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Una familia cualquiera
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Libro electrónico260 páginas4 horas

Una familia cualquiera

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Una familia cualquiera sí, cualquiera menos la mía.

Manuel Méndez, importante empresario textil, es el heredero de la tradicional familia de los Méndez Lubián. Cuando sufre una enfermedad que le obliga a su ingreso hospitalario, medita sobre su vida. Esto ocurre el día previo a la boda de su hija Dolores. Las sucesivas visitas de sus familiares más cercanos nos permitirán conocer a cada uno de los personajes, a la vez que nos desvelarán cuáles son las relaciones que los unen o que los separan.

Con un tono de fina ironía, que por momentos se vuelve profundo y hasta poético, el protagonista nos relata una historia del siglo XX que nos hará reflexionar acerca de la condición humana.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
ISBN9788417382766
Una familia cualquiera
Autor

Mario Vaquero Roncero

L. Mario Vaquero Roncero, Salamanca (1968). Afincado en la ciudad de Zamora ha vivido entre estas dos hermosas ciudades a lo largo de toda su vida. Licenciado en Medicina y Cirugía es especialista en Medicina de Familia y en Anestesiología y Reanimación,además de doctor por la Universidad de Salamanca. Es autor del libro titulado Anestesia en patologías poco habituales y de varios artículos publicados en revistas médicas, tanto a nivel nacional como internacional. En el ámbito artístico es amante de la fotografía, habiendo realizado varias exposiciones. En el literario se considera un lector apasionado que lleva escribiendo desde la infancia, aunque hasta ahora no había dado el paso de publicar una novela. Una familia cualquiera es la primera.

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    Una familia cualquiera - Mario Vaquero Roncero

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    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Una familia cualquiera

    Primera edición: marzo 2018

    ISBN: 9788417382049

    ISBN eBook: 9788417382766

    © del texto:

    Mario Vaquero Roncero

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España — Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Cristina

    Todavía un instante miraremos juntos las riberas familiares,

    los objetos que sin duda no volveremos a ver…

    Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.

    Memorias de Adriano

    Marguerite Yourcenar

    Árbol genealógico familia Méndez Lubián

    1

    Árbol genealógico familia Terrón

    2

    Capítulo 1

    En aquella mañana del mes de agosto, cuando me dirigía al aeropuerto de Barajas para volar a La Coruña, estaba lejos de prever lo que ocurriría más tarde.

    El calor era intenso en Madrid y mi taxista resoplaba. Su aire acondicionado —más bien el del viejo Seat León que conducía— no enfriaba todo lo que debiera. El sudor le resbalaba por su reluciente calva empapándole la espalda de su deslucida camisa azul. Se le acumulaba en las axilas haciendo visibles unas incipientes marcas muy parecidas a las que puso de moda Camacho, el entrenador de balompié. Habría unos cuarenta grados a la sombra, aunque los termómetros solo se atrevieran a marcar treinta y cinco.

    —¡Vaya mierda de ciudad! —casi gritaba el embajador del automóvil mirándome por el espejo retrovisor. Sus ojos estrábicos acentuaban mi desconcierto, al no saber si dirigían su atención hacia la carretera o hacia mi persona.

    Pese al intenso tráfico de hora punta, al personaje que me trasportaba, al largo recorrido —yo vivía muy próximo al parque de la Emperatriz María de Austria, en pleno barrio de Usera—, y a lo poco que faltaba para la salida del avión —según mi reloj eran las dieciséis veintidós y el aparato despegaría a las diecisiete quince— llegamos puntuales. Una vez en la terminal dos y tras pagarle al interfecto la carrera, así mi maleta de mano —pues no preveía estar más que una noche en aquella ciudad— y salí del automóvil al mayor ritmo que mis artrósicas rodillas me permitieron. Fue en ese momento cuando sonó mi teléfono móvil. Las vaharadas de calor pegajoso que lanzaban los tubos de escape del parque móvil eran agobiantes. Para protegerme del intenso bochorno me introduje con extrema rapidez en el gigantesco edificio del aeropuerto. Allí, ante la insistencia de la llamada entrante, pero ya enfriándome bajo un chorro de aire acondicionado, decidí contestar sin ver quien era —uno de mis peores defectos—. Y resultó que tras un bip comencé a oír la voz aguardentosa de mi exmujer. Concretamente, uno de sus susurros plañideros de buen día en su carácter. Insistía en asegurase de que no me hubiera olvidado de tan importante acontecimiento familiar. Y es que mi hija se casaba al día siguiente. Le respondí entre resuellos —que en otras ocasiones siempre disimulé por ser mi agitación de entonces un signo claro de culpabilidad— un «sí cariño» que por liviano y repetido, hasta a mí me pareció falso.

