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Libro electrónico529 páginas9 horas

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Información de este libro electrónico

Ella lucha por su vida. Él cumple con su deber. Y mientras, los dos caminan sobre la fina línea que separa el bien del mal.
Irene Ochoa está atrapada en un callejón sin salida. Marcos, su marido, es cada vez más violento. Las palizas son rutina. No hay otra opción:
la vida de Marcos o la suya. Un día él llega a casa más borracho de lo habitual y, con la botella en la mano, se queda profundamente dormido. Poco después, un incendio acaba con la vida de Marcos.
Todo ha salido según lo planeado, pero hay algo que Irene no puede controlar. Apenas ha empezado a disfrutar de su nueva vida, libre y segura, cuando conoce al hombre que podría arrebatársela: el inspector David Vázquez, el encargado del caso. Empieza así una relación marcada por la pasión, el deseo y el peligro.
Mientras tanto, el inspector Vázquez debe intentar detener al misterioso y violento homicida que está actuando en Roncesvalles, en los primeros kilómetros del Camino de Santiago. Varios peregrinos han perdido la vida y la policía apenas tiene pistas que le conduzcan al autor. En una carrera contrarreloj, David Vázquez arriesgará su propia vida para atrapar al asesino.
«Un apasionante thriller de ambiente rural que nos traslada a Navarra, en plena ruta del Camino de Santiago».
Carlos Sala, La Razón
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 nov 2021
ISBN9788418623202
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    Sin retorno - Susana Rodríguez Lezaun

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    Sin retorno

    © Susana Rodríguez Lezaun, 2015, 2021

    http://susanarodriguezlezaun.com

    © 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: CalderónStudio

    Imágenes de cubierta: Shutterstock

    ISBN: 978-84-18623-20-2

    Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    1

    2

    3

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    5

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    36

    Agradecimientos

    Si te ha gustado este libro…

    Para Eva e Iker, la luz que guía mis pasos

    1

    La luz del sol se filtraba a raudales entre las cortinas del salón. Sobre los rayos, apenas tamizados por la fina tela de los estores, miles de diminutas motas de polvo interpretaban una danza alocada. Ajena a todo lo que la rodeaba, Irene se frotaba nerviosa las manos, sentada en el borde del sofá, intentando poner un poco de orden en sus pensamientos. Apretaba los labios con fuerza, sobreponiéndose al intenso temblor que sacudía su cuerpo y provocaba el rítmico castañeteo de sus dientes, hueso contra hueso, en una enloquecedora sintonía que parecía no tener fin.

    «Tiene que ser hoy —decidió—. Mañana será demasiado tarde».

    Marcos no solía emborracharse tanto hasta el fin de semana; pero ese día había llegado a casa tambaleándose, con una botella de ron mal disimulada en el interior de su maletín negro. Apestaba a alcohol y a sudor. Sin duda, algo había ido mal en el bufete.

    Como tantas otras veces, ni siquiera la miró con sus ojos de borracho, abiertos lo suficiente para distinguir, entre el vaho, la realidad que lo rodeaba. La esquivó en la cocina, de donde salió con un vaso en la mano, y caminó zigzagueando por el pasillo, intentando enfocar las esquinas y las puertas, hasta que consiguió llegar al dormitorio. Se tumbó sobre la cama sin quitarse los zapatos, encendió el televisor con el mando a distancia y se sirvió un vaso de ron sin hielo ni cola, nada que amortiguara el anhelado efecto anestésico que necesitaban sus sentidos.

    Irene lo observó unos instantes desde la puerta. Vio un hombre que exudaba bilis y alcohol por todos sus poros, ni rastro de aquel otro que la volvía loca con sus besos; nada del joven abogado que consiguió llevarla hasta el altar a pesar de sus reticencias. El sujeto que la miraba ahora desde la cama apenas se parecía a Marcos.

    —¿Qué miras, imbécil? Ni siquiera tendrías que estar aquí. Deberías estar muerta —balbuceó. Sin embargo, el mensaje era claro. Cada sílaba destilaba odio, cada gota de saliva escupida hacia su cuerpo era un insulto, una amenaza.

    Marcos volvió a concentrar su atención en la pantalla y siguió bebiendo del vaso que colgaba de su mano mientras ella daba un rápido paso hacia atrás, apartándose de su vista. Respiró hondo apoyada en la pared del pasillo, recuperando el latido y el aliento. Escuchó el tintinear de la botella contra el vaso de cristal cuando Marcos se sirvió un nuevo trago, y sintió en el silencio que siguió cómo el alcohol se abría camino a través de su garganta.

    Refugiada en el salón, Irene era consciente de que no tenía más opción que actuar. Sus brazos todavía guardaban, morado sobre blanco, las marcas de los dedos de Marcos. Volvió a sentir los nudillos de su marido contra su vientre, la punta de su zapato pateándole la espalda, y la mano que antes la acariciaba, agarrándola con violencia del pelo, arrastrándola por el suelo y obligándola a gatear tras él, a suplicar que la soltara, que la dejara vivir.

    Cerró los ojos y sacudió la cabeza para alejar de ella los golpes, los gritos y los insultos. Apretó los puños. No era momento para las lágrimas. Conocía los hábitos de su marido. Continuaría bebiendo hasta caer en un sueño semiinconsciente, con la mente perdida en los vapores del alcohol. La tranquilidad duraría tres o cuatro horas, luego se despertaría hambriento y malhumorado. Si la encontraba en casa, le pegaría para desahogarse. Y si no estaba, su enfado iría en aumento por cada segundo de ausencia, para estallar más tarde en una sonora bofetada en la misma puerta, a la que seguirían decenas de golpes más en cuanto hubiera cruzado el umbral de su casa.

