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El tigre según se mire
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El tigre según se mire
Libro electrónico179 páginas2 horas

El tigre según se mire

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En El tigre según se mire se habla del reto de vivir en Cuba, la cotidianidad en la Isla, de la emigración, la prostitución y la epopeya diaria de once millones de cubanos. El volumen evita los lugares comunes que reducen la circunstancia nacional a solo algunos clichés.
Imaginación, buena factura, dominio de la lengua, verosímil construcción de personajes, ingenioso desenfado y vocación de estilo caracterizan los relatos, que hilvanan un discurso de fuerte ascendencia lírica sin aspavientos.
El escritor crea atmósferas, dibuja personajes, soluciona conflictos con elegancia y elocuencia ejemplares, o como escribiera el crítico cubano Alberto Garrandés, con una rara mezcla de suntuosidad violenta y de llaneza cotidiana.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento5 oct 2016
ISBN9781524304010
El tigre según se mire
Autor

Rubén Rodríguez

Rubén Rodríguez (Holguín, Cuba, 1969). Narrador y periodista. Trabaja como editor en el semanario Ahora, de la provincia de Holguín. Ha obtenido premios en concursos nacionales de narrativa y también el Premio Nacional de la Crítica Literaria, en 2009. Tiene publicados los libros de cuentos Eros del espejo, Unplugged y La madrugada no tiene corazón, así como las novelas Majá no pare caballo y Gusanos de seda. Textos suyos aparecen recogidos en antologías de Cuba, España y República Dominicana.

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    El tigre según se mire - Rubén Rodríguez

    Verde en flor

    Lo lavó con el estropajo, luego lo frotó enérgicamente con la vieja toalla y le puso brillantina sólida en el pelo arremolinado en el cogote. Con el peine practicó una raya del lado izquierdo de la cabeza y luego despejó la frente. Lo roció con colonia. Le puso la camisita estampada con pequeños automóviles verdes y le amarró las botas, viejas pero lustrosas. A él le picaba el cuello, arañado por la navaja del barbero, y la colonia ardía. De nada le sirvió quejarse. Esperaron pacientemente, sentados en el banco de hierro y tablas pintadas de azul, en la caseta techada con planchas de zinc.

    Poco después de las cinco y media, escucharon el ronroneo de la guagua acercándose por la carretera polvorienta. Resopló al abrir sus puertas para que la gente bajara; nadie subió. Ella puso en las manos del niño dos tabacos torcidos y lo empujó. Dáselos. El hombre descendió hasta el estribo, se veía enorme detrás del cinturón negro que ajustaba el pantalón azul oscuro y la camisa blanca. El sol brillaba en el alfiler de la corbata. Un pescado con ojo de rubí. Agarró los tabacos con su mano carmelita, los olfateó deslizándolos suavemente bajo la nariz, los hizo crujir con un pase de dedos, los puso en el bolsillo de la camisa y volvió a sentarse tras el timón. La guagua se marchó entre nubes de polvo. Él caminó de espaldas, como dicen que se sale de las iglesias. Ella esperaba ansiosa. ¿Qué te dijo? Se encogió de hombros. Nada. Le exigió, molesta. Algo tuvo que decirte. Él inventó una respuesta. Que estoy grande. Se enfurruñó. Claro que estás grande, si tienes siete años... Lo tomó de la mano y regresaron a la casa, en silencio.

