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Los Rieles de la Penumbra
Los Rieles de la Penumbra
Los Rieles de la Penumbra
Libro electrónico681 páginas10 horas

Los Rieles de la Penumbra

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Información de este libro electrónico

No es su historia de amor común…

Mirko es un Vivensmortua, puede hablar con los muertos. En Europa, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, podría ser el peor momento para tener esta sombría habilidad, pero cuando tiene la tarea de salvar a una joven llamada María, llega a una conclusión horrible…

María es la clave de la destrucción mundial.

Mirko debe salvar a María de una entidad malvada llamada Daref. En medio del pánico, la guerra y un intento de acabar con el mundo, Mirko debe centrarse en proteger a María y al mundo. ¿Pueden escapar de los peligros que se ciernen a través de paisajes sombríos? ¿Puede Mirko dejar de lado su sentido del deber y su misión para permitirse caer enamorado de María? ¿O está la pareja condenada a una eternidad de tristeza?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2021
ISBN9781973205586
Los Rieles de la Penumbra
Autor

Leonardo Adriel

Leonardo Adriel has always been a fan of deep fantasy. He’s been inspired by video games like The Legend of Zelda, Final Fantasy, the Mana series, Chrono Trigger, Metroid, Soulsborne, and others and he believes all this influence lends an unusual, but beautiful, touch to his work. He hopes to use the same combination of beautiful imagery, music, and art along with his stories to create an audiovisual product like none that have existed before. He was born in Argentina and hopes to inspire others to create with his powerful words.   You can find recent news and more by visiting his website: www.leonardoadriel.com/

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    Los Rieles de la Penumbra - Leonardo Adriel

    Los Rieles de la Penumbra

    Segunda edición: XXXX 201X

    Corrección y edición: Analía Ruth Gon

    Ilustración: Andrés Agostini

    Para saber más del autor: www.leonardoadriel.com

    Copyright © 2014 -201X por Leonardo Adriel Pizzio

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstame públicos.

    ISBN: 9781973205586

    Para mi hermano, Gabriel

    Índice

    Capítulo 1: La canción de María

    Capítulo 2: El llanto del pantano

    Capítulo 3: Donde el viento no llega

    Capítulo 4: La dicha y la oscuridad

    Capítulo 5: El valle de los muertos

    Capítulo 6: Blitzkrieg!

    Epílogo: Por mejores tiempos

    Capítulo 1: La canción de María

    El vapor humeaba, el ferrocarril iba a toda velocidad y yo debía salvarla a toda costa.

    No sabía el peligro que le aguardaba en el final de su recorrido, ni lo importante que nos resultaba su presencia; realmente era ignorante de todo el destino que le deparaba. Ella escapaba de su tierra de origen, huyendo de una muerte anunciada, desconociendo que solo arribaba hacia otra.

    Recorrí tranquilo vagón tras vagón hasta encontrarla. Me paseaba realmente en un tren lujoso con persianas bordó de seda, acolchonados sillones que hacían juego con las cortinas y también con la alfombrada tapicería. Cada objeto tenía un bordado o un grabado en la madera y los metales; los bordes del techo estaban colmados de alegres borlados que tapaban los inocuos canutillos que pasean en las persianas.

    Las inscripciones en las maderas eran simples esquemas monolíticos, que no servían a otro propósito que el de mera decoración, cuadrados que iban y círculos que partían en unos patrones fáciles de comprender. Los grabados en metal, al contrario, eran más glamorosos, de pulidas cinceladas con un lema dentro de unas rayuelas de estílico diseño Morgen kommt heute, que creo se traduciría en mi casi olvidado alemán a El mañana viene hoy, frase interesante, si las hay.

    Mientras pasaba por delante de gente de total elegancia, con traje y galera, y de mujeres de contemporáneos vestidos, notaba como todo en este tren resaltaba de la miseria y el horror que se estaba viviendo en Europa en esos momentos. Como parecía que los rieles se erigían en cadáveres de todas las batallas libradas en los campos donde la pobreza desbarataba imperios y el terror levantaba otros. Mientras tanto, aquí tenían tacos bien altos para pasar, impunes, sobre el polvo que había debajo. Solo los matices carmesíes de los decorados del tren le hacían honor a toda la sangre que se estaba librando en esos momentos.

    No hice más que vagar, casi incómodo entre los suntuosos vagones, hasta encontrarla. Captando miles de miradas, sobre mí, sobre mis decrépitas vestiduras rasgadas, descolocadas totalmente en este sitio. Y allí la encontré, en el último vagón, en el último asiento; casi una ironía ya que esta iba a ser su última parada. Afianzada ahí, enmendando sus propios asuntos, ahogada en sus pensamientos. Aunque volteara hacia la ventana, el dolor no podía ocultarse en su rostro.

    Me paré detuve enfrente de su presencia. Ella inmediatamente me contempló conmocionada, intranquila y pavorosa ante mi aparición y mi razón de ser. Me detuve allí, un tanto incómodo y sin saber que decir. Comprendía claramente mi misión, mas no encontraba las palabras para convencer a esta mujer de retirarse conmigo en esta próxima parada, para no tener que viajar con sus victimarios en la siguiente. Sabía la importancia de esta mujer para la misión, para resolver lo que necesitábamos y para su propio bienestar. Me acerqué un poquito más, a pesar de lo que ella pudiese querer que yo hiciera, y simplemente la llamé:

    —¿María? —  La chica volteó temblorosa. Sabía que la podían estar buscando, pero no esta gente ni en esta situación tan particular y definitoria.

    —¿Qué desea?

    —Me va a tener que acompañar señorita – acoté a su infortunio.

    Ella tomó un suspiro y sin poder controlarlo, inmediatamente explotó en llanto.

    Pataleando con escándalo hizo que se posaron todas las miradas en mí.

    —Tranquilícese señorita – le repetía – Nada le va a pasar, se lo juro.

    Al escuchar esto ella forcejeó a la nada y mordió mi brazo en un claro intento de defensa personal.

    Enseguida se aproximó una especie de guardia armado, con cara de liebre y ojos saltones en buscar de detener el conflicto. Yo intentaba, de alguna manera, darle y balbucearle una excusa insulsa de la índole más ingenua que se me ocurría:  que solo le venía a hacer una pregunta y ella irrazonablemente reaccionó como reaccionó.

    Todo se transformó en locura en ese vagón, la gente se paraba y protestaba en utilizando sus lenguajes. Por suerte, ya estaba frenando en la estación. Por lo que levanté a María sobre el hombro, empujé al guardia fuera de mi camino y me di a la fuga ni bien las lujosas puertas del tren se aseguraron de estar abiertas, para salir corriendo a todo galope con la chica gritando entre mis manos. Sabía que no me iban a poder alcanzar a pie, yo era muy veloz para ellos.

