El tren
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El tren, de Teresa P. Mira de Echeverría, es una novela breve en la que la autora despliega su estilo personal para construir un mundo onírico y salvaje con unos personajes enfermos de deseo: deseo de amor, deseo carnal y deseo de conocimiento.
Una fábula imprescindible sobre la otredad y la inevitable convivencia de lo diverso.
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El tren - Teresa P. Mira de Echeverría
-I-
El tren atravesaba los pantanos como si los hendiera.
Un mar de hierbas altas de un traslúcido tono cian ocultaba las vías hasta que estas surgían de pronto frente a nuestros ojos, como una ll
de plata en medio del cieno helado.
A ambos lados, la brumosa forma de unas cordilleras lejanas enmarcaba nuestra ruta. Sin embargo, el paisaje, similar a una tundra, parecía aún más extenso en referencia a los dos colosos. Frente a nosotros, sobre la línea del horizonte, se atisbaba la roja promesa de un campo de calidrias cuajado de espejos de hielo recién fundido. Pero todos sabíamos bien que era solo eso: una promesa, y que tardaríamos muchas jornadas más en alcanzarlo.
El tren avanzaba raudo, parecía tener voluntad propia, como si quisiera dejar atrás lo más rápido posible ese laberinto monocorde y sin sustancia. Y tal vez así era.
El jefe de máquinas puso su mano enguantada sobre el hombro de Polter; este asintió de forma casi imperceptible y se levantó en silencio. Lo oí palear carbón antes de que los primeros trozos fueran a dar al vientre ígneo de la máquina. Y entonces el tren salió disparado como una bestia asustada de su sombra. La estela de humo grisáceo se arrastraba sobre los vagones, aplastada por el frío húmedo en el que estábamos sumergidos desde que llegamos a esta vasta región.
Me quedé observando a Polter con vívido interés. Yo sabía que se había ofrecido como voluntario en esta misión de reconocimiento porque tenía una agenda propia, algo referido a una de esas retorcidas costumbres endogámicas de los eositas. Frente al rojo incandescente de la caldera, sus ojos negros, sus cejas gruesas, el larguísimo cabello y la barba y bigote ralos competían en oscuridad con el mismísimo carbón que paleaba y que le tiznaba una piel demasiado blanca.
Me lo había dicho la noche de alistamiento, en la taberna local, mientras bebía su quinta cerveza caliente con ron. No estaba del todo ebrio aún, más bien estaba inspirado
, liberado:
—
Es mi hermana y por esa razón es mi prometida, ¿entiende, señor?
Esas habían sido exactamente sus palabras. Y claro que yo no lo había entendido.
Lo había visto en la fila de reclutamiento y me había llamado la atención. Más bien, me había excitado tremendamente. Aun ahora lo hacía, luciendo como un espíritu de las profundidades, con el fuego como marco de su eterno gesto adusto. Pero era obvio que un eosita solo tenía ojos para alguien de su propia sangre. Ellos no se mezclaban
con nadie que no fuera de su estirpe o, más bien, de su línea de parentesco inmediato.
Me ajusté el cuello del chaquetón. El calor de la infernal locomotora me complacía, pero ni siquiera eso era suficiente para combatir el frío que me persigue desde mi infancia. Para mí el mundo siempre está al borde de la congelación. Y por mundo
entendía, en ese momento, una superficie monótona y fascinante de paisaje. Casi lo suficientemente fascinante como para alejar de mi mente la historia de Polter y su hermana, supuestamente raptada por un nativo, y a la que el muchacho intentaba rescatar para luego desposarla.
Aquella noche, en la taberna, había apurado mi coñac no tanto para darme ánimos
—
cosa que nunca necesité con el fin de abordar a alguien, dama o caballero, que me resultara interesante
—
sino para contener la repugnancia que crecía en mi estómago. Tentativo, le respondí:
—
¿Nunca se le cruzó la idea de que quizás ella haya huido?
Polter me miró con desconcierto: ¿qué estupideces estaba diciendo? ¿Qué clase de hombre era yo, que sugería esas cosas de su amada hermana? ¿Por qué huiría Aurora de él? Ella no solo era su hermana, ¡era su melliza! ¡Por Eos!, siempre habían estado juntos, desde el vientre materno, ¿por qué razón escaparía de su abrazo de amor?
Comprendí esa noche que el muchacho y yo jamás pisaríamos el mismo terreno. Su sistema de pensamiento y el mío distaban años luz el uno del otro. No había forma de que él entendiera mi punto de vista y no había modo de que yo no me asquease frente al suyo.
Pero claro, el alcohol supera toda repugnancia, y aquella noche consolé al pobre desdichado en uno de los destartalados dormitorios de la taberna. Luego, al llegar la madrugada, me puse mi uniforme, me tomé casi media jarra de café y desperté a gritos al recién reclutado hoplita que dormía en la cama que habíamos compartido, instándolo a correr a la estación y abordar el tren. Este tren.
Desde entonces no había habido entre nosotros más contacto que el estrictamente necesario entre un soldado raso y el jefe de la operación; tal como debía ser.
Pierre Quai, mi segundo al mando, se me acercó con un estruendo de botas sobre el piso de hierro y me tendió el cuaderno de informes. Asentí ante lo que allí estaba escrito con más hastío que atención y dibujé un garabato que quería significar: Sintagmatarca Jules Gare
. Volví a clavar la vista en el océano de hierba que se abría en dos frente a nosotros y decidí regresar a mi camarote.
Cien metros de locomotora, un templo profano de hierro forjado con crucerías chapuceras en su abovedado interior de más de diez metros de altura. La concreción material del credo de mi nación. Ese solía ser mi hogar durante los meses de tareas en los que nos adentrábamos hacia lo inexplorado de este planeta. Allí estaban la caldera, mi camarote, mi oficina, la cabina de mando con la única ventana frontal que permitía ver nuestro destino acercarse infinitesimalmente… Y, sí, Polter. Mal que me pesara, yo sabía que lo suyo aún me importaba.
En el último momento decidí adentrarme en el tren y dirigirme al refectorio. Oí el suspiro de resignación de mi ayudante de campo detrás de mí. Hacía ruido a propósito con sus botas para que yo supiese que estaba ahí. Sonreí para mí mismo: hacía años que le había pedido que hiciera exactamente eso porque su sigilo me ponía los nervios de punta, y él lo seguía cumpliendo.
—
¿Nunca te cansas, Pierre, de hacer eso?
Casi podía ver la mueca en su rostro cuando su voz replicó en un tono calmo a mis espaldas:
—
Ya me he acostumbrado, Jules.
Entramos en el salón vacío y oscuro. Me acerqué a una de las ventanas y levanté la persiana de madera mientras mi diloquita hacía lo mismo con otra.
Luego nos sentamos frente a la mesa sobre la que caía, en toda su espesura, la luz casi táctil de esos páramos, y aguardamos a que el camarero viniese a cumplir con su tarea.
—
¿Frío?
—
fue todo lo que dijo Pierre.
Yo solo me alcé de hombros; de todos modos nunca sabía si esa sensación en mí era objetiva o subjetiva.
Él se levantó, trajo una de las gabardinas grises que colgaban del perchero y la puso sobre mis hombros, que seguían en su rictus anterior. Me dio una palmada y aflojé la tensión. Pierre dio la vuelta a la mesa y volvió a sentarse frente a mí.