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La luna en las plataneras
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Libro electrónico236 páginas3 horas

La luna en las plataneras

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1913, Bienvenido y Amado nacen en un páramo perdido entre riscos en el noroeste de Gran Canaria. Bienvenido es un niño normal, pero Amado, que vino al mundo envuelto en una luz prodigiosa que se extinguió el tercer día de vida, tiene una fisonomía extraordinaria, con la piel muy blanca y sin rastro de vello, y unos ojos de una intensa tonalidad violeta. A los seis años, los hermanos se mudan con su madre a una finca de plataneras en las vegas de Arucas. Bienvenido crece en medio de una vida sofisticada, mientras el aspecto de Amado se vuelve cada vez más siniestro y deteriorado... un aspecto tan enigmático como el intrigante poder interior que comienza a mostrar.
IdiomaEspañol
EditorialMirahadas
Fecha de lanzamiento25 feb 2019
ISBN9788417679415
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    La luna en las plataneras - Héctor López Moreno

    Índice

    Uno

    INJUSTICIA

    EL AQUELARRE

    LA VIDA

    LOS NIÑOS

    Dos

    LA ALEGRÍA

    BIENVENIDO

    AMADO

    BIENVENIDO Y AMADO

    ILUSIONARSE

    CLARA

    ENAMORARSE

    DOLOR

    Tres

    ODIO

    LA HUIDA

    EL AMOR DE UNA MADRE

    TRISTEZA

    PERDÓN

    AMOR

    Cuatro

    HASTA LA VISTA, AMADO

    ROSIANA

    BIENVENIDO

    LA MUERTE

    Epílogo

    DOS GOTAS DE AGUA

    Uno

    INJUSTICIA

    Una vez hubo en una isla dos hermanos que nacieron unidos por la sangre y separados por el sueño de la vida; uno de ellos consumió su existencia perdido en aquel sueño… y el otro descubrió el verdadero amor. Esta que voy a relatar es sobre todo la extraña historia del segundo, aunque, dada aquella consanguinidad, también es la del primero.

    Florecía abril de 1912, amanecía un lunes mediado aquel mes. La historia de los dos hermanos comienza ese día, algún tiempo antes de su nacimiento, en un próspero municipio del Atlántico al verdor de ubérrimos platanares, donde las mandarrias ya repicaban sobre la piedra gris y azul tan característica de aquel lugar. Cabuqueros, entalladores, canteros y labrantes; pico a pico, quebrando en la veta, troceando la piedra, marcándola, labrándola; afanados en la construcción de la nueva iglesia… La nueva iglesia de Arucas.

    Cerca de las obras de la nueva iglesia, en una de las empinadas calles del casco antiguo de Arucas, la luz de la mañana se había ido colando en un suntuoso caserón de la burguesía platanera, reverberando en un panel de escenas clásicas que decoraba una amplia escalera de caracol; a mitad de escalera, un hombre inmenso acababa de detenerse ante el crujir de un escalón bajo su peso, temiendo despertar a su esposa dormida en la planta superior. Llegó al pie de la escalera y cruzó el recibidor en silencio, accediendo a una galería que recorrió hasta alcanzar la zona de servicio. Delante de una vieja puerta se paró. Pegó el oído. No se oía nada. Giró el pomo y abrió con sumo cuidado, delatando la penumbra de un modesto dormitorio. Entró con sigilo y sin apartar la vista de la cama, se distinguía la silueta de una mujer yaciendo sobre el lecho. Se acercó y contempló por un momento: era una joven muy hermosa en medio de un tranquilo sueño. Tapó con una de sus enormes manos la boca de la muchacha, que despertó horrorizada, y con la otra la agarró violentamente por un brazo, amenazándola para que se estuviera callada.

    Cuando el hombre salió de la habitación la joven quedó envuelta en las sombras, alguien silbaba Un bel dì vedremo desde un patio interior. Permaneció inmóvil sobre la cama, llorando de miedo y rabia; el vaho a tabaco y alcohol que despedía aquel gigante flotaba todavía en el aire.

