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La habitación celeste
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Libro electrónico257 páginas11 horas

La habitación celeste

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A Elena Ferrán le diagnostican cáncer de pulmón. Ingresa en el hospital San Judas Tadeo, el mejor y más moderno de toda Europa para el tratamiento de ésta terrible enfermedad. Allí conoce a Erika y Juancho, dos compañeros de batalla con los que vive momentos que, además de ayudarla a pasar mejor su estancia en el hospital, la van transformando en una auténtica guerrera. Una noche estando en su habitación, aparece Marcos. Un chico algo mayor que ella, de sonrisa perpetua y verdadera, que ha tenido una apasionante vida y del cual Elena se enamora irremediablemente. De su mano navega las aguas del Mediterráneo; vive increíbles aventuras; pesca tiburones en el Atlántico, contempla juguetones delfines desde la proa de un pesquero y recorre ciudades que jamás imaginó conocer. Todo, sin salir de la habitación celeste. El amor y la amistad son dos valiosos aliados con los que la chica de ojos esmeralda se enfrenta al miedo, a la enfermedad y a la propia muerte.

«Cuando la muerte nos mira directamente a los ojos disfrazada de enfermedad, solo nos queda mantenerle la mirada. Tal vez así, sea ella la que tiemble, se asuste y acabe posando sus gélidas pupilas sobre otro desdichado mortal.
El amor, en ciertas circunstancias, más que un sentimiento, es un salvoconducto para mantenerse con vida».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 abr 2016
ISBN9789895157464
La habitación celeste
Autor

JC Akay

JC Akay nació en Ayamonte, un luminoso y pintoresco rincón del suroeste andaluz, el 30 de Noviembre de 1971. Aventurero y viajero incansable, escribió ésta conmovedora historia entre Noruega, Bélgica, Colombia y España. A sus 43 años de edad se considera, como él dice, un escritor-vividor, que vive enamorado del Mar, de los barcos y de la vida. Ha sido durante 15 años autor de comparsas de carnaval, siendo premiado en numerosas ocasiones, actividad en la que ha podido dar rienda suelta a su gran pasión, la escritura. La habitación celeste es su primera novela y, según cuenta, solo desea que ésta siga recorriendo mundo, pero esta vez de la mano de sus lectores. En la actualidad vive en el norte de Noruega y trabaja en nuevos proyectos literarios, tales como Smoky city y El disco dorado, con los que espera deleitar a sus presentes y futuros lectores.

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    La habitación celeste - JC Akay

    PRÓLOGO

    JC Akay salió hace unos años de su país, llevando consigo solo su talento y su valentía, seguro de que la vida premia a los que luchan, a los que se esfuerzan, a los que sueñan y a los que viven, en el más amplio sentido de la palabra. La habitación celeste nació de esa aventura que para él es la vida y creo, que cada una de las páginas de éste libro, transmiten ésta fuerza, sabiduría y alegría que solo se adquiere viajando, compartiendo y conociendo.

    JC Akay, como los mejores escritores, regala en cada una de sus historias un pedazo de su alma y en ésta en particular refleja su manera de sentir y de pensar. Sus personajes me enamoraron, empaticé con cada uno de ellos y sus emociones. En cada una de sus palabras se encuentra la fuerza y belleza de la vida, que contrasta con la inmediatez de la muerte, narrado y descrito de una forma en la que se puede sentir el dolor, la alegría y el amor a través de cada página, de cada renglón.

    Es un canto a la vida, una enseñanza de lucha, de coraje. Los sueños se hacen realidad si sales a buscarlos, si te los crees y participas activamente en ellos. El libro nos muestra que la vida no suele ser lo que queremos que sea, pero es nuestra actitud frente a ella, la que hará que se acerque lo máximo posible a nuestra concepción de vida, independientemente del tiempo que estemos aquí.

    Es un placer leer desde la primera página hasta la última. Existen libros que lees y te atrapan, otros te trasladan a emocionantes aventuras y otros que te dan una lección de vida, que te hacen pensar y reflexionar. La habitación celeste, logra reunir todos éstos componentes en medio de un ambiente que para muchos resultaría frío y limitado, sin embargo en el San Judas Tadeo por momentos, como lectora olvidé en que lugar me hallaba. Un hospital oncológico.

