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Aquellos que Pelean
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Libro electrónico337 páginas4 horas

Aquellos que Pelean

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Información de este libro electrónico

 Una figura encapuchada busca acabar con la opresión de los robots en una distopia futurista

Como un ladrón en la noche, un hombre entra a la capital de la robótica en una misión. ¿Su misión? Devolver la luz del Sol a la metropoli. El doctor Marco creó robots con un único propósito; distraer a la gente mientras subía al poder.

Su plan funcionó.

La figura encapuchada está cansada de los poderosos manipulando al pueblo. Él va a hacer lo que sea necesario para demostrar que los humanos y los robots pueden luchar contra la opresión que enfrentan. ¿Puede el hombre encapuchado demostrar su sueño? ¿O será destruido antes de que pueda hacer su movimiento? ¿Y los humanos y los robots están dispuestos a derrocar la tiranía de sus líderes?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2021
ISBN9781521034682
Aquellos que Pelean
Autor

Leonardo Adriel

Leonardo Adriel has always been a fan of deep fantasy. He’s been inspired by video games like The Legend of Zelda, Final Fantasy, the Mana series, Chrono Trigger, Metroid, Soulsborne, and others and he believes all this influence lends an unusual, but beautiful, touch to his work. He hopes to use the same combination of beautiful imagery, music, and art along with his stories to create an audiovisual product like none that have existed before. He was born in Argentina and hopes to inspire others to create with his powerful words.   You can find recent news and more by visiting his website: www.leonardoadriel.com/

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    Aquellos que Pelean - Leonardo Adriel

    Aquellos que pelean (Aún más)

    Primera edición: Abril 2018

    Corrección y edición: Analía Ruth Gon

    Ilustración: Andrés Agostini

    Para saber más del autor: www.leonardoadriel.com

    Copyright © 2014 -2018 por Leonardo Adriel Pizzio

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstame públicos.

    ISBN: 9781521034682

    Para The Protomen, cuya magnífica obra hizo este libro posible,

    Y como siempre

    Para mi hermano, Gabriel.

    Para conversar antes de leer

    Yo nunca fui de ningún cuadro político, hasta en cierta forma no comprendo que es la política, no podría definirla, porque creo que, hasta cierto punto, nadie la puede definir bien.

    Debería ser algo fácil ¿No?, una organización de ideas que debaten como hacer que la sociedad, que las personas, prosperen individualmente y grupalmente, en harmonía ¿Es fácil no? ¿Una obviedad? Entonces parece una abominable hipocresía que cuando un partido político pretende disminuir a uno rival, no mencione que sus ideas para prosperar sean menos eficaces, menos convenientes o más erradas que las ideas propias, sino que sean acusaciones personales (Verdaderas o no) de corrupción y mentiras, vaticinios de que se robará todo lo que pueda solo para alimentar su avaricia, o que traerá desgracia a la sociedad que promete proteger (Detalle aparte para observar: las críticas tampoco son en su mayoría a sus planes para hacer tales desastres, sino al o a los individuos que se postulan como oponentes.)

    Pero además de ser horrendo el hecho de que tales argumentos son más efectivos que los primeros mencionados, más aterrorizante es la realidad de que la sociedad toma con normalidad el hecho de que no se vota a la idea que promete más prosperidad, sino votar al menos malo, al que menos nos destruirá, el que menos nos violará retóricamente, con el que menos sufriremos...

    Otra sensación horrenda es cuando se hable de estrategia política ... ¿Estrategia política? ¿Qué es eso? ¿Alguna vez se han puesto a analizar en que consiste la idea de estrategia política? ¿Cuál es su fin y porque lo es?

    ¿Una estrategia para convencer pueblo de que lo voten (o a la mayoría de este)? analizando cuando conviene decir algo para tener mayor aceptación, cuando hacer algo, cuando mostrarse, cuando no, con quien estar aliado y a quien tachar como enemigo... Convencer a las ovejas de cual lobo les conviene que se las coma... cuando la política solo debería ser un intercambio de ideas para decidir quién establecería un método para llegar a una óptima prosperidad...

    ¿La civilización se ha distorsionado para recurrir y aceptar esto, o el ser humano, en su biología, siempre lo ha necesitado?

    En cierta forma, para el lector estos pueden ser solamente críticas errantes que se me ocurrió agregar por furia o impotencia personal, pero son solo una aclaración para comprender mejor los motivos que me llevaron a hacer la novela que continuara en estas páginas.

