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Relatos perversos
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Libro electrónico122 páginas1 hora

Relatos perversos

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Relatos perversos vierte su cauce narrativo sobre zonas del psiquismo humano donde la locura, contradicciones existenciales y el absurdo se confabulan para lograr su unidad temática, la cual se ciñe a lo cardinal mediante un lenguaje sensual, sarcástico, humorístico y lírico. Desde sus dramas los personajes luchan por inventarse fórmulas de resurrección; sin embargo, les es imposible desembarcar de los enredos, no retornos, traumas y rupturas, sucumbiendo en adustos naufragios de causalidades o casualidades dinámicas e intensas con los que buscan dar respuesta al eterno dilema shakesperiano del SER o NO SER a través del sadomasoquismo que, definitivamente, conduce a la introspección que toda obra literaria exige.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento7 ene 2017
ISBN9781524304331
Relatos perversos
Autor

Reynaldo Duret Sotomayor

Reynaldo Duret Sotomayor (Santiago de Cuba, 1958). Psiquiatra, escritor y poeta. Miembro de la Unión de escritores y artistas de Cuba y la Agencia del creador literario. Egresado de los Centros Onelio Jorge Cardoso e Hispanoamericano de Cultura. Ha obtenido diversos premios y menciones nacionales y extranjeros, entre ellos: Ediciones Territoriales (2007); Farraluque (2008); Karma sensual (Italia, 2010); Poemas sin rostro (España, 2011); Ernest Hemingway (2012); Abdala (Cuento y ensayo, 2012); Rubén Martínez Villena (2003, 2007, 2008); Luis R. Nogueras (2015); Miguel de Carrión (2015); Gonzalo Rojas Pizarro (Chile, 2016). Tiene publicados los libros Nunca te enamores los días de lluvia. (Ed. Extramuros, 2007); La noche de los miedos (Ed. Santiago, 2011); Doña Rana quiere comprar la luna (Ed. Abril, 2014); Odiarás a tu prójimo (Ed. Extramuros, 2014); Instrucciones para no ser salvado (Ed. Verbo(des)nudo, Chile, 2016); Odiarás a tu prójimo (Edición especial ampliada; Ed. Extramuros, 2016). Cuentos y poemas suyos aparecen en antologías y revistas cubanas y extranjeras.

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    Relatos perversos - Reynaldo Duret Sotomayor

    autor

    El monstruo de ojos verdes

    IAGO: Ah, señor, tened cuidado con los celos:

    es el monstruo de ojos verdes que se burla

    del alimento del que se nutre.

    Otelo, el Moro de Venecia

    William Shakespeare

    Vigila cada gesto suyo. Busca alguna evidencia que la acuse de infidelidad en la llamada telefónica del hombre que causó nerviosismo, el perfume que trae esta noche de aquella reunión. Es un olor peculiar. A sándalo ligado con violetas. Y luego su mirada incierta, perdida en acontecimientos ajenos a él.

    De un mes a la fecha Mayté cambió. Apenas suelta un par de frases; por las noches titubea en el lecho cuando sus dedos buscan el placer.

    ¡Tienes otro!, exclama al despertar. No recibe respuesta. Se incorpora bruscamente. Agarra sus cabellos. La empuja contra la cama. Rompe su bata de dormir. Abre sus piernas. Le propina un par de bofetadas. Ella quedó tranquila, con la vista fija en el techo del cuarto.

    A mí ninguna mujer me pone cuernos, ¿oíste?, primero te mato, ¡te mato!

    Mayté pone las nalgas en el inodoro. La ducha vaginal alivia el ardor y limpia los restos de sangre ligados con semen. Suspira. Seca el sudor del rostro. Piensa en la separación como única alternativa para librarse de aquella violencia. Como tantas veces antepone la justificación: el miedo incontrolable. No es la primera vez que la viola, presa de ese celo irracional que lo conduce a ocultarse frente a su trabajo o en las esquinas. Busca el error que delate la presencia del contrario. En la casa huele sus bragas, cuerpo, creyéndose experto en definir el olor a macho.