    Fanny Molina Quevedo. Colombia.

    CAPITULO I

    EL CAMINO DE IDA.

    La mañana había amanecido fría y oscura. La lluvia  golpeaba incesantemente los cristales del coche, que espera- ba junto a un semáforo a que el muñequito verde dejara de parpadear. Como una señal, como un reflejo grotesco de lo que estaba sucediendo en la vida de Elena Ferrán. El tiempo se agota... tic tac tic. Elena miraba al exterior, a los edificios, a los transeúntes bajo sus paraguas chorreantes y chubasqueros empapados, y sin embargo, parecía no mirar nada en concreto, a nadie en particular, no estaba allí. Tenía la mirada perdida, la mente ocupada en un solo pensamiento, en una única cosa, que se apoderaba de su realidad de una forma arrebatadora y egoísta. Ella, había amanecido incluso más triste que ese día gris y lluvioso. Estaba nerviosa, temerosa, intranquila. Su madre, de vez en cuando, giraba la cabeza desde el asiento del copiloto para darle conversación.

    – ¿Cómo estas cariño? ¡Elena! –

    Pero ella seguía contemplando la nada, tras los cristales mojados de lluvia del Audi azul familiar.

    El muñeco del semáforo cambió de color tras acelerar su intermitencia en verde. Unos kilómetros más adelante, el coche abandonaba definitivamente la ciudad, para comenzar el ascenso a las cumbres gemelas. Después, una larga y si- nuosa bajada entre pinos y abedules.

    – Bueno, ¡casi estamos! – dijo su padre, dirigiendo la mirada hacia el retrovisor. En él, aparecía reflejada la cara de una Elena abatida. En realidad Paco, tenía aún más miedo que su hija, pero intentaba masticarlo y tragarlo en silencio.

    – ¡Estamos llegando!– volvió a repetir cinco minutos más tarde. Elena le devolvió la mirada a través del retrovisor del audi y tras suspirar la apartó sin contestar.

    La acompañaban en el vehículo, además de sus padres, su hermana Patry, la mayor de los cuatro hermanos y Sonia, su mejor amiga. Ambas en silencio, como ella, sin saber que decir, mirando también por las ventanillas traseras del coche. Intentando no cruzar la mirada con Elena, para no verse obligadas a decir algo, cualquier cosa que pudiera hacerla sentir aún mas incómodamente protagonista de aquél viaje. Solo Sonia, se atrevió a agarrarla de la mano, como queriéndole decir lo que en ese momento no acertaba a decirle con palabras. 

    No estás sola amiga.

    – Aquí estamos. Podéis bajaros mientras yo busco aparcamiento, ¿de acuerdo? – dijo Paco, intentando aparentar una calma que hacía semanas no encontraba. Detuvo el audi azul en la puerta principal del hospital oncológico San Judas Tadeo. Con el coche parado frente a la entrada principal del hospital, las cuatro mujeres bajaron del él en silencio. Abrieron el maletero y recogieron el equipaje que éste portaba. En silencio. Subieron las escaleras que accedían a la entrada y esperaron allí, a que Paco estacionara su vehículo y regresara junto a ellas, para entrar todos juntos al edificio.

    Elena era una chica de veintisiete años, rubia, muy guapa, de un metro sesenta y cinco de estatura y con unos ojos chispeantes y grandes de color verde intenso, como coloreados por uno de esos programas para retocar fotografías. Tenía tez clara. Figura voluptuosa. Se había criado en el seno de una familia cristiana. Su padre, Paco Ferrán, era empresario de éxito. Suyas eran tres de las siete ferreterías de la ciudad. También poseía un restaurante famoso en toda la comarca llamado El Nórdico, que fue el primero de sus negocios. Lo montó a los tres años de regresar de Noruega, país en el que había pasado trabajando duro, como muchos otros emigrantes Españoles de la posguerra, diecinueve años de su vida.

