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La cola del diablo
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Libro electrónico354 páginas6 horas

La cola del diablo

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Más de veinte años después de su primer viaje a Punta Arenas, Heredia regresa a la austral ciudad, respondiendo al llamado de una amiga que requiere sus servicios para encontrar a una muchacha desaparecida al término de una animada fiesta estudiantil. El detective inicia su trabajo, y lo que podría ser la fuga de una liceana enamorada se convierte en un enigma que compromete a predicadores con pies de barro.
El diablo ha metido su cola en los templos y el detective no puede quedar indiferente a la verdad que poco a poco va develando con la ayuda del hijo de una antigua enamorada, de un vendedor de flores, de Gardel Artigas, un ex policía que odia los tangos, y de su gato Simenon, con quien, desde la distancia, imagina diálogos que serán claves para la resolución del caso.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento26 abr 2019
ISBN9789560011725
La cola del diablo

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    La cola del diablo - Ramón Díaz Eterovic

    Simenon.

    1

    Me detuve junto a la puerta del aeropuerto y aspiré lentamente hasta que me acostumbré al viento helado. Sentí una puntada en el costado izquierdo de la espalda y esperé a que el dolor se atenuara para alejarme unos pasos de la puerta. Es el aire, pensé. Tal vez el cansancio del largo viaje o el esfuerzo de cargar el bolso con mi ropa, la pistola y un par de libros. Volví a aspirar profundamente y mis pulmones renacieron con la pureza del aire. Un niño con un avión de juguete pasó junto a mí de la mano de un hombre. Parecía feliz mientras hacía volar el avión con el impulso de su imaginación. La visión me evocó tristezas de la infancia que espanté de mi lado como a un moscardón inoportuno.

    El cielo seguía tan hermoso como lo recordaba. Más bello que el cielo de París, me había dicho en más de una oportunidad mi amigo el Escriba, atrincherado en su nostalgia por la Patagonia que no admite dos opiniones a la hora de evaluar su terruño. No sé si exagera. Jamás he estado en París y mi única referencia a su cielo viene del cine y de una canción de Jacques Brel de mis tiempos de estudiante universitario, que la sordera de una vecina, profesora jubilada de francés, hacía sonar a gran volumen.

    No he ido a París y hasta hace unos días tampoco pretendía regresar a la ciudad de los vientos interminables, me dije mientras encendía un cigarrillo y pensaba que más vale no escupir hacia el cielo ni decir de esta agua no beberé. Observé el cielo hasta que le di la última calada al cigarrillo y luego presté atención a un hombre moreno que ofrecía transporte al centro de la ciudad. Me informó el precio del servicio y le pasé mi bolso. Ya estoy acá, no hay vuelta atrás, me dije. No podía hacer un guiño grosero al pasado y dejarlo en la bodega de los cachureos. El hombre me indicó un asiento desocupado en la última fila de un bus destinado al traslado de doce personas. Me acomodé en el asiento y volví a sentirme cansado, como un gato que ha subido a demasiados tejados sin recibir una recompensa adecuada al esfuerzo. Es el aire puro, me dije antes de bostezar como un león en plena sabana africana.

    El bus inició su marcha, y cuando salí del aeropuerto los recuerdos vinieron a mi encuentro con la intensidad del viento que chocaba contra las ventanillas del vehículo. Veinticuatro años atrás había hecho el viaje motivado por una carta de mi amigo Severino Caicheo en la que me solicitaba investigar la destrucción de una iglesia, provocada por una bomba puesta en su interior por un oficial del Ejército que cometió el error de perder su credencial en el lugar. Ahora regresaba convocado por una misiva de Yazna Matic, la mujer con la que en ese primer viaje tuve un romance tan intenso como sin destino. La correspondencia contenía un breve comentario sobre su presente y unas líneas en las que pedía mi colaboración como investigador privado. Al final de la carta, Yazna recordaba la época en que nos conocimos, lo que me hizo evocar nuestra despedida, cuando a falta de otra justificación para dar vuelta la página, le dije que nunca había que enamorarse de los forasteros porque la mayoría de ellos no pensaba en amores definitivos. La recordaba a veces, imaginando la que pudo ser mi vida junto a ella; pero eso formaba parte de mis fantasías o mi manía de buscar la quinta pata al gato a situaciones que el tiempo había llevado por caminos sin retorno.