    Esta novela se inspira en vivir en décadas de gobiernos nefastos y se gatilla al escuchar el primer álbum (homónimo) de The Protomen; álbum que demás de un sonido increíble, la influencia de sus letras (Que se pueden ver homenajeadas a lo largo de la obra, especialmente los títulos de cada capítulo), moralejas y procedimientos catalizaron la necesidad de escribir Aquellos que pelean.

    El destino de esta novela no es de propaganda, sino a un llamado a la reflexión de nuestras maneras.

    La novela es de ciencia ficción, cierto, innegablemente. Además de una aventura atrapante y repleta de acción, habrá muchas críticas al posible futuro distópico de la robótica que alguna vez nos presentaron Terminator o Megaman, pero estas críticas, se fusionan para aumentar la reflexión anterior.

    Me han criticado que el flujo narrativo podría pasar más como una taquillera película de acción y algo menos metafórico, pero creo que perdería la esencia de lo que pretendí opinar: como percibimos la moral.

    Y si me puedo permitir un último comentario personal, tratando todavía de ser esquivo a arruinar temas y sorpresas de la novela, creo que unos de los grandes problemas es que nuestra tecnología evolucionó más rápido que nuestra civilización, y nuestra civilización ha evolucionado más rápido que nosotros, los seres humanos.

    Índice

    Prólogo: La Esperanza Viaja Sola

    Capítulo 1: La voluntad de uno

    Capítulo 2: Debida vendetta

    Capítulo 3: Malestar en el hogar de la luz

    Capítulo 4: Venganza

    Capítulo 5: Funeral para un Hijo

    Capítulo 6: La Parada (Hombre o máquina)

    Epílogo: Los Hijos del Destino

    Prólogo: La Esperanza Viaja Sola

    El viento soplaba fuerte en la colina ante la cara del encapuchado, pero la polvareda no era lo suficientemente densa para tapar la luminaria de la decadente metrópolis.

    La noche era amplia y oscura. El cielo estaba oculto por las nubes y por una contaminada neblina.

    El encapuchado bajó del montículo de una forma sublime y se dirigió por fin hacia la ciudad. Claro que no tenía la identificación necesaria para confrontar a los centinelas de metal, y claro que no poseía los medios para imponerse, pero hacía rato que sus maniobras ya se habían retorcido y que la puerta principal no era su primera idea de entrada.

    Un largo desierto de desolación dividía a los dos, hombre y ciudad, y un mar de esqueletos chamuscados que una vez fueron fauna, minaba el sitio. A este le disparaba un aire de nostalgia casi paralizante. Aunque la cargada brisa de eterno invierno, rápidamente se llevaba una vez más sus recuerdos y penurias, solo dejándole sus motivaciones.

    El encapuchado viaja por el desalmado valle, ideando fórmulas para entrar a la ciudad y dar el primer paso de su último cometido. Cueste lo que cueste, cueste a quien le cueste.

    Sin remordimientos, solo se percata en ese momento de que, al atravesar esas murallas, seguro escribirá el último capítulo de su aventura. Quizás allí encuentre el punto final de su historia, aunque en el fondo solo le importaban sus críticas, el legado de sus acciones. Lo sentía, lo sabía y maquillaba con mesura sus ansias.

    Contempló bien las barreras que lo separaban de la gris ciudad escarlata. Observó a su alrededor como sortear los obstáculos y profundizó el oscuro análisis.

    Hacía rato que los muros perdieron el sentido y deslucieron el antiguo vigor; sin embargo, los escombros parecían haberse desmoronado inalterados en masivas e impenetrables carbonillas una y otra vez. De igual manera vio, asomándose por el rabillo del ojo, su mejor alternativa: un antiguo, aunque funcional camión transportador de chatarra, se erigía en pos de adentrarse en la ciudad. Venía con su recolección de desbaratadas carcasas funestas, para alimentar una hoguera de espectral regocijo que mantenía caliente a la capital. Estos iban a gran velocidad, si bien hacían una parada crítica de verificación en un puerto lejano a la localidad.

    El hombre corrió hacia la parada, no circulaban muchos camiones a este lugar, por lo que debía ser precoz en su cometido. Con gran destreza y velocidad, llegó hasta el monstruoso camión portador de escoria. Ubicándose en varias varillas para lograr mejor tracción, logró elevarse hasta donde estaban los escombros metálicos. No debía ser notado por nadie, por lo que se hundió aún más en la mugre.