    Reunió las fuerzas para levantarse e ir a un baño trasero a lavarse, después recogió sus exiguas pertenencias y abandonó la casa.

    Bajó por una calle adoquinada y bordeó la iglesia aún en construcción, adentrándose en la estrecha calle Gourié, desde donde siguió hacia la plaza de León y Castillo; iba con la mirada perdida, como arrastrada en un sueño, avanzando tambaleante entre las carretas y el griterío de los comerciantes… De pronto, allí en el centro de la plaza, otra vez aquel tufo rancio a tabaco y alcohol. «¡Lo llevo impregnado en la piel!». Sintió un escalofrío y se paró, recordando a su agresor, entrando en ella igual que un puñal en la carne, haciéndola estremecer de dolor. Todo empezó a darle vueltas y se tiñó de amarillo.

    Recobró el sentido con varios hombres y mujeres a su alrededor; había vomitado y le tendieron un paño húmedo para que se limpiara. Alguien le preguntó que cómo estaba y asintió con la cabeza sin mirar, mientras la gente comenzaba a dispersarse ante ella.

    Continuó sentada delante de la tienda de ultramarinos hasta la que la habían llevado, condenando la cadena de circunstancias que la guiaron hasta aquella casa en Arucas unos meses atrás: antes había trabajado para un anciano caballero de Gáldar; don Miguel Ramírez fue muy bueno con ella, y a su muerte, a través de la recomendación de un hijo suyo, entró al servicio de aquella familia rica de Arucas. La señora tenía un corazón de oro y la había acogido como a una hija, pero enseguida la asustaron las miradas del señor. «Debería haber imaginado que esto terminaría ocurriendo... Pero no tenía a nadie, ni adónde ir… Igual que ahora».

    En su desolación miró a una mujer que pasaba; rompió a llorar como una niña. «Esa mujer me recordó a mi madre». Con el pensamiento puesto en su madre, haciendo memoria de la infancia junto a ella y echándola de menos más que nunca, se acordó de un lugar en el que podía buscar cobijo.

    Se recompuso, incorporándose y entrando en la tienda. Con voz entrecortada preguntó al tendero por algún transporte que partiera aquella mañana para Agaete, señalándole este un carruaje enganchado a cinco mulas en una esquina de la plaza… Al carretero, un hombre recio que ya salía cargado de barricas de ron, lo conmovió la tristeza en la cara de la muchacha, que no tenía ni un céntimo, ofreciéndose a llevarla de gratuidad.

    Minutos después, las grandes ruedas del carro giraron y se pusieron en marcha.

    Ya anochecía cuando el carretero paró en un serpenteante camino de tierra a la altura de San Pedro, ayudando a bajar a la joven; ella acompañó con la vista el carro hasta verlo desaparecer. Había sido un viaje largo, primero descendiendo de Arucas a Bañaderos entre interminables filas de plataneras, y luego transitando el litoral en dirección oeste, atravesando la tortuosa cuesta de Silva y, más tarde, Guía y Gáldar, hasta divisar Agaete. Tras descargar la mercancía, el carretero había puesto rumbo al valle, hacia la casa cueva donde vivía, cerca del Sao… En todo el día la muchacha apenas si había pronunciado un par de palabras, para dar las gracias al hombre cuando le tendió un par de plátanos, y hacía un instante al despedirse de él.

    Observó la monumental pared de risco que se erguía ante ella, coronada por el pinar. «En algún sitio en la cima de esos peñascos se encuentra mi destino».

    Comenzó el ascenso por una inclinada vereda, mientras se iban dejando ver infinidad de estrellas en el cielo, recapacitando sobre aquel paraje perdido al que se encaminaba, atemorizándola por primera vez la idea de dirigirse allí: la choza donde pasó la infancia con su madre había sido quemada hacía muchos años, y probablemente se hallara en ruinas.