    Había hecho mi trabajo y regresado a Santiago a vivir otras pesquisas y amores que por culpas mías y las malas jugadas de la fortuna no consiguieron apartarme de la soledad. Yazna me escribió una o dos cartas que contesté sin profundizar en los recuerdos. Luego sus noticias dejaron de llegar, lo que me hizo suponer que había dado vuelta la página. En la carta que motivaba mi regreso, indicaba que seguía viviendo en la pensión donde nos habíamos conocido, y que por entonces administraba su padre, Pedro Matic, el emigrante croata que vino como otros en busca de mejor fortuna a orillas del Estrecho de Magallanes.

    El conductor me preguntó la dirección a la que deseaba llegar. Vacilé un instante y un súbito temor me hizo retardar el reencuentro y decirle que me dejara en la plaza Bulnes, frente al templo María Auxiliadora. La memoria me devolvió por unos momentos su pesado olor a incienso y la soledad que deambulaba entre sus bancas, columnas y santos retratados en cuadros y vitrales; un ambiente sombrío que hacía pensar en escenas de un cuadro de Jerónimo Bosch. Con mi bolso al hombro y los inseguros pasos de un forastero, caminé por la avenida Bulnes hasta llegar a la calle Colón. ¿Tendría esposo y varios hijos? ¿Estarían muertos sus padres? Preguntas y dudas que mantuve silenciadas para no pensar en mi regreso a un lugar que, al fin de cuentas, me era tan ajeno como distante.

    **

    Me detuve en una esquina y observé la casona, que tenía sus paredes pintadas de amarillo y los marcos de sus puertas y ventanas de un rojo colonial. La parte central seguía como la recordaba, pero a sus costados habían construido las que parecían nuevas habitaciones para pasajeros. El antiguo letrero de madera y zinc había sido cambiado por un llamativo neón que decía Hostal Doña Florencia, en homenaje a la madre de Yazna.

    Reacomodé el bolso sobre mi hombro derecho y caminé hacia la entrada. La puerta no opuso resistencia y quedé en medio de una amplia recepción que poco o nada se parecía a la que recordaba. A la derecha estaba el bar, remozado con una barra de madera nativa rodeada de asientos barnizados. A la izquierda, un gran mesón de recepción, con un computador y una serie de postales que promovían los atractivos turísticos de Magallanes: la Isla Magdalena, las Torres del Paine, la Cueva del Milodón, la plaza de Puerto Natales y el Fuerte Bulnes. Al centro había una puerta de dos hojas que supuse conducía hacia las habitaciones de los pasajeros y propietarios.

    Detrás del mesón de recepción estaba un hombre de unos sesenta años bien llevados; alto, canoso y con unas gafas de lectura apoyadas sobre su nariz. Me vio avanzar a su encuentro y me saludó con el recelo reservado a un vendedor de seguros.

    –Me espera la señora Yazna –dije al tiempo que dejaba el bolso a los pies del mesón.

    –¿Heredia?

    –Ese es mi nombre para los amigos –respondí en voz baja.

    El recepcionista me escuchó con algo de extrañeza y luego hizo aparecer en su rostro una sonrisa tímida.

    –Lo esperábamos. O mejor dicho, Yazna lo espera y me encargó recibirlo. Ella viene en media hora más. Salió apurada. Al parecer tenía que hacer un trámite en el Servicio de Impuestos Internos.

    –Me sentaré en el bar hasta que regrese.

    –No es necesario, señor Heredia. Su habitación está lista. Puede ocuparla de inmediato.

    Di una mirada de reojo al bar y sentí una repentina nostalgia por el whisky de la noche anterior.

    –Dispusimos una de nuestras mejores habitaciones para usted. Y si necesita algo, no vacile en solicitármelo. Me llamo Gabriel.

    –Gracias, Gabriel –le dije y enseguida, sin reprimir mi curiosidad, le pregunté si era el esposo de Yazna.

    –No, desde luego que no –respondió, sonrojándose–. Somos amigos del barrio y de la infancia. Trabajo con Yazna desde que falleció su padre.

    –¿Don Pedro?

    –¿Lo conoció?

    –Hace más de veinte años.

    –Sufrió un infarto cerebral y estuvo siete meses en cama antes de fallecer. Hace doce años.

    –¿Y doña Flora?

    –Murió dos años después.

    –Lástima, tengo buenos recuerdos de ellos.

    –Tuvieron una linda vida. Siempre alegres y amistosos.

    –¿Y el hostal anda bien? –pregunté para desviar la conversación hacia otro tema.