    La estación no era muy grande, era la clásica comarca de madera con los relojes añejos en distintos husos horarios, según el lugar; una boletería donde los niños se paseaban en los barandales, un vendedor ambulante que vendía golosinas y juguetes, los pisos de concreto sucios, llenos de migas, papeles triturados, hojas y demás misceláneos. En el ambiente también se percibía el fuerte olor al aceite que le ponen a los engranajes de los trenes; alumbrados decrépitos que iluminaban la parte de madera de la estación y un cartel grande de madera curtida, que dejaba entender Kraków, Polska indicando el nombre de la estación.

    1

    Corrí a la par de las vías, retirándome de la estación sin pisar las calles polacas, introduciéndome en el bosque con la chica asegurada.

    María seguía pataleando, llorando, tirándome del cabello y dando pelea. Ya después de andar un poco más de medio kilómetro, solté a la chica con un tanto de necesaria rudeza, en contra de su entendible rebeldía y desidia, sobre un llano cubierto de árboles, maleza y unos retoños de orquídeas violáceas.

    —¡Basta! – le quise ordenar – Y escucha con atención ¡Estabas por sufrir una gran calamidad al llegar a Bochnia!

    —Pero... ¿Usted quién es? ¡Déjeme en paz! — vociferaba loca, mientras se acomodaba, furiosa.

    —¡Calla! – clamé, y con serenidad, no dudé en tocarle la frente a su respiro. Al hacer esto se tranquilizó – Tranquila. Mi nombre es Mirko, Mirko Pkro. Vine a rescatarla, porque en Bochnia la acechaba una desgracia.

    —¿Qué? ¿Cómo? – Respondía ella en un imperceptible mareo de confusión.

    —Usted está en gran peligro señorita.

    —¡Ya sé que estoy en un gran peligro! ¡Maldita sea! ¿No es por eso que usted me secuestró?

    —No, María. Ya le dije. Yo acudí a rescatarla.

    —... ¿Qué?

    —Usted es de gran aprecio para nosotros. Solo que todavía no se dio cuenta de lo que vale, del gran potencial que tiene.

    —¿Qué? – repetía con fuerte desazón y gran razón, supongo que aumentando su desconcierto ante mis palabras — Explíqueme que quiere decir.

    —Está bien. Pero primero debemos sacarla de estos matorrales.

    Extendí mi mano a la dama, y con esta se levantó y caminamos por el sendero de ramas y hojas caídas que había dejado, hacia la estación. Con la que se levantó y caminamos...

    Ella todavía, en ese instante, supongo que seguía un tanto insegura de mi persona, pero más calma y loable, por la caricia que le había suministrado. Es lo que suponía, aunque tal vez, aún no advertía una ventana de oportunidad para volver a fugarse.

    2

    Íbamos por aquel caminito, hasta que llegamos hasta una esquina de la estación donde nada más que la penumbra nos iluminaba.

    —Sígueme — propuse para sortear la estación donde se armó el obtuso altercado anterior.

    Caminamos por esa bella calle. Calles adoquinadas con una estela de moho que le daba cierta historia a la piedra; opacos faroles viejos, algunos rotos, otros con francas intenciones de caer; pasto amarillento por la fea época otoñal, banquetas de plaza para sentarse y descansar las ansias; casas tristes, de monótonos planos y matices suburbanos, negocios en regocijo de cierre; rostros fatigados por doquier, amenazados de óbito y catástrofe.

    Por fin, luego de tanta hambruna emocional, llegamos hasta un café. No entramos, no quise hacerlo, nos sentamos en una mesita en las afueras del negocio. Yo le corrí la silla para que se sentara y así fue; luego tomé asiento. Cuando arribó el encargado de atendernos, le rogué a María que aceptara tomar algo y al rato accedió. Ambos pedimos un café con leche, una feliz coincidencia.

    Ella a la vista simulaba estar impecable. Engalanada, acarreaba un delicado vestido azul marino abotonado, con borles en las mangas y en claro estilo culotte; guantes de un blanco inmaculado como sus pantimedias, que llegaban hasta sus muslos cuando no se escondían en unas medianas botas de fina costura. Llegaría a aparentar ser una hermosa rubia de cabello largo y ojos azules; de un metro setenta talvez sin mucha carne suplementaria, de perfil inocente y miserable.

    —Bue—bueno María aquí estamos – murmuré nervioso ante la antesala de un oblicuo monólogo.

    —¿Cómo sabe mi nombre? – contestó rápidamente, enojada sobre su indignación y sin titubear.

    —Pues como le dije... La hemos tenido que estar observando...la hemos observado o la tuvimos que observar

    —¡No me gusta que me observen! – volvió ella, mostrando esta mascara a mis persuasiones.

    —Es que... Nosotros lo hacemos por su bien... Usted es de gran valor para nuestra presencia.

    —¿Puede hacer más entendible lo que dice señor...?

    —Pkro. Mirko Pkro — le recordé – Entendámonos, la cosa es que usted iba a encontrarse con su muerte en Bochnia o un destino peor.

    Ella me miró en seco, una ceja mucho más resaltada que la anterior, alterada, aunque apenas respirando.

    —Debe creerme María. Usted tiene el potencial para cambiar al mundo tal como lo conocemos, no se resista a su destino...

    Ella seguía paralizada por las cosas que le decía. No concebía nada de lo que yo le planteaba, y no era de culpar escuchando estos argumentos deficientemente expresados de un deficiente orador, de la parte que más fracaso en estas circunstancias, pero esto no importaba en ese momento.

    —Mire... Yo vengo en una misión para rescatarla... Soy de un grupo de hombres que puede ver la muerte... — confesé raudamente, sin importarme como la manera arrolladora, poco creíble y francamente idiota, en que entablaba el dilema.

    —¿La—la muerte? – repitió estremecida, nuevamente precipitando sus miradas a los costados, buscando exasperada un escape que la salve.

    —Bueno... Es una forma de decirlo. Podemos ver a la gente muerta, podemos contactarnos con sus espíritus, pero...

    Frené un poco y tomé un suspiro, me equivocaría aún más sino me detenía.

    —Nos hacemos conocer como los "Vivensmortua" – proseguí – Estamos comunicados con el más allá, y desde allí recibimos ordenes de protegerla María. Debo llevarla a casa de un compañero nuestro, Forcella, y allí seguir instrucciones.

    —Y ¿Cómo piensa convencerme de tal estupidez? — dijo ella encrespada – Cree que nací ayer para creer tales tonterías.

    —Mire, le puedo asegurar de ello si quiere puedo mostrarle mi habilidad comunicándome con el más allá. Se lo puedo asegurar mostrándole mi habilidad para comunicarme con el más allá

    —No sé si quiera – avaló a sus inquietudes, con negado sosiego.

    —Sé que suena mal lo que le propongo, totalmente estúpido, pero se convencerá, se lo juro.

    —Está bien... – vaciló, furiosa en suspiros, escondiendo nuevamente una pura indignación.

    —Bueno, pero primero deberíamos salir de este café para no armar mayor alboroto.

    —Está bien...

