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Por qué a mí
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Por qué a mí

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Una mujer que luchó sin desfallecer. Una mujer que con tesón consiguió sacar adelante a sus hijos en los peores tiempos de la posguerra civil española. Seguro que en esos tiempos habrá habido muchas mujeres que podrán verse reflejadas en esta historia. Muchas madres sacrificadas. Muchos hijos que reconocerán en la vida de Encarna a su madre. Encarna tuvo una vida de sacrificios. Una vida dura. Llena de esfuerzos. Un deambular por caminos tortuosos por los que llegó al final de su vida. Una vida en la que, si las circunstancias del momento eran duras, se tornaron prácticamente imposibles de superar al ir acompañadas de malos tratos, traiciones y abusos de sus compañeros de viaje. Una vez superados al final de sus días, lo que vio Encarna cuando llegó ese momento, al mirar atrás, le hizo sentirse orgullosa de su obra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 nov 2020
ISBN9781005852894
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    Por qué a mí - Juan Antonio Relancio

    POR QUÉ A MÍ

    Jon Reboca

    POR QUÉ A MÍ

    Portada creada por Josemari Alemán Amundarain.

    Primera edición: febrero de 2020

    ISBN: 978-84-18149-31-3

    Copyright © 2020 Jon Reboca

    Editado por Editorial Letra Minúscula

    www.letraminuscula.com

    contacto@letraminuscula.com

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Dedicado a mi mujer Inma, a mis hijos Oliver y Leticia

    y a mis nietos, June, Nahikari, Ainhize y Ametz.

    Quiero agradecer expresamente a nuestros amigos Ana y Fernando su ayuda, consejos y sugerencias que han hecho realidad que este libro pueda ser disfrutado por más personas.

    A mis hermanas Julia, Carmen y Concepción por prestarme su memoria.

    Este libro quiere ser un homenaje a Encarna, pero no me resisto a hacerlo extensible a todas las mujeres que con su valor y arrojo sacaron adelante a sus familias en los tiempos dificilísimos de la posguerra española.

    Gracias a ellas este país no colapsó y consiguió salir adelante. Nunca estarán suficientemente reconocidas. Se trata de personas anónimas que pelearon defendiendo a su familia.

    En aquellos tiempos, en cada una de las casas de España ha habido una Encarna, por lo tanto, este libro es un homenaje a todas ellas. En estos tiempos la mayoría ya nos habrán abandonado, pero nunca es tarde.

    Jon Reboca

    ÍNDICE

    CAPÍTULO I: ORIGEN VALENCIA

    CAPÍTULO II: MADRID

    CAPÍTULO III: MEDINA DEL CAMPO

    CAPÍTULO IV: MADRID

    CAPÍTULO V: ARGUIZURI

    CAPÍTULO VI: MALLÉN

    CAPÍTULO VII: LLEGADA A ARGUIZURI

    CAPÍTULO VIII: LA CORUÑA

    CAPÍTULO IX: ASENTARSE EN ARGUIZURI

    CAPÍTULO X: DE VALENCIA A ARGUIZURI

    CAPÍTULO XI: LA NUEVA CASA

    CAPÍTULO XII: HACIÉNDONOS MAYORES

    CAPÍTULO XIII: AL FINAL ME QUEDO SOLA

    EPÍLOGO

    CAPÍTULO I: ORIGEN VALENCIA

    —¡Qué no puedo, señora, que es imposible hacer lo que me pide!

    —¿No se da cuenta que, si falta dinero y no cuadran las cuentas, tengo que ponerlo de mi bolsillo?

    —Por favor señor, ¡por mi hijas, hágalo por mis hijas, de rodillas se lo pido! —dijo la mujer acompañando con el gesto, lo que indicaban sus palabras.

    Ahí estaba ella. Arrodillada en la estación de la Renfe de Valencia, en la sala de expedición de billetes frente a la única ventanilla abierta. Con dos niñas que asustadas por la desesperación que veían en su madre, lloraban sin consuelo.

    Había poca gente en el vestíbulo de la estación. Era una hora en que salían los trenes de largo recorrido y en esos trenes la venta de billetes normalmente se hacía anticipada. Quedaba una ventanilla para los viajeros de última hora, esos que o siempre esperan al último minuto para hacer todas las cosas, o bien se trataba de viajes de negocios que salen apresuradamente. De ninguno de estos dos casos se trataba. Era la desesperación la que quería viajar.

    —Pero señora —dijo el encargado de expender los billetes, saliendo al vestíbulo para tratar de que la señora se levantase y no diese un espectáculo mayor—. Que yo también tengo niños pequeños. Que también necesitan del dinero que gano para poder seguir comiendo. Que estamos todos viviendo momentos dramáticos. Por favor señora —continuó—. ¡Pero no comprende que no puedo ayudarla!

    El factor no sabía cómo podía parar aquello y dijo casi fuera de sí:

    —Por favor. ¡Levántese! y no dé más espectáculo que le estoy diciendo que no puedo hacer nada, ¡NA-DA! —estaba totalmente descompuesto, se sentía impotente y no quería llamar a la Guardia Civil— «Bastante tenía la pobre señora», pensaba, mientras le conminaba a ponerse de pie y marcharse de la sala.

    —¡Lo que quiera, hago lo que usted quiera!, pero tengo que subir a un tren que me lleve a Medina del Campo con mis hijas. Es la única manera que mi familia pueda ayudarme. Dígame que quiere que haga y lo haré, ¡lo que sea! —dijo gritando, mientras lloraba con desesperación, con rabia, con impotencia...

