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El dulce rostro de la muerte
El dulce rostro de la muerte
El dulce rostro de la muerte
Libro electrónico252 páginas4 horas

El dulce rostro de la muerte

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¿Quieres entender el conflicto colombiano?¿Por qué un poco más de la mitad de los colombianos votaron NO al proceso de paz? El Dulce Rostro de la Muerte a través de su historia nos permite asomarnos a la complejidad del interminable conflicto armado en Colombia. Parece muy simple dividir a los combatientes en buenos y malos, muchos factores sociales, económicos, politicos y culturales intervinieron y siguen interviniendo en este conflicto, victimas que se convierten en victimarios gracias a su sed de venganza, victimarios que terminan siendo victimas de su odio o de su culpa. ¿Cómo recluta la guerrilla a sus combatientes? ¿Qué lleva a un campesimo a convertirse en paramilitar? ¿Son realmente combatientes por una causa o victimas de los señores de la guerra? Una historia humana y apasionante que entrelaza la vida de los diferentes actores revolviendo su pasado para desentrañar sus motivos y el camino que los llevó a entrar en el juego de la guerra y participar activamente en él. Contemplar el conflicto no desde las cifras, sino desde el alma de sus protagonistas, desde el dolor de una madre y un padre que pierden a su hijo, de una familia que se ve dividida por ordenes abusivas que deben ser cumplidas o asumir las consecuencias, autoridades impotentes para intervenir ante el poder de la guerrilla, despojo de tierras, asesinatos, masacres justificadas desde los motivos de sus actores. El Dulce Rostro de la Muerte  es también el rostro de las miles de victimas de una guerra fraticida alentada por intereses ajenos a ella y que aún ahora se oponen a una paz que va en contravia de su conveniencia. No te lo puedes perder. 
IdiomaEspañol
EditorialDianane
Fecha de lanzamiento10 oct 2018
ISBN9788829547104
El dulce rostro de la muerte

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    El dulce rostro de la muerte - Diana Rodríguez Angulo

    2.018

    CAPÍTULO 1

    La luz agonizante de la luna al amanecer, se proyecta desde el cielo para llegar casi desvanecida al rincón donde está sentada Manuela, n ecesita recordar, ya no sabe sí huye de los recuerdos o son ellos quienes la evitan, los busca y su mente vaga perdida en la bruma espesa de un dolor que alborota los sentimientos y le impide concentrarse en los hechos.

    Le urge viajar al pasado, enfrentar la fatalidad que, como una sanguijuela, chupa con avidez sus ganas de vivir, busca en su interior una respuesta, alguna alternativa que le devuelva la paz y evite una cadena de desgracias mayores.

    E sa p regunta se repite insistente y necesita de la memoria para responderla, enrosca un crespo de su pelo negro y ro mpe la barrera del olvido , c ierra los ojos, la remembranza arrebata su alma del presente, una avalancha de recuerdos reprimidos se desborda. ¡Ya no duelen tanto!

    Un lunes como cualquiera, eso pensó Manuela al abrir los ojos, no era cierto pero necesitaba ignorar la realidad, comenzar el día como siempre, creer que acababa de despertar de una horrible pesadilla; se metió a la cocina y comenzó a hacer el oficio como una autómata: tomó un plato del mesón, lo envolvió en un limpión y empezó a secarlo, tan rápido y tan fuerte, que parecía querer borrar las florecitas amarillas salpicadas sobre la loza blanca y con ellas el traicionero barro de la depresión que comenzaba a devorarla, fue hasta la repisa de madera, se empinó para alcanzarla y puso el plato ya seco junto al anterior en estricto orden, una maña que aprendió de Cristina a punta de golpes y humillaciones.

    Llena de rabia recordó la impotencia que sentía ante los maltratos de su madrastra: sembró con miedo su alma, su injusticia cayó en una tierra abonada por el desamparo y se convirtió en una espesa maleza de sumisión, allí se ahogó su rebeldía natural, cuando la necesitó para defender a su hijo, no la pudo encontrar en ningún cajón de su mente, culpó a Cristina en ese momento, necesitaba culpar a alguien para no dejarse vencer por el remordimiento.

    La tristeza opacaba con su manto el radiante sol de la mañana, los alegres trinos de los mirlos le parecían a Manuela un canto fúnebre, la mente, que sabe como huir del sufrimiento, se le escapó a un paraíso ubicado tres días atrás en el tiempo.