    Elena era la menor de cuatro hermanos; Patry, la mayor, Jorge y Manu, los dos gemelos que la seguían en orden decreciente y ella, la más pequeña. Su madre se llamaba Marta. Una mujer bien parecida aún con la edad que ya tenía, más de sesenta y ocho. Rubia, como ella. Aunque su pelo ya lucía alguna que otra cana. Marta y Paco Ferrán, habían formado una familia estable y unida, no sin esfuerzo, no sin dificultades. Ahora solo esperaban disfrutar cuanto pudiesen de ella, ya que habían pasado muchos años batallando y peleando contra viento y marea, para que precisamente, no les faltara de nada a sus cuatro hijos y a sus cinco nietos. Y ahora, todo daba un giro inesperado. Su pequeña Elena padecía Cáncer de pulmón. Por dios, a ella no... ¿por qué?

    – ¡Hola, buenos días! somos los Ferrán. Nos esperan. Ella es mi hija Elena... ¡Elena! – Ella se había quedado atrás junto a Sonia. Charlando bajito al lado de una máquina de café. Sonia le sostenía una mano con ambas suyas. Elena miraba al suelo.

    –¡Elena cariño tienes que venir! – Dijo Marta, elevando un poco más la voz, desde el mostrador dónde arreglaba los detalles del ingreso.

    – Tienes que firmar éstos documentos antes de subir – pronunció una vez ambas chicas habían llegado a su altura. Ésta vez más bajito.

    – ¿Estás bien? – Le preguntó su hermana Patry. Que sujetaba la maleta de Elena entre las piernas, apoyada en el suelo. Mirándola a los ojos, repitió, – ¿te encuentras bien hermana? -

    – No pasa nada Patry. Solo charlábamos – Contestó Sonia, en lugar de su hermana.

    – ¿Y cómo quieres que esté? – Respondió por fin Elena. Con voz débil, insegura. – No, no estoy bien. No quiero estar aquí. No deseo quedarme en éste lugar, ¿entiendes? -

    Y una lágrima resbaló por su mejilla. Una lágrima, que Patry se apresuró a secar antes de que se precipitara al suelo.

    – Cariño. Tienes que firmar por favor – Volvió a insistir Marta, ajena al intento de suicidio de aquella lágrima salada y fría. Tan fría como aquella maldita y oscura mañana.

    – Si madre, lo sé. Dame... déjame el boli, ya lo hago –

    – ¡habitación 227! – pronunció la chica de recepción. -Es la habitación celeste. El doctor Esteban Sanz ha sido ya avisado de su llegada y en media hora aproximadamente, se pasará a hablar con ustedes. Mientras, las enfermeras de planta las ayudaran con todo. Los ascensores están al fondo de éste pasillo a la derecha. Si no tienen ninguna pregunta, pueden subir a la habitación cuando lo deseen. Bienvenidos al San Judas Tadeo – Concluyó la empleada.

    – Gracias a usted – Respondieron los padres de Elena casi al unísono. Elena seguía algo absorta. Patry recogió la maleta  que sujetaba entre las piernas y los cinco se dirigieron al fondo del pasillo, a la zona de ascensores, tal y como les habían indicado.

    – Solo son dos plantas, ¿por qué no subimos por las escaleras? – Dijo Elena, mientras se encaminaban hacia las máquinas elevadoras de personas.

    – Yo preferiría subir andando – Repitió.

    – Vale cariño, como desees. Pero yo lo haré en el ascensor. Ya sabes... éstas piernas... – respondió Marta. – Nos vemos arriba, ¿vale? Recuerda es la 227. -

    – ¡Yo la acompañare! – Dijo Sonia.

    Las dos chicas, giraron a la derecha para subir por las escaleras. Todo estaba correctamente señalizado. Meticulosamente indicado. Como era de esperar en un Hospital como aquél. 

    Era un edificio grande, pero solo disponía de ciento treinta habitaciones y albergaba un total de ciento sesenta camas. Y era caro, muy caro.

    El San Judas Tadeo, se encontraba situado en una zona de montañas cercana al Pirineo Catalán. En un valle. Estaba considerado como uno de los hospitales de oncología mejores del mundo, y de los más modernos. No todo el mundo podía ser tratado allí, debido a lo costoso que resultaba. Era el número uno de Europa en cáncer de pulmón. Aunque trataban cualquier tipo de tumor. Tenía cinco plantas. En la principal, estaba la zona de recepción y una gran cafetería-restaurante, con enormes ventanales orientados a las cumbres gemelas. 