    Pero hoy todo iba a terminar.

    Esperó en el pasillo, paciente y en silencio, a que el ron surtiera su efecto aletargador. El ruido del mando a distancia al caer al suelo le indicó que ya estaba dormido. Nada sería capaz de despertarlo ahora.

    Abrió la puerta de su habitación con cautela. El aire apestaba a alcohol. Comprobó que, en efecto, su marido tenía los ojos cerrados. No percibió en él otro movimiento que el lento subir y bajar de su pecho. El traje gris, impecable por la mañana, estaba sucio y arrugado. Había lanzado la americana al otro lado de la habitación y se había aflojado el nudo de la corbata, que caía flácida sobre la pechera de su camisa blanca. En las axilas y en los puños pudo ver amplias manchas de sudor. Ni siquiera se había molestado en quitarse los zapatos. El betún negro había dejado la huella de un zarpazo oscuro sobre la colcha.

    Irene cerró la ventana y bajó la persiana. La luz procedente del pasillo era más que suficiente para ver con claridad en el interior del dormitorio sin tener que encender las lámparas. Eran poco más de las seis de una tarde de junio y el sol todavía brillaba con fuerza.

    Con cuidado de no hacer ruido, aunque estaba segura de que ni un terremoto sería capaz de despertarlo ahora, sacó del cajón de su mesita de noche un cenicero, una cajetilla de tabaco rubio y un mechero. Abrió el paquete con mano temblorosa, se deshizo del celofán y el papel plateado y extrajo un cigarrillo. La llama osciló temblorosa. Succionó el filtro con fuerza, como le había visto hacer mil veces a su padre, y le dio varias caladas, intentando contener las náuseas que le producía el humo al atravesarle la garganta. Colocó el cenicero sobre la cama, al alcance de la mano de Marcos, y dejó el pitillo directamente encima de la colcha. Esperó unos instantes, hasta ver cómo unas chispas anaranjadas comenzaban a extenderse poco a poco en círculo sobre la tela, alrededor de la colilla encendida, produciendo un humo negro cada vez más denso. Sin embargo, temía que la llama, tan pequeña en ese momento, se consumiese antes de prender toda la cama, o que Marcos se despertara por el calor y el humo y consiguiera salir de la habitación. Eso sería su fin.

    Con la mirada fija en su marido, Irene prendió con el mechero una esquina de la colcha.

    Marcos, sumido en su sueño etílico, arrugó levemente la nariz, movió la cabeza de un lado a otro y volvió a dormirse con la boca abierta. Varios mechones de pelo, empapados en grasa y sudor, se movieron sobre su frente hasta rozarle un párpado. Levantó una mano e intentó apartarse el pelo de la cara, pero el brazo volvió a caer laxo sobre su cuerpo, con la mano en la cadera, como si buscara algo en el bolsillo del pantalón. La colcha continuaba quemándose sin producir llamas, pero el humo llenaba ya la mitad de la habitación y comenzaba a rodear el cuerpo inerte de su marido. La nube negra trepaba por sus piernas despacio, en bocanadas redondas y amenazantes que cada vez llegaban un poco más arriba, robándole el oxígeno, engullendo su vida.

    Durante un segundo pasó ante los ojos de Irene la imagen de un Marcos sonriente y feliz. Recordó los largos paseos cogidos de la mano, sintió sobre su piel el calor de su mirada, la pasión de sus caricias. Luego lo contempló, tumbado sobre la cama, inconsciente, borracho y sucio. Miró sus largos y cuidados dedos y la sombra de una sonrisa asomó a sus labios al acordarse de la incomodidad de su marido la primera vez que ella insistió en arreglarle las uñas, una costumbre íntima que repetían con asiduidad: él sentado sobre el taburete del baño, apenas tapado con una toalla, húmedo y caliente después de una ducha, y ella sentada frente a él, limándole las uñas, apartándole las cutículas, extendiendo la crema sobre la palma de su mano, en el dorso, dedo a dedo.

    Pensó en sacarlo de allí, llamar a los bomberos y, simplemente, pedir el divorcio. Pero el dolor de sus moratones la devolvió a la realidad. Él la mataría antes de dejarla marchar. Sus palabras no dejaron lugar a dudas. Fue la última vez que la miró a los ojos. Ni siquiera pestañeó. Le aseguró que la mataría si intentaba irse. Eso fue todo. Y ella le creyó. La decisión era fácil. «Es mi vida o la suya», decidió.

    Una bofetada de calor la devolvió a la realidad. El humo la envolvía. Salió rápidamente de la habitación sin volver la vista atrás. Ya no había lugar para el arrepentimiento. Cerró la puerta con decisión y corrió al baño a por unas toallas. Las colocó en el suelo, tapando la rendija de la puerta para impedir al humo cualquier vía de escape, y esperó con la mano firmemente asida al pomo, atenta a cualquier sonido procedente del interior. Aunque el olor era cada vez más fuerte, no se oía nada. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar hasta estar segura de que Marcos no se levantaría nunca más? ¿Cinco minutos?, ¿diez?