    Subió un prolongado trecho sumida en aquellas reflexiones, hasta que ya próxima a lo alto tropezó con una piedra y se detuvo… Entonces, en medio de la oscuridad, de nuevo pareció llegarle el aliento repugnante del señor de la casa en Arucas. Echó a correr aterrada, como si aquel coloso fuera a emerger de la negrura para volver a abalanzarse sobre ella, cruzando una cornisa peligrosamente cercana a un precipicio y, de repente, las formas de la cabaña aparecieron delante. Su sorpresa fue mayúscula.

    «¡Hay luz en una ventana!».

    EL AQUELARRE

    Rosiana recorrió con una mirada el cuarto principal de la choza: perfectamente dispuestos sobre una ajada mesa de madera, un martillo se alineaba con dos cuchillos carniceros de gran tamaño, y en el suelo, con sangre seca en el filo, había un hacha con el mango apoyado en la pared. De una de las paredes colgaba un cuadro que representaba una extravagante escena, donde varias mujeres desnudas parecían reverenciar a una misteriosa forma que se adivinaba en la oscuridad, y en la pared opuesta, sobre una tabla, un gato negro, disecado y perpetuamente engrifado, aparentaba contemplar la pintura con el miedo reflejado en los ojos. Un jergón desvencijado ocupaba una esquina, sobresaliendo en un lateral un par de tinajas mediadas de vino y un recipiente colmado de cerdo salado… Un olor fétido, como a carne en descomposición, se extendía en la lobreguez de la estancia.

    «Llevo aquí una semana y aún no consigo acostumbrarme a lo sórdido de este lugar».

    Salió al rellano y observó la explanada que se abría ante ella, no menos sombría que el interior de la choza; donde antaño, su madre y su tía tuvieran un huerto plantado de hortalizas, ahora la mala hierba campaba a sus anchas, y una docena de gallinas, todas negras como cuervos, picoteaban aquí y allá entre cardos y ortigas. Alzó la vista por una cerca tras la que se distinguían varias cabras y un par de cochinos, y luego hasta el confín de la propiedad, rematada con una macabra empalizada decorada con varios cráneos de perro de gran tamaño… Al final de aquella valla había descubierto hacía un par de días algo que la dejó helada. «¡La pequeña calavera de un bebé!».

    Oyó chillar a un cerdo tras la cerca y volvió a mirar hacia allí: entre los animales, como surgida de la nada, una mujer vestida de negro empuñando un cuchillo la observaba; era delgada y de aspecto demacrado, con una singular asimetría en el rostro, flanqueando una notable nariz, dos pequeños y profundos ojos negros que brillaban siniestros.

    ―Te espero en el roque para almorzar ―le comunicó Rosiana.

    La otra apartó un cerdo con la punta del cuchillo y asintió.

    Ascendió la cuesta detrás de la cabaña y circuló por una vereda salpicada de magarzas y tomillones, saliendo del camino en un desvío y avanzando en perpendicular a la ladera, a través de una senda donde fueron asomando algunos pinos que evidenciaron la proximidad del pinar. En pocos minutos se halló ante el roque y escaló hasta lo alto, estirando un mantel en la cúspide sobre el que dispuso un par de cuencos con gofio amasado y cebollas rojas. Después se aproximó a un saliente; el acantilado caía en una pared vertical hasta cerca de la línea de costa. «Es como si flotara», imaginó por un momento, olvidando el recuerdo pertinaz de aquel hombre que tanto la atormentaba.