    El suelo laminado en madera de un tono gris plomizo y un original techo pintado con motivos invernales, la dotaban de un aire acogedor. 

    El mostrador de la lujosa cafetería, tenía el frontal recubierto de piedra de pizarra gris oscuro y siete enormes lámparas de araña de diseño vanguardista colgaban del techo, aportando a la estancia una luz tenue, que contrastaba con la luz solar que se colaba por los enormes ventanales en los días luminosos. Además de la cafetería-restaurante y la zona de recepción, la planta disponía también de varias salas de espera para visitas, con áreas infantiles para los niños, repletas de juegos y pintadas con vivos colores. Varias habitaciones dónde se realizaban diversos tratamientos paliativos y una unidad de observación completaba el conjunto.

    En la primera planta se hallaban los despachos del director, psicólogos, reflexólogos y demás doctores residentes. Ésta planta tenía el suelo también en madera, pero en tonos cerezo y las paredes estucadas en blanco roto. A la altura de cada despacho, unos sauces llorones pintados en las paredes, enmarcaban las puertas de madera de Abedul, que daban acceso a los mismos, dotando a la planta de un aire agradable y muy original. En las plantas segunda y cuarta del edificio, estaban las habitaciones para los pacientes. Cien en total. Los adultos, ya que los menores de edad se alojaban en la tercera, que contaba con un total de treinta habitaciones más, dónde se repartían sesenta camas. Dichas plantas tenían el suelo de mármol rosado. Las paredes estaban decoradas con dibujos coloristas. Sonrisas, globos de colores flotando en un cielo azul infinito y unas frases de afamados escritores, cargadas de optimismo y positividad, repartidas uniformemente por todas ellas. Cada habitación tenía asignado un color. La de Elena era celeste. Pero las había en verde, rosa, azul, violeta, amarillo crema, naranja suave. La planta tercera, además de las habitaciones infantiles, albergaba un restaurante para los pacientes y residentes del hospital. En él, unos ventanales de marcos de aluminio daban a un patio interior, en el que se erguían verticales, buscando la luz del sol, una hilera de naranjos desprovistos de flor. Con sus copas redondeadas.

    La quinta y última planta, era la más especial. Tenía tres modernos quirófanos en el ala norte. Pero además, en el ala sur, disponía de una piscina cubierta,  dos salas de reuniones, dónde tenían lugar las charlas psicológicas grupales y un gran salón decorado y ambientado con motivos orientales y diseñados siguiendo las directrices del feng shui, dónde se practicaba  yoga y meditación. Contaba con una habitación destinada a la reflexología podal, con balcón al exterior. En el ala oeste, se encontraban las salas para radio y quimioterapia. La terraza superior del hospital, era espectacular. Tenía un jardín precioso y transitable, desde el cual se podía contemplar toda la hermosura de aquél idílico lugar, tranquilo y reparador. Abajo, un enorme jardín, que mezclaba varios estilos, rodeaba todo el edificio. Praderas de césped, árboles de sombra, arbustos de flor, caminos, bancos, piedras, fuentes e incluso un pequeño estanque con carpas de colores, que separaba el edificio principal de otro más pequeño, que estaba destinado a la sala de calderas y a un pequeño taller de mantenimiento. Rodeando el conjunto, los aparcamientos. El San Judas Tadeo se alejaba de la típica y fría imagen que solían tener los hospitales comunes y ello contribuía claramente al bienestar de los pacientes y del personal residente. A pesar de todo, seguía siendo un hospital.

    CAPITULO II

    TEMOR Y LÁGRIMAS.