    La manilla ardía. Retiró la mano, sobresaltada, y actuó con rapidez. Recogió las toallas y las volvió a dejar en el baño. Cuando pasó de nuevo ante la puerta de su habitación vio cómo el humo escapaba por la rendija en densas oleadas, como agua derramada, para volver a entrar de nuevo en el cuarto, absorbida por el vacío. Le dio la sensación de que la muerte le sacaba la lengua, burlándose de ella.

    Escuchó extraños sonidos procedentes de su dormitorio, secos crujidos sin eco que hacían tambalearse las paredes. Corrió al salón, cogió su bolso y se apresuró a salir a la calle. El pequeño jardín delantero de su vivienda unifamiliar estaba rodeado por un alto seto. Marcos y ella lo plantaron poco después de casarse para poder salir desnudos al jardín y tumbarse en el césped a tomar el sol, hablar en voz baja y acariciarse mirándose a los ojos hasta que la urgencia los llevaba a la habitación, donde podían pasarse la tarde entera haciendo el amor. Ahora, el seto servía para ocultar su miedo, su humillación, la sangre, los moratones y las borracheras de su marido.

    Se detuvo un momento para respirar y calmarse. Comprobó que desde fuera nada hacía sospechar todavía lo que estaba ocurriendo dentro. Por suerte, su casa era la última de una hilera de viviendas adosadas. No tenía vecinos a la izquierda, y a la derecha vivía una familia con una agenda tan apretada que nunca llegaban a casa antes de las nueve de la noche.

    Echó un rápido vistazo a la calle. No había nadie en las aceras y las casas colindantes permanecían silenciosas. El sol la cegó durante unos segundos, deslumbrándola con un fogonazo de luz inesperado después de la oscura agonía que dejaba a su espalda. Un vibrante siseo alcanzó sus oídos, seguido por el mismo crujido sordo que había escuchado un momento antes, procedente del interior de la habitación. Tras un instante de silencio, una fuerte explosión estuvo a punto de tirarla al suelo. La onda expansiva la golpeó por la espalda y la hizo errar en su intento de abrir la puerta del jardín. Se agachó por instinto, cubriéndose la cabeza con las manos.

    Una enorme humareda negra ascendió por encima de la casa, llevándose consigo cualquier retazo de vida que quedara en el que había sido su hogar. Escuchó el inconfundible sonido de los cristales de las ventanas haciéndose pedazos contra el suelo. Una fina lluvia de vidrios afilados siguió a la espeluznante humareda, que se dirigía ya, suavemente empujada por la brisa, hacia el exterior de la urbanización.

    La calma con la que el humo, denso y oscuro, se paseaba por el cielo contrastaba con lo que sucedía unos metros más abajo. Las llamas, hasta entonces atrapadas entre las cuatro paredes de su habitación, habían encontrado una vía de escape y campaban ahora a sus anchas por la vivienda, alimentándose voraces con todo lo que había significado algo para ella.

    Se rehízo rápidamente y salió a la calle. En dos pasos alcanzó la portezuela de su coche. Subió sin vacilar, encendió el motor y se incorporó al centro de la calzada. No pudo evitar una mueca al recordar el día en que el dolor de los golpes y las humillaciones la hicieron gritar.

    —Nadie te va a oír —se rio Marcos en su cara—, es lo bueno de los barrios residenciales, que se quedan vacíos durante el día.

    Fue bueno para él entonces, y lo sería ahora para ella.

    Estaba fuera, cada vez más lejos, en un punto sin retorno, y por un momento el estómago se le encogió de miedo. Tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que agarraba el volante. Una curva, otra un poco más adelante hasta llegar a los primeros edificios de la ciudad. Aparcó junto a la acera, apagó el motor y se obligó a respirar profundamente. Le costó un par de minutos recuperar el pulso y el aliento.

    Giró el espejo retrovisor hacia su cara. El rostro que le devolvía la mirada se parecía al suyo, pero en realidad ya no era ella. Sin darse cuenta, en lo que duraba un parpadeo, todo había cambiado para siempre. No encontró la mirada torva de los psicópatas, pero la mujer del espejo era, sin duda, una asesina.

    Lo que no logró encontrar en el reflejo que le devolvía el espejo fue miedo. «Solo sienten miedo quienes tienen algo que perder», pensó, «y yo ya lo he perdido todo». Ni miedo, ni esperanza. En sus ojos solo había una profunda tristeza.

    Apenas fue consciente de que a lo lejos se escuchaba ya el aullido de un camión de bomberos.

    2

    La columna de humo negro era visible desde la carretera. El inspector David Vázquez apretó el acelerador y conectó la sirena. Apagó el sonido cuando llegó a la urbanización, pero mantuvo las luces estroboscópicas para acercarse con rapidez al lugar de los hechos.

    Lo olió antes incluso de verlo. El tufo de la devastación, del dolor, de las ruinas. Madera, plástico, papel…, carne. Se pasó un dedo por el cuello para intentar separar la lana del jersey de su piel. Una mala elección de vestuario, pero en el incierto junio navarro el frío matinal no dejaba adivinar las calurosas tardes. En su León natal los jerséis son bienvenidos incluso en verano, sobre todo si has nacido en un pequeño pueblo de los Picos de Europa. Y, además, no esperaba tener que acudir a un incendio en el que habían encontrado al menos una víctima mortal.