    Se entretuvo observando al fondo las olas, con la mente puesta en su prima Genoveva, recordando los años de la infancia en aquel páramo junto a ella: sus madres se habían retirado hasta allí en su juventud, consagrando sus vidas a una realidad muy diferente a la de la existencia normal de la gente, entregadas al aprendizaje de una antigua sabiduría inspirada en la intuición y en los sueños, y en extraordinarios mundos invisibles que nos rodean… Y en medio de aquel ambiente crecieron su prima y ella, entre pócimas y milenarias fórmulas encaminadas a sanar enfermedades y expulsar el mal… Pero una noche subieron hasta allí muchos hombres, portaban antorchas y se enfrentaron a sus madres, a las que redujeron y ataron, tras lo cual quemaron la choza. Gritó y pataleó suplicando que las soltaran, pero los hombres se las llevaron… «Nunca volvimos a saber de ellas». Rosiana todavía tenía pesadillas, vagando por su mente como un fantasma la manera en que aquellos hombres se habrían deshecho de su madre y de su tía, pensamientos que le inferían un hondo dolor. Luego permaneció varios días con Genoveva junto a las ruinas quemadas, llorando desconsoladas y sin saber adónde ir; solo tenían catorce años. Una mañana despertó y su prima ya no estaba; fue cuando abandonó aquel lugar y deambuló sin rumbo hasta Gáldar, donde el viejo caballero se apiadó de su desvalimiento y la acogió… La noche del reencuentro con Genoveva, hacía apenas una semana, ella la recibió ebria de vino, contándole su historia desde que se separaron: su prima erró por las cumbres cerca de un año, hasta que conoció a un arriero con el que se fue a vivir; con el tiempo, aquel hombre se volvió loco y se ahorcó. ―Rosiana entrevió la negra sombra de Genoveva tras aquella locura y muerte―. Al quedar nuevamente sola, retornó a la choza y la reparó como pudo, avivándose en ella todo lo que había heredado de sus madres, pero en su versión más oscura, estudiando los viejos libros de fórmulas y dedicándose a la práctica de la brujería.

    Un escalofrío le subió por la espalda al sentirse de repente observada. Los profundos ojos negros de Genoveva se mantenían clavados en ella desde la otra punta del roque. «Es como si llevara rato ahí, leyéndome el pensamiento».

    La vio acercarse con una impresión próxima al afecto. Pese a su carácter hosco y variable, que ya había tenido tiempo de sufrir en aquellos días, y de haber perdido la confianza que antaño tuvieran, sentía que compartía cosas muy importantes con Genoveva: la infancia, en cierto modo feliz, después, la memoria terrible de lo sucedido a sus madres… «Y, además, se ofreció a hospedarme en esa covacha cuyas ruinas ella puso en pie».

    Desgranando los sentimientos por su prima, Rosiana sintió la necesidad de confesarle lo que tanto la atormentaba y aún no había sido capaz de contarle.

    ―Un hombre me deshonró en Arucas ―declaró cuando la tuvo enfrente.

    Sus palabras resonaron con fuerza, pero la otra continuó como distraída y sin mirarla, con la vista fija en algo que parecía haber por encima de sus cabezas, e inesperadamente rompió a reír…

    En el camino de vuelta, viéndola avanzar delante de ella, seguía sin dar crédito a aquella reacción, profundamente arrepentida de haberle contado nada, cuando Genoveva se volvió a hablarle:

    ―¿Te gustaría darle su merecido a ese cerdo?

    Rosiana permaneció callada, oyéndose el viento ulular en un bosquecillo de pinos cercano.

    ―¿Quieres vengarte de él? ―Sonó otra vez la voz gutural de Genoveva―. ¡¿Que sufra lo indecible?!

    A Rosiana le vino a la mente la sonrisa perversa de aquel sujeto, aprisionándola.

    ―Sí, quiero.

    Ya en la cabaña, su prima le preguntó por el nombre y el aspecto físico de aquel hombre, y por la ropa que vestía cuando la atacó. Rosiana respondió extrañada, dándole una descripción lo más detallada que pudo, y entregándole un camisón blanco rasgado, el que llevaba puesto cuando se arrojó sobre ella, que la otra comenzó a inspeccionar minuciosamente.

    ―¡Eureka!

