El tiempo nuevo
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Se trata de una obra de adolescencia escrita con espíritu adolescente, con eso bastaría. Sin embargo, hay más.
Formalmente, esta obra se estructura en dos partes que, grosso modo, se corresponden a la vivencia y al recuerdo, el pasado vivido y el presente que lo reifica, si bien esa diferencia se reproduce virtual e indefinidamente al interior de cada parte como un cristal dentro de otro.
La novela se construye, en cuanto a su contenido, sobre el modelo de la Vita nuova, de Dante, tanto en lo que hace al tratamiento literario del personaje (Beatrice/Manuel) como en la relación del autor con su obra, planteada en términos de dicotomía entre literatura y vida.
El tema último, que sirve de sustrato y da sentido a lo anterior, es el que se declara como experiencia original en uno de los capítulos centrales, de manera que toda la obra viene a ser la exposición del mismo motivo con variaciones, lo que asegura su unidad interna a modo de largo poema narrativo.Esa coherencia temática, a su vez, constituye la expresión de una vida o período vital condicionado por una experiencia fundacional, de la que se padecen sus efectos, manifestados en el anecdotario de la narración.
La literatura se concibe, así, como terapia, y el recuerdo su arma. De ahí que la técnica empleada sea la reescritura.
Juan Montesinos Ortuño
Juan Montesinos Ortuño nació en Alcantarilla (Murcia), el 29 de octubre de 1959. Cursó estudios de Filosofía y Letras y otros de Lingüística Vasca. Ha desempeñado un par de empleos y ha recorrido buena parte de España. Lleva escribiendo desde los diecisiete años, aunque solo últimamente con acierto, por lo que se considera un escritor tardío. Tiene acabada una tetralogía, integrada por Divino Aloysius, flor del mundo, Alconte, Luis Lourido de Elizondo y Omphalos, que va viendo la luz. Otras obras acabadas son El tiempo nuevo, recreación de la Vita nuova, de Dante, y Viaje a la desolación, revisión del Viaje a la Alcarria, de Cela.
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El tiempo nuevo - Juan Montesinos Ortuño
Título: El tiempo nuevo
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417915384
ISBN eBook: 9788417915780
© del texto:
Juan Montesinos Ortuño
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
PRIMERA PARTE
Cap. 1
Canción de amor para Meu’l-Habib
I
La sonrisa de Manuel era amarga cuando hablaba. Pensé que le había salpicado con mi desgracia, pero quizá solo me miraba. Otro día, o a la semana siguiente, me pareció encontrarlo abandonado en un banco, el pecho descubierto. Me sentí indigno y, por un momento, merecedor de muerte justa a sus manos.
Lo vi que pasaba, alto y distraído, al otro lado de la ventanilla. Me hubiera parado a oler sus hombros y, en un arrebato de alegría ingenua, condescendido a charlar con los demás ocupantes del departamento, que al parecer se quejaban de un viajero. Me enderecé en el asiento y eché la cabeza para atrás, sin desviar los ojos.
Ahora creo que todo fue un sueño.
—/-
Han pasado dos meses, suficientes para perder todo lo que pude tener y necesitaba. Confieso que al comprobar mi exclusión en la lista de aprobados, me sobrevino como una sombra la amenaza de la muerte que llaman voluntaria. Por la tarde salí dispuesto a acostarme con cualquiera, pero no me atreví a bajar en la parada de un albañil que me seguía en el autobús.
Me aquejaba una preocupación sorda y recurrente, como piedra alojada en la cabeza, sobre todo cuando se acercaba la hora en que esperaba verlo.
Le escribía cartas en la imaginación, declarándole la índole de mi deseo. Espiaba supersticiosamente las conversaciones de la calle, oráculos de mi destino. Contaba cada día la esperanza que me quedaba hasta el próximo encuentro. Sufría y gozaba si alguien se le parecía. Ansiaba que cualquier esquina me lo devolviera. Indagaba las terrazas de los cafés y las lunas de los coches. (La sospecha de un claxon que desatendí me desazonó sin remedio.)
Quizá lo confundí una noche de primavera, parado en la calle conversando. Traté de esconder mi asombro detrás de un cigarro que chupaba nervioso, quién sabe si para atraer su atención. Creí reconocer los rasgos que buscaba, su porte, sus sentimientos encontrados. Pero su mirada podía más que mi duda, y pasé de largo.
Intuí que lo hallaría por última vez, que habría una segunda oportunidad, siquiera definitiva. (La incertidumbre de que fuera él con su mujer me desalentó junto a un semáforo un sábado por la noche.)
Después lo vi, alto y distraído, a través de la ventanilla.
—/-
Lunes, 18 de mayo. Venía arreglándose la ropa con sobriedad. Me advirtió de reojo y no disimuló un gesto de cansancio por cómo lo miraba. Se metió, volvió a salir, se entretuvo en la puerta y desapareció por un cuarto de azulejos blancos.
Dejé caer la cabeza entre las manos. De vuelta a casa iba como sonámbulo.