    Aparcó junto a los dos coches patrulla que ya estaban allí y se acercó en silencio a sus compañeros uniformados, que observaban cómo los bomberos lanzaban agua a través de las ventanas ennegrecidas y se ocupaban del foco en la vivienda contigua.

    Sobre la acera, un nutrido y variopinto grupo de vecinos comentaba en voz baja lo que estaban viendo, curiosos, alarmados y preocupados. Vázquez hizo un gesto a los agentes y señaló hacia los curiosos. Estos sacaron de inmediato sus cuadernos y se acercaron al apiñado grupo para empezar a interrogarlos.

    Se alegró al distinguir entre los bomberos al sargento Eric Gil al frente del destacamento movilizado. Vázquez le hizo una seña y esperó donde estaba a que el bombero le indicara que podía acercarse. Volvió a ahuecarse el cuello del jersey, pero no sirvió de nada. Estaba sudando a mares, y eso que no había hecho más que llegar.

    —Eric, me alegro de verte —saludó el inspector.

    —Lo mismo digo, aunque sea en estas circunstancias. ¿Qué tal estás?

    —Bien. Ocupado, como siempre.

    —Hace semanas que no te veo por el gimnasio, ¿lo has dejado?

    —No, intento ir a sacudir un poco el saco siempre que puedo, pero con mis horarios es difícil llegar a los entrenamientos.

    —Llámame un día y te acompaño. Estaré encantado de darte una paliza.

    —Ya —respondió Vázquez con una sonrisa sardónica. Luego dio un paso adelante en dirección a la casa—. ¿Qué ha pasado aquí?

    —Hay una persona ahí dentro —informó el sargento.

    —Lo sé, por eso estoy aquí. ¿Qué puedes contarme?

    —Poca cosa —respondió Eric, sacudiendo lentamente la cabeza de un lado a otro—. Solo he realizado una primera inspección visual. El cadáver está en la habitación principal, en la planta baja. Está muy dañada, prácticamente carbonizada. Supongo que será el punto de origen del incendio, pero ya sabes que habrá que hacer un estudio más exhaustivo.

    —Sí, sí. —Vázquez cabeceó—. ¿Algo más?

    —Si te esperas unos minutos, podrás verlo por ti mismo.

    —De acuerdo.

    Mientras esperaba, llamó con un gesto a uno de los agentes, que se acercó con paso rápido.

    —¿Sabemos ya a quién pertenece esta casa?

    —Sí: Marcos Bilbao e Irene Ochoa, matrimonio. Los vecinos nos han contado que él es abogado en un bufete en el centro y que ella tiene una agencia de viajes en el casco antiguo. Sin hijos. Se instalaron aquí hace unos cinco años. He llamado a jefatura y no han encontrado nada a su nombre, ni multas, ni trifulcas, ni denuncias de ningún tipo.

    —Hay que intentar localizarlos a los dos, es muy posible que el cadáver de ahí dentro sea el de uno de ellos.

    Eric volvió al cabo de diez minutos con una chaqueta ignífuga, un casco y unas enormes botas.

    —El cuarenta y tres, ¿no?

    —Eso es —asintió Vázquez, que se pertrechó rápidamente con lo que el sargento Gil le había llevado. El calor de su cuerpo ascendió en un momento otros cinco grados, y estaba a punto de entrar en una casa cuya temperatura superaría los cuarenta. Suspiró, tomó aire y siguió a Eric hacia el interior del infierno.

    —Llevo más de quince años en el cuerpo —estaba diciendo el sargento Gil mientras avanzaban por el lóbrego pasillo—, y desde luego este no es el peor incendio que he tenido que sofocar, ni tampoco el primer cadáver carbonizado que veo, pero nunca puedes evitar sentir un escalofrío.

    David lo seguía en silencio, atento a lo que le rodeaba e intentando no acercarse demasiado a las paredes. Se trataba de una inspección preliminar, no podían tocar nada hasta que el juez lo autorizara.

    Lo vio en cuanto entró. El cuerpo había quedado reducido a un amasijo irreconocible de carne negruzca en el que buena parte de los huesos más pequeños se habían vaporizado por efecto del fuego y las altísimas temperaturas. El hecho de que los restos permanecieran sobre la cama, y no en el suelo o cerca de la puerta, le llevó a aventurar que el humo lo había asfixiado antes de que las llamas se cebaran con él. «Afortunadamente», pensó.

    La cama apenas era una mezcla informe de hierros ennegrecidos y retorcidos. La pintura del cabecero se había derretido por efecto del intenso calor, escurriéndose hasta formar un denso charco parduzco. Las patas todavía sostenían el somier, que aparecía desnudo, con los muelles apuntando en todas las direcciones, igual que las finas patas de una enorme y peligrosa araña que se relamía satisfecha ante la víctima que acababa de atrapar. Ni rastro del colchón, las sábanas o las cortinas. Todo había desaparecido, engullido por el voraz incendio. El humo ascendía desde el candente suelo, donde tuvieron que esforzarse por apagar los rescoldos que continuaban activos.

    Los bomberos habían recorrido el resto de la casa en busca de otras posibles víctimas, pero la vivienda estaba vacía. «De nuevo, una suerte».

    La identificación no iba a ser sencilla. Las llamas habían devorado cualquier signo que pudiera servir para ponerle nombre y apellidos. El rostro, al igual que cualquier otro signo identificativo, se había consumido en aquel infierno.