    Aunque se preguntaba si alguna vez alguien llegó voluntariamente a las fauces de la ciudad o solo fueron arrastrados por el miedo. Al héroe esto ya no le importaba, solo sabía que tenía que ser el primero en salir de esta.

    Capítulo 1: La voluntad de uno

    Una vez que pasó la verificación el camión siguió su trayectoria y se adentró en el poblado.

    Ya en las calles de la metrópolis el encapuchado se aventó afuera, mientras el camión continuó acelerando, logrando así algunas lastimaduras y raspones en su curtida chaqueta y en sus duros pantalones de denim.

    El camión de basura siguió su curso natural hacia el incinerador, destino menos que favorable para el hombre.

    Dentro de la ciudad el ambiente había cambiado: el vapor de las alcantarillas de las calles se iba elevando y con ello el aroma de sus pútridas entrañas; sorteadas luces ayudaban a dilucidarlas, por más encandilantes, no iluminaban ningún destino deseable.

    Así, la penumbra era perfecta, mientras que la verdadera noche se cubría por el techo de la urbe; la electricidad fluía endémica por el aire, más libre que cualquiera en ese sitio. Nadie la veía, si bien todos sabían que, así como se solía decir de Dios, era omnipresente; las llamaradas invisibles reinaban imperecederas sobre todo esto, consumiendo indiscriminadamente todo bajo su lunática danza.

    La ciudad se alzaba sobre las ruinas de la cúspide del planeamiento urbano tecnológico. De acero eran sus cimientos y de polvo era su alma.

    Los escombros y los restos de la sociedad se hallaban por todas partes, y de estos se erigían las precarias viviendas y edificios que se elevaban hasta donde la vista no alcanzaba. Solo dejados en ridículo por los masivos pilares que servían de columna dorsal de la metrópoli. Con estas se forjaban todas las ilusiones y los miedos de la ciudad.

    Del exterior del inconmovible acero, surgían monstruosas pantallas y parlantes, que exorcizaban la consciencia del pueblo. Espectáculos inteligentes y descarados disfrazaban el desastre y la repugnancia de distorsiones victoriosas, y cementaba la lealtad a costa de enemigos hermanos.

    Encerrado en la base de los pilares, permanecían los últimos vestigios de la auténtica originalidad humana. Lo que alguna vez fueron transportes, lo que alguna vez fueron grandes ductos de desechos y hasta lo que alguna vez se conocieron como árboles, se moldearon con genialidad, mas humildad, como precarias viviendas mutantes, que albergaban a más personas y esperanzas de lo que el sentido común puede estimar.

    Debajo, existía un asfalto deforme, bañado por el polvo que provocaban los terminados cimientos y escombros.

    Aun en una ciudad clausurada al viento, el polvo, con frecuencia, se mantenía de pie en cualquier batalla, y brillaba con un extraño resplandor carmesí frente cualquier luz que intentara velarla.

    La ciudad vivía, sangraba y se oleaba en las calles con incertidumbre y cotidiana locura, exponiendo cada vez con mayor brevedad su rostro, y cualquier matiz que se reflejara en él.

    La ilusión que reinaba bajo el fuego, era de la normal conformidad. Todo era aceptado y hasta a veces, ilusamente bienvenido. Y gracias a esto los bienes y el dinero cambiaban erráticamente su rumbo. Algunos caudales finalizaban en océanos mientras otros se secaban en charcos.

    Aunque las llamaradas eran invisibles siempre quemaban, pero también mantenían el calor en la ciudad; esta no discriminaba, no había blancos ni negros para el tormento.

    Bajo las caóticas llamas, todos eran grises.

    La vida continuaba en la oscuridad, el tiempo curaba todas las heridas, pero a veces la verdadera cura era el olvido.

    - 1 -

    El encapuchado, luego del salto, viró su cabeza del frío suelo para encontrarse por primera vez con este paraje perdido en el tiempo: la basura, el humo, las luces, la electricidad, el metal; todo se juntaba para hacer un coloso con forma de indescifrable laberinto infinito. Todo era como lo recordaba en esas historias que le contaron mil veces y se recontaba un millón de veces más; no obstante, todavía le quitaba el aliento.

    La ciudad, hacía muchas generaciones, había mutado en metrópoli, aunque jamás dejó de ser ciudad. La piel se pudo volver plateada y la sangre negra, mas en algún sitio la humanidad seguía. Eso se repetía aquel enigmático hombre, para no quedar atónito y atrapado ante semejante fascinación.

