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Nadie sabe más que los muertos
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Libro electrónico180 páginas2 horas

Nadie sabe más que los muertos

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Información de este libro electrónico

Esta vez el detective Heredia va tras los pasos del hijo de una joven pareja de estudiantes universitarios, quienes junto a un dirigente sindical, luego de ser secuestrados, torturados y asesinados, fueron hechos desaparecer por agentes de organismos de seguridad.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 nov 2015
ISBN9562824799
Nadie sabe más que los muertos

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    Nadie sabe más que los muertos - Ramón Díaz Etérovic

    Chile.

    Primera Parte

    1

    Desnuda y mágica como la Venus de Botticelli, la muchacha se puso de pie, acarició suavemente sus pechos y se encaminó con maliciosa lentitud hasta la puerta del baño. « Y de repente estás acostado con una chica preciosa y todo es divinamente perfecto», pensé, recordando una frase de Julio Cortázar. Tal vez de El Perseguidor, o de otro de sus libros que solía tener a mi alcance, junto al reloj y una botella casi siempre a medio camino de la nada. Mientras pude, admiré sus piernas morenas y la línea sensual de su espalda. Era bella y real, me dije al tiempo que cogía la cajetilla de cigarrillos desde la mesa de luz existente en la pieza de hotel en que nos encontrábamos.

    Se llamaba Claudia, o al menos eso había dicho algunas horas atrás cuando conversábamos en el Burger del Paseo Ahumada. Su boca despintada era perfecta para los mejores besos y entre las sábanas sabía desplegar las ideas más audaces.

    El ruido de la ducha me apartó de mis pensamientos, y por algunos segundos imaginé el agua que recorría su cuerpo como antes lo habían hecho mis manos. Encendí un cigarrillo y el humo invadiendo la habitación me pareció la carraspera inoportuna en medio de un concierto de Piazzola.

    Todo había comenzado algunas horas atrás. Era una noche de sábado, ideal para descansar en casa junto a un buen libro o salir a bailar con la muchacha que se ama. Solo, en mi oficina, había estudiado las mil formas posibles de no dejar morir esa noche de un modo miserable. Al final, después de afeitarme y vestir una camisa limpia, opté por salir a caminar, beber una taza de café en el Haití y entrar a un cine. La decisión no fue mala, pero al cabo de una hora resultó un fracaso. Las películas que me interesaban habían empezado y el café tenía la mirada de las muchachas que sonreían de mala gana a los clientes. Hay muchas cosas que no soporto, y dos de ellas son los charlatanes con pretensiones de sabihondos y entrar al cine en la mitad de una función. Las demás forman una larga lista que no viene al caso recordar y que cada día se incrementa a medida que el desencanto se adhiere a mi piel igual que una alimaña.

    Aún con la esperanza de ver brillar la luna, caminé por el Paseo Ahumada hasta que el bullicio de los vendedores callejeros y los topones de los paseantes me hicieron pensar en un lugar donde beber una copa, y no recordar nada, si es que ello es posible cuando lo único que se posee es el pasado. La idea del bar me sedujo, pero los dos o tres que estaban a mi alcance se hallaban atestados de borrachos y tipos con ganas de iniciar un revuelo de trompadas a la menor provocación. El cuadro no me agradó. Conocía sus oscuros detalles, y mi ánimo no estaba para irrumpir a codazos, llegar hasta a una barra inmunda y exigir un trago que tendría que beber con prisa. Resignado como el paciente que entra a la oficina de un médico esperando lo peor, ingresé al Burger y solicité un café doble. Me lo sirvieron en una bandeja plástica y mientras la equilibraba con dificultad, descubrí que mis problemas estaban lejos de terminar.

    Las mesas del boliche estaban ocupadas por grupos de muchachos, parejas tomadas de las manos, ancianos con caras de no me joroben, putas en actitud de espera y varios tipos adormecidos frente a sus vasos de cerveza. Un aroma de pollo refrito se introdujo en mis narices y por un instante tuve la tentación de arrojar la bandeja al suelo y retornar a la calle.

    Entonces la suerte me mostró su rostro. Una pareja dejó su asiento y se marchó hacia la calle con la esperanza de una noche feliz entre sus manos. Me senté, encendí un cigarrillo y cuando estaba dispuesto a probar el café, vi acercase a una muchacha que agitaba con desgano un vaso de Coca Cola. Parecía estar perdida, atisbando un horizonte plano, sin susurros ni ilusiones. Se acercó a mi lado y con decisión puso el vaso sobre la mesa.

    —¿Puedo sentarme? —preguntó, insinuando una sonrisa que no llegó a ser realidad.

    La invité con un breve ademán y mientras se acomodaba la miré de reojo, dictaminando de inmediato que era hermosa. Sus ojos eran oscuros y su cabellera negra le caía graciosamente sobre sus hombros y parte del rostro.

