Mi amigo Yak: El viajero de las estrellas
Por Efrén Villaverde
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Luis es un niño de ocho años con una imaginación desbordante y una gran afición por el universo. Una de las cosas que más le gusta hacer es mirar las estrellas cuando anochece. Disfruta imaginando las historias que dan forma a los misterios del cosmos y comparte su afición con su madre siempre que puede.
Un día recibe la visita de Yak, un ser de otro planeta que le llevará a conocer de cerca todos esos secretos que hasta entonces parecían solo sueños producto de su imaginación.
Sus viajes le llevarán a visitar los lugares más exóticos del firmamento, viviendo aventuras increíbles allá a donde va, acompañando a seres de otros planetas que pueblan el cosmos hasta el último confín y forjando una amistad muy especial con un pequeño alienígena que a partir de ahora formará parte de su vida para siempre.
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Mi amigo Yak - Efrén Villaverde
Capítulo 1: La llegada
Luis miraba distraído por la ventana, observando las estrellas en el firmamento, mientras soñaba despierto con un universo plagado de maravillas tan extraordinarias que tan solo con imaginarlo ya era suficiente para ser feliz.
―Es hora de irse a la cama ―dijo Laura asomándose por la puerta.
―¡Pero, mamá, estoy de vacaciones! ―respondió Luis con voz dulce―. Déjame un poco más, por favor. Quiero quedarme un ratito viendo las estrellas. Ya sabes que cuando estamos en la ciudad no puedo verlas.
Laura le dedicó una sonrisa de esas que solo Luis podía sacarle. Una sonrisa tan pura y sincera que irradiaba felicidad.
―Está bien, pero solo cinco minutos más ―le dijo sin perder la sonrisa en ningún momento―. Después, quiero que te metas en la cama y te eches a dormir ―siguió diciendo mientras acariciaba con suavidad la tripa de Luis, provocándole así una risa incontrolable―. Ya va siendo hora de que te pongas a soñar con esas estrellas que tanto te gustan, malandrín.
Luis comenzó a revolcarse por la cama entre ataques incontrolables de risa. Si había algo a lo que no era capaz de resistirse, eran las cosquillas. Y su madre lo sabía, por eso siempre las utilizaba para salirse con la suya.
―Está bien, mami, me iré a la cama, lo prometo. Solo cinco minutos y me iré a la cama ―le prometió a su madre entre risas.
―Vale, acepto. Pero recuerda, me lo has prometido. Y una promesa, es sagrada.
―Lo sé, mami.
Era una calurosa noche de verano y el cielo lucía completamente despejado, sin que ninguna nube interrumpiera la visión de las brillantes estrellas del firmamento que tanto despertaban el interés de Luis.
Aquel día estaba tan despejado que, además de poder observar montones de estrellas, también podía verse con claridad la Vía Láctea, lo que era bastante menos habitual. Surcaba el firmamento de un lado a otro, como una gran mancha blanca que partía en dos toda la cúpula celestial. Aquel si que era un espectáculo digno de verse, y no los que anunciaban en la televisión cuando estaba en casa; como el fútbol, las películas o el circo.
Acostado en su pequeña cama, con la cabeza apoyada en la almohada y los brazos sujetándola, Luis se imaginaba a un gigante caminando despacio entre las estrellas, cargando con un enorme barril de leche que era casi tan grande como él.
Eso significaba que aquel barril era de un tamaño colosal, incluso visto sobre los hombros del gigante, por lo que ese gigante tenía que ser realmente fuerte. El barril tenía un pequeño agujero en la parte trasera, por el que salía un fino chorro de un líquido blanco y brillante que se derramaba sobre el firmamento. Cuando el gigante seguía caminando, el líquido iba quedando detrás de él, dibujando una enorme línea blanca que atravesaba el cielo. Eso era exactamente lo que Luis veía ahora desde la ventana. Eso era para él la Vía Láctea.
―Luis, a dormir, ya han pasado los cinco minutos ―dijo Laura sonriendo con ternura desde la puerta de la habitación.
―Vale, mami, ahora mismo voy… ―contestó Luis, mientras continuaba mirando por la ventana de manera distraída.
―¡Venga, a la cama, que ya es muy tarde! Mañana podrás mirar otra vez las estrellas antes de acostarte.
―Está bien, mami. Pero solo porque te lo he prometido ―dijo mientras se reía.
―Lo que tú quieras, listillo.
Luis se metió en la cama remoloneando y se tapó hasta la cabeza con las sábanas.
―Hasta mañana, mami. Te quiero ―se despidió con voz tierna.
―Hasta mañana, cariño. Yo también te quiero ―Laura le dio un sonoro beso en la mejilla y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.
―¡No cierres de todo! ―gritó Luis extendiendo la mano.
Laura dejó la puerta entreabierta y bajó a la cocina.
Luis esperó un par de minutos agazapado bajo las mantas, para asegurarse de que su madre se había marchado. Después, se levantó despacio, intentando no hacer ni el más mínimo ruido, y se acercó de nuevo a la ventana, para así poder seguir mirando las estrellas.
La verdad es que Luis era un niño muy bueno y obediente, pero solo podía ver las estrellas durante el verano, cuando estaban en la casa de la aldea. Durante el resto del año, mientras estaban en la ciudad, tenía que conformarse con ver alguna entre las nubes y los edificios, y eso cuando no quedaban eclipsadas por las luces de las farolas y los coches. Eso no le parecía suficiente, así que tenía que aprovechar al máximo el tiempo que estaba en la aldea.
Separó la cortina azul celeste que tapaba la ventana, y se dispuso a mirar el cielo de nuevo, como hacía siempre.
Aquella noche estaba más despejado de lo habitual, así que no podía dejar