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La Muda: La Muda
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Libro electrónico72 páginas57 minutos

La Muda: La Muda

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Información de este libro electrónico

En un barrio pobre, dos hermanos sobrellevan una infancia difícil. Desatendidos por su madre, viven con su abuela, cuya sombra autoritaria los sigue a todas partes. Sólo la fantasía y el amor fraterno les ayudan a soportar el abandono y el miedo. Pero un día, dentro de un coche destartalado encuentran una gallina. Desde ese momento, diario visitan
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219294
La Muda: La Muda
Autor

Francisco Montaña

Francisco Montaña Ibáñez (Bogotá, Colombia) es un reconocido autor de literatura para niños y jóvenes, guionista de cine, filólogo y traductor. En Ediciones Castillo también publicó No comas renacuajos, novela incluida en el catálogo White Ravens. La muda fue seleccionada por el Banco del Libro como Mejor Novela Juvenil.

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    La Muda - Francisco Montaña

    Couverture : FRANCISCO MONTAÑA IBÁÑEZ, LA MUDAPage de titre : FRANCISCO MONTAÑA IBÁÑEZ, LA MUDA

    DIRECCIÓN EDITORIAL: Cristina Arasa

    COORDINACIÓN DE LA COLECCIÓN: Mariana Mendía

    CUIDADO DE LA EDICIÓN: Ariadne Ortega González

    DISEÑO: Javier Morales Soto

    FORMACIÓN: Erika Alejandra Dávalos Camarena

    ILUSTRACIONES: Ricardo Peláez Goycochea

    La muda

    Texto D. R. © 2013, Francisco Montaña Ibáñez

    PRIMERA EDICIÓN DIGITAL: septiembre de 2017

    D. R. © 2017, Ediciones Castillo, S. A. de C. V.

    Castillo ® es una marca registrada.

    Insurgentes Sur 1886, Col. Florida.

    Del. Álvaro Obregón.

    C. P. 01030, México, D. F.

    Ediciones Castillo forma parte del Grupo Macmillan.

    www.grupomacmillan.com

    www.edicionescastillo.com

    infocastillo@grupomacmillan.com

    Lada sin costo: 01 800 536 1777

    Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

    Registro núm. 3304

    ISBN Digital: 978-607-621-929-4

    Prohibida la reproducción o transmisión parcial o total de esta obra por cualquier medio o método, o en cualquier forma electrónica o mecánica, incluso fotocopia o sistema para recuperar la información, sin permiso escrito del editor.

    La transformación a libro digital de este título fue realizada por Nord Compo.

    Para Amparo y Rafael.

    Para Ana María, Alejandro y Santiago,

    por la suerte.

    Al maestro Miyazaki.

    Con gratitud a CR y a su madre por este pedazo de vida

    Francisco Montaña Ibáñez

    Es cierto, hay que ser avaros con el dolor.

    JOSÉ EUSTASIO RIVERA, La vorágine

    Quiero dedicar estas imágenes a Lucio Blanco González, amigo de la infancia, para siempre

    R. P. G.

    Parecía un punto oscuro en medio de la verdura que rodeaba el lavadero. Sus movimientos agitados eran tragados por la distancia y se convertían apenas en pequeñas sacudidas, acompañadas del golpe de mil barrigas aplastadas contra la piedra de lavar.

    Envuelta en el olor algo rancio del jabón de tierra, se quitó con el antebrazo el mechón que le caía sobre los ojos; como tenía espuma de jabón en el brazo, se le irritaron los ojos. Se sopló el pelo y trató de eliminar el escozor con sus hombros. No lo logró: el hombro está muy lejos del ojo. Para aliviarse se quedó un buen rato parpadeando, mientras descubría una forma curiosa que se desdibujaba a causa del ardor y la distancia.

    ¿Qué será?, pensó y parpadeó de nuevo varias veces en un intento de aclarar la imagen que la atraía hacia el potrero. Una lágrima de alivio saltó de uno de sus ojos. Cambió el peso de una pierna a la otra y se dio cuenta de que la irritación casi se había ido por completo.

    Aún había mucho que lavar y le dolían las manos.

    Parpadeó de nuevo, los ojos se le aclararon un poco y vio cómo una rama verde sobresalía entre un montón de fierros.

    —¡Apúrele! —oyó que gritaba la mujer desde el interior de la casa.

    El grito debía ser para ella, porque no había nadie más ahí.

    Mantuvo la vista un momento más en la parte superior de aquel montón de fierros. Su mirada, acostumbrada a la intensidad de la luz, le permitió desentrañar poco a poco las formas escondidas allí.

    De repente, como si descendiera por la rama, vislumbró algo que le pareció la ventanilla de un carro.

    Después de un rato, cuando terminó de lavar la ropa, casi no sentía las manos: se le habían puesto rojas como los ladrillos de las paredes contra las que se recostaba a descansar. Se bajó del cajón que la ayudaba a alcanzar el lavadero y caminó despacio hasta la puerta de la cocina.

    Había llenado siete cuerdas con ropa que se sostenía atrapada por los dientes de los ganchos. Miró hacia atrás y sólo vio las formas de las prendas colgadas que escurrían agua. Así solía pintar las bandadas de pájaros en los dibujos que antes hacía en el colegio.

    Trató de ver más allá, pero la ondulación de

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