    –Cada día mejor. Las líneas aéreas han programado más vuelos y los turistas no dejan de llegar desde que se pusieron de moda las Torres del Paine.

    –¿Me registro ahora o más tarde?

    –Yazna me dijo que no necesitaba registrarse.

    –¿Y eso qué significa?

    –Que usted debe hacer cuenta que es de la familia.

    Iba a responder cuando vi que se abría la puerta y entraba un hombre joven, próximo a los veinte años según mis cálculos, que saludó a Gabriel con un rápido gesto de su mano derecha y siguió su camino hacia el interior del hostal. Era alto, pelirrojo y vestía una llamativa parka de plumas.

    –¿Quién es? –pregunté.

    –Goran, el hijo de Yazna.

    –¿Su hijo? –pregunté, sorprendido.

    –Su hijo, los ojos de su cara.

    –¿Tiene marido?

    –Murió. Cuando entré a trabajar en el hostal ya era viuda y Goran tenía nueve años.

    –¿Es buen muchacho?

    –Lo es, pero no sabe qué hacer con su vida desde que salió del liceo. Han pasado cuatro años –dijo Gabriel, y luego de unos segundos, agregó–: Usted estará pensando que hablo más de la cuenta y que no debería ventilar los asuntos de mi jefa con un extraño. Pero Yazna dijo que usted era un amigo de confianza.

    –No se preocupe. Lo que diga quedará entre nosotros.

    –Lo raro es que siendo tan amigos, hasta una semana nunca me habló de usted.

    2

    Al igual que Adriana, la propietaria de una pensión nortina a la que conocí mientras investigaba el asesinato del abogado que pretendía demandar a una minera, Yazna era una mujer fuerte y solitaria. O al menos esa era la imagen que guardaba de ella, porque a partir del comentario del recepcionista, algo había cambiado después de nuestra despedida. Había estado casada y tenía un hijo. Dos novedades de las que hablaría después con ella.

    Ordené mis cosas en el ropero de la habitación y me di una ducha para espantar el cansancio del viaje. Luego de vestirme contemplé por unos minutos el fragmento de cielo limpio y transparente que se veía desde la ventana de la pieza. El tiempo es un maquillaje que cubre las cicatrices sin borrarlas, pensé mientras recordaba a Doris Fabra, la mujer policía que había sido asesinada días antes del festejo que sellaría nuestra unión. Desde su muerte había tenido varias investigaciones de las cuales preocuparme. Pensar en las necesidades de otras personas es una buena manera de olvidar la soledad y las ganas de terminar mi historia con el desencanto de quien cierra un libro cuyo final no es el que espera.

    El sonido del teléfono ubicado sobre el velador me sacó de mis pensamientos. Contesté la llamada y reconocí la voz de Gabriel. Me preguntó si había encontrado ordenada la habitación, y agregó que Yazna me esperaba en el bar. Me dirigí al baño. Observé mi rostro en el espejo como si pudiera hacer un inventario de sus cambios desde la última vez que estuve con ella. Mi rostro mostraba sus arrugas sin complejos; mis cabellos seguían firmes y abundantes, y la expresión triste de mis ojos era la misma que me acompañaba desde la infancia.

    **

    Yazna observaba hacia la calle por uno de los ventanales del bar. Una luz brillante se posaba sobre las mesas dispuestas en el lugar. Su mirada parecía recorrer un paisaje de otro tiempo; tal vez de la época en que nos conocimos o del tiempo que jugaba a corretear por las calles empedradas por los paisanos de su padre; aquellos croatas de la Isla de Brac acostumbrados a tratar con los rigores de la piedra y el mármol. Cuando escuchó mis pasos, miró hacia la entrada del bar y sonrió. Su cabellera colorina estaba recortada y en su rostro se notaba la indesmentible huella del cansancio. Pensé en besar sus labios, pero ella se adelantó a mis intenciones y luego de un breve abrazo me ofreció una de sus mejillas.

    –Temía que a última hora te arrepintieras de viajar –dijo al tiempo que se apoyaba en la barra del bar y observaba mis aspecto con curiosidad y calma.

    –Pensé muchas veces en regresar.

    –Perdóname, pero no te creo –dijo, risueña–. Tampoco digas que estoy igual que antes. Fui a la peluquería y ocupé parte de la mañana en teñir mis canas.

    –Un detalle que no desmerece el conjunto –agregué reprimiendo mis deseos de abrazarla.

