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Los ecos nómadas
Los ecos nómadas
Los ecos nómadas
Libro electrónico345 páginas5 horas

Los ecos nómadas

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Fronteras que unen y no dividen, que hilvanan sueños y linajes.

Ambientada en las décadas iniciales del siglo pasado en la península de Yucatán, en el perímetro que comprende la Honduras Británica (hoy, Belice) y Chetumal (antiguo Payo Obispo), esta novela reconstruye toda una época de un territorio olvidado por la historia y la literatura. En ella se retratan los constantes enfrentamientos entre los inconformes descendientes de los mayas y los mestizos y blancos derivados de la colonización, el auge del comercio a partir de la explotación de los recursos naturales, el tráfico de armas, los conflictos por la demarcación de los límites de ambos países y las movilizaciones de miles de refugiados de uno y otro lado de la frontera.

En este abarcador contexto narrativo se recrea una saga familiar y la identidad lingüística y cultural de dos pueblos que -a pesar de una confusa línea divisoria- compartieron las bondades de su geografía y lo fatídico de su historia.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9788418369315
Los ecos nómadas
Autor

Raúl Arístides

Escribí una novela corta cuando tenía catorce años, la titulé Dios y Mediocridad y fueron dos historias independientes, pero solo escribí la primera y la conservo así, escrita con pluma en unas hojas que han envejecido conmigo. La otra parte titulada Mediocridad nunca se me asomó a la cabeza. Siempre deseé escribir bien sobre asuntos interesantes de la vida de mi pueblo, pero me fui a vivir a la ciudad más grande del mundo e hice a un lado aquel propósito. Pero años después pude regresar y aspirar el aroma del mar y ver colores varios sobre la selva, y me senté a escribir mis historias en las que mi imaginación se regodea siempre muy bien plantada y nutrida de almas y gestos. Tengo orígenes mexicanos —por bisabuelos maternos y paternos—, beliceños —por padres y abuelos paternos— y europeos —por un bisabuelo materno nacido en Cataluña—. Estudié letras en la UNAM y tengo un posgrado en Lingüística Hispánica. Me gusta leer y escribir todos los días, escuchar música clásica y tomar café mientras veo como el sol tropical se arrastra sobre mis piernas y terraza. Sigo tenaz en la búsqueda de un futuro de trabajo y comodidades.

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    Los ecos nómadas - Raúl Arístides

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    Los ecos nómadas

    Raúl Arístides

    Los ecos nómadas

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418369766

    ISBN eBook: 9788418369315

    © del texto:

    Raúl Arístides

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Laura Patricia y Ángel Raúl,

    mis mejores ecos mestizos.A María de los Ángeles

    por ser siempre mi ángel custodio..

    «Mi bisabuela se llamaba Fernanda Briceño, era de Valladolid, se vino a vivir a Bacalar. Durante la Guerra de Castas (1847-1902) cuando uno de los ataques a Bacalar, se la robaron a ella junto con otras muchachas y las llevaron a Chan Santa Cruz, allá se casó con Tránsito Pérez. Tuvieron un hijo, que se llamó Eusebio Pérez Briceño¹…».

    Luz del Carmen Vallarta, Los payobispenses.

    «Cuando la ola de la Guerra de Castas avanzó al sur de la Península de Yucatán, la población de Bacalar y de sus pueblos aledaños comenzó a desplazarse hacia la Honduras Británica. Se dirigían con certeza a tierras donde sabían que encontrarían refugio. Al lado norte del Hondo quedaba la guerra. Ese límite natuiral del rio Hondo era tierra de nadie y tierra de todos, un espacio flexible, móvil, cambiante».

    Luz del Carmen Vallarta, Los payobispenses.


    ¹ Entrevista con doña Lumanda Barquet Pérez, noviembre de 1986.