    —Por la posición del cuerpo —comentó el sargento—, tumbado sobre la cama, creo que ya estaba muerto cuando le alcanzaron las llamas, que murió asfixiado, o que incluso pudo fallecer antes de iniciarse el incendio. Los forenses tendrán que esforzarse para encontrar lo que quede de su sistema respiratorio.

    —Estoy de acuerdo —corroboró el inspector—. ¿Podemos salir ya de aquí? Hace un calor terrible.

    —Bienvenido a mi mundo —bromeó Eric mientras lo guiaba de regreso al exterior.

    Una vez fuera, Vázquez casi se arrancó la ropa ignífuga y las botas. El cálido exterior le pareció incluso fresco después de haber estado allí dentro.

    —Gracias, Eric.

    —De nada. Y por cierto, el domingo vamos a jugar un partido de fútbol, novatos contra veteranos, ¿te apuntas?

    —¿Con qué equipo? —bromeó—. No, gracias —añadió un segundo después—. Todavía me queda un poco de dignidad.

    —Tú te lo pierdes. Nos vemos, ¡y vete por la sombra!

    Eric se alejó con una sonrisa, de nuevo hacia la casa, el calor y el humo. David Vázquez permaneció en el mismo lugar, observando el asolador escenario que se abría ante él.

    No le gustaba el fuego, de hecho lo temía, y ni siquiera sentía la fascinación que las llamas falsamente domesticadas que cimbrean en una chimenea producen en muchas personas, capaces de permanecer horas y horas contemplando extasiadas cómo la lumbre consume los troncos. El fuego es traicionero, espera el menor descuido para abandonar su encierro y apoderarse de todo lo que le rodea, como un depredador hambriento y nunca saciado.

    Vázquez echó una rápida ojeada a la casa. Los bomberos continuaban con su trabajo, ocupados en extinguir los exiguos rescoldos que todavía respiraban en la planta baja.

    «Vaya mierda morir así», pensó cuando estuvo solo de nuevo. «No ves venir la muerte, no puedes dejar nada en orden, ni despedirte… Simplemente, todo se apaga y el mundo sigue sin ti».

    3

    Cuando el sonido de las sirenas se apagó en sus oídos, Irene volvió a poner en marcha el coche y se dirigió al aparcamiento subterráneo de la plaza del Castillo. Serpenteó entre las estrechas calles del Ensanche de Pamplona, atenta al intenso tráfico de última hora de la tarde, hasta que por fin enfiló la rampa del aparcamiento. La algarabía del exterior la golpeó como un mazazo. Gente que iba y venía cargada con bolsas de todos los tamaños, charlando en voz alta y riendo con estridencia. El buen tiempo tenía ese efecto en los pamploneses. Después de un largo invierno, los cálidos rayos del sol parecían reactivar su esencia vital, lanzándolos a la calle con cualquier excusa y llenando las terrazas de los bares hasta altas horas de la madrugada incluso entre semana.

    Irene se sentía completamente fuera de lugar. La gente la esquivaba sin prestarle atención, caminando a su alrededor e interrumpiendo por un instante su cháchara hasta que la dejaban atrás. Se obligó a mover las piernas, que sentía rígidas como dos estacas de madera, y se dirigió hacia las escaleras del Pasadizo de la Jacoba. El frescor del casco viejo y sus estrechas calles, resguardadas del inclemente sol, la envolvió con dulzura y le permitió el respiro que tanto necesitaba.

    Se apresuró hacia su despacho, en la cercana calle Zapatería. Necesitaba esconderse, ocultarse del mundo hasta que la policía viniera a detenerla.

    El palacio de los Navarro Tafalla era un antiguo edificio del siglo xviii, mandado construir en 1752 por Juan Francisco Adán y Pérez, capitán, caballero de Santiago y comerciante en Indias. Había sido rehabilitado recientemente para convertirlo en oficinas y viviendas particulares. El arquitecto encargado de la obra había tenido la sensatez y el buen gusto necesarios para respetar la construcción barroca original, las elegantes escaleras, los blasones de la fachada rococó y la dura piedra, acondicionando al mismo tiempo espacios de unos doscientos metros cuadrados dotados de todas las comodidades de la vida moderna.

    El despacho de Irene Ochoa, un dúplex en la tercera planta, no era de los más grandes, pero desde luego más que suficiente para albergar su empresa turística y, en el piso superior, una pequeña estancia privada. Abajo, dos amplias oficinas, un baño, una sala de reuniones y un pequeño salón con equipo de audio y de vídeo. Arriba, un dormitorio, un baño con ducha, una discreta cocina con todo lo necesario y, lo mejor de todo, una magnífica terraza que destacaba sobre los tejados del casco antiguo de la ciudad. Desde hacía un tiempo este era su hogar, más que la casa de Gorraiz. Aquí había paz, orden, silencio… y no estaba Marcos.

    Las manos le temblaban levemente y no conseguía recuperar el ritmo normal de su respiración. Inspiraba el aire con rápidas bocanadas que apenas rozaban sus pulmones antes de volver a salir entre los labios. Estaba empezando a marearse.

    Se sentó tras su mesa y comenzó a pensar en lo que debería hacer. Por su cabeza pasó una vez más la imagen de Marcos tumbado en la cama, rodeado de humo. Su mente ideó varias maneras para acabar también con su vida, pero le faltaba valor para intentarlo. Cerró los ojos con fuerza y se concentró en ralentizar su respiración, aspirando largas bocanadas de aire fresco que poco a poco disolvieron las angustiosas imágenes.