    –Te imaginaba más viejo y consumido. Las fotos que nos tomamos se estropearon en un anegamiento que tuvimos por la rotura de una parte del techo. La lluvia no respeta los recuerdos ni los rostros jóvenes de antaño.

    –El paso de los años es evidente, pero no he cambiado de oficio ni de mañas. Al despertar creo que soy el de costumbre, pero esa idea me dura hasta que llego frente al espejo. El hombre sería más feliz si no tuviera una imagen diaria de sí mismo. No tendría la oportunidad de recordar que es testigo de su propia muerte.

    –Sigues con tus ideas complicadas, Heredia. Para mí, y por si te sirve de consuelo, aún eres un tipo al que le dedicaría tres segundos al verlo en la calle. Aunque claro, con la edad me he puesto menos exigente.

    –Al menos pasé el primer examen. ¿Qué me dices de lo demás? Tu carta decía que necesitas a un investigador privado que ayude a una antigua compañera de liceo. Y esa información no me dice mucho.

    –Tendremos tiempo para hablar de trabajo –dijo Yazna, y luego de indicar las botellas que estaban detrás del mesón, agregó–: Hagamos un brindis por los viejos tiempos.

    –¿Vale la pena revivir el recuerdo de lo que no fue?

    –No estaba pensando en eso. ¿Qué te sirves?

    –Lo que tengas más a mano.

    **

    –Gabriel me contó que tienes un hijo y que enviudaste –dije después de probar la grapa que me sirvió Yazna.

    –¿Te habló de mí? No pierdes tu talento para estirar las lenguas ajenas.

    –Vi a un muchacho entrar al hostal, pregunté por él y Gabriel me dijo que era tu hijo.

    –Se llama Goran y está en esa edad difícil en la que debe tomar decisiones para su futuro.

    –Vivir no es un juego fácil. Uno tiende a complicarse más de la cuenta. Habría que seguir el consejo que hace unos días leí en la vidriera de una heladería: «La vida es como un helado: hay que disfrutarla antes que se derrita».

    –Nunca he tenido tiempo para detenerme a pensar en eso –dijo Yazna, y luego de mirar a su alrededor, como reconociendo el lugar en el que nos encontrábamos, agregó–: Gabriel te dijo que enviudé y no es verdad.

    –¿Está vivo tu esposo? ¿Se mandó a cambiar?

    –Nunca hubo un esposo –dijo Yazna–. Es una historia larga y si te interesa, preferiría contártela de inmediato. No quisiera que te llegaran rumores que no corresponden a la verdad.

    –Te escucho. Tenemos tiempo y nada nos apura. ¿O me equivoco?

    –Intenté formar pareja un par de veces, pero no funcionó. A los hombres les incomodan las mujeres que acostumbran a tomar decisiones por su propia cuenta. Decidí tener un hijo e ideé un plan aprovechando el viaje que haría una prima a Punta Arenas junto a su esposo y su cuñado. Estarían tres semanas en Magallanes y luego volverían a sus hogares en Zagreb. Seducir al cuñado fue fácil, y aunque no había ninguna seguridad de que resultara, quedé embarazada. Simulé un viaje a Croacia, pero sólo fui a Bariloche. Al regresar conté a todos que estaba casada y que tendría un hijo. Mis amigas se sorprendieron con la noticia, pero finalmente se tragaron el cuento.

    –¿Se enteró de tu plan el cuñado?

    –Ni él ni mi prima. Mis padres fueron los únicos que conocieron mi plan. Me apoyaron y jugaron su rol de abuelos hasta que murieron. Cuando faltaba un mes para el nacimiento de Goran, les conté a mis amigos y conocidos que Boris, mi supuesto esposo, había fallecido en un choque de autos. Nadie dudó de mis palabras.

    –¿Conoce la verdad tu hijo? –le pregunté al tiempo que pensaba en el sentimiento de soledad que había motivado a Yazna para traer al mundo a un hijo que seguramente era el centro de su vida.

    –No. Sabe lo mismo que las demás personas. No sé si hice lo correcto, pero quise evitar que un día quisiera buscar a su padre o que me odiara por la forma en que lo concebí. No ha sido fácil para él vivir sin un padre.

    –Según la edad de Goran, lo que me cuentas sucedió dos o tres años después de mi primer viaje a Punta Arenas.

    –Casi tres –dijo y desvió la mirada hacia el ventanal desde el cual ese día se divisaba la silueta de la Isla Tierra del Fuego–. ¿Te parece muy descabellado?