    Está cansada de escapar hacia la casa de su madre. Siempre escucha los mismos consejos: regresa / es tu marido / le debes obediencia / aquí hay un solo cuarto / tú sabes cómo es Pepín.

    Raciel la observa retocarse el ojo amoratado. La lentitud de las maniobras. Tal vez esconden menosprecio. Antes se defendía de su brusquedad. Ahora parece presa de una resignación que la hace sospechosa. ¿Qué nombre esconde tras el silencio? Puebla su mente de imágenes. Mayté se enreda entre las sábanas con un hombre sin rostro. Grita de placer.

    El puño choca contra el espejo colgado en la pared. Los pedazos caen. La sangre corre por la mano, se dispersa en el piso. La limpia con la lengua. Ata un pañuelo alrededor de la herida.

    Mayté cierra la puerta del baño. Esto lo enfurece aún más. Sale a la calle dando un portazo.

    Minutos después ella abre la puerta con lentitud. Teme a una estratagema de Raciel para hacerla salir. Mira los pedazos de cristal dispersos. Los recuerdos la acosan. En el ómnibus debe mirar hacia el exterior; caminar al fondo con los ojos fijos en sus zapatos como quien se avergüenza de existir. Raciel custodia su paso fijándose en los rostros de los hombres. Intenta descubrir cualquier desliz.

    Ahora invaden su memoria los consejos de Nélida. Advierte que no se deje avasallar nunca. Mira que eres aguantona. Desde novio ya se le veía pinta de celoso enfermizo. Te separó de tus seres queridos. Saliste a tu madre, que mira más por los ojos de ese tal Pepín que por los suyos. El día que te lo quites de la mente y lo coloques entre las piernas todo será distinto para ti. ¿Quién quita que sea él quién te engaña con otra y en la casa se hace el desconfiado para que no sospeches. ¡Abre los ojos, niña, abre los ojos! Un hombre que ama no trata a su mujer de esa manera. El celo es inseguridad o estrategia.

    Lo que menos sospechaba tu amiga era que él oía oculto tras una puerta. La botó de la casa, no sin antes escucharla decirle machista, abusador, hijo 'e puta y no recuerdas cuántas ofensas más. No volvieron a hablarse. Te lo prohibió.

    Hace un mes quiere que dejes el trabajo, desde que le presentaste a tu jefe. No le gusta su aire de conquistador. La voz melosa. Es homosexual, dijiste para salir de él, pero no quedó convencido. Los precios tan altos nos llevarán al suicidio, pronosticaste luego, no podremos vivir con un solo salario. Esta deducción redujo un poco su letanía y aumentó su vigilancia. Ese jefecito de mierda, seguro que cuando se quedan solos en la oficina… Te olvidas de Marlén, interrumpes, tu hermana no nos pierde pie ni pisada desde que vino hace dos meses y trabaja en mi fábrica. ¡Ah!, exclama rabioso, entonces lo que quieres es que Marlén deje de vigilarlos para tarrearme.

    Te desconectas de su voz. Otros recuerdos saltan al lecho. Raciel mueve con desenfreno la cintura. Cuestiona si esos dos que tuviste te gozaban así. ¡Dime, aj, aj, dime! Siempre das la misma respuesta para que logre el orgasmo. No tiene conciencia de sus celos. Ve su comportamiento tan natural como el de cualquiera. Soy como mi padre. Con ustedes hay que andar al hilo. Pregúntale a Marlén qué le hizo a mi mamá cuando la cogió pegándole los tarros con su propio hermano; ¡su propio hermano! Por eso yo en mi casa no quiero ningún macho.

    Últimamente finges placer. A veces pone una navaja en tu cuello. Te goza, frenético. Le temes tanto que terminas por contestar todo. Mientes.

    La primera vez orinaste la cama. Se hizo el desentendido ante la mancha dispersa sobre la sábana que lavaste en el patio, desnuda, mientras se masturbaba. Confunde tu miedo con respeto.

    El amor se disfrazó de pánico. Te preguntas si sientes pasión por un hombre que llena tu vida de contrariedades y cuyos celos responden a convicciones que él mismo crea, como si su subconsciente fuera tu espía, el que da veracidad a todas sus sospechas. Hallaste la respuesta en la emoción que te conjuga cuando a tu lado sientes el aroma, las palabras delicadas.