    Pagué los atragantados cafés y nos marchamos. Me rompía la cabeza tratando de recordar una ruta, buscando la memoria de un mapa lejano en el tiempo, siempre exagerando cierta confianza y afianzando la mirada para que no escapara o buscara rogar compasión a los vecinos del área. Llegamos a un callejón de las calles polacas, me sorprendió que no temblara con la idea de llevarla sola a un pasadizo en el medio de la oscuridad, pero en su fastidio era evidente que ya estaba lo suficientemente crispada y fehacientemente espantada con toda la bizarra situación que surgió.

    3

    Ya casi en la oscuridad, iluminados solo por la luna y un par de luces aleatorias, me detuve y volteé para mirarla.

    —Espera aquí un momento y verás.

    Allí me detuve, como si nadie me mirara, esfumado en el pavimento. Me abrí de brazos y dejé que el viento negro aullara sobre mí.

    El sobretodo nunca concluía de volar con la nueva brisa; mis botas negras temblaban en el suelo, mis ojos se fueron para atrás, sentía como el cuerpo se entumecía en el más vil estremecimiento al convocar a este ritual sobrenatural. Mi vitalidad desaparecía, para desplazarse en las realidades, mi mente se trasformó y cambió de colores. Todo para asentarse en el más sombrío viaje espiritual.

    Al reflejo de estas efímeras emociones y después de un corto lapsus llegué a aquella dimensión donde habitan los muertos y demás criaturas de naturaleza macabra, donde las leyes de la física se rompen para convulsionar en un retorcido síncope vital. Las efemérides temporales se ensanchan hasta llegar al infinito, el corazón late más lento, al ritmo del reloj de la Parca que marca el tiempo en que los ciclos de la vida se reinician, donde cada minuto se puede tratar de toda una generación muriendo o de una sola persona dando su último respiro. Todo eso era incierto, hasta para esta alterada percepción.

    Sentía en su plenitud a los altos poderes que residían en estos aposentos del bien y del mal. Seres que moraban e intervenían en un plano transversal al de esta dimensión, pero paralela a la vida real, para que no puedan juguetear ni corregir la vida de los humanos mortales.

    Siempre con un sudor frío al pisar esta existencia, di mis primeros pasos dentro de ese salón monstruoso, adornado con antorchas cadavéricas de fuegos y centellos verdes y azules, que pavimentaban todo el lugar y hacían juegos de colores encerrándose en las paredes de un siniestro ladrillo casi purpúreo, con enredaderas verde azuladas que llegaban a penetrar cada pequeña grieta del elemento.

    En el cielo, con escasa diferencia de fuegos de artilugio, se podía percibir un torbellino multicolor de nubes, que en realidad eran las nuevas almas que todavía no ocupaban un cuerpo, cayendo en un vórtice a sus nuevos mundos. Embarcando detrás de este maelstrom de espíritus, se ubicaba la nada misma. La dimensión del vacío eterno se podía observar majestuosa en sus infinitos, asomándosele a una ilusoria estratosfera; con nada en su haber, solo la oscuridad eterna se hacía visible.

    Contaba la leyenda que las almas que se encontraban en el torbellino eran originalmente venideras de la nada. Es decir, que todos fuimos concebidos en nuestra fase primordial en el todo poderoso e ilimitado poder de la mismísima nada. Cada ánimo espectral, cada mágico vigor que se encontró en el remolino de la vida, se integró de alguna forma en los espacios de la nada.

    Claro que esto era solo una leyenda que recorría en las plegarias de los Vivensmortua. Un puñado de los integrantes con vida pudo observar más allá de esta habitación en la que me ubicaba, y escasa información nos acometían de la dimensión vacua. A veces me decía a mí mismo que sería un lindo e interesante paisaje para pintar su colorido trasfondo; si tan solo supiese pintar, si tan solo supiese.

    En contrapunto con las alturas, la terrafirma era una combinación de tierra sobre asfalto, escalabroso en su totalidad, pero imposible de describir con certeza; ciertos sitios embarrados con fragmentos de huesos espolvoreadas, que servían como las últimas escamas que se sacaban los fantasmas que merodeaban en la habitación, antes de pasar al más allá. En el aire, corría una fragancia que solo podía describir como un dejo de azufre. Como ecos en la mente se escuchaban los jadeos y martilleos de las almas que todavía recorrían el limbo y correteaban invisibles en aquella habitación, y en paralelo a estas dimensiones.

    En este terreno, me atendieron los cuatro guardianes de los aposentos del olvido. Aquellas eran cuatro estatuas, con caretas símiles a las de un carnaval medieval cinceladas en ellas, e inscripciones por doquier. Cada una era totalmente diferente a la anterior y expresaban humores dispares 

    A estas les hablé con escueta sencillez:

    —María ya está a salvo.

    —Lo sabemos — contestó la más seria de las estatuas.

    —Tienen que ayudarme a convencerla de que existen.

    —Lo sabemos — dijo la estatua más bufónica.

    —Entonces abandonaré esta realidad.

    Me desvanecí entre las sombras, así me retiré nuevamente de este plano.

    4

    De regreso en el plano físico, en un lapsus tan efímero como inapreciable, me encontré con María que estaba examinando el escenario y sacando sus propias conclusiones de lo acometido aquí. Tal vez no percatándose del todo que estaba a tiempo para, por lo menos, intentar regresar a su perdición en Bochnia.

    Retorné en mí otra vez. El viento negro ya había cesado.

    —Ya verás – exclamé.

    Y así, como casi de la nada, se materializaron los fantasmas de las estatuas, flotando frente a la vista de María, iluminando ese frío callejón polaco.

    No podían comunicarse, mas era innecesario. La simple vista de estos espectros, inquietó desgarradoramente a María que gritó afligida, de tal manera que me abrazó en su frenesí de terror. Parecía suficiente para convencerla de mis poderes y la veracidad de mis palabras.

    Al sacudirse un poco del espanto, abandonamos ese callejón sin más que hacer. Ella estaba anonadada por lo que había visto, no podía negarme nada más de las conjeturas que le demandaba. Quería creer, que por lo menos por el día de hoy, me iba a seguir sin muchísimos más ahíncos.

    —¿Estás convencida? –  debí indagar, definitivamente.

    —¡S—sí! – pavoreó – P—Pero ¿Qué era eso?

    No tenía muchas ganas de contestar, por lo menos no hasta que fuese completamente necesario

    —Ya entenderás – avisé sin más. Ella tuvo que callar por unos instantes.

    La noche se hacía todavía más oscura, como si las estrellas se desvanecieran en el cielo. Poca gente permanecía en las calles. Debíamos abandonar Cracovia.

    —Debemos dejar este sitio, ya no hay nada de interés para nosotros, tomar un tren a Eslovaquia. Allí nos encontraremos con un compañero mío que nos dirá dónde se encuentra mi otro colega, Forcella, él nos llevará al destino final.

    —¿E—Eslovaquia? – irritada y aún con temor sonsacaba – Yo no deseo ir a Eslovaquia. No deseo ir a esos sitios.

