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Turista sin reservas
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Libro electrónico258 páginas4 horas

Turista sin reservas

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Información de este libro electrónico

Cómo hacer turismo y perder los papeles.

Decálogo del turista que pretende, mediante líneas de pensamiento y conductuales básicas, plantar los cimientos para que ese ansiado viaje le ocasione al usuario una licuefacción masiva del ego. Y así poder partir de cero.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento3 oct 2018
ISBN9788417426705
Turista sin reservas
Autor

Jos Barnola

Nacido en Barcelona, de raíces aragonesas y catalanas al cincuenta por ciento, se trasladó definitivamente a Zaragoza para iniciar sus estudios universitarios con el Mayo del 68 ya prescrito y los Beatles cada uno por su lado. Ha trabajado siempre en la función pública, cuidadosamente alejado de la política en cualquiera de sus variantes. La devoción y respeto que profesa a la buena literatura han impedido que, hasta la fecha, escribiera algo destinado a la imprenta. Dado que, en principio, una guía no se puede considerar objeto literario, se ha permitido la licencia.

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    Turista sin reservas - Jos Barnola

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son, o bien producto de la imaginación del autor, o han sido utilizados de manera ficticia.

    Turista sin reservas

    Primera edición: septiembre 2018

    ISBN: 9788417321079

    ISBN eBook: 9788417426705

    © del texto:

    Jos Barnola

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Agradecimientos

    (y no necesariamente por este orden):

    A la única chica que vive en Londres

    y siempre contesta mis correos.

    A mis amigos de San Siro,

    con los que viajé de verdad.

    A los guitarristas del Covent Garden,

    por no desafinar nunca.

    Al último tren que perdí un miércoles a las 3 de la madrugada, que me llevó a donde quería.

    A la pintora uruguaya,

    que presta atención y regala ilusiones.

    A Sarah y Emily, que las conocí de oídas

    y me enseñaron bonitas canciones.

    A los cafés vulgares,

    en los que no me sentí nunca solo.

    A los plateros de Tiznit,

    que saben lo que es la honradez.

    A la secretaria de la última embajada que visité,

    por andar tan bien de cabeza.

    Rerum natura nihil fortuitum

    Saint-Malo, marzo 2012

    Nota preliminar

    No todos los personajes que aparecen en este escrito son necesariamente reales, ni las afirmaciones o postulados que vierten éstos o el autor deben considerarse ciertos.

    Los lugares que se mencionan, unos se antojarán próximos, otros remotos, y algunos ignotos, pues a veces pocos son los datos que los acompañan.

    Corresponde al lector, por tanto, con el recurso de la lógica y según su paciencia e interés, discernir entre lo probable y lo imposible, y ubicar en el mapa cada plaza o paraje.

    Prefacio

    Me llamo Juan Pirro Villadiego, vivo en una ciudad tan absurda como acogedora, y la mayoría de los que me han conocido tratan de olvidar tan lamentable experiencia.

    Durante un montón de años puse todo mi empeño en viajar como un loco insensato allá donde una enfermiza obligación me imponía. No sé porqué me dio por ahí, que lo mismo habría valido el billar o el macramé, pero el caso es que no paraba.

    Llegaba de un viaje y ya planeaba un nuevo destino, y de forma automática olvidaba lugares visitados y personas que había conocido. Y así durante años.

    Un buen día hace ya algún tiempo, tras un almuerzo madrugador en las inmediaciones de Veruela, conseguí sosegarme y meditar durante un rato gracias a la atmósfera apacible del monasterio. Tuve la certeza de que el mundo es muy ancho y que con tanto viaje lo estaba encogiendo; y el cielo, que tan cambiante nos parece día a día, es siempre el mismo el que nos cubre por los siglos de los siglos. Así, por las buenas, sin otro estimulante que unos huevos fritos con chistorra y los efluvios becquerianos que emanan por toda esa zona, y de que andaba yo con la guardia algo baja gracias a un parásito rebelde que combatí finalmente con éxito gracias a un tinto local.

    Como una cosa lleva a la otra, pasé sin darme cuenta a analizar la opresión y zarandeo que la mente sufre cuando se aleja del escenario cotidiano, y la forma que cada uno tiene de combatirlos. Y decidí que se imponía sacar alguna conclusión práctica.