    Decidió esperar, era lo único que podía hacer. Esperar y actuar con normalidad. Revisó su correo electrónico, abrió varios documentos e intentó leer un proyecto urgente. Con la mesa llena de papeles, consiguió por un minuto aparentar que no había pasado nada. Su mente impuso una cierta distancia entre ella y la realidad, permitiéndole recuperar el pulso y el aliento.

    Irene Ochoa había fundado su empresa de promociones turísticas hacía ya siete años. Desde el principio, sus rutas culturales, deportivas y festivas por todos los rincones de Navarra habían sido muy bien acogidas en el sector, sobre todo entre los turistas extranjeros más pudientes, que disfrutaban de la pesca en cotos privados, resollaban ascendiendo las escarpadas pendientes de los Pirineos —calzados, eso sí, con las botas más caras del mercado y pertrechados como si fueran a escalar el Everest—, y que suspiraban por el exclusivo placer de abrir la ventana en la habitación de su hotel cinco minutos antes de las ocho de la mañana del 7 de julio y tener a sus pies el mágico espectáculo del encierro.

    Su seriedad y la exclusividad de sus servicios corrieron de boca en boca hasta convertirse en una de las operadoras más demandadas de la zona norte. En ese momento contaba con cinco empleados que se encargaban de recibir, atender y guiar a los clientes, que llegaban de todos los rincones del mundo.

    La farsa apenas duró un par de minutos. El corazón volvió a latir acelerado y la voz de Marcos se apoderó de sus oídos. Se preguntó si habría gritado en algún momento, si su agonía habría sido larga o murió rápidamente. Porque esperaba que estuviera muerto… En su mente no cabía otra posibilidad.

    Se levantó y paseó a lo largo y ancho de la estancia. Los tacones de sus zapatos repiqueteaban sobre la madera del suelo, un vigorizante sonido que quedaba amortiguado cuando llegaba a la alfombra que cubría casi por completo su despacho. Caminaba arriba y abajo del pasillo, de una habitación a otra, pensando en lo que había sucedido, intentando anticiparse a lo que estaba a punto de ocurrir. Se detuvo junto a los amplios ventanales para ser testigo un día más de la despedida del sol, que arrancaba brillantes reflejos de los tejados más antiguos de Pamplona. En realidad, lo que esperaba era descubrir el destello azul de las sirenas policiales.

    Poco después de las ocho el teléfono de su despacho la sacó abruptamente de sus ensoñaciones. El irritante timbre le taladró los tímpanos y la obligó a correr hasta su mesa. Se detuvo, apoyó las manos sobre la madera para mantener el equilibrio, respiró profundamente y descolgó cuando arrancaba el cuarto tono de llamada.

    —Promociones Turísticas Iruña —respondió—, ¿qué desea?

    —Buenas tardes —respondió una voz masculina al otro lado del teléfono—, quisiera hablar con Irene Ochoa.

    —Soy yo, ¿en qué puedo ayudarle? —Intentaba con todas sus fuerzas que su voz sonara normal, incluso animada, imprimiendo toda su capacidad de concentración en cada palabra, pero no pudo evitar un ligero temblor al terminar la frase, tan sutil sin embargo que su interlocutor no se dio cuenta de su vacilación.

    —La llamo de la Comisaría de Policía de Pamplona, señora. ¿Vive usted en el número 23 de la calle Itaroa, en Gorraiz?

    —Sí, ¿por qué lo pregunta?

    —¿Su marido está con usted?

    —No. Marcos suele llegar a casa sobre las cinco y yo no vuelvo hasta la hora de cenar. —Su voz temblaba ahora libremente—. ¿Le ha ocurrido algo?

    —Me temo que se ha producido un incendio en su vivienda, señora. Estamos buscando a su marido. Sería conveniente que se personase en su domicilio. Junto a la casa hay varios agentes que la esperan para ayudarla en lo que necesite. ¿Puede intentar localizar al señor Bilbao?

    —Sí, sí, ahora mismo le llamo al móvil. Voy enseguida, adiós.

    Un inesperado sollozo le apretó la garganta cuando apenas se había despedido. La sorprendieron los espasmos de su cuerpo y el llanto incontrolable, que se prolongaron durante varios minutos. Agotada e incapaz de determinar el motivo de su disgusto, cogió el móvil y pulsó la tecla de marcación rápida del número de Marcos. El mensaje grabado la informó de que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

    «Fuera de cobertura», pensó, «qué ironía».

    Irene se lanzó escaleras abajo, hacia el aparcamiento, hacia el coche y de nuevo hacia casa, a enfrentarse con la realidad, una vida diferente que en esos momentos era una completa incógnita. Ni siquiera sabía muy bien cómo iba a ser capaz de vivir con las consecuencias de sus actos.

    ***

    El inspector Vázquez charlaba en la acera con uno de sus agentes hasta que se dio cuenta de que este había dejado de prestarle atención. Se volvió para comprobar qué era más importante que su conversación. Vio entonces a una mujer alta, pálida y nerviosa que hablaba con uno de los policías uniformados. Tras escucharla unos segundos, la dejó esperando junto al coche y se dirigió hacia Vázquez.

    —Es Irene Ochoa, la dueña de la casa —le informó—. La han llamado de comisaría para notificarle lo sucedido. Dice que no sabe dónde está su marido.