    I

    Eulogio Pérez nació de un último coito prolongado ocurrido al pie de un zapote mayor una tarde plagada de luciérnagas que buscaban afanosamente, entre los reductos de una alta gruta, el sitio más oscuro para aparearse con la libertad que el viento les otorgaba y que batía sus alas casi transparentes. Esa tarde, su madre se dijo ante el espejo que había visto sus últimos tres años de una viudez como suelen ser las viudeces, que no era pecado el amor y que si no se entregaba ese día, seguramente moriría sola bajo el siricote de su casa a unos pasos de la laguna. Se había arreglado el cabello con gracia y planchado con las manos la falda de manta sobre sus muslos, no sin antes perfumarlos con aceite de almendras dulces. Giró completamente, fingió un coqueteo atrevido y apenas pudo ver unos ojos que desde la jamba principal del cuarto observaban la escena. Parecía contenta y se le notaba ese desmembramiento que se experimenta solamente en el orgasmo. Estaba enamorada.

    Esa mañana, se había despertado cantarina y festiva después de un placentero descanso que la condujo, sin su sombra, a un sueño grato y vivificante. La noche anterior, al acostarse, se había acomodado el cabello sobre los hombros y luego dejó que las hebras se enredaran unas con otras sobre la almohada fresca. Ya en la duermevela, verificó, gustosa, que sus humedades se encontraban casi maduras y se entregó a la oscuridad.

    Muy temprano, salió al patio y sobre el brocal del pozo se lavó las piernas y el rostro sintiendo cómo las gotas tiernas se adherían en hilera sobre su piel firme y viendo a las otras que iban a parar a la tierra que con avidez las absorbía. Suspiró mirando hacia arriba y decidió iniciar sus labores cotidianas. De regreso, cortó las únicas dos flores amarillas que conservaba en una maceta y se las acomodó en la cabeza. Entró alegre a la cocina en donde su madre intentaba encender el fogón para preparar el café.

    —No amueles, hija. Son las únicas flores que hay y quería llevarlas a la iglesia. En todo el pueblo no hay flores —reprochó aporreando, con hondo énfasis yucateco, las bes, ges, cas y deshilvanando las vocales.

    —Perdóneme —dijo seria—. Me lo hubiera dicho. No se preocupe, al rato salgo y le corto algunas aquí cerca de la laguna.

    —Anda —continuó aprisa el reproche malhumorado—, prende el negociante ese y pon a calentar el pote del café. Voy a abrir la tienda.

    Obediente, logró encender la lumbre y sobre ella puso un recipiente con agua fresca del pozo, con un soplido lasqueó la candela y observó las febriles cuñas que se desmoronaban heridas en el espacio entiznado de la habitación. Durante toda la mañana sintió en sus pechos un cosquilleo de algodón mientras recorría la tienda de un lado para otro en busca de las mercancías que los clientes le solicitaban desde el mostrador de caoba. En cuanto llegó el primer empleado, se retiró y fue a acompañar a su madre en el comedor, en donde desayunaron corned beef con huevos y frijoles.

    La cita sería a las cuatro y, mientras el tiempo seguía palpitando en los rincones del reloj asentado sobre una mesa redonda en un ángulo de la sala, continuó en la tienda hasta las tres en que decidió tomar un baño para refrescarse.

    —¿Vas a ver a Francisco? —le preguntó Reina al verla como una castañuela.

    —Sí. Vamos a pasear por la laguna. Quiero mostrarle el cenote donde dicen que se aparece la Xtabay.

    —No tardes. Ya ves que ahora oscurece temprano.

    Se deshizo de la toalla que le cubría parte de la cabeza y giró sobre sus talones para que el viento comenzara a secarle la cabellera. Aún envuelta en una manta blanca, revisó la ropa limpia del armario y así estuvo largo rato hasta que escogió las prendas que se pondría. Sintió a media espalda, al ponerse una blusa de algodón con minúsculos botones al frente, el aire fresco y húmedo que se metía por la ventana, y se quedó sin movimiento para experimentar por más tiempo esa mágica unción que la reconfortaba. En esa ocasión no habría barniz en los pómulos ni en los labios. No era necesario tanto afeite si solo un par de ojos serían los únicos elegidos para verlos. Sonrió ante el espejo mientras se peinaba y regresó al mueble de cedro rojo para sacar la falda.