    Era viernes, Manuela fue a despertar a Pedro y lo encontró empapado en sudor, el sopor de la fiebre pesaba sobre sus párpados, lo tocó con delicadeza y decidió dejarlo dormir, bajó para ayudarle a Leonilde con el desayuno, se hacía tarde y sus otros seis hijos debían salir en menos de diez minutos para la escuela; sobre el fogón, hervía el caldo de costilla despidiendo un aroma tentador, los platos alineados sobre el mesón esperaban para ser llenados y en la mesa la mantequilla se deslizaba sobre las arepas recién hechas que se esfumaban por obra y gracia del hambre, Rodrigo llegó a desayunar y notó de inmediato la ausencia de Pedro – ¿ Y Pedro? – le preguntó a Manuela mientras Leonilde le servía el café. No esperó su respuesta, se levantó de la mesa para ir a despertar a su hijo mayor.

    Manuela se paró en la puerta de la cocina y lo detuvo – ¡Pedro no va a ir a estudiar hoy! – Rodrigo aceptó su decisión pero se quedó murmurando entre dientes, le molestaba que Manuela lo consintiera tanto.

    Leonilde, ¿Qué va a pasar con mi hijo? – estaba llorando, preguntó pero en realidad no esperaba ninguna respuesta, Manuela conoció el dolor desde que era una niña y lo asimiló como algo natural, luego su vida se acomodó en la calma y el tiempo le hizo olvidar la manera de lidiar con él; mientras secaba los platos esculcaba en sus recuerdos, buscaba un cofre imaginario, en él había guardado todos los trucos que usó de niña para escapar de su tristeza, fue inútil, tuvo que desistir al comprender que, así lo encontrara, ya no le serviría para afrontar la gravedad de los hechos y que el ingrediente principal, su inocencia, ya no estaba disponible.

    Leonilde se acercó y la estrechó contra su cuerpo robusto, quería consolarla con un apretado abrazo pero su barriga de madre primeriza se lo impidió, la cara se le contrajo con una mueca de dolor y sus pequeños ojos verdes se llenaron de llanto, podía sentir en carne propia el dolor de su patrona.

    Mientras Manuela guardaba la loza, Leonilde barría la cocina, una nube de ceniza escapaba de la estufa de leña y volaba traviesa por todos lados, no usaban la de gas desde que prohibieron la venta de pipetas en el pueblo, una medida inútil pues la guerrilla las seguía usando como explosivos.

    Manuela salió de la cocina, la vida debía seguir aunque le doliera respirar, cogió la escoba y comenzó a barrer el corredor que rodeaba la casa, lo cercaba una baranda metálica a media altura, dos pequeñas puertas daban acceso al porche que servia de terraza a la alcoba principal enmarcada por dos hamacas de colores, todos los muebles eran sencillos como la casa, una casa de campo amplia y cómoda que habitaba la familia Tascón.

    No quería subir para encontrar la cama vacía de Pedro, necesitaba pensar que aún dormía allí, protegido del mundo, se recostó en una de las hamacas y se dedicó a contemplar la inoportuna belleza del ambiente, el arco iris se insinuaba en las frondosas veraneras: una mágica textura de siete colores que trepaba por las paredes blancas y hacía palidecer el rojo intenso de techos, pisos y barandas.

    Al fondo, mecido por el viento, estaba un pequeño bosque de pinos romerones, en el centro se alzaba imponente una ceiba centenaria que le daba sombra a la casa con su enorme follaje. ¡Si el tiempo se hubiera detenido el viernes pasado!

    Sentada en la mesa de la cocina, Manuela pelaba las papas y las ponía en un platón con agua, se dejó hipnotizar por los círculos concéntricos que se formaban en el líquido, en ellos se reflejó el recuerdo de ese día:

    Hacía la misma labor sentada en el mismo lugar, Leonilde alimentaba el fuego de la estufa con astillas de madera y entonaba su canción favorita, estaban tan concentradas en su oficio que no se percataron de la presencia de Pedro, el muchacho, recostado sobre el marco de madera de la puerta, las miraba en silencio.

    Se asustó un poco, le pasaba muchas veces, vagaba tanto por el tiempo en sus momentos de reflexión que le costaba ubicarse de nuevo en el presente, por unos segundos le pareció que era Rodrigo liberado del paso de los años, ¡se parecían tanto! Pedro tenía dieciséis años; su cabello rizado y oscuro, las facciones varoniles de Rodrigo y los profundos ojos negros heredados de su madre hacían de él un hombre muy atractivo y le agregaban años a su corta edad..

    Buenos días mamá, ¿Por qué no me despertó? – se sentía culpable por faltar a la escuela, Manuela se levantó y tocó su frente – ya está mejor, desayune y va y busca a su papá para que le ayude.

