La máquina soviética
Por Sebastián Robles
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La máquina soviética - Sebastián Robles
LA MÁQUINA SOVIÉTICA
Sebastián Robles
Ediciones Paco
2021. Ediciones Paco
www.revistapaco.com
Aranguren 1054. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Ilustración de tapa:Iraklii Toidze: Stalin’s kindness illuminates the future of our children! 1947, 61 x 43 cm Russian State Library, Moscow
Diseño de tapa: Alejandro Levacov
Diseño de epub: Niño Oscuro Editorial
Hecho el depósito que indica la ley 11.723
Biografía: Sebastián Robles nació en Villa Ballester en 1979. Es periodista y coordinador de talleres literarios. Escribió Los años felices, Las redes invisibles y el libro de conversaciones Apuntes sobre Philip K. Dick, en colaboración con Juan Terranova.
Este libro contó con el apoyo de una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. Muchos de sus episodios fueron publicados previamente en las revistas Chicas, La Niña y en la página de Facebook del autor.
Contratapa: ¿Qué es La máquina soviética? Stalin deja a su familia para dedicarse a la revolución. Stalin llega al poder. Stalin manda a fusilar amigos y enemigos. Stalin atraviesa la guerra, y luego la recuerda. Stalin organiza la vida soviética, señala traiciones, las reprime, se enamora, se resigna. Stalin toma decisiones, miente. Stalin es justo, perverso, carismático. Existe una tradición de ficciones novelescas alrededor del dictador, donde, por lo general, de forma paródica, el escritor se desmarca del poder y se burla del ejercicio totalitario. No es el caso de este libro. Sebastián Robles nos presenta todo tipo de personajes con un evidente, fluido virtuosismo formal. Eruditos, ambiguos, cargados de humor negro o melancólico, sus relatos impresionistas nos hablan del mundo soviético y su líder. Historias de aventuras, entonces, cargadas de pasión, amor o crueldad, pero también una indagación experimental sobre la política, no solo rusa, en el siglo XX. ¿Qué es el poder? ¿Cómo se ejerce? ¿Cómo es la relación, siempre compleja, entre praxis e ideología? La máquina soviética propone un recorrido inédito para la lectura argentina, por momentos alucinado, extrañamente preciso y sugestivo.
A Paula De Palma,
que me acompaña en este viaje
–Lo que me voy a hacer es una remera con la cara de Stalin para probar una teoría –dijo.
–¿Cuál?
–Que no va a funcionar.
–¿Por qué?
–Era un ganador. El Che era un perdedor nato. Ahí está el truco.
Tiró, pidió otra cerveza y lo repitió.
–Stalin era un ganador, un tipo práctico. El Che era un idealista.
–¿Y Mao?
–Pero no… Mao es chino, es diferente.
Juan Terranova
Nosotros, nosotros somos comparsas.
Raúl González Tuñón
1. LA MÁQUINA DEL TIEMPO
–Cuénteme –dijo el Camarada Supremo–. ¿Cómo es una máquina del tiempo
H.G. Wells torció los labios en una mueca que se transformó en una sonrisa de cortesía.
La entrevista duró una hora y media y transcurrió en el despacho de Stalin. Umansky, el intérprete, se encargó de manipular el pesado magnetófono que registró la charla. El entrevistado había sido firme en sus respuestas, pero no perdió la amabilidad en ningún momento, ni siquiera cuando Wells manifestó algunos resquemores acerca de su estilo de conducción.
El Camarada Supremo se mostró abierto a responder todas mis preguntas, sin condicionamientos
, destacó el escritor británico tiempo más tarde, en la crónica que fue publicada en el Washington Post, el London Times y los principales diarios del mundo occidental. Era parte de una serie de entrevistas a grandes líderes que Wells realizaba en su carácter de presidente del PEN Club Internacional. Diez años antes, en ese mismo despacho, había entrevistado a Lenin. Y en las semanas previas a su actual visita al Kremlin, le había realizado un reportaje de características similares a Franklin Roosevelt, el presidente norteamericano.