    Eligió una que le ajustaba la cintura sin causarle molestias y la extendió sobre la cama. Cuando la levantó para ponérsela, se aferraron a la prenda las manos amorosas de Octaviano, que besaron sus muslos otra vez en silencio y descendieron lentamente hasta el mismo lecho igual que en aquella ocasión en que, jadeante, le juró ante un crucifijo de oro que siempre y después de la muerte la seguiría amando. Ella, con pudor, se había arreglado la falda y salió de la habitación para incorporarse a la novena de su padre que varias mujeres rezaban en la sala. Al entrar, sintió un ardor que le invadió la cara y miró la escena pía con desconcierto, agachó la mirada y buscó un sitio al lado de una vecina de cierta edad.

    —¿Qué te pasa, muchacha? Parece que viste al diablo.

    No respondió ni giró la cabeza hacia donde provenía la voz. Entrelazó las manos y atrapó la letanía de inmediato en medio de un marasmo de imágenes en las que ella y Octaviano eran los únicos participantes. Esa noche, al acostarse, repasó, ya con la tranquilidad bien asida, la promesa y el preludio de esta. Tardó en conciliar el sueño, pero más tarde se vio desgranando los azahares de su vestido blanco sobre el pecho lampiño de su novio bañado en luna y con aromas de leña madura.

    Ella lo había lavado con agua fresca del pozo y lo siguió haciendo aun cuando el líquido no era más que un roce gratificante y voluptuoso. Después, él la condujo hasta un lugar desconocido en donde, agitando su boca sobre la de ella y con frenéticos goznes en las caderas, hizo que su ariete horadara la puerta hasta ese momento vedada. Lo último que pudo ver fue un polvo fino que caía sobre lomos y belfos de las bestias maquillando orejas, rabos y arrugas, colándose entre las abras y puliendo los cantos de las puertas del establo. Sintió, de pronto, que las manos tomaban de nuevo la tela y la volvían a soltar.

    Se sentó en la cama. No era el momento de arrepentirse. Octaviano ya no estaba ni tampoco podía regresar a su lado para ver cómo la laguna continuaba cristalizando el cielo y cantando por las mañanas con voz de Xtabay y de ceiba, ni para escanciar el sudor de su lengua sobre sus pezones. Cerró los ojos y procedió a colocarse la prenda. Al abrirlos, diminutas gotas de agua golpeteaban los bordes de sus párpados y un olor a tierra húmeda invadió la habitación.

    Con paso firme dejó atrás la casa y se alejó de la laguna buscando ávidamente el sendero que la conduciría hasta Francisco. Atravesó la vereda que iba hacia la iglesia y no se detuvo ante el remolino de tierra que habían levantado varias gallinas en el límite de la vía. Pasó frente a las chozas con paredes de bajareque y techos de guano y abandonó la población. Cuando dejó de oír los ladridos de los perros, se sintió aliviada y aminoró el paso. Ese miedo, ese temor continuaba escondido y la traicionaba ante el menor estímulo. Debía desterrarlo —se dijo— y sonrió al ver a lo lejos la señal montaraz que había sido, desde hacía tiempo, el escenario de su romance.

    Llegó puntual a la cita. Se recostó sobre la hierba y por un largo rato se entretuvo mirando, enmarcados por las ramas, a dos pájaros que volvían a enamorarse como cada tarde y buscaban ya el nido para entrar en él. De pronto, sintió esa lengua que le quemó la garganta y le desgarró la visión hasta hacerla pequeñita en medio de unos brazos que la sujetaban, que la hacían subir y bajar en una marea constante y fogosa sin tiempos ni pausas, en una incansable fricción líquida sobre aquel obelisco de pan que no se quebraba ni con los remolinos de su vaina dulce y casi virgen. No podía hablar ni quería hacerlo, se tragó todas las palabras amorosas y seductoras que había ensayado ante el espejo y no quiso saber más. Se salió de su vestimenta y se entregó a lo que buscaba. Él la amó como otras veces lo había hecho, pero en esa ocasión permaneció en su interior varios meses y en los cabellos de su hijo toda la vida. Fernanda no dejaba en paz sus caderas hasta que el claustro abrió las puertas y dejó escapar un hondo gemido que se elevó hasta la rama vigilante más enhiesta.