    Tiré el cigarrillo al suelo antes de llegar al control de pasajeros —que no había referido haberlo encendido por no entorpecer la fluidez del relato—, y me coloqué en último lugar. En unos segundos la fila comenzó a ser engullida por el aparato presuntamente volador. Caminábamos por un estrecho túnel que bien pudiera haber sido el que me condujera al infierno, pues, por la intensidad del fuego que de él emanaba, pensé que tendría una conexión con las calderas de Pedro Botero.

    El vuelo, de treinta y cinco minutos de duración, lo realicé sin ninguna incidencia salvo por el sobresalto que me causaron algunas turbulencias. Cada vez las toleraba peor, así que las intenté disipar tomándome un gin tonic bien cargado que me sirvió una amable azafata. El aterrizaje fue perfecto y el desembarque lento.

    A la salida del aeropuerto ya me estaba esperando mi yerno. Vamos, el futuro marido de mi hija Dolores y su novio desde los dieciocho años. Él se llamaba —y se sigue llamando— Alarico. Alarico Santos Bobo, concretamente. Y no es por nada, pero hacía honor a su primer apellido, que no al segundo. Mi yerno era nacido en la plaza María Pita e insistía en que dijera A Coruña para referirme a su ciudad, pues él «sabía de gallegos». Me reiteraba que así debía denominarla, tanto por su sonoridad —hecho innegable—, como para no levantar las ampollas de los independentistas y ser tachado de centralista o facha que, aunque no es lo mismo, para algunos se asemeja. No obstante yo insistía en llamarla «La Coruña». Así es mi carácter.

    Pese a estas leves discrepancias la relación era fluida y amigable, como no podía ser de otro modo.

    En aquel entonces sentía por Alarico gran aprecio, y hasta un poco de pena, pues no sabía el joven financiero dónde se estaba metiendo. Yo conocía a mi única hija —cuyo temperamento había heredado de su madre— y era consciente de sus dotes de mando y convicción, por lo que le vaticinaba una relación de sumisión con pocos límites.

    —Sube al coche papá. Dolores nos está esperando y ya te puedes imaginar como está de nerviosa con los preparativos de mañana —me dijo con voz trémula cuando me aproximaba a su auto estacionado en el aparcamiento—. Es mejor no demorarnos.

    —Sí, sí, hijo, te entiendo —le respondí enjugándome una gota de sudor que se atrevía a descender por mi nariz, justo antes de que tocara el labio superior. Había sido provocada por la sensación que me causó ver en su cara el miedo o, más bien, el claro reflejo del pánico atroz.

    De este modo nos dirigimos con la rapidez del rayo hacia su casa. Los árboles de la avenida se me hacían un borrón opaco que, tanto por el cristal manchado de salitre como por la incipiente niebla costera, no me permitían ver nada más allá de la ondulante carretera. Solo deseaba que él fuera lo suficientemente hábil y tuviera tan buena vista como para sortear todos los obstáculos sin que sufriéramos ningún percance, pues de no ser así menuda se iba a poner mi hija. Nuestra conversación que en otros momentos habría resultado fluida, por la tensión, fue nula. Solo nos mirábamos de reojo, como dos toreros al santiguarse poco antes de saltar al ruedo para hacer sus evoluciones delante del astado, aunque aún —y que yo supiera—, ella no se podía considerar de esa guisa.

    Llegamos a casa en tiempo y forma. Allí, unos «gorrillas» nos ayudaron a aparcar el coche. Eran de esos que la sociedad y los sucesivos y alternantes gobiernos de «derechas» y de «izquierdas» tanto se han empeñado en rehabilitar y en darles un trabajo digno con seguridad social y todo —vamos, que vestían un chaleco amarillo reflectante y poco más—. Dejado el auto a su cuidado enseguida subimos al pisito de solteros, un cuarto sin ascensor, donde Dolores y Alarico tenían su nido de amor en plena avenida de Finisterre.