    Pasaron semanas y seguía dándole vueltas al magín, hilvanaba retazos de vivencias y relatos viajeros. Lo que comenzó como análisis superficial, derivó en conclusiones que creí acertadas.

    Dado que todo ser humano que se tiene por honesto alberga en el fondo buenas intenciones para con el prójimo y le gusta devolver los favores recibidos por el destino —y en tales aspectos no creo ser yo menos—, concluí que sería ingrato con el azar y mezquino con mis semejantes si guardaba para mí experiencias y teorías tan reveladoras que los viajes pusieron al alcance de mi modesto raciocinio.

    A base de mucho cavilar, opté por que mis hipótesis vagas y dispersas tomaran forma en un manual que contuviera, siempre a mi entender, las líneas maestras de conducta para que el turista —cualquier viajero ocasional con ánimo lúdico— se sumerja en un mundo de situaciones límite que —al igual que las guerras, los naufragios y los tsunamis— anulen los prejuicios cotidianos que bloquean su existencia y den lugar a grandes ingenios y mayores pasiones.

    De todas formas, romanticismos y deudas con el destino aparte, el detonante para que plasmara mis experiencias sobre el papel y divulgarlas según dispusiera la fortuna estoy convencido que tuvo lugar bastantes meses antes de la jornada de Veruela: un peregrinaje en dos furgonetas con otro matrimonio y los vástagos correspondientes por los Estados Unidos de América. Ni más, ni menos. Émulos del Kerouac más beat cuando le daba por meterle tralla sin misericordia a la Ruta 66 y sus inmediaciones, pero en versión chalet adosado y controlando bastante más el consumo de sustancias tóxicas. El que suscribe —Dios me valga— conducía prudente e inquieto la westfalia color magenta. La otra, que las señoras dieron en llamar «la blanco hielo» —es para morirse, vamos— avanzaba indemne, a pesar de que la choferesa en funciones se empeñaba hasta el imposible en estamparla contra cualquier persona, animal o cosa colocados a ras de suelo. Puri Mari oficia de crack en todas las facetas de su existencia, miopía incluida, y ¡ay! de aquél que no la deje ir a su aire. Ella es así en todo, y al volante no iba a cohibirse. Consiguió ponerme cardiaco desde que le vi tomar la primera curva.

    Nada más empezar a rodar nos sobrevinieron problemas logísticos, mecánicos e indisposiciones menores que agriaron la relación del grupo, y los rictus hicieron su aparición. Llegó un momento en que afrontar cada situación de la forma más nefasta se convirtió en obligación: el intento de soborno con una botella de Soberano al poli local de Peach Springs para que no nos clavara un multazo, es un magnífico ejemplo; porque eso, ya me dirán, está mal visto aquí y en Toronto.

    Sin darme cuenta, y por soportar tanta presión, empecé a desbocarme hasta el punto de no conocerme, y una buena noche me despisté con una cantante de blues ferroviario, lo cual no sé si catalogarlo de holocausto conyugal, pero en todo caso no mejoró en nada el concepto que Teretina, mi mujer, pudiera tener de un servidor.

    Semejante cuadro, con los nervios a flor de piel —se lo pueden imaginar— desembocó en una espléndida y tonificante crisis global, tal y como era su obligación.

    Cuando al regreso por fin abrí la puerta de mi casa, la estrecha relación cimentada a base de años con todos y cada uno de los compañeros en la adversidad podía darse por zanjada para siempre. Fui declarado culpable por unanimidad, tanto de mis desafueros, que los hubo, que a veces me salgo de madre, como de las trabas que puso el azar para que nuestra travesía tuviera de todo menos momentos placenteros.

    En definitiva, que es lo que importa, mi mujer había decidido, firme e irrevocablemente mientras sobrevolábamos el Atlántico, poner nuestro matrimonio en manos de un abogado (por suerte para mí no era un criminólogo, aunque casi), y mis hijos tenían claro que preferían depender del Estado antes que de alguien capaz de remedar el comportamiento de un orate con tanta fidelidad y ahínco. De los amigos que fueron testigos y partícipes de la aventura americana, mejor no me extiendo: no me volvieron a mirar a la cara.