    Se quitó la ropa de tarde y se puso una bata de casa, antes de sentarse frente a la mesita del tabaco. Lo dejaba sentarse y mirar, pero no tocar las hojas carmelitas, mientras las planchaba con suavidad, las despalillaba con soltura y les quitaba el pecíolo. A él le hubiera gustado ser una hoja de tabaco para que lo alisara con dulzura y apenas lo rozara con las yemas de los dedos, en lugar de frotarlo, cepillarlo, abotonarlo y acordonarlo con rudeza. Lo miró fijamente. No te ensucies la ropa. Siguió tomando las hojas de la pila, para plancharlas, quitarles el palillo y apilarlas sobre la mesa, donde iba quedando un aromático y frágil rompecabezas. El niño intentó agacharse. ¿Te recojo los palos? No, que te ensucias. Los palos los guardaban en una caja de cartón, para improvisar nidos para las gallinas, porque el olor era remedio infalible contra piojillos. Los pollitos se sentían tibios contra los cachetes de él, que les olfateaba el plumón, frotándolos contra su cara. Ella gruñía. Deja los pollos.

    Se abanicó con la penca de yarey, y secó con un trapo el sudor que descendía por su espalda, humedecía la nuca bajo el pelo, le mojaba los senos. La piel se impregnaba del polvillo, que se adhería implacable. Al oscurecer, encendió el bombillo del corredor, alrededor del cual volaban las mariposas nocturnas que a veces caían entre las hojas de tabaco. Búscame café. Él vaciló, tenía miedo de atravesar la parte oscura entre el corredor y la cocina. Había sombras, ruidos. Le insistió. Los machos no tienen miedo. Se levantó incómoda, fue por el café, regresó y se secó las manos en el delantal. Siguió su faena un par de horas más. Ya son como las nueve. Recogió las hojas despalilladas y las acomodó en una caja de madera. Sacudió la mesa con un paño, antes de apagar el bombillo y echar el pestillo. Mea ahora. Él orinó entre las matas, desde el portal. Baja al patio, que los machos no tienen miedo. Él se sacudió rápidamente, escrutando las sombras negras de los árboles y regresó abotonándose. Ya te measte la ropa. Ella se enjuagó en una palangana las axilas, el cuello, detrás de las orejas y se cambió la bata. Acuéstate, para apagar la luz. Él sintió su tibieza y se le pegó, a pesar de la sofocación y de los regaños. Sepárate que me ahogas, en cuanto pueda te compro una cama. Pero él siguió arrimándose sudoroso a su espalda, que tenía el olor dulzón de las hojas de tabaco. Hasta que se durmió.

    La preparación de las hojas duró varios días. Cuando terminó el despalillo, separó las de mayor calidad para capas, como llamaba a la cobertura de los tabacos. El niño, envuelto en una toalla, saltaba por el corredor. La mujer frunció el ceño. ¿Y eso? Tuvo que sonreír cuando le contestó que era una capa. Las hojas destinadas para capas las remojó en un cocimiento de vainilla, orozuz, vino seco y caña santa. Después las echó en una bolsa plástica que cerró herméticamente y asoleó durante cuatro días, para que se impregnaran de un inconfundible aroma. Durante ese tiempo trabajó el resto del material. Las hojas dedicadas a picadura fueron cortadas en pequeñas porciones, bajo el relámpago metálico de la chaveta tabaquera. La maestra lo regañaba siempre por esa poesía, no podía evitar la asociación y reír. Si deshecha en menudos pedazos / llega a ser mi bandera algún día... Lo castigaba en el rincón y, a veces, la mandaba a buscar. Con todo lo que tengo que hacer. Rezongaba, y en la casa le daba la paliza reglamentaria. Él lloriqueaba un rato, pero se quedaba quieto viéndola picotear cuidadosamente las hojas de tabaco.

    Su seriedad en el oficio le atraía clientes, que venían religiosamente cada semana por los mazos de tabacos, olorosos cilindros pardos, crujientes, simétricos, amarrados de diez en diez, que se guardaban en una caja de cedro dentro del escaparate. Al abrirla, el aroma flotaba por el cuarto, impregnando la ropa. Cuando ella salía, a él le gustaba abrir la caja de cedro y deslizar sobre su piel, por los brazos y los muslos, los suaves cilindros pardos; cuando sentía el chasquido del gancho que aguantaba la puerta de la sala, se apresuraba a cerrar la caja y guardarla en su sitio. Generalmente lo descubría, encontraba aquí y allá pequeñas motas pardas, pegadas en las piernas, en los dedos. No le pegaba, se limitaba a regañarlo fuerte. Si los echas a perder o los rompes o los ensucias, vas a comer tabaco...