    —Bien, voy a hablar con ella. Avisa a los sanitarios y pídeles que estén atentos, por si fuera necesaria su intervención. No va a ser fácil.

    Apenas diez pasos lo separaban de la mujer que temblaba junto al coche patrulla. Una mujer muy guapa. Vázquez se recriminó de inmediato ese pensamiento, del todo inadecuado teniendo en cuenta que iba a comunicarle que seguramente no volvería a ver a su marido. Se detuvo frente a ella y la miró a los ojos antes de saludarla. Negros, insondables, llenos de tristeza. Quizá intuía lo que estaba por venir.

    —Señora, soy el inspector David Vázquez.

    —Irene Ochoa. Vivo en esa casa. Mi marido no contesta al móvil y en el bufete me han dicho que se marchó poco después de las cinco, como cada día. ¿Qué ha pasado?

    Habló muy deprisa, apretando los labios y soltando las palabras desde detrás de los dientes. Vázquez sintió el miedo en el tono de su voz, el temor que provoca la certeza de que la noticia que estás a punto de escuchar te va a destrozar la vida.

    —Lo lamento mucho, pero me temo que no tengo buenas noticias. Se ha producido un incendio en la vivienda. De momento desconocemos cuál ha sido su origen. Cuando los bomberos han controlado el fuego y han accedido al interior, han encontrado un cuerpo en el dormitorio de la planta baja.

    —Ese es mi dormitorio, el de mi marido y el mío. ¿Qué quiere decir «un cuerpo»?

    Irene era incapaz de controlar el temblor de su garganta, que entrecortaba su voz, aunque confiaba en que el policía viera dolor y no el pánico que la inundaba en esos momentos.

    —Había una persona tumbada sobre la cama. La encontraron sin vida. Todavía no sabemos quién es, aunque lo más probable es que se trate de alguien relacionado con la casa.

    —Marcos solía tumbarse a descansar un rato al volver del trabajo —dijo en voz tan baja que parecía que estuviera hablando consigo misma—. A veces encendía la televisión y se quedaba traspuesto. No era raro que me lo encontrara dormido cuando yo llegaba a la hora de la cena.

    —Entonces, no sería extraño que hoy también estuviera durmiendo cuando comenzó el incendio. ¿Tomaba algún tipo de somnífero? —David buscaba la respuesta a una pregunta que llevaba un rato rondándole: ¿cómo podía una persona dormir tan profundamente a media tarde como para no despertarse con el calor y el humo de un virulento incendio desatado a su alrededor? El fallecido no había intentado huir, seguramente ni siquiera llegó a levantarse. Pudo ver en los ojos de Irene que había algo que no le había contado—. ¿Y bien? —insistió, animándola.

    —Bueno… A veces, Marcos bebe un poco al llegar a casa si el día ha sido muy duro en el trabajo. Le gusta tomar una o dos copas de ron, dice que le relaja. Es una mala costumbre que siempre le reprocho, pero para él es una especie de vía de escape. Algunas tardes se queda dormido hasta el día siguiente sin ni siquiera quitarse los zapatos, y no se entera de cuando regreso o cuando me acuesto a su lado. Nada lo mueve hasta que suena el despertador.

    —Entiendo. No tenemos la identificación oficial, pero me temo que tendrá que esperar lo peor, dadas las circunstancias. —Vázquez habló despacio y con calma, intentando que sus palabras la hirieran lo menos posible.

    Un nuevo temblor recorrió la espalda de Irene, un espasmo tan violento que el inspector pensó que se iba a desmayar. Sin embargo, se recompuso, irguió la espalda y ralentizó de nuevo su respiración. «Una mujer valiente y con buen autocontrol», pensó.

    —¿Qué puedo hacer? —preguntó por fin.

    —No es necesario que se quede aquí mientras dura el procedimiento. El juez y el secretario todavía no han llegado y esto puede alargarse varias horas más. Tampoco le van a permitir entrar en la casa, quedan puntos calientes y los bomberos tienen que comprobar la estabilidad de la estructura. Necesito saber, eso sí, dónde estará, pero basta con que me deje un número de móvil en el que esté localizable a cualquier hora.

    —Tendré que hablar con la madre de Marcos…

    —Bueno, insisto en que todavía no hay nada confirmado, pero quizá no sea mala idea que la informe en persona de lo sucedido. En una ciudad pequeña como esta las noticias vuelan, sobre todo las malas.

    Irene sacó de su bolso un bolígrafo y una tarjeta de visita y anotó su móvil al dorso.

    —Creo que iré ahora a ver a mi suegra, vive en la Vuelta del Castillo, y después me quedaré en mi despacho, en esta dirección —dijo al tiempo que le entregaba la tarjeta. El temblor de las manos había desaparecido.

    —De acuerdo, la llamaré lo antes posible.

    Irene casi se cruzó con el juez de guardia, que entró en la casa después de cambiarse los zapatos por unas botas altas de agua. Le acompañaba el forense que certificaría el fallecimiento y el secretario del juzgado, un joven que se debatía entre anotar lo que el juez le indicaba e intentar esquivar los enormes charcos provocados por la intervención de los bomberos.

    En menos de media hora el juez abandonó la casa sudoroso, cubierto de hollín y con la ropa empapada por el agua que caía de la planta superior, y ordenó el levantamiento del cadáver. David pudo entonces reunirse de nuevo con Eric Gil para establecer el acceso a la vivienda y comenzar la investigación sobre las causas del incendio.