    Vendimos los coches, la casa y gran parte de los muebles y el menaje —incluido un equipo de karaoke que me ocupaba la mitad de los bajos (de la casa)—; y salimos de naja cada uno por nuestro lado sin drama ni desgarro. Parecía que todo estaba escrito y ensayado y cumplíamos un fatal designio. Por la presteza de nuestra actuación, daba la sensación de que nos separábamos cada tres meses, o casi. Me instalé provisionalmente en un hotelillo más que digno, y ahí me las den todas.

    Pero, tras el largo y generalizado adiós, andaba yo del todo desquiciado, ansioso, hundido, con un vacío emocional que llenaba el día desde diana a retreta. Y como las desgracias nunca vienen solas, pasadas unas semanas, para rematar, me largaron el finiquito en la empresa, y puedo asegurar que no se les ofreció otra alternativa. No fue, insisto, un caprichito de los jefes, no hubo necesidad de antojos, pues el aquí presente, con tanto desquiciamiento, tanta ansiedad y fatalidad, se dedicó a hilvanar una cagada profesional tras otra que casi los lleva a la ruina en un tiempo record; sólo me faltaba ponerles una dedicatoria: con cariño, «el Pirri». Previendo mi inmediata mengua de fondos, me trasladé, provisionalmente también y para recortar gastos superfluos, a casa de un amigo soltero, rumboso y de buen pasar, que dejó de hablarme a los tres días exactos de brindarme su hospitalidad. Me di por aludido y levanté el campo. La convivencia en distancias cortas no son mi fuerte, pero a sensible no me gana nadie.

    El asunto se puso feo de verdad, pero, aun y precisamente en esas condiciones, no quedaba más remedio que procurarse un techo que me diera cobijo y un mínimo de dignidad, que lo de estar a la intemperie siempre me ha provocado cierta inquietud. Después de mucho husmear en el mercado inmobiliario de alquiler, acabé instalado en lo que se puede catalogar como un ático insostenible: enano y en casadiós; amueblado a base de pecios y melamina; de veranos torrefactos e inviernos polares. No daba la cosa para más, una vez deducidas pensiones alimenticias y demás prebendas para el nene y para la nena, y la ex, que no puede decirse que renunciase a su parte, y todos ellos en edad de merecer. Más no me pude permitir en cuestión de domicilio fijo con la indemnización que aforó la empresa en la que había invertido sin pestañear cuatro lustros de devanarme la sesera proyectando bombas hidráulicas y otros artilugios para llevar el agua de un lado a otro; y eso que no se portaron mal, justo es reconocerlo.

    Las paredes del guariche se cerraron pronto a mi alrededor, y me hundí poco a poco en la miseria, malviviendo de un subsidio mermado, sin proyectos, ilusiones ni alegrías. Fui víctima temprana de la llamada fiebre de los sudokus, de la lectura estuporosa del teletexto, y un dormir a pierna suelta exento de rebozo; todo a salto de mata y sin orden ni concierto. Desconozco si la alteración de mi tránsito digestivo fue causada por algún desarreglo metabólico, causa de un biofeedback hipotalámico, o viceversa; todavía me lo pregunto de vez en cuando. Algo tendría que ver en semejante disfunción la dieta — en verdad satánica, ahora me doy cuenta— que el cuerpo me pedía en aquellos primeros tiempos de soledad, y que se componía básicamente de arroz, huevos duros y plátanos: en cuatro días se me puso una tripa como un tambor de la Puebla de Híjar que no había forma humana de desalojar. Gracias a mi lentitud de reflejos y la casi ausencia de movimientos intestinales, no tuve una visión clara de mí mismo hasta que, una buena mañana, me encontré gimoteando frente al espejo del baño —moqueo incluido— mientras escuchaba un tema de Fiebre del sábado noche que sonaba por el patio de luces, y encima sin poderme abrochar los pantalones. Horrorizado por el espectáculo premonitorio y demostrativo desencadenado gracias a los gorgoritos de Andy y sus hermanos, concluí que tenía que dar un golpe de timón para cambiar esa tendencia que me llevaba de cabeza a la perdición; y tomé algunas medidas higiénicas de forma inmediata.