    Ninguno hablaba, solo se miraban con los cabellos revueltos y los labios aún cárdenos. Él pensó en aquel poema aprendido en su lejana tierra: «Deja, pues, diosa, que mi grato incienso arda sobre tu altar», y la abrazó con fuerza hasta hacerla una mantilla de encajes adherida a su piel blanca y roja. Ella se dejó llevar de nuevo. Cesó el temor a morirse y el pudor mostrado a los hombres de la aldea, pues había elegido a ese médico extranjero para dejar así una viudez de encierro a la que solo aspiran las santas.

    De pronto, en sus ojos se desparramaron las estrellas que entre las siluetas de las ramas parecían inasibles en medio de la oscuridad sofocante del infinito. Se incorporó hasta mostrarse desnuda y les ofreció sus pechos. Él avanzó hasta tomarla por la cintura y se inclinó para saborearle la última gota de un estero gratificante, lleno de gemidos.

    De regreso y envueltos en la penumbra de la noche que no tardaría en cerrarse, desanduvieron el camino ensimismados y aspirando la humedad que emanaba de la vegetación alborotada.

    Él había decidido, para protegerla en su reputación, visitarla en su casa y no continuar esperándola en su consultorio como ya había ocurrido. Así, a la vista de todos, seguiría siendo la viuda decente y eso les permitiría organizar su intimidad según las circunstancias. Al principio, ella llegaba con un poco de comida, y ambos se sentaban a platicar en el comedor detrás del dispensario. Ahí la besó por primera vez y pudo, después con delicia, disfrutar a plenitud los roces de su lengua de anona. Ahí también empezó a crecer en él cierta ansiedad que como espolón se clavaba en sus sienes cuando los días pasaban mansos y Fernanda no se presentaba. Decidió empezar a visitarla a media tarde luego de dormir la siesta e invitarla a caminar cuando no sentía el cansancio de la rutina y sí el deseo de mirarla desnuda sobre el zacate fresco y debajo de su abdomen.

    A ella se le agitó el pecho cuando pensó en la despedida. Sentía ya su presencia y se prometió no llorar. Así como estaba en ese momento asida a la mano de su procurador, retiraría la suya sin aspavientos ni temores el día en que él partiera. Lo volteó a ver y percibió su perfil seductor de golpe y lo imprimió en sus pupilas para conservarlo íntegro e implantarlo a trasluz en los andamios maduros de su memoria. Vio cómo sus pechos saltaban juguetones debajo de la blusa y sonrió sabiéndose cuna y almohada. Lo miró de nuevo y estrechó la mano que la acompañaba serena y firme.

    Al ver las primeras construcciones, empezaron a extrañar el silencio que los había acompañado. Se despidieron después de atravesar un atajo que conducía al cementerio. Cada uno tomó su rumbo de sueños, él con eternizar la gracia del encuentro, ella con sus piernas encaminadas al parto.

    Francisco Osuna había llegado a la aldea en el inicio del verano. El mismo día en que asentó sus maletas en el territorio bacalareño, el trópico le arrebató media vida cuando el estallido de un rayo casi le revienta en pleno rostro y las amenas lluvias produjeron millones de moscos —sus enemigos— que infectaron de paludismo a media población. El médico recién desembarcado no tuvo descanso, y las pocas horas que pudo dormir en la primera semana de trabajo le marcaron la cara con diminutos puntos azules alrededor de los ojos. Le gustó el lugar, a pesar de su precariedad y de las duras jornadas en las que junto con su ayudante —un muchacho escuálido y moreno de apellido Pech— atendía y aplicaba a los enfermos las dosis requeridas de quinina y otros fármacos. Al viento lo percibía distinto. «No es el viento de España», decía sin que se le escapara un suspiro, pero sí levantaba los ojos hacia lo más iluminado del cielo y sonreía. Hasta el agua le sabía diferente. «Es el agua más dulce que he probado», le dijo un día a Fernanda ajicarando las manos para recibir el fresco líquido que salía de un curvato, y luego, en su reflejo, contar la flores que la muchacha llevaba en el pelo.