    Almorzaron uno frente al otro, con los ojos clavados en los platos. Fregó rápidamente, secó la loza con un paño y se recostó en la cama. Sostuvo un pausado soliloquio, con las manos sobre el vientre y los ojos cerrados. Él aprovechó para corretear por el patio y mirar entre los pelos de alambre de la cerca la carretera polvorienta por la que a veces pasaba un automóvil. La radio cantaba Tabaco verde en flor, y ella se adormeció con el sopor de la siesta. Le gustaba esa canción cuando la cantaba el dúo de Clara y Mario. De lo contrario no le gustaba. Tenía hermosos brazos esa Clara y llevaba moños altos muy elaborados. Mario la abrazaba por detrás y ponía los ojos en blanco. El niño los había visto en una portada de revista. Por el techo de guano caminaba un pájaro o quizás un ratón. Nunca quiso cambiar la techumbre de paja por las canaletas de zinc. El guano es más fresco. Él se acercó en silencio. Ya son las tres. Entreabrió los ojos y rezongó, pero con un rápido movimiento se sentó en la cama para meter los pies en los zapatos, que se habían refrescado. Se peinó frente al espejo y se alisó el pelo detrás de las orejas antes de regresar al corredor, donde dispuso los materiales: los bultos marrones de las hojas despalilladas y clasificadas cuidadosamente, el montoncito de picadura, la chaveta con su filo acerado, el potecito del engrudo y un pedazo de hule, con el que hacía la magia de convertir la hoja en tabacos terminados.

    Sobre el hule ponía unas hojas de menor calidad y distribuía la picadura; las torcía y a todo eso le llamaba tripa. Él se reía y la mujer le amagaba con la chaveta. Te voy a sacar las tripas. El niño chillaba, simulando temor, pero le gustaba el escalofrío provocado por la amenaza del filo. Muchacho bobo. Los tabacos desnudos iban llenando los moldes que eran cajas de madera con ranuras como canales. Las cajas iban a la prensa improvisada y, más tarde, con un simple deslizamiento de las manos sobre el paño, ella hacía que otras hojas envolvieran la tripa para formar los cilindros marrones, a los que cortaba pareja una punta y en la otra improvisaba una boquilla, que pegaba con una pizca de engrudo. Repetía la operación muchas veces. Los tabacos elaborados los iba acomodando como una pila de troncos. Algunos los ataba en mazos, y otros los dejaba sueltos en la caja de cedro. Él seguía absorto el movimiento ágil de las manos que estiraban las hojas, esparcían la picadura, enrollaban, pegaban, cortaban y apilaban. Siempre se le perdía una parte, como en un acto de magia.

    Le repasó las letras y los números. Después él leyó, tropezando con las palabras, aquella poesía y comenzó a reír con una especie de hipo: no podía leerla o recordarla sin pensar en la picadura de tabaco. Terminó por reír con él. Pareces bobo. Rápidamente volvió a la tarea, porque más tarde le esperaban las faenas de la casa. Lo que más le gustaba a él era ayudarla a llevar los mazos de tabacos y colocarlos en la gran caja de cedro. Cuando yo sea grande seré tabaquero. Lo reprendió. No, tú vas a ser algo grande. Él trató de adivinar. Chofer de guagua. Esto la puso de mal humor y lo castigó. Se quedó en el rincón, secándose las lágrimas y soplándose con rabia. Cuando sea grande, me voy a ir en la guagua y no me vas a ver más nunca. Lo abrazó fuerte y él hundió la nariz entre sus senos. Le besó la cabeza y le cantó Tabaco verde en flor. A veces él le pedía otra, pero ella no conocía otra canción, salvo el Himno Nacional. El arrullo duró poco; enseguida lo alejó hoscamente, le estiró la camisa y le dio un manotazo. Mira cómo te has puesto.