    Creía intuir su dilema, mas carecía de mayor variedad de opciones.

    —¡Debemos viajar! Entendí haberte convencido de la importancia de seguirme – ella prosiguió mirando desafiante. Luchaba por su vida en contra de una persona que buscaba esa misma antípoda – Entiendo tu preocupación, pero es inaceptable. En serio, tenemos que ir a ese sitio ya.

    La rubia trataba de escapar de mi mirada sosegada. Veía en sus delirios como muchas emociones se convertían y todas se canalizaban en una total confusión.

    —Está bien... – respondió en un tono absolutamente socavado, de intensa frustración.

    —Pues vamos a tener que caminar bastante para llegar. Por suerte, conozco un atajo hasta la estación que nos llevará a Eslovaquia.

    Y así caminamos un largo trecho por las calles de Polonia. Más rostros desventurados que nos rodeaban apenas al anochecer de aquel día.

    5

    Fatigados, llegamos a un sendero que se bifurcaba con sus calles de cemento. Un trecho entre el bosque, que se abría solo para los verdaderos aventureros.

    —Por aquí – indiqué.

    Guiándola sobre mis pasos nos insertamos entre los matorrales quebradizos. Siguiendo el mero caminito de tierra que sobreseíamos; rama tras rama sesgábamos, íbamos abriendo pasaje; los árboles se atrincaban contra nuestro destino, pero con perseverancia sorteábamos los obstáculos.

    El bosque era enorme. Se le empezaba a distinguir el marrón a las hojas de los árboles y su vencido aroma. En su mayoría robles formidables, a los que no se les podía ver la punta, y gruesos como un bisonte. Carenciaban las criaturas en las cercanías, solo una que otra ave, que jugueteaba para espantar al frío; y a lo lejos, lo que creí era una gorda ardilla muerta siendo devorada por otra de su especie, una visión un tanto perturbadora, si lo que percibí era cierto.

    María se encontraba agotada con el viaje. Con ese estrepitoso rescate que llevé a cabo y la desesperada presentación de tal sobrenatural subtexto de su realidad, aprendiendo de semejantes espectros, no había duda de que estaba fatigada, física y mentalmente.

    El bosque se hacía más oscuro a cada paso que dábamos y por eso decidí tomarnos un respiro de todo.

    —Acampemos aquí.

    —¿Estás seguro? ¿En esta zona?

    —Sí. Ningún peligro avendrá. Yo me quedaré vigilante.

    Así fue como colecté un par de ramas de la proximidad y procuré esforzarme con mi sabiduría de supervivencia para encender un precario fueguecillo rojo. Las brasas eran lo suficientemente calientes como para mantenernos a temperatura, en esa fría y atemporal noche polaca.

    No hablamos. Ella estaba absolutamente anonadada con todo lo que había subsistido en tan breve tiempo, y yo no encontraba palabras que albergaran calma en este momento. No había nada que decir.

    María durmió sobre mi gabardina que yo sin dudar le presté.

    Las horas pasaban. La noche se tornaba más pesada y quejumbrosa. Juzgaba al viento y a sus cambios; supuse que este se agitó, ante mi sorpresa, y de repente, el sonido de varias pequeñas ramillas desquebrajándose me alarmó. Sin dudarlo desenfundé mi revolver, un Nagant M1895 especial con capacidad para seis balas y me avisté ante un serio peligro.

    ¿Sería un lobo?, ¿un oso? ¿o algo más? Personalmente no conocía bien la fauna de los bosques polacos, no es mi material de lectura común. Repentinamente, distinguí un inconfundible pie salir de entre uno de los árboles y a un hombre anciano con cara de árbol, al que la juventud lo había abandonado hacía tiempo. Con la cara arrugada y larga barba gris hacia mí vislumbrar.

    Debía deducirlo como un vagabundo. Tenía unos precarios pantalones caqui, los cuales podían transparentar su ropa interior fachada a la antigua, una camisa a cuadros rota y sin botones; se notaba su panza embarrada de lodo, como el resto de su cuerpo, con uñas largas llenas de tierra; descalzo, con lastimaduras por todo su cuerpo y profundas cicatrices en las rodillas. Emanaba una pestilencia más que particular, como si no se hubiese bañado hace varios meses, mas no acarreara la mugre que solo presentan los gérmenes que comieran su piel.

    —¿Amigo o enemigo? – grité sin tapujos, siempre empuñando mi instrumento de fuego a la distancia del rostro del hombre.

    —Un viajero, compadre. Un viajero como usted – trataba de confirmar pacíficamente, con los brazos bien abiertos, como ignorando la amenaza.

    En una segunda vista al sujeto, me percaté de su falta de espacios para sujetar algún instrumento. Así que cesé momentáneamente la mía, mas solo para presentarla como amenaza. Pobre María, estaba tan cansada que no se despertó ni con los gritos tan cercanos a ella.

    —¿Tiene un nombre viajero? – sonsaqué.

    —No, no tengo... Se lo ofrecí a este bosque a cambio de sus virtudes – Fausto explicaba en un párrafo al que no podía encontrarle demasiado sentido.

    —¿Algún nombre por el que lo pueda llamar?

    —Cualquiera... Da lo mismo. Cualquier nombre va a rebotar hueco en estos árboles y resonará como un llamado a mi ser. Por lo tanto, puede llamarme como a usted le parezca. Yo no me voy a enojar – manifestaba en una relativa acción poética.

    —Bueno. Comprendo la futilidad del nombre en su caso. Pero en el mío, se puede referir a mí, como... Mirko... Si así desea – Revelé, para intentar enfundar una familiaridad en lo que aseveraba, presumiría se develaría en una plática más debeladora de su interés.

    Algo tenía para decirme, lo sabía, para eso debió haber traspasado el bosque hasta nuestra carente posada

    —¿Hay alguna razón para su presencia, buen hombre?

    —No. La razón por la cual yo estoy aquí es la misma que por la cual usted está aquí ¿No? El universo así lo deseó.

    Suspiré molesto, parecía que estaba bromeando.

    —Desconozco si el universo lo anheló o no. Pero yo estoy aquí, solo de paso. Una travesía si desea denominarla de alguna forma – le contesté un poco fastidioso con la prolongación de este encuentro ya monótono.

    —Pues yo también estoy en una travesía, Mirko. En una aventura si se podría decir. Usted parece un hombre inteligente. Sabe que vienen tiempos difíciles para todos. Yo estoy aquí en protección de mi bosque... Como si fuera mi familia. Ya que no puedo hacer nada por el hombre y sus ideales. Está podrido en sus ideas ambiciosas, sometiendo a toda la raza humana a un mar de dolor. El futuro se ve negro, Mirko, pero yo todavía tengo a mi bosque y debo protegerlo.

    Sentía una leve afinidad que me convenció para por fin guardar mi revólver. No en lo físico o social, más sí, en una cierta sensación intelectual.

