El placer de lo obsceno
Por Rafael A. Inza
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Situaciones contrapuestas que reflejan una cotidianidad cruda, a través de una fluidez narrativa donde temas como el sexo y la marginalidad se convierten en un análogo de la búsqueda infinita del ser humano, con un lenguaje directo que no necesita de artilugios literarios que lo enriquezcan.
Los personajes de este libro son auténticos y atemporales. El argumento de sus relatos se desarrolla en el ambiente desolador de una crisis interminable. Partiendo de la individualidad, se aprovecha la perspectiva iconoclasta del símbolo del perdedor, el antihéroe como protagonista. La angustia, la ausencia de valores y metas sociales, la familia resquebrajada y sus circunstancias, justifican el universo de estos intérpretes, quienes parecen ser conducidos, irónicamente, por El placer de lo obsceno.
Rafael A. Inza
Rafael A. Inza (Ciudad de Holguín, 1978) es graduado de nivel medio en Mecánica Industrial y Licenciado en enfermería por la Facultad Arides Esteves Sánchez de su ciudad natal. Desde muy joven trabajó como ayudante de albañilería, linguero, mecánico de taller y mecánico ensamblador de combinadas cañeras. Fue librero, promotor cultural y más tarde administrador de librería en el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Holguín (CPLL). En la actualidad se desempeña como Licenciado en el Sistema Integrado de Urgencias Mádicas (SIUM) de su provincia. Comenzó a asistir al taller literario «Pablo de la Torriente Brau» a la edad de trece años. A esa misma edad ingresó a la Asociación Hermanos Saíz (AHS), siendo en su momento el miembro más joven de la organización a nivel nacional. Como escritor ha obtenido diversos premios en Cuba y tiene publicado los libros Top Fiction (Editorial La luz) y La vida fácil (Ediciones Holguín). Es egresado del VII Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, en Ciudad de La Habana.
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El placer de lo obsceno - Rafael A. Inza
Márquez
La vida fácil
...y la sobrevida era
marcar mi territorio
o dormir junto a las bestias.
Luis Yuseff
El negro, sudado y hediondo, se dejó caer a un costado y, secándose la cara con la sábana mugrosa, siguió resoplando como un animal. Después le acarició las nalgas.
―Tienes el culo rico, ―le dijo, jadeante― rico, rico…
Ella siguió mirando a la pared, la cara hundida en la colchoneta dura, apestosa a sudor y moho. Mama tenía razón, pensaba, aquello no era un hombre. Por eso se negó al principio. Le decía que no, Cachiri era la última opción, que no era por celos ni nada de eso, ese negro es bugarrón y tiene una pinga enorme. Ahora lo sabía. Por eso se quedó tranquila, para que el dolor se fuera poco a poco, mientras la mano del hombre la recorría, los dedos reptando hasta el borde adolorido. No importa, le dijo ella, qué vamos a hacer, es el único que tiene y ya nos vamos mañana. Cuádralo anda, por un paquete… Y Mama dijo está bien, allá tú. Besándola, acariciándole el pelo largo hasta la cintura. Después no me vengas con que necesitas prestado el tubito de Venatón y se rieron. Ahora sabía por qué no quería cuadrar con el negro. Recordó la cara regordeta y brillante, la pasa colorada, la sonrisa, el sarro impregnado en los dientes, la peste a sudor y grajo, todo junto. Sintió asco, algo visceral que le subió desde el estómago. Volvió a verlo recostado a la barra del bar donde en las tardes pasa en limpio la lista y cuenta los números que aún no vende, tomándose en dos tragos un vaso de ron; la barra sobre la que cuenta los fajos de billetes, el bar donde Mama la había llevado para presentárselo.
―¿Qué trajiste?
Guardando la lista y el dinero.
―Nada que no te guste.
Y él la miró con descaro. No hizo preguntas. Las invitó a un trago y ellas aceptaron. Después Mama la llevó a un rincón y no te hagas la loca con éste, mira que de un piñazo te deja lista. Tampoco te preocupes mucho que no es de los que repite y si puedes meterle la boca con eso se conforma y ya está. Te veo esta noche. Después ella se había ido y ellos vinieron al barracón, cada uno por su lado. Pa' no marcarme, dijo él y ella, está bien, yo te sigo. Tampoco quería que la vieran con aquel pedazo de mono. Una mancha en su expediente. El primer negro en su larguísima nómina.
Es un cuarto chiquito, con un ventanuco alto, inaccesible como el de una celda, y cuando Cachiri le abrió, un vaho caliente le pegó en la cara y se le quedó en la piel hasta que más tarde se estrujó muchas veces con el blúmer enjabonado. Pero entonces recién lo sentía, cargado de olores fuertes que le llenaban el cuerpo y que le revolvieron el estómago vacío.
―Entra coño, no te quedes parada ahí.
La haló por el brazo y cerró la puerta de golpe, pasó el cerrojo y encendió la bombilla. Entonces ella vio el camastro: un bastidor de alambre en una esquina, cubierto apenas con una colchoneta magra y ropas sucias.
―¿Cómo es la cosa?
Dijo quitándose la camisa.
―Lo que tú digas.
Dijo ella y lo vio sonreír, frotarse las manos, los ojos encendidos como un demonio.
Mama había intentado persuadirla. Ya no había remedio.
―Vamos a ver al chino, anda, ―le decía―. Tú sabes que está metidísimo contigo, entre las dos le tumbamos cien pesos y ni nos toca.
―¿Y qué hacemos con cien pesos, Mama?
―¡Coño, Tití, lo compramos allá!
―Anjá. ¿Y esta noche qué?
―Te vas para mi casa…
―Allí no quieren verme ni en pintura.
―¡Le ronca ir a morir con ese puerco!
―Es el único que tiene en este pueblo de mierda.
―¿Tú papá no te dio dinero?
Y ella le torció los ojos haciendo una mueca.
―Sí, me dio lo justo para el camión, si sale.
―¿Y tu mamá?
―Ja, ja, ja. Qué boba eres. Por favor, que esta no es la primera vez. Yo creo que estás medio celosa.
―No importan las veces. Con ese negro es distinto. Es asqueroso, ni te imaginas las cosas que te pide hacer.
―Paga bien.
―¡Mierda!
―Bueno, al menos esta noche voy a dormir limpia, el jabón lo quita todo…
Pero Mama tenía razón. Ahora lo sabía. Si lo hubiera imaginado habría dormido sucia. Se habría metido en el mar una hora entera y después junto al pozo para quitarse la sal del cuerpo. ¿Y el pelo? Qué remedio. Ahora sabía. Quítate la ropa, le había dicho él y ella, obediente, se había quedado como había venido al mundo, viéndolo sobarse por encima del pantalón. Sácalo, ven. Arrellanado en la única silla del cuarto, las piernas abiertas y el bulto palpitante, enorme, como había dicho Mama y ella que ya creía haberlo visto todo. Mentira. Con sus años de calle no había visto nada, todavía. Si te la comes toda te doy un paquete de tres y un dólar. Tentador. Un dólar eran cien pesos, además de los tres jabones por los que se había transado. No pudo. Lo intentó varias veces, pero no pudo. Arqueas como una perra, y el negro se reía gozoso, agarrándola por la nuca, empujando. No pudo. Casi vomita. Tú te lo pierdes. Y cuando se le vino en la boca, ella pensó que era suficiente, que había sido un trabajo fácil. Se equivocó. Traga, lo escuchó decir. Después se quedó tranquilo un momento. Ella se limpió los labios