Stalin lo recibió con amabilidad y un respeto algo sobreactuado por su prestigio. La pregunta sobre la máquina del tiempo, sin embargo, lo descolocó.
–Fue un arrebato de inspiración –respondió–. Es un artefacto que se desplaza por la dimensión temporal.
Se hizo el silencio en el despacho.
–¿Con qué objetivo? –preguntó el Camarada Supremo. El escritor británico titubeó.
–Bueno, el propósito es viajar en el tiempo –dijo–. Es una alegoría. Yo quería escribir sobre el futuro de la humanidad. Fue mi primera novela. No quedé del todo insatisfecho.
Stalin se mostró interesado en su respuesta.
–Ustedes, los liberales, viven con miedo del porvenir. ¿Cómo puede funcionar una sociedad, si no sabe adónde va?
Por primera vez, Wells se sintió incómodo.
–Soy socialista utópico –aclaró.
La inteligencia soviética debía haberlo informado de su orientación ideológica, que por otra parte él no ocultaba. El espionaje, en su caso, tenía nombre y apellido: Moura Budberg, la antigua secretaria de Gorki y viuda de un terrateniente fusilado por la revolución, con quien mantuvo un romance durante su primera visita a Moscú. La correspondencia con ella no se había interrumpido desde entonces, y la parte inconfesable de su viaje actual –de la cual no dudaba que Stalin también estaba al tanto– era reencontrarse con ella.
–Ah, los socialistas utópicos –dijo Stalin–. Escriben sus discursos con la mano izquierda, pero los firman con la derecha. Nosotros, los soviéticos, ya sabemos cómo es el futuro.
Wells transpiraba.
–Usted cree que sabe, pero no sabe –dijo, nervioso–. Yo prefiero que me juzguen por mis escritos.
–Lo felicito.
Stalin le alcanzó un pañuelo para secarse el sudor.
–Debería descansar más –dijo, después de un largo silencio–. Es un hombre con muchas presiones.
El escritor le dio la razón.
Cuando volvió a su habitación de hotel, encontró un sobre que alguien había deslizado debajo de la puerta. Contenía una carta escrita con la inconfundible caligrafía de Moura Budberg, donde ella le pedía disculpas por no recibirlo en Moscú. Te espero en Yalta, ya sabes dónde. Tengo amigos que nos van a ayudar a cruzar la frontera
.
A la incomodidad que le produjo el tramo final de la entrevista con Stalin, Wells le sumó el desánimo de no encontrarse con ella de inmediato. Despechado, dudó en ir a su encuentro. Recién más tarde, en la cama y con la luz apagada, entró en otras consideraciones, más sutiles e inquietantes. ¿Seguía trabajando para Stalin? En diez años no había tenido con ella otra relación que la que surgía de la mutua correspondencia. ¿Por qué había decidido abandonar la Unión Soviética con él? ¿Lo amaba, o era un señuelo dispuesto por el régimen soviético para vigilarlo desde cerca?
En la oscuridad de la noche, resolvió que las respuestas no tenían importancia. Tenía sesenta y seis años, había escrito novelas importantes, que eran leídas en el mundo entero. Algunos lo consideraban el fundador de un nuevo género literario. Los líderes del planeta lo recibían en sus despachos, dispuestos a prestigiarse en una conversación con él. Era presidente del PEN Club Internacional, al igual que de numerosas asociaciones que pugnaban para ofrecerle cargos honoríficos. Había tenido romances con mujeres en todos los idiomas que conocía, e incluso en algunos de los que no sabía ni siquiera el nombre. Si el terrible Stalin sentía deseos de espiarlo, a él le daba lo mismo. No tenía nada que ocultarle, y no sentía ningún temor por su integridad física. A esa altura de su vida, cualquier cosa que le pasara –buena o mala– aumentaba el espesor de su leyenda.