    Recordó el día que conoció a Rodrigo Tascón en la casa de su hermano mayor, lo vio y se sintió atraída por su imponente presencia, en sus ojos pardos encontró la puerta para escapar del despecho y de una vida insoportable, se dedicó a perseguir su mirada para enredarla con su belleza adolescente, usó sus ojos de ensueño para recordarle el cielo a media noche y con inocente malicia le prometió un paraíso escondido entre sus caderas, por momentos se avergonzaba de su descaro, luego recordaba que debía salir de allí, sin pudor se dejó arrastrar por sus deseos y esperó las consecuencias: se escaparon una semana después de confirmar su embarazo.

    Se fueron para no volver, Manuela cortó ese día y para siempre con sus lazos de sangre, nada la unía a una familia que ignoró su dolor, a un padre que fue sordo y ciego a las quejas de su hija menor, su indiferencia la dejó indefensa ante los abusos de Cristina, había, sin embargo, una razón más poderosa para renegar de su pasado y de la cual Rodrigo no debía enterarse: Juan Manuel Landazury

    Escapar de su recuerdo fue el verdadero motivo para llevar a cabo su plan de seducción, el dolor de su injusto abandono avivó la profunda herida que ya tenía en su corazón, día y noche lloró sin pausa, se escondía detrás de las puertas y bajo las cobijas para dar rienda suelta a su desconcierto, pasó en unos segundos del efímero paraíso del primer amor, al infierno eterno de la incertidumbre.

    Llevaba una semana sin saber de él, una semana de silencio que llenó de sordos ruegos sus noches, hasta en sueños rogaba por una explicación, Cristina, sin saberlo, se hizo cómplice de su propósito, le ordenó que fuera a la hacienda de los Landazury para llevarle un encargo a la mamá de Juan Manuel, estaba tan feliz con la oportunidad que le ofrecía su madrastra que no se dio cuenta del gesto compasivo que hizo al mencionar el nombre de Stella.

    El corazón le golpeaba con brusquedad el pecho, quería librarse del encierro para llegar antes que ella y verlo, el camino se estiraba bajo unos pasos vigorosos que no parecían avanzar, la ansiedad convirtió en un espeso barrizal el sendero, por eso resbalaba a cada paso entre sus dudas y le parecía que nunca iba a llegar, pero al fin lo logró, golpeó la puerta con miedo, cuando se abrió, sus ojos olvidaron la prudencia y recorrieron curiosos el recinto – Gracias Manuelita – Stella sonrió al recibir el paquete – dígale a Cristina que … – volteó la cara para disimular el llanto y agregó – un día de estos paso por allá, no he tenido ganas de salir desde que se fue Juan Manuel.

    ¡Se fue! ¿Para dónde? La sorpresa heló la sangre que, minutos antes, corría por su cuerpo animada por la ilusión y las piernas le flaquearon, no se atrevía a preguntar, presentía que no tendría fuerzas para disimular pero la súplica que brotaba de su alma bastó para obtener una respuesta: Stella le contó llorando que su hijo se había ido para la ciudad, que no sabía cuando regresaba, que era un asunto familiar y nada más, no entró en detalles, Manuela no insistió, Stella no sabía de su noviazgo con Juan Manuel y si Cristina se enteraba tendría graves problemas.

    En ese mismo instante se fueron la tristeza y la incertidumbre, solo quedó un intenso resentimiento, esperó más de un mes por una razón suya pero Juan Manuel nunca se comunicó con ella, fue entonces cuando decidió escapar con Rodrigo de su amargo despecho, parecía un trato ventajoso: pagó con el dolor de un amor fracasado por la serena estabilidad de un hogar.

    El abuelo de Rodrigo, Jacinto Tascón, fue un próspero hacendado llanero, ante el acoso de la guerrilla y los paramilitares se vio obligado a refugiarse en la ciudad, antes de morir le dejó a Rodrigo una finca en Belén de Yarí, doscientas hectáreas que comenzaban en el piedemonte de la cordillera oriental y se despeñaban como una cascada, verde y fértil, llano adentro, esa finca se convertiría en el nuevo hogar de Manuela.

    El almuerzo está listo ¿Quiere un tinto? – la voz de Leonilde espantó los recuerdos, Manuela salió de la cocina con el café entre las manos y se acomodó en una de las mecedoras del porche, Leonilde la acompañaba en silencio, estaba desgranando el maíz sentada en un banquito con las piernas abiertas y usaba su enorme barriga como apoyo.