    —No sabía qué me iba a encontrar con tan pintoresco personaje. Tiene mucha razón en lo que dice buen hombre – no dudé en reiterarle en mis loables léxicos.

    —Pues más vale, Mirko. De las cenizas solo se sembró muerte y desprecio – ya en un tono exasperado, confirmaba el vagabundo.

    Yo no hice más que asentir.

    —Veo que usted está en una misión más especial incluso ¿Puedo preguntarle sobre la señorita?

    Mi ceño no tardó en fruncirse velozmente. No podía seguir tranquilo. ¿Tendría información? Algo debía haber analizado de todo esto ya, así no dudando que los susurros tenían un largo recorrido hecho.

    —¡Yo soy el guardián de la chica! Así que todo lo que necesite saber me lo puede preguntar a mí.

    —Veo que no le agrada que yo le esté indagando en esto – no le costaba percibir con claridad — Pero creo que, por un fin benéfico, únicamente de mi bosque, he de preguntar si está todo en orden.

    —¿Qué sabe usted de todo esto? – no pude dejar de inquirir distante, para no tener que referenciar lo que a este sujeto no le interesara.

    —Creo que lo suficiente para dejar de hacerle más preguntas de las que no responderá, y las necesarias para preocuparme.

    —¿Cómo se enteró de la situación?

    —Pues ¿No es evidente hombre? Su esencia se hizo sentir por todo el bosque. Además, los pájaros venían acarreando rumores de su venida – aseguró jovial – Por eso decidí pagarle una visita.

    En segunda instancia, creo que era bastante obvia esa pregunta.

    —Entonces le contentará saber que por el tiempo dado está sana y salvo conmigo. También planeo que no cese de ser así, en cualquier futuro.

    —Pues, muy bien entonces. Me contenta saberlo ¿Hay algo en lo que te pueda ayudar entonces, Mirko?

    —No, gracias... No hay problema...

    —Puedo ofrecerte medicina del bosque para tus travesías, o fresas silvestres para que se alimenten.

    Aún con todas las tranquilas virtudes que mostraba, no podía darme el lujo de perecer mi paranoia con respecto al sujeto, frente a esta última oferta. Cordialmente me negué a su propuesta de medicina y comida por temor a que sean venenosos o sencillamente, a que nuestros estómagos no sean aptos para su correcta digestión.

    —Pues entonces debo de partir, Mirko. El bosque me necesita.

    Antes de partir busqué detenerlo.

    —Usted que sabe qué épocas oscuras se avecinan en el mundo ¿No necesita que nosotros lo ayudemos en lo más mínimo?

    El hombre se paró en sus zancos, no para pensar su respuesta, solo para ensayar su dramatismo.

    —Pues sé que Polonia va a sufrir y este bosque sufrirá también, pero no hay nada que pueda hacer, más que celar por lo mejor. Como espero que su asunto con la chica vaya por buenas manos buen camino. Al toro hay que agarrarlo por las astas, como quien dice. En este caso al diablo hay que agarrarlo por las astas y cortarle su lengua serpentina, que con ella ya sedujo a mucha gente en su sacrílega iglesia. Tal vez este bosque arda, mas nunca dirán que no hice lo suficiente como para intentar detenerlo.

    —Bueno, noto la confianza en su rostro, compañero... Será mejor no restarle más tiempo y dejarlo en su camino entonces. Le deseo la mejor de las suertes – entoné cierto de que este iba a ser el saludo final.

    —Pues, igualmente. El bosque ya te ha dado su bendición. Camina con Dios.

    Y así el ermitaño desapareció enarbolado entre la maleza. Tan misteriosamente como arribó, se marchó.

    6

    Yo no dormí, y permanecí acampando un tiempito más, bebiendo agua de mi cantimplora, contemplando la belleza de ese bosque y de la naturaleza en general, mientras las suaves, pero firmes brasas, mantenían el calor en nuestros cuerpos.

    No mucho sucedió durante mi inmovilidad. El tiempo se entendía corriendo muy lento, o ni siquiera parecía correr. Un par de ruidos en la lejanía no dudaron en jugar con mi atención, mas ninguno me vio desconcentrarme; una lechuza craqueó y un par de hormigas se movieron, hasta creí sentir al vagando retornando a mis planos, pero la noche, en otro aspecto, fue eterna.

    7

    Esta noche no existía ya, y con los primeros rayos de la mañana rorando la hierba, decidí dar fin al descanso y despertar a María para seguir nuestro rumbo.

    La sacudí delicadamente unos segundos, y ella despertó como de una siesta que nunca hubiese deseado encontrara un final.

    Ella amaneció un poco agreste, con pasto por todo el cuerpo. La ayudé suavemente a levantarse, cuando comenzó despolvorear toda la maleza que sobrellevaba en sus prendas. Como yo levanté mi gabardina, y la limpié también de la grama satirizante. Ya una vez terminado con esto, apagué la fogata; borré meticulosa e higiénicamente todo rastro de que hayamos estado allí, y partimos.

    —¿Lindos sueños? – le dije jocoso a la aquejada blonda, con una clara intención de ironía y de burla, en retrospectiva de absoluto mal gusto y educación, más sin saber que otra frase emplear para romper la tensión.

    Ella no contestó más que con una mirada fría y de odio.

    —No – me contestó enojada — ¿Tú?

    —No dormí. Me quedé toda la noche protegiendo el acampado.

    Lo medité, y decidí no decirle de mi encuentro de anoche con ese misterioso vagabundo. No creo que valga el esfuerzo alterar incluso más sus crispados nervios. No hicimos más que continuar por el sendero, hasta que llegamos hasta la civilización, una comarca aislada.

    Fueron severos kilómetros de cortar maleza y pisar ramas caídas, pero aquí estábamos en la cívica reunión de ciudadanos. Nos trasladamos directo a la estación del tren, sin comer ni beber nada, seguro de que nos darían alimentos dentro de este.

    Atravesamos un par de calles casi vacías a esas horas de la madrugada y llegamos a la estación. Esta era casi igual a la que habíamos dejado en Cracovia, como así también, a la mayoría que había visitado en mi vida.

    Como calculaba, María tenía consigo dinero de dominio polaco, que convencí de mala gana en ceder para facilitar la compra de los boletos para abordar el sombrío tren.

    La fila de los boletos no era muy larga. Por las inoportunas congruencias en Europa no mucha gente viajaba, la mayoría aspiraba atrincherarse en sus hogares, como una comunidad enloquecida por la fausta miseria y rigor que se vivía en estos tiempos, llenos de pavor y desesperación.

    El tren tardó un poco en venir, aunque no tardamos mucho en abordarlo.

    Al entrar al ferrocarril, me precaví con desesperación de que no tengamos mala compañía. Fugarnos del anterior tren debía seguro dejarlos perplejos lo suficiente para considerar que no debería existir alguna razón por la cual deberían poder precaver que visitaríamos Eslovaquia, justo el recluso pueblo donde se encontraba mi compañero... ¡Pero tontos no eran, y tenían oídos en todos lados! No tardarían en enterarse hacia donde fui, cómo fui y qué anduve haciendo en todo este tiempo, por eso debía tener más que nada, extrema precaución.