    Cogió su bufanda, que se le había caído al suelo en el momento de saltar, y la volvió a ubicar para ocultar su identidad ante la ciudad al reincorporarse.

    Contemplaba la miseria a su alrededor, en adultos y jóvenes que vagaban con la cabeza baja y las piernas veloces. Estos lo miraban con extrañeza y franco espanto, mas nunca terminaban de trasladarse entre uno y otro, para apreciar sus ideales. El extraño contempló a sus primeros aliados, quiso intercambiar su tembloroso pavor por una sonrisa, sin embargo, ya había olvidado como hacerlo, había olvidado por qué hacerlo.

    Tomó un largo e importante respiro y se detuvo. En un movimiento un tanto aguerrido, debido a su fuerte impacto en la tierra, y rebuscado por la extraña mezcla de las luces y gases que invadían sus sentidos.

    Erguido, trató con ligereza y delicado afán de quitarse el polvo de sus prendas, y con buen juicio, neutralizó el desaturado rojizo de sus portes.

    El forastero viajó por comarcas parecidas, mas esta era diferente. Esta enarbolaba la capital, tierra cero, tierra santa. Las historias y los planes no podían finalizar de prepararlo para enfrentar al Bégimo furioso que era la ciudad, si bien sus designios, en absoluto, se torcieron ni se torcerían.

    Respiró profundo una vez más, cerró los ojos e imaginó otro paisaje, un coloso imposible, seis veces más grande que en el que se adentraba ahora. Si no se asustaba con eso, hundido en la insondable épica de la ficción, mucho menos debería con esta metrópoli. Regresó a la realidad y di su primer paso en esas calles, escribiendo el primer verbo del último capítulo de su libro.

    - 2 -

    Había visto esta ciudad mil veces.

    Si todo lo que has dicho es verdad, no hay esperanza de que algún día aprendan

    Se sustentaba en pensamientos, mientras se guiaba por el vacío de luz de la calle, evitando así la gente, que se orientaba con afán por su camino iluminado. El extraño forajido los analizaba de reojo; los había visto un millón de veces también. Cabizbajos en la calle, alcanzaban una jovialidad cegada cuando se sentían seguros, callados bajo un techo. Si no decían nada, si creían lo que no querían creer, si entendían lo que no podían entender.

    Aunque emitían un placentero aroma casi frutal, estaban sucios y manchados. Divisaban a diestra y siniestra, buscando la falta de peligro en cada esquina; investigando los patrones que les relataban sus pares y refutaban sus superiores: las luces, el suave pellizco de los metales y Dios no quiera, los estallidos estridentes.

    Marchaban en total vigilia, ya no podían comprometer la suficiente atención para capturar en sus retinas, lo que comprendían como el fondo de pantallas de sus vidas. La carretera estaba plagada de mensajes, tanto explícitos como tácitos, elaborados como improvisados, no obstante, todos reclamaban lo mismo: Justicia.

    Ayúdennos, Amar no es morir, El metal arderá, No al plebiscito 23, Sí al plebiscito 23, Arriba los tecnócratas, humanistas se quieren matar, La viyia e’ vida y Eléctroman o muerte eran los variados grafitis que adornaban los afiches políticos de los abanderados del doctor Marco.

    Hasta los azarosos La 16 y Marta te amo, buscaban desesperado socorro sobre las promesas; presumir logros y mofas ante los supuestos enemigos de la ciudad, que explayaban todos los carteles del sitio.

    El forastero conocía acerca del doctor Marco, y eso no era poco. Leyó, investigó y estudió hasta al hartazgo sobre el buen doctor. Se exaltaba y relamía, al leer su nombre, tan contextualmente en estas paredes. Las botellas de sudor que descendieron en los kilómetros recorridos, se justificaban para conocerlo. Quería verlo, mas no así hablarle; no tenía nada que decirle, ni nada que escuchar de él, aunque, sin dudas, sonidos se intercambiarían.

    Entre los muros buscaba desesperado su fotografía, captar un destello de su persona en el reflejo de sus subordinados; cualquier cosa valía. Por más información que pudo recopilar, su rostro seguía envuelto en un misterio, solo sujeto a su salvaje imaginación.

    Alterado, recorría el asfalto, desconcentrado, hasta por momentos salteando la penumbra, ofuscado en desenmascararlo, en un trance descarriado.