    La niña, quizá alertada al oír nuestros pasos en la escalera —tal vez también mi resuello—, abrió la puerta sin que hubiésemos llamado al timbre y, con extrema celeridad, me abrazó con todo su cuerpo. Pesaría unos ochenta kilos por aquel entonces. A continuación me besaba en la cara diciendo: «Papá, cuánto te he echado de menos». Sus caricias me halagaban y me hacían imaginarla agradable, pero no fue hasta que conseguí separarme de ella cuando pude apreciar toda su belleza. Seguía siendo muy hermosa. Su cabello negro aún no preparado para la boda del día siguiente, sus ojos de un verde intenso —que siempre me han recordado a los de mi madre— y su tez oscura —fiel reflejo de los orígenes innegables de mi padre—, junto con la simetría suave de sus perfiles, la hacían ser dueña de un atractivo singular. Y al estar evaluando con cara de cordero degollado su gran parecido con el resto de las féminas de la familia, percibí por el rabillo del ojo que algo o alguien se movía en el interior del salón. Un bulto informe se introducía en la escena. En breves instantes mi exmujer y su madre nos invadían. Las tenía encima sin darme cuenta. Habían sido invitadas al evento —como era lógico, aunque yo no hubiera reparado en esa posibilidad—, y casi me da un patatús de la impresión.

    ¡La vieja seguía viva! ¡Increíble! «Debía saltar ya de los cien años», pensé con exageración al verla mientras le sonreía. La anciana venerable, con su mínima corpulencia, su cabello cano bien recogido y su facies recompuesta, me devolvió la sonrisa inclinándose levemente con amabilidad fingida, tal y como había hecho en otros tiempos afortunadamente ya pretéritos. La verdad es que podía asegurar que gracias a los últimos avances en cosmética y alguna que otra cirugía plástica, mantenía el tipo la muy pécora. En ese gesto, y en la aproximación sigilosa de mi ex, quise identificar el esbozo de una amenaza. Nada concreta, pero amenaza al fin y al cabo. Reconocía el lenguaje no verbal de aquella digna señora —de mi exsuegra—, pues tras casi treinta años de cercana convivencia, y por ser el principal motor y hélice de nuestra separación, pocas actitudes en ella se me escapaban. Así, sin hacer ningún ruido de aviso —sin darme tiempo a prepararme—, con la rapidez de una cascabel del desierto de Arizona, me atacó donde más me dolía.

    —¿Cómo estás Manolín? —Sabía que el diminutivo en mi nombre era una cosa que detestaba.

    —¿Cómo van esas industrias textiles en las Américas? —me espetó, conociendo por mi ex que esas inversiones me habían ocasionado un importante bache económico y que este había sido uno de los motivos más dolorosos de nuestra separación.

    Ante el ataque, y sin ni un «buenos días» previo, encendí con ademán distraído mi vigésimo cigarrillo del día antes de que Dolores me lo recriminara. Intentaba ganar tiempo y disimular el daño que me había causado su alocución. Buscaba desesperado una frase con la que zaherirle yo también. Pero no era tan ingenioso como la vieja —ni tenía tan mala leche—, por lo que lo único que conseguí fue sentir un malestar que creía ya olvidado. Malestar que, añadido al calor sufrido durante el trayecto, al estrés del viaje, al tráfico caótico de A Coruña, a nuestra subida por esas escaleras al Kilimanjaro, al cigarrillo postrero, y a la presencia de mi suegra con su «charla tan agradable», fue la causa última de que me invadiera una sudoración fría y un dolor en la mandíbula, tan intensos, que me obligaron a sentarme para no perder el resuello. Ya en la silla de Ikea, que seguro mi hija había comprado por funcional y moderna, se me empezó a nublar la vista y no pude apreciar cómo todos se aproximaban hacia mí con semblante triste o preocupado, vasos de agua en mano y preguntándome a voz en grito: «¡¿Qué te pasa papaíto?!»

    O al menos así me lo contaron cuando meses después me recuperé.