    Ya una vez sentados cercanos a la ventana, junto a María, emprendimos el viaje hacia nuevos horizontes.

    8

    Este tren no era tan vistoso como el anterior. Desprovisto de hermosos borlados y de bellísimas inscripciones en la madera, que sobresaltaran la belleza del mismísimo tren. Nada era especial, todo era común y monótono en las vías de ese ferrocarril; vulgar, comparado al anterior. Curiosamente, muy similar al monorriel del expreso de Ragusa a sus cónclaves vecinas. Sus detalles eran de carácter sencillo e inoportunamente precario. Este contaba con divisivas y efímeras cortinas de telilla acartonada, de color cimarrón; el piso no concretaba en madera o metal, sino en una alfombra verde musgo, un poco destruida por las continuas pisadas recibidas a lo largo de los años.  El techo no estaba en el mejor de los estados, seguramente atacado por la humedad, se veían claramente grietas a lo largo de todo su lucimiento y manchas de colores anormales.  Algunos vidrios estaban bastante sucios y manchados, mas por fortuna, ninguno estaba roto o devastado lo suficiente como para que, entre una feroz ráfaga de viento, a atormentarnos en nuestro viaje hacia Eslovaquia.

    Para no ser distintos, los asientos estaban ciertamente manchados de sustancias que rozaban desde el sudor a la sangre, hacia restos de comidas varias, como también estaban machacados por el tiempo y los años transcurridos.  El aroma tampoco era muy agradable, era una esencia mohosa y demasiado compleja para confeccionar un análisis sencillo y meramente etiquetarlo como mohoso realmente. Los sentidos se enredaban al olfatear ese almizcle perfume, un tanto tóxico. El resto del ambiente se asentaba bien a las circunstancias extraordinarias que se podían percibir en ese oportuno paraje, adverso al anterior locomotor. Los carriles tenían la misma firmeza que cualquier otra máquina de locomoción, y los rieles daban el temple de demostrar igual resistencia y solidez que cualquier otra viga bien construida del mundo.

    Por fin, luego de unos cuantos minutos de preparación, el tren arrancó y se empezó a deslizar como una máquina bien engrasada, por los rieles. El motor se oyó rugir, cuando de repente, dejamos de estar parados.

    Sin nada contemporáneo que nos uniera en palabras, tanto María como yo comenzamos a relajarnos luego de una noche de locura y destemple. Me parecía que a ella se la advertía un poco más a gusto y templada. Dormir habría hecho maravillas a su soltura y disposición en general, aunque caos y miseria se desprendían de sus gestos. Por mi parte, seguía pensando en aquel vagabundo que habíamos relegado allí, en el bosque polaco, y el arduo destino que estaría por vivir. Era notorio que se trataba de un hombre muy sabio y experimentado, y seguro sabría manejarse frente a las adversidades que le tocaría sobrepasar.

    En un momento, llegó la comida del cáterin de este tren más que ordinario, aunque era en esta veda donde realmente resaltaba, una ciertamente moderada porción de filete con puré de papas.

    Aceptamos el plato y comimos esa deleitante comida, como si no hubiésemos comido en años, porque así se sentía no haber cenado la noche anterior. Terminamos el precario pero delicioso pequeño festín, casi sincronizadamente. La mujer que repartía los platos volvió y retiró los cubiertos.

    Con el estómago casi lleno proseguimos a descansar. María cerró los ojos, como también lo hice yo, parecía que habíamos llegado a un silencioso acuerdo tácito, de ponernos a descansar apenas terminado el comestible.

    Ni una palabra se erigía entre nosotros. Un silencio maravilloso invadía el tren, ya que nadie se molestaba en expresarse verbalmente. Los que dormían ni siquiera roncaban, dormían pacíficamente en sus asientos. No se escuchaba nada más que el constante y uniforme sonido del tren.

    Así fue como tranquilamente me acomodé; desplacé con firmeza la nuca en la cabecera del asiento y la dejé reposar libre, extendí mis piernas lo más que la distancia entre asientos me permitía y no deparé en sucumbir en el trance del sueño.

    Poco tiempo más tarde, María, al compás mío, también durmió para compensar lo poco que la siesta en el medio del bosque la revivió. Y así fue como empecé a adormecerme.

    9

    Ya en el mundo de los sueños, me relajé lo más humanamente posible. En la oscuridad de la no consciencia, nadé, y comencé a naufragar entre fantasías. Ya que de eso se trataba literalmente los mismísimos sueños que padecía, una ilusión continua donde yo no concebía más que nadar en un mar infinito, o bucear, mejor dicho.

    Allí me encontraba con mi modernísimo traje de buceo de caucho negro, con detalles en azul marino, que emplazaba todo mi cuerpo de pies a cabeza, dejando solo parte de mi cara descubierta. Nadando bajo la luz de un torrencial sol, que embestía mi figura haciéndola resplandeciente. Me encontraba muy cerca de la superficie. No muchos metros me deparaban del aire y el cielo azul, de ese maravilloso amanecer en aquel mar que había preparado mi cerebro. No había peces de ninguna clase a mi alrededor, estaba yo solo en la marea. El agua no me abombaba, simplemente yacía allí, conmigo, mientras yo la manipulaba a mi voluntad por medio de sumisos aleteos.

    Nadaba metros y metros, hasta que se transformaban rápidamente en kilómetros, sin parar por el océano infinito. Mi visión, por momentos, se ubicaba como en una segunda, o tercera persona, que me miraba desde arriba apreciando como hacía mis movimientos para bracear, como flexionaba cada músculo, siempre haciendo la técnica de pecho para abarcar espacio en mi recorrido.

    Plácida y tranquilamente nadé allí por horas, inmutable. El oxígeno de mi tanque era ilimitado. Ni mis brazos ni mis piernas sufrían de cansancio alguno. Era un ser perfecto en ese cuerpo acuático. La corriente no me llevaba a ninguna parte, solo me acompañaba en estos infinitos trechos. Mis movimientos creaban las admirables ondas en la superficie, mas llevaban la sensación de un festejo, que hacían junto al calmo mar.

    Nadé por más horas, hasta que se hizo de noche, y aquel vidrio celestial que estaba en su fase lunar más completa, cumplió su papel transformándose en el único farol dentro de esa pecera sin límites, en la que yo yacía en esta velada. Desde allí empezó a sonar una melodía vibrante, entre el agua, muy placentera y armoniosa. Oscilaba junto a las ondas que provocaba, y estas, al mismo tiempo, creaban una percusión modesta y particular que iluminaba mis oídos. Contemplaban un estribillo sinfónico extenso y un coro incluso más extenso. Me permitía escuchar los fuertes latidos de mi corazón, mientras se bosquejaban palpitar en el acuático movimiento terrenal.