    Introduje elementos vegetales de color variado en mi dieta —excluidos el aguacate y la chirimoya, por no ser yo dado a devaneos gastronómicos ni pareados facilones—, y empecé a salir de casa todos los días a las nueve de la mañana como un puto reloj. Cogía cualquier autobús que me depositara en algún barrio desconocido o simplemente lejano, y luego deambulaba un buen rato callejeando sin ton ni son, pero como si fuera a tiro hecho, con la cabeza alta y el paso vivo. Ponía especial cuidado en evitar ese andar terapéutico y decidido de los obesos o hipertensos en fase de redención, que parece que van dándose importancia camino de apagar un fuego; por supuesto, ni en los peores momentos se me ocurrió llevar un botellín de agua en la mano y un jersey atado a la cintura; mi estado moral y mis principios estéticos nunca rozaron siquiera ese nivel. Finalmente, cuando mi atrofiada musculatura me pedía el cambio, entraba en un bar y, delante de un con leche largo de café, les daba un repaso a los periódicos deportivos — tengo debilidad por la prensa objetiva, qué se le va a hacer— antes de volver hacia casa ya tonificado tras mi contacto con el mundo exterior. Por las tardes me organicé un plan tan hogareño como didáctico, y me enfrascaba —de la A a la Z— en la lectura de una enciclopedia de escasa vigencia, abandonada sin fecha a su suerte por el propietario del piso. Tengo que admitir que tan saludable hábito mejoró lo indecible mi magro bagaje en cultura general. Durante estas íntimas veladas, cuando me sentía incapaz ya de integrar más datos en mi traqueteada memoria, encontraba cierto refocile en darle vueltas en profundidad a las causas de mi fracaso existencial, que no era poco; pero hube de dosificar esa tendencia, pues noté la aparición de sospechosas palpitaciones en el pecho y cierta rigidez de nuca, y me costaba conciliar el sueño. No quería apartarme ni un palmo del camino trazado; nada de volver a las andadas.

    Rechacé de plano la posibilidad de marcarme también unos paseos vespertinos, a pesar de que sopesé seriamente tal posibilidad, por considerar la reiteración en ese terreno como un exceso de dudoso tono y salubridad cuestionable.

    En uno de mis bureos matinales tuve la fortuna de toparme con el excesivo Chispas: taciturno, anárquico y obesísimo cofrade por derecho propio de los calefactores metropolitanos. Lo había tratado de forma intermitente y superficial durante años y por motivos profesionales, y siempre nos llevamos bien, pero sin estridencias, cada uno a lo suyo. Acodados sobre el mármol intercambiamos las preguntas de rigor sin entrar demasiado en profundidades. Como la charla se alargaba, pidió «el Chispas» una segunda cerveza para él, con doble ración de maíz, si es usted tan amable, y no sé cómo puedes tomar café a estas horas si son ya las once. Tras un par de tanteos por su parte —por no ofender— y un poco de hacerme de rogar por la mía —por no agobiar—, acabé por asociarme con él sobre la marcha como procedimiento que equilibrase mi baqueteado presupuesto e intentar salir del hoyo también en lo material.

    Nos liamos por las tardes a hacer chapuzas de diseño en fontanería y electricidad, a lo tonto, en plan somarda, y empezamos a sacar una pastizarra que no podía yo imaginar; todo sin factura ni cristo que lo fundó. Al acabar el tajo, a la hora de la cena de las familias serias, toca echarse unas birras en locales nocturnos de su confianza, mirando yo al tendido, y él pegando la hebra con alguna torda de conversación fluida y busto convincente. De vez en cuando, me comenta el panorama y tengo que darle la razón: algunas están que más vale no fijarse, que es peor. A la enciclopedia, huelga la aclaración, no volví a mirarle ni los lomos.

    Transcurridos unos meses, ya adaptado a mi nueva situación empecé a viajar otra vez, poco a poco, sin ansia y sin casi darme cuenta. Sólo hasta donde me lleva una Royal Enfield rescatada del naufragio, con los cromados algo sombríos y más años que un palmar y que no pasa de noventa por hora. Voy siempre solo, sin lastre, con compañeros de viaje circunstanciales, con los que topo ahora y se pierden unos kilómetros o una jornada más adelante. Y en esas estamos. Creo que no me va mal.

