A Dante Alighieri (1265-1321) –al conjunto de sus textos y a su Comedia– hemos de leerlo porque es un clásico y, como tal, tributó, junto con otros muchos, para acrecentar la inmensa raigambre cultural que afirma nuestra civilización. El eco de la obra del florentino resuena, amalgamado, en innumerables aspectos de nuestra cultura y realidad cotidiana. Tal como afirmó Italo Calvino en “Por qué leer los clásicos” (1991): El clásico persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.
Todo ello, a pesar de la incipiente y evidente decadencia de la lectura de los clásicos, cuyo desencanto puede deberse a diversos factores de corte social, cultural o político. El esfuerzo que supone la asimilación de un clásico puede llegar a ser colosal y sus beneficios no serán materiales ni cortoplacistas, amén del tiempo empleado en su lectura y comprensión. En el caso de Dante, se trata de un autor medieval, su mensaje es cristiano: estamos ante un escolástico en lo filosófico y en lo teológico. En una época de aspiraciones laicistas, de escamoteo de símbolos religiosos de lugares públicos y de planes de estudios con tendencia a extirpar las humanidades de sus programas, no es probable, al menos en