    Las dos amigas subían por las escaleras. Lentas, de la mano. Elena y Sonia se conocían desde el instituto. Allí forjaron su amistad, entre horas de patio y clases de inglés con D. Israel, un profesor medio calvo de andares raros. Entre miradas y charlas secretas sobre Jaime, un chico alto y atlético de ojos negros y sonrisa de emoticono, que gustaba a ambas mujeres, bueno, a ellas y a casi todo el sector femenino del Instituto Bartolomé Girón. Aquél chico, también llamaba la atención de Raúl, un compañero de estudios y chismes que era mucho más femenino que algunas compañeras del insti. Con él, pasaban gran parte del tiempo las dos amigas, dentro y fuera de aquél centro de estudios. Los tres siempre juntos, o las tres, como le gustaba decir a Raúl. Con los años la amistad entre Elena y Sonia se fue fortaleciendo, a base de fines de semana entre juergas juveniles, horas de estudios en casa de una y otra y la calle, que es la otra universidad, la de la vida, la que te curte, la que te enseña a base de lecciones implacables y golpes de los que causan verdadero dolor, esos que no quiebran huesos, pero pueden fracturar sueños. Las dos eligieron estudiar la misma carrera, derecho. Raúl, a esas alturas, ya había tomado su propio camino y elegido su particular carrera. Trabajar en el taller de corte y confección que regentaba su madre, la Sra. Pilar. Por cierto fue él quien al final logró llevarse al chico, deseo de casi todas las compañeras de instituto. Fue él quien acabo besando a Jaime, una mañana junto a la puerta del gimnasio, cuando todos los demás compañeros trepaban por las odiosas cuerdas verticales colgadas del techo en su interior. En realidad, fue Jaime quién decidió probar los labios de Raúl, para desengaño y sorpresa de todas.

    Las dos mujeres llegaron a compartir piso de estudiantes con varias amigas más. Sofía, otra compañera en las clases de D. Israel, el profesor de inglés de andares raros y Maggie, una chica de origen Francés afincada en la ciudad y a la que conocieron a través de uno de esos típicos anuncios de;  . Las cuatro chicas, fueron descubriendo juntas lo que significaba vivir alejadas del núcleo familiar. Descubriendo la soledad no elegida y también la escogida, el amor aparente y los amantes ocasionales, las noches sin cama, el día sin luz solar, los besos oportunos, las risas  y las horas y horas y horas de estudios compartidos. En aquellos años, la amistad de Elena y Sonia, se forjó a base de eso; compartir, discutir, compartir, confesar, compartir, descubrir, compartir, pelear, compartir y sobre todo.... compartir.

    Las chicas llegaron a la planta segunda del San Judas Tadeo, los familiares de Elena ya estaban allí y todos juntos, tras pasar por el mostrador de planta, se dirigieron acompañados de una enfermera a la habitación asignada, la 227. La de color azul cielo.

    – Bueno Elena... ¡ésta es! – Comentó Marta, a la vez que llegaban hasta el umbral de la puerta.

    Era una habitación espaciosa, pintada de azul claro, con un amplio baño nada más entrar a la izquierda y una ventana al fondo, con vistas a las montañas y al río que bajaba entre ellas. La cama no se veía desde la puerta. Junto a ésta, una mesilla y en frente un sillón de piel de color marrón y un televisor colgado en la pared.

    – Te ayudo a deshacer la maleta ¿vale cariño? – dijo Patry, dejando ésta sobre la cama. – ¿No está mal la habitación?, se ve espaciosa -

    – ¿Quieres quedártela tú? – respondió Elena con voz cortante, sin pensarlo demasiado. – Lo siento hermana es que.... – recapacitó.

    – No te preocupes, no me pidas disculpas. Entiendo que no te parezca bonita, al fin y al cabo, esto no es un hotel... más quisiéramos todos.– acabó murmurando entre dientes.

    Paco, que apenas había articulado palabra desde que pusieran el pie en aquél hospital, comentó que iba a fumar un cigarrillo dónde lo dejaran y que volvería en unos minutos. En realidad, fue a mezclar humo y lágrimas a algún lugar dónde nadie lo viera hacerlo, sobre todo su pequeña. – Vuelvo en seguida... voy a fumar un cigarro, llevo toda la mañana sin catarlo y ya es un récord para mí. – mostrando media sonrisa, salió de la habitación.

    Marta, después de lanzar a su marido una mirada de desaprobación, salió a hablar con la enfermera. Mientras, Patry, Sonia y Elena se quedaron a deshacer el equipaje y colocar su contenido en el armario de la 227. En realidad, lo hicieron Patry  y Sonia. Elena se dirigió a la ventana y perdió su mirada y su pensamiento en aquellos paisajes, tal y como hiciera durante el trayecto en coche. Dejó de llover y el sol parecía querer asomarse con dificultad entre las

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