    ¡Cuánto añoraba la normalidad arrasada en un instante! La rutina, que se repite día tras día oculta la dicha en los sencillos hechos cotidianos, ver llegar a todos sus hijos de la escuela era, hasta el viernes pasado, una costumbre sin ninguna trascendencia y aunque esa tarde algo extraordinario sucedió, no bastó para advertirles del peligro que los acechaba:

    Juanita llegó gritando, muerta de la risa se burlaba de sus hermanos mayores, otra vez les había ganado la carrera desde la escuela hasta la casa, tiró su pequeña bicicleta sobre el pasto y corrió a abrazar a su mamá que la esperaba con los brazos abiertos.

    Los demás llegaron protestando, al ver tanto alboroto Manuela añoró la calma que sentía cinco minutos antes – Mamá – dijo Juancho después de darle un beso – ¡la guerrilla se tomó el pueblo anoche! ¿No han dicho nada en las noticias? – ¡Acabaron con la estación de policía, en la escuela hay un hueco en el muro que da hacia el pueblo – agregó Gonzalo, iba a continuar cuando Gloria lo interrumpió. – Mataron a seis policías y se llevaron a los otros ocho – Julián le arrebató la palabra a su hermana y la corrigió – No fueron ocho sino siete – luego siguió con su relato – el ejército llegó esta mañana a Yacarí y hay soldados por todas partes…

    Leonilde y Manuela trataban de seguir con atención el desordenado relato y también de disimular su preocupación, varios pueblos cercanos habían sido atacados en las últimas semanas y los enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares habían dejado varios muertos en ambos bandos.

    La finca de los Tascón estaba en un sitio estratégico: el paso de la cordillera oriental al llano, la toma de Yacarí no era un hecho aislado, algunos grupos de autodefensas rondaban la zona para repeler a la guerrilla, el ejército los estaba desplazando de sus guaridas y eso los obligaba a buscar el control de nuevos territorios, comenzaba la guerra por el control de la región.

    En el segundo piso de la casa estaban las habitaciones de los muchachos, las de los varones en los extremos y en el centro la de las niñas, al frente, sobre la entrada de la casa, un espacioso corredor rodeado con barandas se abría a la brisa y luego se estrechaba dando la vuelta completa al segundo piso, en este lugar se reunía la familia, frente al televisor, después de la comida.

    Esa noche no había racionamiento de energía, Manuela y Rodrigo intentaban escuchar las noticias por encima del alboroto de sus hijos, las tres niñas, jugaban parqués sentadas en el piso y discutían cada jugada, los muchachos, apoyados en la baranda, le contaban a Pedro quién sabe qué maldades porque hablaban muy bajito pero celebraban cada rato con ruidosas carcajadas.

    De pronto Rodrigo levantó la mano con un gesto impaciente para pedir que se callaran, una nota de menos de un minuto mencionó por fin la toma guerrillera a Yacarí, apenas cincuenta y siete segundos para registrar un hecho que estaba a punto de cambiar, para siempre la vida, de la familia Tascón y de todos los habitantes de Belén de Yarí.

    CAPÍTULO 2

    El remordimiento se apodera de mi, desplaza poco a poco los demás sentimientos, esclaviza mi alma y la ata a un recuerdo que la tortura; ya no puedo reprimirlo, ha despertado del trauma inicial con una fuerza renovada que agranda la culpa, duele demasiado porque me obliga a revivir la impotencia ante la certeza de lo inevitable.

    Debí insistir, si me hubiera empeñado en convencer a Rodrigo de lo acertado de mi presentimiento, tal vez Pedro hubiera escapado de su destino, ¿Será que lo que pasó fue lo que debía ocurrir y por eso no pude evitarlo? igual hay cosas que pasan y otras que hacemos que pasen.

    El pelo de Manuela, largo y crespo, caía en una negra cascada sobre su espalda desnuda, lo cepilló sin afán, le divertía ver como al soltar la trenza los apretados rizos recuperaban su gracia natural de inmediato.

    Después de quitarse a ropa, un tanto varonil, que usaba para estar en casa, su atractivo cuerpo quedó expuesto al deseo que aún despertaba en Rodrigo; dobló con cuidado el burdo pantalón caqui y la blusa marrón.

    Hacía calor, Manuela no se afanó por vestirse, siguió cepillando su cabello y dejó que su mente merodeara por el reino del temor, no sintió la insistente mirada de Rodrigo, la admiraba recostado en la cama con las manos cruzadas bajo la nuca, el abanico en el techo ronroneaba insistente mientras él devoraba en silencio su piel.

