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Caletón Blanco
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Libro electrónico122 páginas1 hora

Caletón Blanco

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Verano de 1987. En la isla de Lanzarote se le pierde el rastro a una niña alemana en una playa del municipio de Haría. Mientras su madre inicia su búsqueda, un niño que está de acampada con su familia en la playa del Caletón Blanco comienza una peculiar amistad con una joven de las mismas características que la niña desaparecida. Cuanto más se estrecha su relación, más sucesos extraños ocurren alrededor de su familia y de la zona que envuelve a esa enigmática cala del norte de la isla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2019
ISBN9788418034848
Caletón Blanco

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    Caletón Blanco - Yeroboam Perdomo Medina

    Caletón Blanco

    Yeroboam Perdomo Medina

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Yeroboam Perdomo Medina, 2019

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788418036316

    ISBN eBook: 9788418034848

    A María Dolores Fernández Fuentes y

    Leticia Tavío Flor.

    Prólogo

    ¿Qué es una isla... un espejismo, una esperanza sobre el mar, una verdad a medias, otro mundo paralelo? ¿Qué es un niño? Un ser inocente, un aprendiz, una ilusión latiendo. Una isla que en la década de los años ochenta aún no había sido masificada por el turismo y conservaba todavía su estado más puro, y un niño que en aquellos años aún solía jugar en la calle con otros niños de una manera diferente a como se juega en la era tecnológica y de las redes sociales.

    Caletón Blanco es la historia de una playa, de una isla, de unos recuerdos de una infancia cuando se podía acampar en aquel paraje. Aquella no era una playa cualquiera, la arena, el mar, las rocas..., todo es distinto a la demás playas que estamos acostumbrados a ver, y en aquel lugar surgían historias que se contaban en voz baja para que un niño no las pudiera escuchar y sentir miedo. Pero el oído de un niño siempre se agudiza cuando de por medio está la curiosidad y el misterio. Llegaron a mis oídos que, en el lugar más hondo del mar, en aquella playa, donde sube y baja la marea de manera misteriosa, se ahogaron varias personas y que nunca fueron encontradas, entre ellos, una niña y un perro pastor alemán. No existe en las hemerotecas de la isla algún suceso que se le parezca, pero ya son conocidas las leyendas y misterios que rondan el boca a boca en las islas Canarias y, en concreto, también en la isla de Lanzarote. Por tanto, esta historia juega con todos los recuerdos que viví en el Caletón Blanco. Misterios, leyendas y supersticiones que los mayores de aquella época mostraban ante los ojos de un niño.

    Aquel niño indaga y explora más allá de los límites de un adulto, los niños tienen otros ojos y otra sensibilidad, pueden ver cosas que los adultos no, un sexto sentido que ellos han perdido, pero todo dentro de una cotidianidad y un marco cómico y alegre, como son unas vacaciones de verano en la playa, contado desde el habla canaria y desde la forma de ser canaria. El niño despertará ese verano y descubrirá distintos aspectos de la vida, alegres, tristes, cómicos y terroríficos, todos escenificados en la arena y en el mar, pues de aquella misteriosa playa surge este libro.

    Capítulo 1

    Sonaban las ruedas de aquella camilla como si fuesen a salir disparadas en cualquier momento, ruedas desgastadas y finas, que iban dejando a su paso, veloz y tortuoso, unas rayas grises sobre el suelo blanco y desnivelado del hospital. Detrás de la camilla, entre los brazos de los sanitarios, podía ver el pelo blanco de su madre, lo tenía encrespado y seco, se iba moviendo con los vaivenes de la cama con ruedas, era el signo más vital que expresaba su envejecido y pálido cuerpo. Torcieron a la derecha, a otro pasillo, otro pasillo vacío, blanco, viejo y pobremente iluminado, giraron a la izquierda y se metieron dentro de un ascensor, ahora estaba a los pies de su madre, no estaba consciente, la llevaban a quirófano. Se abrieron las puertas del ascensor, en unas puertas a la derecha, los enfermeros le avisaron de que hasta ahí podía acompañarla, le dio un beso a su madre en la mejilla. Un médico le puso una mano sobre la espalda. A su madre se la llevaron por aquellas puertas; el médico la condujo hasta un despacho, su lugar de trabajo. Su madre, en los últimos años, había tenido una mala salud de hierro, compaginaba la diabetes, la tensión alta y varias caídas con rotura de los huesos de los brazos y la cadera, por último, le falló el corazón. El médico le dijo que la iban a preparar para operarla, pero no sabían si su cuerpo sería capaz de soportar la operación, tampoco sabían si podría superar el postoperatorio, le dijo que estaba muy débil, que si todo salía bien tendría que seguir por un tiempo en el hospital para observar su evolución que se perfilaba larga. Kerstin se hizo a la idea de que aquel beso que le dio sería el último, se conformó en que sería sedada y no sufriría, se quedó tranquila con la reiteración sobre la sedación, el médico siguió hablando, pero ella ya no siguió escuchándolo, sus ojos volaron por el despacho del doctor hasta que se posaron encima de unas postales turísticas, centró su atención en un tablón que estaba detrás del doctor, lleno de papeles y fotografías, también de postales de viaje, le llamó la atención una de ellas, había retratado un paraje negro, desértico, con un volcán oscuro y gris en medio de un mar de cenizas, bajo la fotografía, un nombre: Lanzarote, Kanarische Inseln.