    Esta noche Raciel te recogió al salir de la reunión. Parece que no existiera a tu lado. El olor soborna tus sentidos. Caes en una especie de torpeza ligada con resignación. No quieres responder nada. Conoces qué deducciones vendrán de ese hombre inseguro y desconfiado que nunca cree lo que dices, sino aquello que imagina su irracionalidad.

    Tu silencio es peor. Lo interpreta como una prueba de que estás engañándolo con ese jefecito. Traiciona la honestidad de Marlén e inventa que los vio abrazarse con mucha malicia cerca del comedor. Lo desmientes. Hoy el almuerzo llegó tarde. Marlén estaba fuera del edificio haciendo unas verificaciones. Dile "que devuelva el dinero de esa mentira que te vendió. Tratas de arropar tu incertidumbre; la falsa paciencia que sabes durará poco. Hay ironía en las escasas respuestas que decides darle. Aumenta su irritabilidad.

    Cierras los ojos. Asumes en el lecho una postura de abandono. Tu cuerpo vuelve a contraerse. Raciel estuvo en el cuartico de Marlén cuestionándolo todo. Tus relaciones con el jefe, los amigos del jefe, los subordinados del jefe. La vio nerviosa. Ella conoce de qué soy capaz.

    Llega casi ebrio. El licor lo pone peor. En la mano vendada sostiene un ramo de flores. En la otra una botella de whisky. Vamos a celebrar nuestro aniversario. Se aproxima a la cama. Busca dos vasos y vamos a brindar.

    Quien se levanta es una autómata. Regresas con lo pedido. Raciel coloca los vasos sobre la cómoda donde dejó las flores y el whisky. Se sitúa de espaldas a ti. Demora en verter el licor. Ofrece el vaso. Restriega su cuerpo contra el tuyo. Bebes con avidez para evadir cualquier exabrupto.

    Timbre del teléfono. Sales del cuarto hacia la sala. Cuando descuelgas sientes la presión de su mano. Se coloca el auricular. El suspenso te deja sin aire. ¿Oigo?, pregunta luego de varios segundos. Tu corazón late con prisa. Queda expectante. Arroja el receptor sobre el teléfono. Sus ojos acusadores amenazan. Retrocedes. ¡Te juro que no tengo nada que ver con esa llamada! Aprieta tu cuello. Nuevamente el timbre lo sobresalta. Cógelo y pregunta quién es. Haces lo que ordena. Inquieres por el interlocutor. To-to-do-es-tá-bi-bi-en. Entregas a Raciel el auricular. Es tu hermana, murmuras y bajas la cabeza. Un repentino mareo sobreviene. Comienzas a caminar tambaleándote. Entras a la habitación. Te acuestas. La voz de Raciel, discutiendo con su hermana, va alejándose de tus oídos.

    Dolor en las muñecas. Abre los ojos. Raciel la amarró a una silla. Está sentado frente a ella. Tiene los ojos enrojecidos como nunca. Balbucea palabras en una conversación consigo mismo en la que afirma que ese no era un equivocado; luego ese olor a sándalo, a violetas, a qué sabe él. Lo siente en todas partes. Es una señal.

    Los sollozos le hacen romper el soliloquio. ¡Puta!, maldice. Se incorpora. Hala sus pelos. Mayté llora, suplica que no vuelva a pegarle. Las amarras invalidan su defensa. ¡Son ideas tuyas, por favor, no me pegues más; no estoy con nadie! Raciel está sordo. ¡Hoy te voy a matar, luego a ese jefecito tuyo, porque no puede ser otro que ese idiota! ¡No tengo a nadie, te lo juro!

    Deja de abofetearla. La mira con asco. Abre una de las gavetas de la cómoda. Extrae una tijera. La desliza por el rostro de ella, que cierra los párpados sin dejar de emitir pequeños gritos.

    ¡Cállate! Pincha el cuello. Acaricia su pelo, lo huele. Abre la tijera. Sigue sordo a las súplicas, al llanto incontrolable de Mayté que lo ve despojarla de su cabello. Los mechones son

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