    —No estoy en plan de negocios —dijo. En su voz no había animosidad. Más bien era neutra, indiferente. Voz acostumbrada a tratar con extraños, o lo suficientemente segura de sí misma como para defenderse de una agresión repentina. Busqué su mirada y ella resistió sin pestañar el asedio de mis ojos.

    —Y yo no deseo molestar. Solo beber mi café.

    —¿Sí? En idénticas circunstancias todos los hombres dicen lo mismo. Después me invitarás a una bebida o a conocer tu departamento. Y a las dos cosas te diré que no.

    —Para ser una extraña a la que nadie invitó presumes muchas cosas. No eres muy original —le dije

    calculando si en sus palabras había una declaración de principios, o la sugerencia de un futuro cálido.

    —No es fácil ser original —agregó ella, acompañando sus palabras con una sonrisa sincera.

    Me acomodé en el asiento, puse dos sobres de azúcar en el café y al probarlo no pude evitar una mueca de disgusto.

    —El café que venden en este sitio es una mugre —comentó Claudia. Pensé que había logrado pasar su examen inicial y me concedía tiempo para dejar enfriar la bebida y reunir el coraje que me permitiese beber el café a grandes sorbos.

    Luego nos enredamos en una conversación sobre temas sin importancia, evitando las preguntas que desentrañan la intimidad de cada cual. El café, la noche, la gente. Palabras inofensivas y una que otra sonrisa. Le pregunté su nombre y ella no se interesó por el mío. Sin compromisos, dijo más tarde cuando decidimos buscar un hotel. Esperamos que los mozos comenzaran a despejar las mesas; y al salir del Burger, Claudia se tomó de uno de mis brazos y se dejó conducir con la mirada perdida en un horizonte de sombras neón.

    Cuando regresó del baño su cabellera mojada le caía sobre los pechos y un hilillo de agua se escurría a través de los vellos del pubis. Se detuvo frente al espejo que llenaba una de las paredes de la habitación y se dedicó a secar su cabellera con una toalla.

    —Te habrán dicho muchas veces que eres hermosa —dije sin estar seguro si le hablaba a ella, o solo pensaba en voz alta.

    —No en la forma que tú lo dices —contestó después de cubrir a medias su cuerpo con la toalla y dejarse caer suavemente a mi lado.

    —¿Cuál es la diferencia?

    —La seguridad que veo en tus ojos o tu manera de hacer el amor sin querer demostrar nada.

    —¿Debo tomarlo como un elogio? —pregunté.

    —Quería decirte que lo de hace un rato estuvo muy bueno.

    —¿Bueno?

    —No estuvo mal tratándose de dos extraños.

    —¿Te imaginas con un poco de práctica?

    —¡Vas muy de prisa!

    —Pienso en voz alta.

    —¿Por qué no nos conocimos antes? —preguntó después de besarme en los labios.

    ¿Por qué no nos conocimos antes?

    —Repites igual que un papagayo.

    —Me preguntaba lo mismo. Eso es todo.

    —¿Quieres que me saque la toalla?

    —Primero deseo terminar mi cigarrillo.

    —¿Metódico?

    —Un pequeño truco para recobrar energías.

    —Creo que no necesitas trucos.

    Nos despertamos antes del amanecer. Hicimos el amor una vez más y conversamos hasta que una mucama trajo el desayuno. Poca cosa. Café, dos tostadas y mermelada de frutilla. Después nos aprontamos a dejar el hotel, y mientras me duchaba experimenté una vaga sensación de tristeza. La espuma del jabón borraba de mi piel el perfume de Claudia y nada por delante me hacía suponer el reencuentro. Ella no deseaba compromisos, ni yo perder la soledad que me alimentaba y destruía al mismo tiempo.

    Ya fuera del hotel, cada cual decidió seguir un camino distinto. Estábamos frente a la Plaza de Armas, y salvo el paso vacilante de uno que otro trasnochado, todo a nuestro alrededor parecía desierto. Un paisaje lunar, frío, lleno de basura y rastros de una noche agitada.

    —Fue un agrado conocerte —dijo Claudia tomando la iniciativa.

    —Yo digo que un placer —contesté, y ella comprendió el doble filo de mis palabras.

    —Puede ser que nos encontremos otra noche.

    —Siempre ando en busca de un buen café.

    Claudia se aproximó a mi lado y me besó en los

    labios. Renuncié a contenerla entre mis brazos y la dejé

    apartarse sin insinuar la posibilidad de un mejor desayuno, o una nueva cita. Dio unos pasos caminando de espalda, y luego dejó de mirarme. La imité y a los pocos segundos volví a escuchar su voz.

    —Me gustaría llamarte un día de estos —dijo.