    Nunca venía nadie a visitarla; a los vendedores, el lechero, el panadero o el cobrador de la luz los recibía en la cerca. Llevaba al niño temprano a la escuela e iba por él al mediodía. El pequeño arrastraba los pies por el camino, levantando pequeñas nubes de polvo que la hacían toser, y lo regañaba. Vas a acabar con los zapatos. Él parloteaba o canturreaba. Cállate, que te vas a enfermar de la garganta. Pero no le hacía caso y seguía mascullando sus jerigonzas. Tampoco él hablaba mucho. Decía la maestra que debía llevarlo con un médico, pero ella argumentaba que la maestra era una haragana y quería tener menos alumnos para no trabajar. No me mande a buscar. Si se porta mal, péguele, para que aprenda.

    Poco antes de las cinco de la tarde, lavó al niño, se aseó y se puso el mismo vestido estampado con flores grises. Mirando la escasa ropa colgada, él le preguntó por qué no se mandaba a hacer un vestido nuevo, como el de la maestra. La que tengo me sirve hasta que me muera, yo no salgo a ninguna parte. Él respondió. Pero vamos a ver la guagua. Lo mandó a callar. Eso no es paseo. En la escuela le habían contado sobre el pueblo, donde había caballos de madera que daban vueltas alrededor de un poste, y columpios, y vendían algodón de azúcar. ¿Cómo es el algodón de azúcar? Los otros le decían. Es como una nube y se desbarata en la lengua. Él le pidió que lo llevara al pueblo a montar los caballos de madera y a comer algodón dulce; la respuesta fue que los caballos daban deseos de vomitar y el algodón producía dolor de barriga. No es comida. Él no respondió. Como de costumbre, se sentaron en la caseta, a esperar la guagua. A veces pasaba alguna persona y les decía adiós, pero no le devolvían el saludo. Él le preguntó por qué tenía que entregarle los dos tabacos al hombre de la guagua todos los días, y lo mandó a callar. Porque sí. El hombre volvió a descender hasta el estribo, con su cinturón negro y el alfiler como un pez dorado, con ojo de rubí. La mano carmelita agarró los tabacos, y agitó un dedo, como señalándola. La guagua se perdió traqueteando en la carretera llena de polvo y sol. Ella no le preguntó nada, pero el niño la estuvo mirando con el rabo del ojo. Iba como distraída, hasta tropezó una vez y él se rio. Cuida los zapatos. No lo agarró de la mano, le dejó corretear por el camino, abrir el portillo y empujar la puerta de la casa, canturreando.

    En la casa había algunos retratos atados con una cinta, y el niño le pidió que se los dejara ver. Había sido una muchacha muy bonita, con el pelo largo, vestido oscuro y un ramo de flores entre las manos. Había otras fotografías de personas desconocidas, que a veces le nombraba, pero él olvidaba los nombres. En ocasiones, también ella los olvidaba. El chiquillo extendió sobre la colcha un abanico de fotografías. Agarró una y chilló. Mira, el chofer. Le arrebató los retratos de un manotazo y los volvió a amarrar con la cinta, para ocultarlos en la gaveta del escaparate de dos puertas. No me cojas mis cosas. Se puso la bata de casa y regresó al corredor. Parecía nerviosa, echó a perder un par de tabacos y se hizo una cortada con la chaveta. Antes de acostarse, le dio un jarro de café y un pedazo de pan. No lo regañó por mojar el pan y chuparlo ruidosamente, tampoco por dejar un rastro de gotas pardas del corredor al cuarto. El niño, sentado en la cama y escurriendo el jarro, recordó algo. No escribimos la carta. No le contestó. Estaba vuelta de cara a la pared, pero no dormía.

    Cuando se terminaba el material, le dictaba una nota, que él escribía en una hoja del

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