    Veintisiete noches después se movía de un lado a otro de la cama, al otro lado de la pared azotaba el viento con fuerza, tenía las aguas revueltas y las rompía contra las rocas y la orilla, las palmeras se balanceaban, las hojas de palma chocaban unas con otras, como una ovación de aplausos interminables, sus ramas eran como látigos azotando los muros y ventanales como si intentaran domar unas fieras invisibles, el aire llevaba tierra de un lado a otro, dejando las superficies polvorientas y rellenando de arena cada espacio vacío, cada rendija o hendidura, el polvo entraba por debajo de las puertas y creaba surcos en los bajos de los cristales de las ventanas y portales. El rallar repetido de las hojas de las palmeras contra la ventana de su dormitorio, como si fuesen garras y pezuñas amenazando al otro lado del cristal, le hicieron abrir los ojos. Su costumbre era la de tomarse un buen desayuno y meterse en la cama tan solo con un té en el estómago. Siempre se levantaba muy temprano, aún era de noche y el hambre ya le retorcía el estómago, se desperezó sobre la cama alargando sus brazos, acarició con su mano izquierda el pelo revuelto de su hija que dormía a su lado, se levantó y fue hasta el lavabo, después de lavarse la cara volvió al dormitorio y ordenó con sus manos los cabellos de la niña, la pequeña se resistía a levantarse, su madre la fue vistiendo poco a poco mientras ella seguía con los ojitos cerrados. Salieron del apartamento y bajaron las escaleras, el viento nocturno había decorado los escalones con hojas de flor de buganvilla, pétalos de geranios y con entresijos de piel de palmera. Entraron en el bufet a las siete y media de la mañana, los camareros todavía estaban rellenando las bandejas de alimentos, aún con las caras hinchadas por el sueño y con los cabellos deformados por las almohadas. Fueron las primeras en llegar, ella se sirvió un zumo de naranja, un café con leche, dos huevos fritos, una porción de bacon y un par de salchichas. A su hija le sirvió un zumo de naranja y dos cruasanes. Untó de mantequilla el interior de un cruasán y lo puso en las manos de la niña, la pequeña le daba pequeños mordisquitos con los ojos entreabiertos, no tenía hambre y seguía luchando contra el sueño. Su madre se bebió el zumo de naranja y después se metió el bacon en la boca. La grasa del tocino dejó brillando los bordes de sus labios, después, con una servilleta, apagó parcialmente el brillo mantecoso, luego dejó la servilleta mal colocada sobre la mesa y esta cayó sobre su pie. La recogió y la volvió a colocar sobre la mesa. Clavó su mirada en la pared y se quedó pensando en el tiempo que llevaba sin tener los pies al aire como los llevaba ese día. Recordó de repente sus botas altas y grises, unas botas que usaba para el duro invierno berlinés, las recordó pisando un largo pasillo, un pasillo gris y húmedo, recordó una cañería oxidada de la cual brotaban gotas de agua turbia, era un pasillo subterráneo, en su mano izquierda llevaba una carpeta marrón con documentos sellados y firmados, en su mano derecha agarraba la pequeña mano de su hija, con su otro brazo, la niña abrazaba un peluche descosido. Las dos estaban acompañadas por dos policías, acababan de salir del despacho de su marido, el cual había firmado aquellos papeles que le daban autorización para cruzar la frontera. Subieron por un ascensor hasta la planta principal, salieron por el vestíbulo del edificio y bajaron unas escaleras, bajo ellas los

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