    Capítulo 2

    Lo siguiente que recuerdo es una sensación de luz muy placentera. Pero no de la que sigues, sino de la que te envuelve y percibes perfectamente con tus ojos abiertos. Aunque, más que abrir yo los ojos me los abrieran.

    —Mire a este punto señor, por favor —decía una voz.

    Y sin hacerme de rogar y para evitar las molestias —siempre he sido muy educado—, intentaba seguir sus órdenes.

    Aún no sabía nada, ni dónde estaba, ni qué me había ocurrido.

    —Ha estado muy enfermo pero ahora las cosas van mejorando —decía una voz femenina, melódica y cantarina, con mucho acento gallego—. No se esfuerce en hablar. Tiene un tubo en la garganta que le impide hacerlo. Si todo va bien, en unos días, se lo retiramos.

    Yo no podía más que asentir ante tales explicaciones que ahora recuerdo como en una nebulosa. Eran cortos intervalos de lucidez entre sueños espesos y pegajosos. No sería hasta días después —según me contaron— cuando volví a recuperarla.

    Fue una mañana en la que una cálida luz opalina reverberaba en los cristales de la inmensa sala donde se hallaba mi cama. Por azar, o designio humano, abrí los ojos —¡ahora sí que lo hice yo!— y mirando a mi alrededor comprendí que estaba solo. Solo en la proximidad, pues en el mismo habitáculo, hasta donde me alcanzaba la vista, vislumbré unas veinte camas. Algunas estaban vacías, pero la mayoría tenían humanos sobre ellas. Hombres y mujeres en distintas posiciones y «enchufados» a diferentes dispositivos estaban a mi alrededor. Nadie hablaba, solo el pi-pi-pi de algunas máquinas llegaba a mis oídos. Desde mi cama, siendo cada vez más consciente, dirigí la mirada hacia el origen de la claridad. Y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que venía de todas las paredes que no eran sino cristaleras. A lo lejos podía ver —aunque al inicio pensé que se trataba de un sueño o una alucinación— el mar. En la distancia creí observar una niebla tan solo vencida por la tenue luz de un pequeño faro que flotaba en el agua. Si hubiera estado próximo a ella, oiría el sonido de su campana al moverse. A su lado, unas superficies planas y oscuras, como de madera, que bien podrían tratarse de mejilloneras. Cerca, un velero de pequeñas dimensiones maniobraba para reunirse con otros barcos en lo que supuse que era un extraño puerto deportivo. Las gaviotas seguían su estela a la espera segura de un botín. La imagen me sorprendió y me quedé extasiado un rato contemplando sus evoluciones. Ese era mi divertimento.

    En un tiempo indeterminado me sacó de mi arrobo contemplativo una señorita —supuse que enfermera— que se dirigió a mí diciendo:

    —¡Pero Manuel!, ¡si ya está despierto! Todo va a ir bien a partir de ahora, ya verá.

    Yo no podía hacer otra cosa que creerla y ni se me ocurría llevarle la contraria.

    Esos días —aunque creo que fue solo uno— transcurrían en un duermevela. Retenía la información unos instantes y de nuevo me evadía; o simplemente me dejaba caer hacia la inconsciencia. No obstante, la huella de esos comentarios fue tan profunda —tan importantes eran para mí— que aún los recuerdo. Otros sueños, otras imágenes, los sonidos y los barcos que se aproximaban y partían del muelle están, sin embargo, todos mezclados en mi memoria. Se me asemejan a las ensaladas de pasta compuestas por todo tipo de vegetales que de vez en cuando degusto con satisfacción en mi dieta, y en las que soy incapaz de identificar qué componentes las conforman. Si este símil no les convence, y si no han pasado nunca por algo así, debo decirles que lo más cercano a lo que sentía se aproxima a lo que se recuerda de una terrible borrachera, en la que no sabes si al final besaste a la chica o al portero de la discoteca, y en la que ignoras si tu dolorido cuerpo —pues yo lo tenía y mucho— es el fruto de los excesos tenidos con la una o la consecuencia de las «caricias» que te ha propiciado el otro.

    Y no fue hasta un tiempo después cuando comencé a ser plenamente conocedor del espacio que ocupaba mi organismo. A su vez, mi consciencia acerca de los periodos de sueño y vigilia iba estando más definida, y comenzaba a distinguir cuándo era de día y cuándo de noche, lo que constituyó todo un logro para mí. Las jornadas adquirían significado y dejaban de ser espacios extraños y vacíos.