    –Debió ser una extraña combinación de amor y valentía.

    –Me alegra que pienses eso. No ha sido fácil, pero nunca me he arrepentido de mi decisión.

    –Ya tendré tiempo de conversar con tu muchacho.

    –¡Estará feliz! En parte, fue suya la idea de pedirte que vinieras. Le he hablado de tu viaje anterior más de una vez. Un día, mientras almorzábamos, me preguntó: ¿por qué no traemos a tu amigo detective? Le dije que no era una decisión que podíamos tomar sin consultar a mi amiga Rosaura, la madre de la chica desaparecida. Goran habló con ella y la convenció de que tu ayuda podría ser de utilidad.

    –¿Se encuentra desaparecida la hija de tu amiga? No lo decías en tu carta.

    –Hace bastante tiempo que Rosaura no sabe de su hija. Pero no quiero adelantarte los detalles. Primero descansa, recorre la ciudad.

    –Y mientras tanto la curiosidad me roerá las entrañas.

    –No exageres, Heredia. Ya tendrás tiempo para preocuparte del asunto, aunque creo que no es mucho lo que podrás hacer, salvo escuchar a mi amiga y darle algún consejo.

    –¿Por qué tan poca confianza?

    –Han pasado ocho meses desde la desaparición de la muchacha y desde entonces nadie ha podido encontrarla. Carabineros y detectives fracasaron en sus intentos, y aunque siguen investigando, pocos esperan que lleguen al resultado deseado.

    –¿Ocho meses? Sigues alimentando mi curiosidad.

    –Paciencia, Heredia –dijo Yazna, y luego de mirarme a los ojos, agregó–: Me gustaría saber qué ha sido de tu vida desde que nos despedimos en el aeropuerto.

    **

    ¿Qué responder? Me hice la pregunta en los pocos segundos que ocupé en vaciar la copa de grapa, sin deseo, sólo para indicar que la consulta era muy amplia y estaba obligado a seleccionar dos o tres momentos, o simplemente responder con expresiones más bien vagas: aquí estoy, lo de siempre; se hace lo que se puede, vivo y eso ya es bastante. ¿Y qué momentos seleccionar? ¿Los de viejos trabajos, los del ocio o los de romances que habían dejado sus huellas? Lo único que parecía soportar el paso del tiempo eran las pocas pertenencias que guardaba en mi departamento. Y si lo pensaba bien, ni siquiera eso. La cubierta de mi escritorio lucía afeada por infinitas manchas de café, y las sillas que lo rodeaban padecían de una artritis irreversible; las repisas se inclinaban y los libros dejaban ver el paso de la humedad y el polvo. Hasta mi gato Simenon se desplazaba más lento. Pero no podía quejarme. Vivía de lo que me gustaba hacer y tenía la libertad de los que no ambicionan grandes cosas. No me interesaba el aumento del precio del dólar; no tenía intereses en la Bolsa ni deudas comerciales. Simplemente intentaba cumplir con las tres buenas acciones diarias que aconsejaba Lao Tse en su tratado sobre las respuestas del Tao. Lo demás era ganar lo justo y necesario para pagar mis vicios y dos comidas sencillas por jornada.

    –No puedes quejarte, has vivido a tu antojo –dijo ella cuando al cabo de unos minutos terminé de responder su pregunta–. Es lo que pensé que harías cuando te fuiste: vivir de acuerdo a tus códigos y prescindir de lo que se interponga a tus deseos.

    –Suena a reproche.

    –No lo es, Heredia. Desde que nos conocimos supe que no renunciarías a la vida que te impusiste. Y eso no es fácil. Muchos lo intentan sin éxito.

    –Eso quiere decir que no hubo drama después de mi despedida.

    –Sólo por unos días y hasta contarle a mi madre que estaba enamorada y pretendía viajar a Santiago. Me dijo un par de verdades que no voy a repetir. Y nunca me he arrepentido de haberle hecho caso. Mal que mal, me dejaste buenos recuerdos.

    –¿Cuáles serían esos recuerdos? –pregunté y note que Yazna sonreía.

    –Otro día hablaremos de eso.

    –¿Sigues jugando al misterio? Primero los detalles de la desaparición de Marta, y ahora unos recuerdos que no quieres explicar.

    –Misterios que un buen detective debería resolver fácilmente –agregó sin dejar de mirarme a los ojos.

    –Al menos podría tener una pista.

    –¡Olvídalo! Sólo me divierto un rato contigo. No seas tan grave.