    Genoveva elevó entre el pulgar y el índice un pelo que sin duda había pertenecido a aquel hombre. Rosiana no entendía nada, pero el brillo en la mirada de su prima y su horrible mueca en señal de triunfo la hicieron estremecer.

    Durmió una larga siesta de la que despertó en las sombras del interior de la choza. Todavía aturdida por la bruma del sueño miró por la ventana: comenzaba a anochecer.

    Salió y divisó a Genoveva prendiendo una hoguera que empezó a arder en un rellano que había un poco más arriba. Ella le hizo un gesto para que se acercara, llamando su atención al aproximarse lo que semejaba un altar preparado junto al fuego, sobre el que había dispuestos un cáliz y dos cirios, uno de color blanco y otro negro.

    ―¿Para qué es todo esto? ―En lugar de responder, su prima le señaló hacia la luna llena y le tendió un vaso, convidándola a beber; parecía muy ocupada y presa de una gran excitación.

    El entusiasmo de Genoveva y aquel particular montaje la embargaron de un súbito nerviosismo, tomándose de un trago la bebida que le había ofrecido, que le supo a ron, pero con un regusto raro. Preguntó por el contenido de aquel brebaje y la respuesta de su prima resonó como desde el fondo de una caverna:

    ―Ron, amapola y unas gotas de láudano.

    Sintió que se le tambaleaban las piernas y decidió sentarse, mirando hacia la luna llena, quedando como hipnotizada ante su contemplación.

    Debió de estar largo rato embobada, imbuida de las peculiares sensaciones que le producía aquel bebedizo, porque al mirar de nuevo hacia la hoguera advirtió a varias mujeres en torno a ella: eran cuatro viejas decrépitas con el gesto ceñudo y los cuerpos flacos y encorvados; tres de ellas estaban atentas a las palabras que decía la cuarta, aún más repulsiva que las otras, que se encontraba ante el altar sosteniendo un cetro en una de sus manos… Pasó una lenta mirada por aquel lúgubre escenario: insólitas cruces invertidas, apuntaladas y describiendo un círculo en derredor de la hoguera, parecían bailar al son de las llamas, y en medio de la pira había empezado a hervir el contenido de una gran marmita de barro. Sangre de una tonalidad oscura se extendía derramada alrededor del fuego, impregnando el altar y los ropajes de las viejas, salpicando también la escultura de un Cristo Redentor con los brazos alzados, que había sido colocada de espaldas a la reunión… Siguió el rastro de la sangre y descubrió sobre una piedra la cabeza de un perro con los ojos desorbitados, de la que todavía manaba aquel líquido viscoso; más allá de estar horrorizada, se sentía invadida por una placentera sensación y nada le sorprendía. La atrajo entonces la voz de la vieja que hablaba, cuyo tono había subido repentinamente de intensidad.

    ―Salve Satanás, Salve Satanás, Salve Satanás. In nomine dei nostri satanas luciferi excelsi. ―Sujetaba en una mano el cetro y en la otra un pergamino de cuero―. En el nombre de Lucifer, único hijo del Dios verdadero. ¡Ven, auténtico hijo de la Luz! ¡Abre las puertas del Infierno incandescente y asciende del abismo!

    Tras un breve silencio se oyó un ruido en lo alto de una peña cercana y las cuatro brujas miraron hacia arriba: una sombra bruna se proyectaba desde el borde de las rocas en la noche, cinco o seis metros por encima de donde se hallaban. De dos poderosos saltos, aquella mancha negra se plantó en el llano y avanzó por la explanada hasta situarse detrás de Rosiana, percibiendo ella en el cuello el hedor de aquel cuerpo ardiente. Giró la cabeza con la respiración contenida… ¡Un ojo terrorífico, resplandeciendo al reflejo de las llamas, la escrutaba fijamente! Volvió la cabeza y la escondió entre las piernas, pensando que se iba a desmayar, mientras la criatura se alejaba y se sumía de

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