas del reloj marcan las tres y treinta. Sin aminorar la velocidad descubro que ya estoy a poca distancia de la capital. Enciendo la radio, escucho entre silbidos una crónica sobre la Revolución Industrial en Europa. Rememoro con una mezcla de alegría y nostalgia la distinguida ciudad de Mánchester.

    En aquella urbe las nevadas eran severas y al mismo tiempo atractivas. Los árboles se tornaban blancos y millares de mariposas del mismo color se posaban sobre las ramas para camuflarse ante sus devoradores.

    El hollín, grasiento y maloliente, comenzó a ennegrecer el entorno con el incremento de la industrialización. Las mariposas blancas de Mánchester se convirtieron en bocados fáciles para los depredadores. Vinieron tiempos de más oscuridad. A pesar del cambio, algunas fueron favorecidas por la naturaleza. En los años siguientes eran negras como los árboles.

    Yo trabajaba en la mayor textilera de la ciudad, hacía lo peor, abastecer de coque a la Spinning Jenny, insaciable en el consumo, pero reconocida como la mejor máquina tejedora de la fábrica.

    Una tarde brumosa, cuando intentaba reponerme de un golpe de tos, vi un cuadro colgado en el despacho del dueño. Sus marcos dorados atrapaban la figura de un sesentón cubierto con peluca y traje oscuro. Pregunté a un obrero por la identidad del sujeto.

    Crixo, dice el patrón que es un escocés, autor intelectual de los cambios en las formas de producir en estos tiempos. Y ya ves, trabajamos más de diez horas por una miseria.

    ¿Y por eso merece ser exhibido?

    Los empresarios lo veneran y lo llaman Adam, padre de las nuevas ideas.

    Aumentaban la tos y las dificultades respiratorias, el pecho jadeaba abultado, mis pasos eran tambaleantes, siempre estaba amenazado por la ira del patrón. La sangre formaba parte de mis esputos y cada día rendía menos en el trabajo. El admirador de la pintura, muy molesto, me depositó

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