    A los tres meses de haber llegado y de apaciguar con asidua fiereza a la enfermedad, decidió que era el momento de irse. El contrato con el Gobierno ya había concluido y, aunque al parecer había uno nuevo en puerta que lo trasladaría a un poblado cercano para sofocar el brote de otra enfermedad tropical, más allá de ese mismo mar que espumaba los bordes de Calderitas, alguien lo llamaba en sueños y requería su presencia. La decisión la tomó junto a Fernanda, cerca de su corazón y de su falda arremangada hasta la cintura. Ella insistió lo necesario, defendió su preñez de media semana con discreción y nunca le rogó al joven extranjero que se quedara a vivir ahí con el hijo para criarlo y verlo crecer juntos cerca del agua y de los zapotales.

    Todo ese tiempo fue de gozo para los amantes. Se veían cada semana, pero a medida que el tiempo pasaba las reuniones se hicieron más frecuentes en tanto que en los rincones de las cocinas y de la iglesia ya se habían inventado y divulgado muchos encuentros mágicos de la pareja. Fernanda nunca hizo caso de lo que suspiraban las lenguas, se sabía limpia y ello bastaba para presentar la cara recién lavada o afeitada en la plaza, el mercado o en la calle misma. Su viudez, ante las demás mujeres, la hacía sospechosa de llevar una vida no muy correcta, más aún si esta condición no era reciente, ya que los deseos se acumulaban cada noche y cada semana de todos los años. Tampoco tuvo hábitos de beata ni había sido mujer de escándalos. Su vida la había llevado entre la eterna enfermedad de su madre, primero, y el amor y el recuerdo de su difunto marido después. La emoción del parto futuro apenas la empezaba a transformar. Esos habían sido hasta ese momento el eje de sus emociones y lagrimeos. Para lo demás no había tiempo, todo lo inundaban las tareas domésticas y de la tienda, en la que la madre también participaba, mientras que Octaviano se pasaba parte del día sembrando y cosechando vegetales y frutas. Cuando él desapareció, contrató a varios hombres para que trabajaran la tierra, y ninguno de ellos se atrevió a mirarla más allá de lo permitido porque, además de ser la patrona, estaba maldita, escanciaban las lenguas. Así que pasó de ser la viuda a la que todos los hombres hubieran querido consolar a ser la mujer que solamente espera. Y así esperó hasta que llegó Osuna, con quien ella decidió romper esa inmaculada rutina mantenida de sol a sol durante más de tres años.

    Las miradas de los jóvenes se cruzaron por primera vez ese día de principios de julio en el que Reina se despertó con un hueco en el estómago y necesitó por cuarta ocasión en esa semana la asistencia de un médico. Fernanda le respondió al joven pelirrojo todas las preguntas mientras su madre solo gesticulaba entre los hombros que se le subían hasta las orejas. Se había levantado con un fuerte dolor de cabeza y muchas ganas de vomitar. Se recostó de nuevo sobre la sábana y llamó a su hija, que la atendió con prontitud. Como pudo, casi la arrastró al consultorio del médico familiar, pero Zaleta en ese momento no se hallaba en el pueblo. Un hombre gordo que andaba por ese rumbo les habló del españolito que atendía en la calle de San Andrés y dejó la diligencia en la que estaba por acompañar a las dos mujeres, que casi desmayaban bajo el sol sin luto que se metía con fuerza entre las hebras de los cabellos y alborotaba los pensamientos. No había ni un alma en las calles a esa hora, solo se oía el yunque viejo del herrero Pastor, el tintinear de las canicas sobre la duela de alguna terraza cubierta y el trinar enfurecido de los pájaros que buscaban comida. Llegaron sudorosas y jadeantes al consultorio, y tan deslumbradas que tuvieron que parpadear para que la realidad regresara con sus tonos y olores.

    Pech las recibió en la banqueta de sascab endurecido y las condujo hasta el dispensario del médico, quien en ese momento atravesaba una angosta puerta lateral que daba a un patio limpio y ocre. Llegó hasta ellas, observó a las dos mujeres y empezó a escribir en un papel gris los datos generales de la enferma mientras observaba los brazos de la muchacha cuyo rostro alguna vez disfrutó en sus sueños valencianos.