Tenía previsto dedicarle los meses siguientes, quizás un año entero, a la escritura de su autobiografía. Para ello, antes de subirse al avión que lo transportó hasta Moscú, les encomendó a sus criados que acondicionaran la casa de Essex, lejos de las obligaciones de Londres, que solían desconcentrarlo. Pensó que el proyecto sería más llevadero en compañía de Budberg, una mujer tan bella como inteligente, con quien nunca faltaban los temas de conversación. La sospecha de sentirse vigilado le sumaría a su prosa, quizás, el ritmo y la sensación de inminencia que la caracterizaban en su juventud, y que en la vejez le costaba recuperar.
No le hizo falta mucho más para subirse al tren con rumbo a Yalta, donde se encontró con su amante. El paso a través de la frontera fue fácil, en un sector sin guardias a la vista, como si Stalin les hubiera dejado el camino libre para que abandonaran el país.
–¿Por qué viniste conmigo? –le preguntaba Wells, a veces, a la hora de los dry Martinis, cuando caía la tarde.
Budberg le daba siempre la misma respuesta: un silencio risueño que confirmaba sus peores sospechas.
Sólo hay amor cuando uno tiene capacidad de daño sobre el otro. Miss Budberg puede revelarse como una espía del servicio secreto soviético. Yo, en cambio, no tengo ningún secreto para ofrecerle. Hay, en su afecto por mí, algo genuino, pero no es comparable al amor que siento por ella
.
Wells tipeaba en una moderna máquina Remington diseñada especialmente para él y obsequiada en persona por uno de los descendientes del fundador de la compañía. El peso de las teclas lo hundía en la solemnidad, pero las últimas líneas lo desnudaban demasiado. Sacó la hoja de papel de un tirón, la hizo un bollo y la tiró al fuego del hogar a leña al frente de su escritorio. La certeza de que nadie leería su confesión no lo tranquilizó.
La redacción de sus memorias, como era previsible en estas circunstancias, se demoraba. Budberg alquiló un departamento propio, porque prefería vivir sola.
–La convivencia destruye a las parejas –decía.
El escritor le propuso matrimonio, una oferta que suponía para ella la posibilidad de acceder a una herencia suculenta en un futuro no tan lejano, esperable debido a la diferencia de edad entre ambos. Ella lo rechazó. A partir de entonces, vivieron en casas separadas. La constante duda acerca de la rutina de quien consideraba que, pese a todo, era su pareja, distraía a Wells de sus otras ocupaciones, en especial de la escritura. Durante una cena, ella lo increpó amistosamente:
–Espero que no hayas contratado a un detective privado –dijo.
Él le contestó con una sonrisa tensa. Días atrás, mientras tomaban un té en el comedor, le había confesado a su amigo, el doctor Pierce Lexington, su intención de acudir a un investigador para que siguiera los pasos de Budberg. Fue la única vez que mencionó en voz alta su idea, y descontaba la absoluta discreción de Lexington, así que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera micrófonos instalados en su casa.
Le pareció tan obvio, que se avergonzó de no haberlo imaginado antes. Moura no necesitaba vivir con él porque la sofisticada tecnología soviética le permitía vigilarlo a distancia.
La situación era confusa y desagradable.
En Europa, mientras tanto, se desató la guerra. El primer ministro Churchill, con quien tenía un vínculo personal, le había confesado su desconfianza hacia Stalin desde mucho antes del pacto Molotov– Ribbentrop. Es un hombre brutal, ignorante
, dijo, antes de solicitar a Wells su opinión al respecto. El escritor se tomó el trabajo de caracterizar a Stalin de una manera precisa, porque estaba en juego la integridad de Gran Bretaña.
–Hitler es caótico, irracional –concluyó –, pero Stalin conoce el futuro.
Luego le transmitió el contenido de la charla a Moura Budberg, con la intención de que ella informara al Kremlin. No lo consideró un acto de traición a su patria, sino un humilde intento de acercar posiciones que Stalin, sin dudas, podría valorar a la distancia.
No sabía por qué lo hacía, ni esperaba nada a cambio. ¿Y si todo era una ilusión? ¿Si Moura estaba con él tan solo porque disfrutaba su compañía, o incluso porque lo amaba? A sus setenta y cinco años, esa última posibilidad lo inquietaba más que su contraria.
A principios de febrero de 1943, el mariscal de campo