    Los minutos y edificios pasaron incontables, cuando el hombre debió tranquilizarse al percatarse que ya perseguía un capricho, no una necesidad.

    Retornó a su enfoque y quiso castigarse por haberlo perdido, mas ya no le importaba. Se había descarrilado en este laberinto urbano y no estaba seguro de cómo volver, aunque si debía explorar, estaría entusiasmado con hacerlo, y con una correcta excusa en esta oportunidad.

    - 3 -

    La ciudad, en su eterno caos, ahora parecía dormir. Una alarma abandonada se distinguía a lo lejos, mientras el repentino y efímero fuego se percibía todavía más lejos. Aun así, el caminante no se topaba con sus dudas, aquellas que la gente buscaba no distinguir de entre las sombras. Se escabullía entre los ripios, afortunado por no encontrarlos, y desdichado, porque estaba sentenciado a hacerlo eventualmente.

    En las horas pasadas, ya logró dejar atrás una comisaría, un club social, una funeraria, una tienda de sexo, una cocina popular, dos grandes refinerías, tres mega tiendas, siete bares, dos prostíbulos, uno de sus famosos estadios y lo que más le sorprendió, los restos de una iglesia. Pero fue el único recorriendo esas calles esa noche... Hasta ese momento.

    Un sonido de lata abollada se hizo evidente. El extraño se transformó en otra sombra de la perfecta oscuridad, y de cuclillas, detrás de unas rocas, observó la ola que llegaba. En pares, varias pisadas impactaron en el frío suelo. Creía que no lo habían visto, ni siquiera lo habían presentido, pero igual buscaban problemas.

    Uno, dos, cinco pares de pisadas divisó el forastero, con la certeza fehaciente de que se aproximaban. Tan quieto allí, el miedo lo invadía, como también la ferviente excitación. No le extrañaba que los fuera a encontrar aquí, le extrañaba que hayan tardado tanto; no vacilaba por descubrirlos justo cuando la ciudad intentaba dormir al compás del llanto, vacilaba por hallarlos tan tranquilos.

    Uno a uno, se fueron revelando ante su presencia. Marchaban despacio, tratando de manejarse en el anonimato, actuar bajo las sombras de la ciudad, entre sus murmullos, solo como una sensación. Todavía lograban engañar a algunos, a los que no creían o no podían creer, mas no a quien cada noche revivía el estruendo de sus pisadas en sus pesadillas. Pisadas cargadas, pesadas, inconfundibles; metal sobre metal, siempre metal sobre metal, por más que se interpusiera la gamuza, el cuero, el plástico... Metal sobre metal.

    Los edificios quedaban atrás y la sombra los estudiaba más cercanos, los sentía, olía y comprendía.

    Aunque era acero lo que los recubría, era su piel. Solo circuitos y placas llenaban su cabeza y, sin embargo, no le estaba negada la capacidad de pensar.

    Aunque la sangre les circulaba más oscura, seguían teniendo corazón. Por todo lo que le hicieron y lo que le harían, aunque el resto de la humanidad no lo aceptara como par, el encapuchado sería otro más, otra víctima del circo de la vida. Corriendo en círculos, persiguiendo metas delirantes, como un caballo arrastrando un vagón para comer una zanahoria que nunca ha de alcanzar.

    Ellos eran la ciudad y aún con ojos ciegos, otro sacrificio para ella.

    Máquinas. Las nombraba la ciudad. Reiteradamente las titulaba de forma derogativa y pragmática, para que sean fáciles de recordar. Robots, ciborgs, máquinas. Porque no tenían alma o ya la habían perdido. Androides, autómatas, máquinas. No dormían, no comían, no tenían que detenerse ningún segundo; no tenían límites. Eran máquinas. Nunca frenaban, nadie en esta ciudad podía pararlos, nadie podía dominar el coraje, ni siquiera para intentarlo. Era inútil... Ellos eran máquinas después de todo, para eso existían, para eso fueron creadas. El Extraño a través de la tristeza, a través de la furia, del dolor, encontró en las máquinas lo que el resto de la ciudad no pudo encontrar; no un alma, sino humanidad.

    El hombre sin nombre era una sombra ante el metal que avanzaba; solo se oía la resonancia de aleaciones en las calles y era el único motivo para ser cazador de los cazadores. Era estúpido cuantas veces se lo repitiera: Están muy tranquilos... demasiado tranquilos.

    No quería especular sobre eso, realmente no era su deseo. Sin embargo, el paso de los minutos, le dio la razón.

