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Telarañas entre tus piernas
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Libro electrónico126 páginas1 hora

Telarañas entre tus piernas

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Imagínate despertar en un hotel a orillas de un puerto. Después de escapar del abandono, la muerte de un ser querido e irte porque estás a punto de darle fin a tu vida debido a la inmensa depresión que cargas sobre tus hombros. Eso y tantas cosas que te duelen en el alma. Una carta, miles de cartas que abren los ojos y te aplastan el corazón. Sumérgete en esta historia con tintes feministas, una historia que habla de la mujer, de su lucha en la sociedad, del amor caótico que les ha quitado las ganas de besar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2022
ISBN9788411440721
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    Telarañas entre tus piernas - Edán Rada Alía

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Edán Rada Alía

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-072-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Capítulo Uno

    Se dio cuenta de que el sol, hace largos momentos de inconsciencia para ella, había salido. Cuando sintió su piel añeja caliente por los rayos que le quemaban, entraban por el cristal de la ventana entreabierta. Se incorporó y desde esa posición apreció la mañana naciente; a unos metros el viento comenzaba a dibujar olas en el mar. Apartó la mirada tibia del cristal, tomó entre sus dos manos los largos cabellos oscuros que le caían sobre los hombros desnudos y los unió en una coleta despeinada. Bajó sus piernas por la orilla de la cama y metió los pies en las sandalias que descansaban en el suelo frente a la mujer somnolienta, las sandalias tenían el famoso estilo «pata de gallo». Sus cuatro dedos, los dos gordos y los dos adjuntos habían sido violados.

    ¿Qué hacía ella en ese lugar? No paraba de preguntárselo ahora que había despertado de nueva cuenta a la realidad, su realidad. De lo que estaba segura era la razón por la cual había huido sin previo aviso. Sus dos hijos no tardarían en notar que algo no estaba bien, pasarían por la casa y al no encontrarla podrían pensar que algo malo le había ocurrido. «No, esos definitivamente no serían mis hijos», se decía hacia sus adentros. El viaje hasta el puerto fue abrumador, no había peor peso que el que cargaba en su cabeza; y su corazón latía dolorosamente. Hacía un mes atrás, podías visitarla. Cruzando la avenida de las mazmorras, caminando derecho por la calle jacaranda, pasando entre dos fábricas, la primera de producto médico Health Labs, y la segunda… Ella meramente ignoraba el producto que ahí elaboraban. A mitad de la calle había un parque solitario, sus mesitas y banquitas estaban en ruinas, la yerba silvestre crecía incontrolablemente. Si caminabas un poco más y te detenías, te darías cuenta que contra esquina había una guardería y frente a esta un parque bien cuidado, cerrado los lunes, y a la derecha un monumento que hacía hincapié al fraccionamiento donde estaba su casa, un sitio pintoresco y tranquilo. Había dos casas y después, enseguida de la de dos plantas, estaban las hileras de maderos incrustados en el suelo, que hacían de cerco en esa propiedad, ahora solitaria.

    Al entrar podías ver lo que parecía un pequeño estanque que encerraba a unos pececillos de plástico panza arriba, de colores naranja y otros casi dorados. Sobre el jardín descansaba desde hace años un enorme arbusto en forma de medio círculo y, caminando sobre las baldosas de adobe, debajo de la sombra que te cobijaba gracias a los altos árboles de sakura, un capricho de Doña Mabela porque para ella era hermoso ver que al caer el otoño las pequeñas hojillas se desprendían de sus copas altas y bañaban todo el suelo del jardín como nieve de un rosa pálido. Los árboles más bajos se encendían de un rosa vibrante y con sus flores hacían juego unas sombrillas rojas de un toque oriental adquiridas en un bazar por menos de ١٠٠ pesos mexicanos cada una, un gusto muy obsesivo que tenía la niña Mariela por la cultura japonesa. Después de quitar la vista del rojo terminabas por descubrir una casita de madera. Una casa pequeña que hace unos cuantos ayeres, por razones del vasto destino, se incrementaba la distancia en cada uno de los cuerpos famélicos que habitaban esa casa. Sus carencias eran cada vez mayores, lo que Monserrat ganaba vendiendo paquetes de fotografías no alcanzaba a cubrir todas sus necesidades. Cuando Mariela, su hija mayor, terminó sus estudios en la preparatoria, comenzó a trabajar, pero no era de gran ayuda para su madre; tenía otros planes con el dinero que ganaba. Lo cierto era que su codicia no se lo permitía. Juliancito en ese entonces era remilgoso y muy especial para la comida, una costumbre que su mamá, bajo el chantaje del niño, fue propiciando hasta parecer que su pequeño estomago no permitía otro platillo que no fuera macarrones con trozos de jamón. Doña Mabela, madre de Monserrat, estaba en contra de ella, o al menos eso era lo que cualquiera que estuviera presente cuando entre las dos se debatía algún asunto se daba cuenta o al menos lo sospechaba.