    Véase cómo, gracias a la Ruta 66 y las secuelas con que me regaló mi mala cabeza, no fui capaz de reintegrarme a mi actividad profesional, ni de proseguir con mis relaciones sociales y familiares habituales de forma coherente y aceptable. Parece dramático a primera vista; sin embargo, y aunque a la mayoría se les pueda antojar improcedente, y hasta necio al resto, no puedo dejar de recomendar lo que a bote pronto podría considerarse una catástrofe emocional de qué dimensiones, con su componente de dolor de corazón y todo eso. Pienso que a la larga resultó beneficioso para las partes, y que a mi parecer acabaron todas más en su sitio, lo que les permitió llevar una existencia que, sin ser el colmo de la dicha, pudiera catalogarse de razonable.

    Con el convencimiento íntimo de que mi experiencia, sus consecuencias y las conclusiones que deduje —acertada o erróneamente— podían ser de utilidad para un amplio sector social, me metí en harina para darle forma de libelo o incluso de tesina, sin saber muy bien qué decir ni cómo plantear el asunto.

    Para empezar a organizarme un poco, decidí aplicar el mismo esquema —con las salvedades oportunas— del manual de instrucciones de la bomba sumergible de 5 CV que diseñé en el 87, que tantos éxitos comerciales hizo cosechar a mi empresa durante años, y que tantas envidias despertó entre la competencia y mis colegas más próximos. A partir de ahí se me empezaron a aclarar las ideas.

    También es verdad que contribuyó, y no poco, a que por fin me sentara ante el teclado el fruto de un rastreo bibliográfico acerca del tema que, aunque cuantitativamente rácano, desde el punto de vista cualitativo desató mi inspiración y reforzó mi embrionaria teoría.

    Cayó en mis manos de forma casual un articulillo de tinte reivindicativo —que pudiera ser algo radical— publicado hace ya unas décadas en «El Faro de Iquique». Venía firmado por Aristóbulo Brozas, un ortodoncista chileno burguesón —vistas sus maneras— y bigotudo —vista la foto adjunta—.

    El doctor Brozas relataba con prosa un tanto rebuscada que, como muchos americanos acomodados sin importar de qué hemisferio, llevaba años planeando el viaje de su vida por la vieja Europa con su mujercita del alma; o sea, «el viaje», o sea, con «su mujer». Tomada la decisión de cumplir por fin su sueño y tras semanas de preparativos, cuando todo estaba a punto para el embarque, ya prácticamente sueltas las amarras, hubo novedades que introdujeron pequeños cambios en el plan inicial de Aristóbulo. No se sabe mediante qué patrañas y oscuros manejos femeninos propios de un trilero con espolones (femeninos los manejos y las patrañas, me reafirmo, que eran todo tías las que participaron en la trama), la suegra y la cuñada —de Brozas, digo—, sin un mal modo y con mucha vaselina, se acoplaron a la pareja en tan ansiado periplo. Si el panorama del cuarteto visto de una manera global y/o esquemática ya pintaba color panza de burra, la afición desmedida al chinchón con que la suegra se destapó a la primera de cambio, y la ninfomanía sin disimulo ni discriminación que puso sobre el tapete (a veces literalmente) la cuñada nada más levar anclas, no contribuyeron a limar asperezas en una convivencia que ya de entrada se veía plagada de aristas.

    Tras una sarta de numeritos de perfil bajo a modo de aperitivo, lo mismo en cubierta que en el salón de baile —lingotazo por aquí, achuchón por allá—, durante los que la mujer de Brozas se hacía la loca y al susodicho se lo llevaban los demonios, el clímax y fin de fiesta tuvo lugar en un restaurante portuario en el atardecer veraniego de Taormina. La suegra, que en algún momento de su existencia confundió elitismo con etilismo y nadie la sacó del error, empezó a pegarle al addumari con rudeza y pericia propios de un sargento de coraceros en cuanto el mozo de comedor le puso el asiento en el culo, y se fue entonando a marchas forzadas

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