    –Parece que llegó la hora de salir a reconocer la ciudad. ¿Me acompañas?

    –Tengo cosas que hacer para que el hostal funcione.

    –Y yo soy un forastero que te pone nerviosa.

    –Años atrás pudo ser, pero ya no. Sé lo que puedo esperar de ti.

    –Otra vez tus palabras suenan a reproche.

    –Te equivocas. Es sólo un modo de decirte que no pienso tropezar dos veces con la misma piedra. Como decía mi padre: sólo los burros lo hacen.

    **

    Salí del hostal y caminé en dirección al mar. El viento había menguado, pero en el aire seguía latiendo una sensación de frío y desolación. Recorrí la avenida Colón hasta la costanera, que dibujaba una línea entre la ciudad y mar. En mi primera visita, aquel lugar no existía más que en los deseos de los vecinos y en remotos anuncios gubernamentales que, como otras cosas, por años estuvo en el listado de las promesas incumplidas. Desde la costanera se podía apreciar el oleaje del Estrecho de Magallanes, y de espaldas a éste, la ciudad que trepaba hacia los cerros. Encendí un cigarrillo; me senté en un escaño de cemento con la esperanza de ver saltar del agua a una tonina o contemplar el paso de las naves que a diario atraviesan el estrecho que une a los océanos Pacífico y Atlántico. Sin embargo, el cigarrillo se esfumó y no vi nada de lo que esperaba.

    Más tarde, cuando las primeras sombras de la noche se enredaron con la brisa del mar, sentí que alguien me observaba. Miré a mi alrededor y descubrí a Goran. Estaba a unos treinta metros, fumando un cigarrillo y con la vista aparentemente fija en el horizonte. Pensé en ir a su encuentro, pero como si hubiera adivinado mis pensamientos, se puso de pie y comenzó a alejarse. Después de unos minutos, dejé el escaño y me puse a caminar en busca de mis recuerdos. La ciudad había cambiado, pero aun así reconocí algunas casas y la fachada de una tienda dedicada a la venta de artículos turísticos. Al cabo de un rato encontré un restaurante llamado La Perla del Estrecho. Decidí calentar mis huesos y entré. En la primera planta tenía una barra acogedora y bien surtida. Frente a la barra había un muro del que colgaba una serie de retratos de hombres y mujeres, entre los que se encontraban los poetas Rolando Cárdenas y Marino Muñoz Lagos.

    Me senté junto a la barra y le pedí al barman que la atendía un vaso de ginebra Bols. Bebí un sorbo que entró a mi garganta con la aspereza de un puñado de arena. Tosí dos veces, y cuando me recuperé vi que alguien se sentaba a mi lado y me quedaba viendo con evidente curiosidad. Lo observé con atención y le sonreí.

    –¿Goran? –le pregunté.

    –¿Cómo sabes mi nombre?

    –Gabriel me lo dio cuando entraste al hostal.

    –Cuando te vi en la recepción no imaginé que fueras el detective que esperábamos. Me había figurado que tendrías otro aspecto.

    –Suele pasar. A la gente le dicen «detective» y de inmediato piensan en un actor de Hollywood. La realidad siempre es más dura que en las películas.

    –¿Te dijo mi madre que fue idea mía invitarte a Punta Arenas?

    –Lo hizo, aunque supongo que Yazna te puso la idea en la cabeza –dije, y sin detenerme a comentar sus palabras, agregué–: Te pareces bastante a ella y tienes su mismo color de cabellos.

    –Ella dice que en algunos rasgos físicos nos parecemos, pero que tengo el carácter de mi padre.

    –¿Me andas siguiendo o llegaste a este lugar por casualidad?

    –¿Por qué tendría que andar tras de ti?

    –Te vi en la costanera. ¿Tú madre te mandó a seguirme?

    –Fue idea propia. Quería hablar contigo, pero mi madre me dijo que habías salido a dar una vuelta por la ciudad y supuse que en algún momento vendrías a observar el estrecho.

    –Tu madre y yo nos conocemos desde hace tiempo.

    –Fueron algo más que amigos. ¿Me equivoco?

    –¿Te contó algo?

    –No, pero he observado su comportamiento de los últimos días. Ha estado nerviosa y preocupada de verse bien. Lo de ustedes debió ser importante.

    –Fue tan breve como para no echar raíces; y tan intenso, como para no olvidarlo. Sucedió antes que tú nacieras.

    –Me cuesta imaginar la vida

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