El clavo
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El clavo - Pedro Antonio de Alarcón
El clavo
Pedro Antonio de Alarcón Prólogo
Felipe encendió un cigarro y habló de esta manera:
- I -
El número 1
Lo que más ardientemente desea todo el que pone el pie en el estribo de una diligencia para emprender un largo viaje, es que los compañeros de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y ten-gan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad. Porque, como ya han dicho y demostrado Larra Kock, Soulié y otros escritores de costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más personas, que nunca se han visto ni quizás han de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a mani-festarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas de casa y de familia.
Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una vieja con as-ma, un fumador de mal tabaco, una fea que no tolere el humo del bueno, una nodriza que se maree de ir en carruaje, angelitos que lloren y demás, un hombre grave que ronque, una venerable matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no hable el español (supongo que vosotros no habláis el inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis encontrar.
Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa compañera de viaje; por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis), con quien sobrellevará medias las molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando os apresuráis a desecharla melancólicamente, considerando que tal ventura sería demasiada para un simple mortal en este valle de lágrimas y despropósitos.
Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de la diligencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844; noche obscura y tempestuosa por más señas.
Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel incógnito número 1 que me traía inquieto antes de serme conocido. Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado, según confesión del mayoral en jefe.
-¡Buenas noches! -dije, no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.
Un silencio tan profundo como la obscuridad reinante siguió a mis buenas noches. -
¡Diantre! (pensé): ¿si será sordo... o sorda mi epiceno cofrade?
Y, alzando más la voz, repetí:
-¡Buenas noches!
Igual silencio sucedió a mi segunda saluta-ción.
-¿Si será mudo? -me dije entonces.
A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos caballos.
Mi perplejidad subía de punto.
-¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una vieja? ¿Con una joven? -
¿Quién, quién era aquel silencioso número 1?
Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba?
¿Por qué no respondía a mi saludo? -¿Estaría ebrio? ¿Se habría dormido?