    La ventana de un vigésimo séptimo piso era donde todos los receptores de visión de las máquinas se concentraban. Sus movimientos fueron más rápidos, si bien no más ruidosos. Velozmente se pusieron en posición, como si hubiesen practicado llegar a esta ventana por años; las herramientas que se utilizaban para escalar edificios en construcción, también se podían utilizar en edificios construidos.

    El silencio continuó, mientras tres de ellos paseaban verticalmente por su patio de juegos, hasta detenerse en una ventana, de seguro quebrada. El Invisible observó con desazón e impotencia, otra vida inocente volviendo a someterse al miedo y a la violencia, mas no había nada que pudiese hacer; nada que quisiera hacer, por lo menos por ahora.

    El silencio continuó, mientras los cuerpos plateados desaparecieron en la oscuridad del vigésimo séptimo piso. El silencio era atroz, hasta que un grito y una luz lo mataron. A ese alarido lo auxilió un grito más, y a aquél un tercero, un cuarto y subsecuente exponenciación; luego estruendos con olor a fuego, enmudecieron a la ciudad.

    El silencio regresó, por un solo segundo para la vida real y una eternidad para todos los demás. Como un efecto en cadena, más gritos se hicieron presentes; alzando sus voces, tratando de llegar a alguien que los ayudara; alguien que los salvara de esa situación; a un héroe que fuera más que ellos y que las máquinas; más fuerte, más inteligente, más preparado, más valiente ¡Un héroe que cambiara en verdad la realidad que les dibujaban en las pantallas! Ninguno de esos gritos era ese héroe.

    El coro lunático siguió. Al compás de este, las máquinas se precipitaron del vigésimo séptimo, para provocar el estallido de metal contra metal, más estruendoso de lo imaginable. No aguardaron el silencio para concluir su obra, veloz fue la forma en que se envolvieron debajo de la sombra de la ciudad que los protegía, entretanto la música continuó sonando, sin nunca detenerse. A estas no les importaba como tampoco al encapuchado; él ya se había desvanecido con su propia orquestra, cuando el sonido del plomo en movimiento fue más estridente que el suyo. No necesitaba esperar la afonía que le seguía, ya sabía cómo se desenvolvía esta tragedia.

    - 4 -

    Aquel cauteloso espectro se había movido y con él, el tiempo. Ese día, lo que él podía considerar como día, había concluido. Reflexionó por última vez antes de encontrar un lugar adecuado para descansar hasta comenzar lo que suponía el siguiente día. Deliberó, sí, mas no acerca de las máquinas y de la música que despertaron y lo que eso acarrearía. Reflexionó acerca de quien las nutría y torturaba, la ciudad. Al fin la había alcanzado, su Meca, aquí surgió la primera flama que le brindó las almas de este nuevo mundo, la misma que incendió el planeta. De sus cenizas vaticinaba gestarse ese héroe, al cual las voces de ese coro clamaban.

    Había arribado al fin, había pasado el portón hacia el infierno y vencido sus extensos pasillos, para llegar al epicentro. Sentía el calor al adentrarse entre las salideras de la calle y de igual manera, el frío lo conquistaba.

    Emocionado en sus propios términos, se vio obligado a cesar con sus pensamientos y reflexiones de todo lo sucedido. Ya había recapitulado bastante, lo necesario para merecer el momento de encontrar un plano adecuado en donde restaurar su cuerpo durante lo que él consideraba noche; y así fue.

    Un cementerio. O las ruinas de uno. Todo lo que alguna vez fueron tumbas ya habían sido profanadas, en las lejanías permanecían los cadáveres petrificados entre pilares de escombros.

    La ecuánime Sombra, entró en estas tierras de los condenados sin pavor. No les temía a los muertos, solo a los vivos; a los primeros solo se encontraba en posición de respetarlos, por la culpa de no haberlos salvado a tiempo, ni siquiera para que los despojen del honor en su muerte; con esto se torturaba, su cruz de nulo peso.

    A varios pasos localizó una cripta un tanto deteriorada, si bien no destruida, en la cual descansar. Al abrir de lleno sus puertas, solo vio escombros y unas ratas que no tardaron en huir, tal vez pidiendo por su propio héroe.

    Contempló la oscuridad, adecuado pensó solo una vez. Una cama y una tumba estaban solo a efímera distancia, en su libro. Al ver la cara de la ciudad, esa fue la verdad en la que concluyó.

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