    Aquella noche, por una extraña coincidencia, los dos evocaban el primer día en su hogar, tal vez porque la paz que allí conocieron estaba a punto de desaparecer, se presentía en el ambiente…

    Habían pasado diecisiete años pero el recuerdo estaba intacto, llegaron tarde a Yacarí, el pueblo más cercano, a quince minutos de la finca en campero, necesitaban comprar algunas cosas, Manuela estaba ansiosa por conocer su nuevo hogar y no dejaba de afanar a Rodrigo, quería usar la alegría que rescató del cementerio.

    Sé que les debe sonar extraño, pero así sucedió: pasó por allí saliendo de Paya para despedirse de su mamá, se arrodilló frente a la tumba y le contó en secreto sus proyectos, después, con lagrimas en los ojos recordó que allí fue donde perdió su alegría, se le fue enredada en las espinas de una rosa blanca que se le cayo de las manos y fue a parar sobre el ataúd de su mamá cuando la tierra lo cubría, quiso recuperarla pero unas manos fuertes se lo impidieron, nadie quiso escucharla y tuvo que presenciar impotente como su alegría era sepultada.

    Divertida con el recuerdo se rió con ganas, se burló de sus infantiles delirios, pero cuando estaba a punto de irse descubrió, escondida entre dos bloques de mármol, una pequeña rosa blanca, la cortó con delicadeza y durante todo el trayecto no paró de mirarla con veneración, Rodrigo al fin le preguntó intrigado que era lo que tanto le llamaba la atención de aquella florecita y Manuela con la mayor naturalidad le respondió – mire – acerco la flor hasta ponérsela casi entre los ojos y aclaró – me recuerda el dulce rostro de la muerte – Rodrigo no pudo disimular su confusión, Manuela le explicó – mi mamá siempre decía que la muerte es un pálido ángel de dulce rostro que aparece cuando alguien muere y le extiende su mano para guiarlo hacia el más allá – Rodrigo pensó que era una extraña pero poética manera de concebir algo tan crudo como la muerte.

    Guardó la alegría en el bolso sin dar más explicaciones y se preparó para disfrutar de la libertad recién conquistada, Rodrigo bajó del Land Rover para abrir el broche de la entrada, el corazón de Manuela latía tan fuerte que tuvo que poner su mano sobre el pecho para apaciguarlo, apenas pisó aquellas tierras las sintió suyas ¡eran tan hermosas!

    Dos quebradas de agua cristalina enmarcaban el terreno, el verde paisaje rural y el agradable aroma del pasto recién cortado le alborotaron la ilusión, supo de inmediato que allí estaba su hogar.

    Recorrió con la vista embelesada la inmensidad del terreno, quería retener en su memoria la gloriosa imagen, llegó a temer que se tratara de otro de los sueños forjados por su imaginación para escapar del dolor pero ¡Todo era tan real! Sus cinco sentidos se alborotaron: contempló con intenso placer la verde visión, aspiró agradecida el perfume de las flores al tiempo que escuchaba un dulce canto de esperanza, entonado por la brisa y los alegres canarios, a lo lejos, se oía como fondo musical, la bulla de escandalosos toches; un dulce sabor a triunfo alimentaba su alma.

    En un claro entre los árboles advirtió una pequeña cabaña ¡su casa! Se alejó para señalar un lugar bajo la acogedora sombra de la ceiba y gritó con entusiasmo infantil – ¡ Acá quiero una enorme casa para nuestros veinte hijos! – corrió hacia Rodrigo, lo abrazó y lo besó con un beso largo, repleto de pasión, un simple gesto que para él lo fue todo, la amó desde que la vio y ya no pudo quitarle los ojos de encima, apareció de repente y lo saludó en voz baja, casi imperceptible, la tímida sonrisa que acompañó sus palabras estaba opacada por la tristeza, eso bastó, una oleada de compasión y ternura envolvió su cuerpo entero con el hechicero calor del sentimiento y en ese mismo instante se propuso devolver el brillo a esos hermosos ojos y hacer que una sonrisa iluminara su rostro para siempre.

    Trabajaron duro, ayudados por Ignacio, para convertir aquella tierra en una finca productiva, Manuela disfrutó como nunca del esfuerzo, paso a paso, como todo lo que perdura, construyeron su nuevo hogar y una relación que fortaleció el tiempo, Pedro nació al poco tiempo y unos años más tarde decidieron que siete hijos eran suficientes.

    Dejó el cepillo sobre el tocador para guardar la ropa ya doblada en el armario, sacó una ligera camisola de algodón y

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