    De repente, me fijé en el fondo del mar y vi un increíble y antiguo barco de madera. Me aproximé con rapidez, si bien mansamente, hasta allí. Arribé casi instantáneamente hasta este coloso de tablón, y pude observar que era un galeón enorme, de una edad inestimable. No tenía ninguna bandera a disposición de la vista, solo algunas telas incoloras, que colgaban rajadas del mástil y de otras partes, por lo que no se podía identificar como un navío pirata, de corsario, mercante o de cualquier otra lealtad. Era solo una carabela misteriosa que se extravió en el medio de mis sueños, con la intención de otorgar suspenso en donde no existía con anterioridad.

    Me acerqué más, hasta poder apenas poner un pie en la caravana desconocida. El navío estaba fracturado, roto, partido por la mitad, mas se establecía firmemente en un nivel paralelo al suelo marino. Las tablas estaban podridas y resquebrajadas. Llevaba aquí seguramente centenares de años, siendo masacrado por las serenas corrientes marítimas.

    En una mejor observación, me percaté de la imposibilidad de que sea (o de que se trate) un barco pirata o corsario; ya no tenía ninguna especie de cañón, ballestas o afines para establecer un ataque. Carecía también de escotillas bajas, donde se encontrarían dichos cañones pequeños o grandes. La única abertura era una ventana que daba a la cámara principal del barco, la cual no depuró una instigación nata de abordaje y exploración.

    Al acercarme, muy próximo, una anguila bordó gigante emergió de este agujero. A causa de rápidos reflejos y certera habilidad, la esquivé en su totalidad, realizando una fantástica pirueta hacia atrás en el agua, aunque, de todas formas, su súbita aparición me otorgó un gran susto. Mi corazón empezó a latir fuertemente, y las ondas que creaba ya no eran perfectas. Permanecí estupefacto por unos instantes, frente a este acto desenfrenado del marino animal, que todavía revoloteaba en las cercanías de la nave. Claramente no era bienvenido en las inmediaciones del barco, no obstante, me animé a entrar por esta ventana, cuando hallé a esta criatura fuera de rango.

    Este cuarto se encontraba iluminado por una lámpara eterna, que reposaba en la esquina trasera superior del buque. En el fondo había un cofre instalado en el suelo. Yo nadé con nada de lerdeza hasta llegar al mencionado arcón, solo unos centímetros deparaban de un contacto cuando de improviso, el cofre se abrió solo, sin jamás rozarlo. De allí dentro salió una burbuja de abismal escala, se elevó brevemente, y de improvisto, explotó fuertemente.

    10

    Desperté conmocionado. Estiré mi torso y la cabeza violentamente para adelante, a causa del impermeable susto que me obligó a entablar unos suspiros fuertes, por unos segundos. No entendía bien, por qué me desenfrenaría tanto un sueño tan poco real y tan poco irregular en mí. La parte del barco era una sorpresa, aunque el buceo era un sueño recurrente.

    No obstante, a pesar de ese suceso, todo en el mundo real permanecía tan sereno como se podía esperar.

    María seguía durmiendo tan plácidamente como se lo permitía. Tenía un cierto gesto que realizaba automáticamente, en donde fruncía el ceño en un evidente marco de disgusto, siempre al amparo de los sueños; seguramente era su pasado que atormentaba su inconsciente e inventaba seres para torturarla.

    —Pobre criatura... – susurré para mis adentros. Que carga que habrá tenido, y la responsabilidad enorme que tendrá en el futuro.

    Hacía unos segundos que nos pudo haber abordado una lluvia baja y loable a nuestras limitaciones; creo que no eran las tempestades que nos tenía acostumbrado estas partes de Europa, aunque se elevaba una niebla, difundiéndose al punto de hacerse casi indistinguible más allá de la ventana. Todos los árboles que pasábamos se parecían entre sí, fusionándose bajo esta neblina. Permanecí un tanto absorto, no perdiendo la atención sobre la lluvia un buen rato. Procuraba un toque romántico, como esta esparcía vehemente su algarabía por todas partes, y más o menos, hasta cierto entendimiento, daba un toque de oscura melancolía a todo paisaje sobre el que reinaba su efectivo accionar.

    Me creí enajenado un buen rato en las arboledas. La forma en que se desvanecían con presteza a la ligera velocidad en la que corría el tren, o a lo mejor, como ellos corrían frente a nosotros. Ocasionalmente, en la reiteración, lo percibía así. Yo no consideraba como que me movía, no obstante, sí los percibía a ellos desplazándose. La realidad era y no era semejante en este caso, en este pensamiento, bajo esta observación.

    Emergía, esporádicamente, alguna que otra vivienda perdida en el insondable bosque. Imaginaba a un ermitaño o a una familia de ermitaños, ignorando a la sociedad en su máxima expresión, despreciando tanto sus virtudes como sus males, viviendo de la naturaleza tal como lo hacía ese extraño nómada que había conocido el día anterior. Seguramente hoy estaría sufriendo la lluvia o seguramente, disfrutándola (si es que había llegado a esa parte de Polonia) Supongo que nadie podía estar al tanto de lo que ocurría en esa cabeza. La del hombre que le cambió su nombre al bosque por sus virtudes.

    Examiné la lluvia un poco más, por todo el tiempo que gozara. Como las gotas dibujaban surcos en el panel de vidrio de este locomotor, empujadas hacia atrás, gracias al constante movimiento del ferrocarril.

    Cuando despertó María, lo hizo suavemente; no de una pesadilla, sino como si se tratara de un dulce sueño corto, que se había hecho eterno. Amaneció un poco ofuscada de su mareo de resurrección. Volteó la cabeza, me miró e hizo un ademán en pos de enojo y decepción, la consideraría, asimismo, personalmente, como una mirada clamorosa de interrogantes. Acaso creía estar soñando un lugar, en donde conocía gente que pudiese hablar con los muertos.

    —Mirko... Mirko... ¿Llegamos? — preguntó con una gran voz todavía somnolienta, espero debido a un pleno descanso.

    —No todavía.

    —¿Crees que falte mucho?

    —No creo. Desde aquí se huele el kapustnica eslovaco.

    —¿Qué es eso, Mirko? – indagaba alumbrando una carita llena de curiosidad.

    —Una especie de sopa con chucrut que preparan en Eslovaquia – fanfarroneaba de lo poco que conocía de Eslovaquia.

    —Ah... ¿Crees que sepa rico? Se me afloja el estómago de nuevo y tengo un hambre que podría matar – declaró pellizcando el susodicho. Su enojo de impotencia parecía menguarse por momentos, mientras hablaba y se distraía.

    Reí levemente.

    —Es para cierto paladar, supongo. Mi paladar es amplio. Puedo degustar cualquier basura, que todo me fascina. No sé cómo describirte esta sopa... Simplemente sabe bien.

    —No te creas que soy de gustos muy finos. De donde yo vengo, de Alemania, comía toda clase de salames, chorizos y cualquier clase de embutidos en general – confesó, sin ninguna clase de pudor o vergüenza.