    En un momento de descuido, Fernanda dejó caer su pañuelo y este voló en espiral hasta posarse sobre el rostro del galeno, quien reaccionó sorprendido y devolvió a su dueña en el acto el minúsculo cuadrado blanco.

    —Hermoso perfume —comentó y siguió el interrogatorio.

    Así fue como supo dónde vivían y a través de Pech se enteró de los pormenores de las dos mujeres a quienes prometió visitar. El nuevo diagnóstico las llenó de alivio, a pesar de que Reina seguía sintiendo fuego en las entrañas y sudaba copiosamente.

    Ya en la puerta, Fernanda quiso pagar los servicios del médico, pero Osuna la rechazó.

    —A una mujer como usted no se le cobra —le dijo amable y sonriente.

    Ella ladeó la cara y se sintió turbada. Esa misma tarde, cuando fue a visitar a la enferma, se encontró con una construcción de mampostería de regular tamaño en cuyo frente había dos puertas gruesas de caoba con herrajes oscuros, una abierta a la izquierda que daba acceso a la tienda y otra cerrada, a la derecha, que conducía a un patio cuadrado con baldosas blancas y negras. Había también dos balcones simples y altos en ambos extremos con herrería monótona. Jaló de un cordón que pendía cerca del postigo y al poco rato apareció la anfitriona con una sonrisa. Lo condujo al patio interior y luego a la sala que estaba al final. Observó, desde el sofá, el escrupuloso arreglo de la habitación con muebles oscuros y fuertes que lindaba con el comedor en el extremo derecho de la construcción y, frente a él, al fondo a su izquierda, con una terraza techada. Ahí terminaba la casa. Más allá distinguió un patio limpio y seco con un pozo y varias aves de corral que volvían a remover el polvo con sus patas. Le agradó el lugar y se le hizo familiar su distribución. Pudo ver, al voltear a la derecha y a través de la puerta por la que había ingresado a la sala, lo que supuso eran las recámaras a las que se llegaba directamente desde el patio, y frente a ellas, del otro lado del cuadrángulo, la bodega de la tienda.

    Feliz por la visita, Fernanda le ofreció chocolate, y antes de conducirlo para que auscultara a su madre en la cama, sacó de un cajón del armario un minúsculo obsequio. Se lo entregó. Él, sorprendido, enseguida estrenó la corbata y vio que combinaba muy bien con la camisa de algodón que llevaba puesta y el saco de lino beis.

    II

    Octaviano había desaparecido misteriosamente un día de enero. Había norte y el aire correteaba por toda la plantación de frutas cerca de la laguna. Salió temprano de la casa y se encaminó a su parcela en compañía de algunos vecinos. En el trayecto, comentó con uno de sus amigos que el Gobierno y sus instituciones siempre los querían hacer menos y controlar sus ideas y sus actos, que el pleito por la posesión de tierras no había terminado y que los indios como ellos deberían defender lo que sus antepasados les habían heredado. Uno de los que lo acompañaban esa mañana dijo días después que alguien lo había embrujado, pues en ocasiones levantaba injurias contra los blancos, y ellos no le habían hecho nada malo ni a él ni a nadie del pueblo y que todo eso de la dominación de ideas no tenía nada de gravedad, o al menos eso es lo que a él le parecía. Nunca encontraron su cadáver, pero se decía que el Supremo Gobierno lo había mandado a matar porque era un indio que no se acobardaba. Fernanda no tuvo consuelo durante largo tiempo y, en compañía de su madre en permanente enfermedad, empezó a tomar las riendas para levantar su nueva vida, a pesar de sentirse invadida en varias ocasiones por la ponzoña del rencor y la impotencia. Ambas mujeres vivían con decoro, pues las mercancías que llegaban desde Tekax y Peto dejaban regulares ganancias, y el producto de sus tierras les ofrecía la oportunidad de comerciar con los vecinos del sur del río acrecentando las arcas de la familia compuesta ahora por ellas dos únicamente. Sus suegros, que vivían en Akil, nunca escarbaron en el turbio crimen de su hijo porque temían por la vida de los otros, que aún eran pequeños.