—/-
Jueves, 14 de mayo. Manuel venía derecho a mí, colmado de inocencia. (Cuando voy, / llevo mi mejor vestido blanco, / las manos llenas de palomas / y una canción en los labios.) Antes de llegar se desvió de pronto. Aproveché para escabullirme y reapareció por detrás. Pretendí que había demasiados testigos.
Un adolescente gordo lo devoraba con la mirada.
Manuel hablaba para mí junto al kiosco. Su voz era grave y opaca. Se frotaba las manos de una manera que después me he sorprendido repitiendo.
—/-
Miércoles, 13. Manuel me esperaba de frente en el andén. Vacilé y, sin darle apenas tiempo, me escurrí de nuevo entre la gente, empeñado en encender un cigarro que no necesitaba. Se acercó al kiosco y, a falta de mejor materia, cruzó unas palabras con el vendedor. Luego pasó por mi lado rozándome, en son de aviso o de amenaza.
—/-
Martes. Llevaba una linterna que supuse no le correspondía, los puños de la camisa vueltos, los brazos largos, el andar gallardo y desgarbado. Me pareció una escena doméstica.
A la salida lo descubrí inesperadamente en el andén, la mirada fija en el sentido que me llevaba, poseído de noble angustia, erguido como Codax frente al mar, llenando la noche de preguntas.
—/-
En mi adolescencia solía fantasear que me sentaba en un sillón de mimbre, o en casa de Martín, a esperar, mientras la tarde caía lenta sobre los muebles a través de los visillos.
Releo lo escrito y las palabras se me figuran pájaros heridos en hilera, ateridos de frío en el papel pautado de los cables, si quiero expresar la desolación que me sobrecogía cada noche que yo me separaba del amante finalmente advenido.
—/-
Se sentía acaso ridículo haciendo de acólito de la pareja de refuerzo. En una ocasión se alborotó sin motivo, no sé si para distraer su atención o llamar la mía.
Aquellos días apenas pudimos vernos.
—/-
De pie en la habitación hablaba con la dueña como si Manuel me habitara. Sentado a mi mesa de escolar o, para el caso, de opositor, me quedé mirando los árboles del patio, cómo los maltrataba el aire. Lo imaginé en el trance similar de su oficio y no pude evitar un nudo de ternura en la garganta por ese pobre muchacho desvalido.
Su imagen deambulando por el fondo inflamó la memoria de Manuel, en quien no dejaba de pensar, y me abocó sin remedio a la conciencia súbita y violenta de mis sentimientos. De ahí fui arrancado al cabo por la conversación de dos ancianas, tenaces en hablar de los dientes de los gatos.
—/-
Layetana abajo me abordó un hombre joven con bigote, recién salido de la cárcel, según decía, que iba pidiendo para volver a Valladolid con su mujer. Adelantó primero su solicitud, retrocedió hasta un saludo demasiado formal y prosiguió con naturalidad. Su honradez me ganaba, y aunque hubiera podido ayudarle, murmuré una excusa. Insistió y conforme su paciencia se acababa, más incapaz me sentía. Me reprochó que no me diera cuenta de que estaba vivo y necesitaba comer. Probé todavía con una disculpa y me escupió «¡Muérete!».
Más abajo me sumé al corro de espectadores de un cómico, italiano según me enteré después, que había dispuesto su escenario en un cruce y se ayudaba para improvisar de su amplia chaqueta y de una maleta. Lo seguí después de la función con intención de hablarle. Volvió la cabeza y desconfió. Cuando lo alcancé, mis comentarios resultaron torpes y pretenciosos.
Manuel posaba a la puerta de su cuarto con las manos atrás. Sobre el fondo oscuro de la pared me pareció que llevaba el pelo inusualmente corto, no me costó entender por qué. Me hice ver con miedo. Quizá por eso lo encontré distante e inquisitivo.
—/-
5 de abril. Manuel se me ofreció de frente inesperadamente, inmóvil, a unos pasos de la ventana, luego de un encuentro amenazado por el tedio.
La espalda contra el tabique del pasillo, no me hartaba de mirarlo sin reparar en nada.
No sé cuánto tiempo estuvimos. De vez en cuando Manuel giraba despacio la cabeza y nuestras miradas se cruzaban furtivas.
Diré que nunca me pareció tan perfecto, que por sus hombros de mármol hubieran remontado el vuelo, sin pena, dos palomas ávidas de anidar en su pecho a la sombra de su cuello.
No obstante, puede que algo en mi manera de desear le disgustara.
—/-
Un hombre noble y degradado tropezó conmigo y de rebote fue a parar donde Manuel, que advirtió mi gesto excesivo de rechazo. Aliviamos así el malestar de un encuentro rutinario, reflejo de mi impotencia y de su cansancio. El borracho debió de arrimarse mucho a él porque le dijo con desprecio que no se le echara encima. Recuerdo que pensé que semejante privilegio me estaba reservado a mí.
En otra ocasión