    —Ahhh... — extendía aprecio en onomatopeyas — No te daba de la clase de gastronómica tan voluntariosa ¿Y no te atraía el tratar con hortalizas y demás hierbas? – Trataba de indagar para crear cualquier conversación que funde más confianza y me disfrace como a un humano.

    —¡También! De pequeña era muy golosa – emitió una risita acompañada por una simpática e infantil sonrisa – Era un tanto gordita –  se sonrojó levemente, mientras pronunciaba esto último.

    —¿Un tanto? No lo parece, no pareces mostrar estrías.

    Ella se quedó mirándome, plisando las cejas en señal de seria dubitación. Casi de inmediato pude descifrar esta mirada. Ahí, en esa respuesta y en esa mueca, recordé por qué no socializaba tanto con las mujeres. Motes exageradamente toscos para tratar con ellas.

    —Ehhh... — continué yo – Quiero decir que luces espectaculares... Y dime ¿De qué parte de Alemania vienes?

    De antemano, conocía la respuesta que iba brindar, como sabía casi todas las respuestas que le podrían aquejar.

    —Múnich – Indicó con una adorable media sonrisa.

    —¡Que bella ciudad! Seguro la he transitado entera en alguna travesía.

    —Sí, es una hermosa ciudad realmente – empezó a contar a contar ciertamente ensimismada — Yo vivía muy cerca del estadio del Bayern de Múnich y recuerdo que íbamos cada fin de semana con mi padre y mis hermanos.

    A María se le esparció una sonrisa, volteó su mirada en forma pensativa, soñadora, anhelante, y de repente se deshizo todo, absolutamente. Volvió a surcar en las más frías de las miserias, acompañada por una lágrima solitaria.

    Mi cabeza no fracasó en reafirmar en memorias mis pocas aptitudes sociales, todo culpa de estas declaraciones mentecatas.

    —Quédese con los buenos recuerdos, señorita – traté de aconsejar, tarde y ya casi sin necesidad.

    —Sí – Descendió otra gota – Preferiría no hablar más de nada – concluyó por última vez.

    —Me parece bien. No hablaré más, entonces.

    De pronto, quedó restituido el silencio. María volteó el rostro para no mostrar más sus incómodas emociones, yo no dudé en imitarla, girando nuevamente hacia la ventana, atisbando como el clima empeoraba precariamente. No podría poner en muchas dudas que fuera posible que se aproximara una gran tormenta, por lo menos así lo anunciaba la cólera del viento.

    11

    Fue un lapso escueto, hasta que llegamos a la estación deseada. Ya estábamos en Eslovaquia. Los árboles detuvieron su marcha bajo el titubeo de la lluvia.

    La muchacha se dormía o disimulaba estarlo, me despistaban sus suspiros aleatorios, aunque por suerte, no lloraba más.

    La desperté sacudiéndola del hombro levemente.

    —Ya llegamos a Eslovaquia – le anuncié en un susurro entre zetas. Ella despertó suavemente, como lo había hecho en ambas oportunidades.

    —¿Ya llegamos? ...

    —Sí.

    —Me parece bien...

    Nos paramos con las piernas cansadas del viaje.

    Bajamos del tren, y rápidamente nos reubicamos bajo la parte techada de la comarca de madera de esta estación. No era muy diferente a las otras estaciones, ninguna la era; pequeñas luces, vendedores ambulantes, boleterías, escaleritas, todo lo común.

    Partimos en pos de uno de esos vendedores ambulantes, requiriendo un buen par de paraguas. El hombre con rostro de nube nos enseñó su mejor par: dos grandes paraguas de un sólido color negro. Accedimos a comprarlos, estaban a un buen precio. Yo, con anticipación a estos eventos, como suponía iba a anticipar varios más, ostentaba las coronas eslovacas suficientes para pagar. Inmediatamente y sin muchos más reparos abrimos los paraguas probando la lealtad de su calidad y decidimos partir. Todavía nos quedaba un largo camino a pie.

    No deparamos en descender por las calles, y luego proseguimos a vagar por estas. Francamente no estaba seguro hacia donde teníamos que ir. Conocía el lugar, lo había visto, mas no estaba del todo convencido si tenía en claro cómo llegar hasta allí. Por eso, antes de cualquier otra eventualidad, decidí ir a algún restaurante para poder saciar la apetencia que me invadía a mí y la de María.

    María comenzó la conversación con un estornudo, luego preguntó

    — ¿Adónde nos dirigimos?

    —Hacia algún bar o restaurante que esté cerca nuestro. Al primero que aparezca.

    —Me parece bien ¡Me estoy muriendo de hambre! – se quejó ella, con un tanto de desesperación – Pero ¿no tenemos que apresurarnos a la casa de este tal amigo tuyo que tanto repetiste?

    Yo le otorgué una media sonrisa un poco chueca; sin lugar a dudas me sorprendía, aunque me agradaba saber que ya estaba comprendiendo, o por lo menos aceptando, las extraordinarias circunstancias. Ver espíritus quizás le puede hacer cambiar de parecer a cualquiera.

    —Sí, pero puede esperar un poco. Cualquier hostil todavía se encuentra lejos y seguramente desorientado. Podemos comer una comida, nos depara una larga travesía todavía

    —Todo es una larga travesía contigo – entendió, con un nuevo perfil de molestia y desazón.

    No te preocupes, que es todo por tu propio bien.

    —Tienes que explicarme todavía como todo esto es por mi bien – Aún molesta, estornudó nuevamente.

    —No te estarás resfriando? ¿Verdad?

    Ella no respondió, no sé si no escuchó o no le importó, solo permaneció cabizbaja sobre mi trayecto.

    —Sí... Cuando lleguemos a comer te contaré con gusto

    Ya desde este momento me había puesto a estudiar las palabras correctas para decirle esta vez, así evitaba cosas como el redundante incidente anterior.

    Paseamos por las calles eslovacas. La gente estaba refugiándose de la lluvia en sus respectivos hogares; los valientes que salían, a pesar de la precipitación, se encontraban deambulando entre paraguas negros, conformando un carnaval de luz negra para el firmamento o para las aves.

    La vista trasvasaba no muy lejos, a corta distancia, obviamente a causa de la neblina que cada vez se hacía más espesa, una bruma que crecía al compás de la lluvia, que barría las calles de las hojas de otoño, junto a un poderoso viento, que, por su parte, intentaba arrasar con nuestros paraguas. El clima estaba arremetible por el momento, ecuánime a nuestro pesar. Por eso sería mejor buscar refugio en algún comedor local.

    En la calle nos vimos cruzando a un hombre igual al vagabundo del bosque polaco ¿Estaría imaginando cosas? ¿O este me estaría siguiendo? Imposible. Ese hombre permaneció protegiendo su bosque, allá por Cracovia. Mi cuello dobló para perseguir la ilusión con la mirada, fue una coincidencia presumo y quería

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