    Días después de la desaparición, alguien le envió a la viuda un cofre. El mensajero que se lo asentó en el mostrador de la tienda no dijo quién se lo había dado y, antes de que ella, sorprendida por la entrega, cuestionara sobre detalles, salió del establecimiento, saltó como un cervatillo a la calle y se perdió en una esquina. Nunca lo volvió a ver. Una vez que terminó de comer y ya sola en su recámara, decidió abrirlo. Era un cofre pequeño, bien armado y nuevo. No tenía señas de polvo y sí un olor a madera recién aserrada. Llamó desde la ventana que daba al patio interior a uno de sus trabajadores e hizo que este, con una espátula de metal, rompiera el candado. Ahí, en el interior del cofre pudo ver un lío hecho con las ropas de su marido. Se tapó la boca y ahogó el grito, los ojos se le humedecieron y lentamente extrajo el envoltorio que aún conservaba restos de un olor bien conocido. Deshizo el hatillo y descubrió que el paliacate tenía tierra seca y zacate y que en la bolsa izquierda delantera del pantalón había un papel. Era un escrito anónimo en español con precaria caligrafía en el que se asentaba: «Que los agrabios que a provocado octaviano dzul en las ideas que dirijen los destinos de los abitantes de la rejion deberian ser reparados i grasias adios ya era castigado el culpable».

    En la soledad de su recámara releyó el párrafo y no consiguió recordar ningún detalle que delatara a Octaviano como un indio revoltoso, solo una imagen de su madre molesta diciéndole un día, cuando empezaba su noviazgo, que ese indio tenía mal carácter vino a su memoria fugazmente y recordó que no le dio importancia a esa advertencia y que antepuso a ella sus ganas de amar. Octaviano no tenía mal carácter, al contrario, ayudaba al prójimo en lo que podía sin afán de recibir recompensa, era buen esposo que respetaba a su familia y trabajaba por ella tanto en el campo como en la tienda. Nunca tuvo un gesto de enojo hacia los blancos a quienes trataba igual que a los demás indios como él, pues varias veces los ayudó a transportar, en pesados cayucos, sacos de azúcar hasta el otro lado del río, y nunca se le vio entablar conversación con los mayas rebeldes que se hallaban diseminados por toda la selva, pero que respetaban la población.

    Solamente en una ocasión los indios rebeldes de la norteña Chan Santa Cruz habían capturado al poblado y habían permitido pacíficamente que sus habitantes —mestizos y blancos, sobre todo— abandonaran sus propiedades y huyeran hacia el sur en busca de un mejor futuro. Muchos lo hicieron en paz, pues no tenían una mejor alternativa, y a los que pusieron resistencia porque no querían perder lo que con tanto esfuerzo habían logrado los fusilaron en los traspatios de sus propias casas sin darles explicación. De los que huyeron, varios llegaron al lado sur del río con joyas que traían escondidas entre las ropas, pero la mayoría arribó al muelle de aquella punta de Honduras Británica llamada Consejo sin un pedazo de pan duro en los bolsillos, así que tuvieron que ponerse a trabajar en el campo o en las pocas casas grandes que había con enormes suspiros a la hora de dormir y fuertes esperanzas de regresar y recuperar lo perdido.

    Esa vez, Fernanda y su madre suplicaron a los indios rebeldes por la vida del jefe de la familia, quien, postrado de gravedad, seguramente moriría si se le transportaba en una carreta hasta el poblado más cercano; así que se les permitió permanecer bajo condiciones severas de vigilancia que provocaron marcadas incomodidades en ellas, pues tuvieron que defender sus honras en varias ocasiones cuando la embriaguez de alguno de los indios llegaba a los extremos. José Briceño, sin poder caminar, se aferró a la vida durante meses. Murió después de que las tropas del Supremo Gobierno ya habían recuperado la población, cuando su única hija era novia de Octaviano y el comercio nuevamente empezaba a producir ganancias. Inició así para la región entera una época de prosperidad, aunque la amenaza de los indios selváticos seguía latente. Los pobladores continuaron comerciando con los ingleses del lado sur del río varios productos del campo desde el palo de tinte y trozas de caoba hasta tabaco labrado y en rama, además de huevos, cal, caballos, cueros de res, hamacas y sombreros.

    El negocio de las dos mujeres se reducía a la exportación de verduras y

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