    —Mi número está en la guía. En las páginas amarillas.

    —¿Sí? ¿Y a qué te dedicas?

    —Soy investigador privado.

    —¿Como en las películas, o eres tira?

    —¡Como en las películas!

    —¿Si te llamo me hablarás de tu trabajo?

    —Seguro.

    —¿Y tu nombre? ¿No te he preguntado tu nombre?

    —Heredia. Me llamo Heredia.

    2

    Claudia se fue definitivamente. Como si hubiese querido huir de un error, la vi cruzar la calle y caminar de prisa por los adoquinados senderos de la Plaza Armas.

    —¿Qué ocurre, te pones sentimental? —creí oír que me preguntaban.

    —Claro que no, simplemente dejo volar la imaginación.

    —Golpes duros y comida fría. Es lo único que mereces.

    —Conozco la paga por mi oficio.

    —¡Sin quejas! ¡fue tu maldita elección!

    Me quedé parado en una esquina a semejanza de

    esos exploradores en las viejas películas del oeste. Sin búfalos, pieles rojas o diligencias a la vista. Solo edificios mudos, una brisa suave y la promesa de una mañana calurosa. El sabor de los labios de Claudia permanecía en mi boca, y eso era tan bueno como tener reserva en la función de gala del Paraíso. Sonreí, y decidí caminar hasta mi oficina. En el trayecto entré a un supermercado a comprar las provisiones de la semana. Un cartón de «Derby», tres docenas de manzanas, una botella de «J.B.» y seiscientos gramos de posta molida para Simenon, mi gato.

    En los bajos del edificio que cobija a mi oficina me encontré con Anselmo, un jinete retirado, patichueco y enojón que se gana la vida atendiendo un quiosco. Los días en que está de mala es mejor pasar de largo por su lado, pero cuando no, es posible reconocer su sonrisa a veinte metros y hasta dan ganas de convidarlo a una cerveza.

    —Buen día, don Heredia —me saludó, alegre—. ¿De juerga? Anoche no lo vi llegar.

    —De vez en cuando se acierta a un blanco.

    —¿Y cómo era? —preguntó, mientras dibujaba con sus manos una atractiva figura de mujer.

    —Un sueño, es lo único que puedo decir.

    —¡Qué lástima! —dijo y quedó observando con ojos lastimeros un afiche de La Cuarta en el que aparecía una rubia de pechos enormes.

    —Un sueño, Anselmo. No figuritas de papel.

    —Quién como usted, don. Las minas se le deben colgar solas en el cuello.

    —Ni tanto ni tan poco. Ves mucha televisión, Anselmo.

    —Cierto —dijo, y luego de considerar mi aspecto, agregó—: últimamente no se ve muy bien, don.

    —¿Y por tu lado? —le pregunté antes que decidiera emitir un juicio demoledor sobre mi apariencia.

    —No pregunte leseras, don. Si no fuera por las putas de San Martín tendría que arreglarme con los afiches y las dos manos. Mejor cambie de tema. ¿Va a querer algún diario?

    —Hoy no tengo ánimo para consumir chatarra política.

    —Ya era tiempo de tener un poco de agitación política. ¿O no está de acuerdo?

    —No he dicho que esté mal, solo que no me interesa. Y por supuesto, cuanto antes se deje oír el ruido de las botas, tanto mejor.

    —¿Y cuál es su candidato? El de la mayoría, el atleta o el que habla mucho.

    —Mi candidato es Heredia. No promete nada y a nadie le pide que le crea.

    —¡Carajo, don! Las ideas suyas. Si quiere mandar a imprimir carteles, tengo un amigo que cobra poco.

    —Ya te aviso, por el momento me conformo con saber si alguien preguntó por mí.

    —Nadie. Creo que no le va muy bien con el negocio, don. La otra tarde escuché reclamar a la dueña de su departamento. Decía que usted le debe varios meses de arriendo. Si en verdad está mal, le puede conseguir una peguita en la candidatura a diputado de un hombrón adinerado. En una de esas necesita un matón.

    —¿Y qué tal si me pongo en forma contigo?

    —No, don.¿Para qué se ofende?

    3

    La oficina se encontraba tal cual la dejara la noche anterior. Simenon dormitaba arriba del escritorio y a los pies de la puerta hallé cuatro cartas y la tarjeta de un fulano que ofrecía sus servicios de electricista.

    —¿Cómo van los tejados? —pregunté al gato.

    —¿Mal? Creo que comes demasiado y a las gatitas

    no les simpatizan los obesos. Están fuera de moda. Hoy en día hay que ser esbelto, consumir alimentos diet, trotar todas las mañanas y usar un computador personal como sucedáneo de las amantes. No, por cierto que no es un invento mío, lo puedes leer en las revistas caras o del corazón. El infierno acecha al que se asome

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