    Volviendo al presente, se paró de la cama y caminó al cuarto de baño, se bajó las pantaletas y puso sus sentaderas sobre el escusado. El ruido del líquido que salía como chorrito la alivió después de pasar la noche reteniendo los orines. Bajó la palanca y mientras le decía adiós a los líquidos amarillentos que habían sido de ella hace unos momentos, pensó en todo otra vez, el dolor que la atacaba como una tormenta llena de estruendosos rayos y nubarrones. Quiso que todo ese mal se fuera directo por el escusado junto con los orines, pero eso era solo algo más en su lista que no se iba a cumplir. Se miró al espejo, vio su cara, restiró su frente con una de sus manos, se le veía lisa, después la soltó y vio algunas arrugas. Se tocó las mejillas masajeándolas en movimientos circulares. Sus pechos aún tenían cierta firmeza a pesar de sus 45 años. Monserrat tenía buen trasero, bonitas piernas, torneadas, tenía la fortuna de poder usar faldas y shorts sin que se avergonzara. Terminó de despertarla el agua con la que se lavó la cara. Regresó a la cama, tomó su bolso que había estado sobre el buró al lado del colchón y lo abrió. Lo primero que cayó al vaciarlo todo fue un sobre blanco, el cual contenía una carta dedicada para ella de su madre. Ese sobre maltratado estaba en su poder desde hace dos meses, pero desde entonces no se animaba a leer su contenido. Había pensado muchas veces en quemarla, tirarla a la basura o hasta comérsela, pero la carta aún estaba con ella. Al final la guardó en uno de los tres cajones del buró y se acercó a donde estaba la maleta y la aventó a la cama. De ella sacó unos shorts y una blusa de una tela suelta, quería sentirse cómoda. Se colocó bloqueador solar en los lugares donde su piel estaba descubierta y salió de la habitación. Bajó un tramo de escaleras hasta llegar a un pequeño vestíbulo, cruzó miradas y después unas palabras con el hombre que estaba detrás del mostrador.

    —¡Buenos días tenga usted, señorita! —Le soltó aquel hombre.

    —Gracias, pero no me molesta que me diga señora cuando mi trabajo en la vida ha sido duro —Le regaló una sonrisa algo incómoda y salió del hotelillo.

    Capítulo Dos

    El momento en el que dejó el pequeño vestíbulo con aire acondicionado, el clima de afuera la recibió con un golpe de calor que era insoportable. No tardó más de cinco minutos para que comenzara a sudar a cántaros, hacía un viento ligero y el aire que podía respirar era sofocado. Desde afuera podías ver el hotel pintado en un color excéntrico, que hacía alusión al nombre de un ave rosa de piernas largas y tan delgadas como si fueran popotes. Caminó en línea pasando por los hostales, hoteles, restaurantes y tienditas de recuerdos y otras provisiones hasta llegar al muelle donde sus ilusiones se quedaron pasmadas. Si antes había visto tanta agua, no le había prestado tanta atención hasta ese momento en el que parada sobre la madera con la que estaba construido el muelle, el viento le levantaba los cabellos que le colgaban detrás de la nuca cayéndole de la coleta alta. Era lo más hermoso que había visto en su vida, el inmenso espejo donde se reflejaba el cielo azul se estaba volviendo tempestuoso como la tormenta que la inundaba en ese instante. A los demás turistas se les podía ver recostados sobre las camillas bajo la sombra y otros bronceaban sus pieles pálidas al sol; los niños corrían de un lado a otro y otros jugaban con la arena, portaban cubetas de colores vivos y palitas de plástico. Sus mamas tomaban limonada fresca y algunos jóvenes se echaban un chapuzón en el agua. Monserrat dejó de caminar sobre la madera del muelle y después de caminar sobre un tramo de banqueta, sus pies ahora caminaban sobre la arena blanca, sus sandalias coloridas se atascaban y se enterraban en cada paso. Llegó a la orilla, la línea que dividía el suelo

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