    —Nosotros dos iremos delante. Será suficiente con que nos acompañen un par de bomberos más y uno de tus agentes. No creo que haya peligro de derrumbe, el hormigón absorbe las altas temperaturas sin apenas deteriorarse y estas casas las hicieron con materiales de primera. Sin embargo, sí es posible que parte de la estructura interna esté afectada, sobre todo tabiques, revestimientos de escayola o azulejos.

    De nuevo protegido y pertrechado convenientemente, siguió a Eric al interior del adosado. El fuego había carbonizado casi todos los muebles, que yacían hechos pedazos, destrozados primero por las llamas y después por la acción devastadora del líquido eyectado a gran presión por las mangueras de los bomberos. En un rincón, un mueble de metacrilato había quedado convertido en un informe bloque negruzco. El mismo aspecto tenían las paredes e incluso el techo, donde las lenguas de fuego habían lamido la escayola hasta dejar a la vista el encofrado de la obra. Una lámpara todavía colgaba, obstinada y desnuda, atada a un casquillo vacío, incapaz ya de iluminar nada con vida en medio de ese infierno. Con cuidado, midiendo cada paso, se dirigieron al dormitorio principal, donde habían encontrado el cadáver, que ya estaba de camino al Anatómico Forense.

    Al entrar, David observó en primer lugar los restos de la gran cama de dos metros de ancho. A sus pies, junto a la pared, había una pequeña mesa y un televisor prácticamente derretido como consecuencia del extremo calor. Se fijó también en las dos mesitas de noche, una a cada lado de la cama, que mantenían un precario equilibrio apoyadas contra la pared, ladeadas sobre las escuálidas patas que todavía las sostenían a pesar de estar resquebrajadas.

    El armario empotrado, ennegrecido de arriba abajo, parecía haber resistido mejor que el resto de la habitación el embate de las llamas, aunque nada de lo que hubiera en su interior podría volver a utilizarse jamás.

    Un intenso olor a pelo y carne quemada les golpeó al cruzar el umbral. Uno de los agentes, un novato en periodo de prácticas, reculó despacio hacia el pasillo, aguantando a duras penas las arcadas, hasta que por fin abandonó precipitadamente la casa y salió a la calle justo a tiempo de vomitar todo lo que su estómago albergaba. Tardó varios minutos en regresar, disculpándose por su comportamiento mientras se limpiaba la boca con un pañuelo. Sudaba copiosamente, pero juró una y otra vez que se encontraba en perfectas condiciones para trabajar.

    —¿Por dónde empezamos? —preguntó David una vez restablecido el grupo—. Tú eres el experto aquí.

    —Por todo lo que esté fuera de lugar —respondió Eric—. Como esos cristales que hay en el suelo, junto a la cama.

    El sargento se dirigió con cautela hacia el espacio más alejado de la puerta. Se agachó sobre los escombros y recogió lo que parecía ser la gruesa parte inferior de un vaso de vidrio, totalmente ennegrecido, y unos cuantos cristales más finos y fragmentados. En algunos trozos todavía se adivinaba el elegante dibujo esmerilado. Otros pedazos de cristal, sin embargo, parecían proceder de una botella oscura, posiblemente marrón o ámbar.

    —Yo diría que son los restos de un vaso y una botella —aventuró Eric—, aunque no sé qué líquido contenían. El calor lo ha evaporado todo y el olor a humo es demasiado intenso como para identificar cualquier otro aroma, aunque seguro que, una vez limpios, los pedazos que quedan pueden montarse como un puzle y sabremos qué tipo de botella es.

    —Apuesto por alguna bebida alcohólica. La mujer dice que el marido solía beber tumbado en la cama. —Vázquez alargó la mano hasta el vaso, girándolo ante sus ojos. Miles de diminutas partículas de hollín se colaron en sus fosas nasales, provocándole un incómodo cosquilleo que le hizo estornudar ruidosamente. Le pasó el vaso al agente que los acompañaba y buscó un pañuelo en el bolsillo del pantalón.

    —Si estaba borracho —añadió el sargento—, no es extraño que no percibiese el humo y el calor.

    Eric continuó agachado junto a los restos de la cama mientras la atención de David se centraba en algo que había sobre ella.

    —¿Qué es eso? —preguntó, señalando un objeto retorcido, de aspecto metálico, que yacía a un lado de la cama. Observaron el pequeño cuenco que había quedado encajado entre los retorcidos hierros que sobresalían por doquier.

    Eric lo recogió con cuidado y le dio un par de vueltas antes de pasárselo al inspector.

    —Parece un cenicero —señaló Vázquez.

    —Estoy de acuerdo. Una combinación mortal —apuntó el bombero—: alcohol, tabaco y sueño. Un cigarrillo podría haber incendiado el colchón. Los nuevos materiales de seguridad que se utilizan en los colchones hacen que estos ardan más despacio, dando tiempo a las víctimas a despertarse y huir, pero desprenden un humo denso y tóxico que puede asfixiar a una persona en menos de quince minutos si no es capaz de alejarse lo suficiente. Y pasado este tiempo llegan las llamas, por supuesto, que devoran en segundos todo lo que rodea al colchón. Los materiales del interior de una casa son como la gasolina, realmente no somos conscientes de lo peligrosas que pueden llegar a ser unas cortinas o una colcha sintética.

    David escuchaba a Eric y asentía ante las reflexiones del bombero.

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