    Por otro lado, sentía que todas mis extremidades respondían a mi voluntad —al inicio solo lo hacía mi mano izquierda— y que la intensidad del dolor de mi ingle derecha disminuía. Me estaba convirtiendo en persona y me alejaba de ese estado animal tan confuso. Los avances me permitían poco a poco darme cuenta de las rutinas de aquel extraño lugar y de los seres que lo habitaban, tanto de una forma casi permanente como ocasional.

    Así aprendí que por las mañanas pasaba un doctor con un séquito de jovenzuelos de todos los sexos para evaluar cómo me encontraba. Ellos se dedicaban a tocarme la tripa y, con un fonendoscopio —vaya nombrajo—, me escuchaban el corazón.

    —¡Manuel, qué corazón más grande tiene! —me decían sin ser conscientes de que la pécora de mi exsuegra lo ponía en duda.

    Los facultativos, al terminar con sus exploraciones, desaparecían por entre las camas. Comenzaba el turno de las auxiliares y de las enfermeras que se aproximaban para medirme la temperatura, cambiarme de posición o para asearme.

    El día continuaba con esta rutina hasta que sobre la hora de comer —que era cuando a mi vecino de la cama de la izquierda le traían un caldo con aspecto de agua de lavar carne— llegaba un hombretón de edad indeterminada y se colocaba a mi lado. Gerardo era fisioterapeuta y, todos los días a esa hora, se acercaba a mi cama y comenzaba a movilizarme las extremidades. Primero los brazos. Luego las piernas. Era mi entrenador personal o personal training, como se dice ahora. Y a todos nos manifestaba —al menos a mi vecino y a mí—, con una voz muy profunda, nacida de su vigoroso pecho de gimnasta de suelo: «Vamos a iniciar un programa de entrenamiento para que puedan correr la maratón de New York». Claro, y como te miraba tan serio, algunos hasta le creíamos. He de señalar que nunca llegué a soportar esa prueba, si bien, es de justicia referir que gracias a sus muy cuidados ejercicios, conseguí en menos de dos semanas moverme sin su ayuda.

    Las visitas eran posteriores a los entrenamientos. Intuía que era ese el momento —del que tanto había oído hablar a mi madre cuando estaba enferma—, aunque a mí no me frecuentaba nadie. Observaba que, en esas horas, el paciente situado a mi derecha acababa rodeado de hombres y mujeres vestidos con ropa de calle. Lo contemplaban silenciosos y ante la ausencia de conversación con el encamado —pues estaba igual o peor que yo—, terminaban observándonos a los dos como a primates en el zoo. Lo hacían desde lejos y con cara de curiosidad, pero sin empatía alguna. Y sin atreverse a mantener ningún contacto con su presunto familiar. Tal era la situación, y tan repetida en el tiempo, que en unos días aprendí a aprovechar esos instantes para dormir, o al menos para simularlo, y así evitar las miradas inquisitivas de aquellas familias tan curiosas y que tan poco me agradaban.

    Entre esas horas de visitas y otras de soledad, los días discurrían de forma imprecisa.

    Y resultó que, en ese espacio de tiempo, fui mejorando —o eso me decían—. Fui logrando ser aún más consciente de todo lo que ocurría a mi alrededor, más independiente, más individuo. Más «persona humana» —como ya he manifestado anteriormente en el relato.

    Tan es así que, en una tarde luminosa, una enfermera culona me informó de que un nuevo turno de visita se aproximaba —o al menos eso me había parecido entenderle—. Mi despiste se debía a que cuando lo dijo me estaba enchufando un tarrito que colgaba del techo a uno de los sueros que me alimentaban, por lo que yo estaba más atento a la maniobra que a sus palabras. Y además, la matrona era dueña de una voz gangosa que salía desde detrás de la mascarilla que utilizaba solo cuando se me acercaba, lo que la hacía prácticamente ininteligible. No obstante, esta supuesta revelación me extrañó, pues yo no esperaba a nadie.

    Sin darme tiempo a imaginar alguna posible escena, la sorpresa se incrementó cuando Magdalena apareció en mi habitación. Más bien en el box —habitáculo

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