    Necesitaba imperiosamente salir de Valencia. Necesitaba ir a la ciudad donde su hermana, seguro, podría ayudarla. Es que no solo había dos niñas. Una nueva semilla había germinado y aunque todavía no se le notaba excesivamente si se dibujaba la línea sutil de las embarazadas, se intuía más bien una pequeña tripita que se disimulaba por las ropas tan holgadas que llevaba puestas, ropas, que sin duda tenían al menos dos tallas más de las que necesitaba la señora. Desde luego, habían tenido tiempos mejores.

    La mujer no debía pasar de los treinta años. A simple vista aparentaba al menos diez o quince más, probablemente por el sufrimiento y la angustia que se podía ver reflejada en su rostro. En cuanto a las niñas, la más pequeña y que lloraba agarrada al cuello de su madre sin soltarla en ningún momento, no llegaría a cinco, la otra, que trataba de consolar a su madre y a su hermana, ejerciendo de hermana mayor, rondaría los siete como mucho.

    La mujer seguía sin hacer caso del factor de Renfe que le conminaba a levantar y marcharse de allí. Ella, agarrando fuertemente a sus dos hijas, seguía pidiendo ayuda de rodillas. Lloraba con desesperación, tenía la certeza de que no podía hacer otra cosa nada más que implorar y tratar de subirse a ese tren con destino a un futuro mejor, al menos para sus hijas.

    —Pero, ¿qué está pasando? —dijo un fraile franciscano, que acababa de entrar al vestíbulo, al acercarse a la ventanilla y ver una señora de rodillas llorando y con dos niñas que se agarraban a ella, llorando también sin posibilidad de consuelo.

    La escena era sobrecogedora.

    —¿Por qué está esta mujer así? —dijo el fraile dirigiendo su mirada hacia el factor.

    —Nada, hermano —dijo este—. Es que quiere que le regale los billetes para que pueda ir en el tren con sus dos hijas a Medina del Campo. Al parecer ahí está su familia. Le digo que eso es imposible, que si hago eso me despiden a mí y que yo no tengo dinero para pagarle el viaje. Pero no sé si no quiere, o no puede entenderlo.

    —Vamos a ver señora —dijo el fraile—. ¿Por qué quiere irse con sus hijas a Medina del Campo?, ¿no está bien en Valencia?

    Y con un hipido producido por el llanto, a duras penas, la señora consiguió explicarse en un susurro:

    —Es que mi marido nos ha abandonado. Nos ha dejado con lo puesto. Se ha llevado todas las cosas de la casa que teníamos alquilada y se ha marchado… y yo, no puedo ir a buscarle porque no sé dónde puede haber ido. Ya no sé qué hacer. Mis niñas son muy pequeñas. Yo estoy de 3 meses y ya no sé dónde acudir. Llevo cuatro semanas viviendo de la caridad. Nadie quiere darme trabajo porque tampoco tengo con quién dejar a mis niñas. Es que no nos ha dejado nada, nada… —decía entre sollozos.

    —No se preocupe señora —respondió el fraile—, que Dios aprieta, pero no ahoga. Ya verá cómo podremos arreglar esta situación —y dirigiéndose al oficial de Renfe le dijo con voz suave—: Deme un billete en tercera para el rápido de Barcelona. Y por favor, deme también los billetes necesarios para que esta familia llegue a Medina del Campo. No se preocupe —remachó—, yo los pago.

    Al oír eso, la señora que todavía permanecía de rodillas, se abrazó a las piernas del Franciscano, besándole los pies, cubiertos por unas sandalias. Inmediatamente, el fraile la levantó, separándola de sus hijas que estaban paralizadas, no entendiendo nada, y cogiéndola por los hombros le dijo:

    —Al único que debe dar las gracias es a Dios —y prosiguió—, no se preocupe y verá como ÉL, seguro, le seguirá ayudando, por muy hondo que le parezca el pozo en el que ahora esté.

    Le dijo, además, que siempre debía confiar en Dios, pues nunca la dejaría sola y rogándole que dijese en los peores momentos la jaculatoria: SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, EN VOS CONFÍO, vería como las cosas se suavizaban. Esa jaculatoria efectivamente acompañó a Encarna —así se llamaba la señora—, durante toda su vida.

    —De momento —dijo el fraile—, vamos a ir a la cantina de la estación a ver si pueden prepararles unos bocadillos para el largo viaje que les espera. Las niñas estoy seguro que tendrán hambre, pronto será la hora de la cena —remachó.

    Dicho y hecho. Recogieron los billetes y el hatillo que contenía las pocas prendas personales que les quedaban y fueron a la cantina. El fraile encargó tres bocadillos de tortilla de patatas para el viaje, se trataba de que llegasen en las mejores condiciones posibles para empezar una nueva vida. Mientras les preparaban los bocadillos, el fraile trató de consolar a la señora que tenía tanto desconsuelo como agradecimiento. Las niñas, que ante la expectativa de poder llevarse algo de comer a la boca, habían calmado su llantina, miraban sonrientes al fraile, sin entender muy bien lo que pasaba y porqué aquel señor vestido con largas faldas, con una coronilla detrás de la cabeza, había conseguido que su madre dejase de gritar y les daba unas naranjas, que rápidamente pelaron y se las metieron a la boca, con fruición, por gajos, de dos en dos, mientras su madre, algo más calmada miraba con esa mirada llena de amor, sufriendo por lo que les depararía el futuro, «pobres hijas» —pensaba.

    Estaba recién comenzado el año 1949. Era el mes de marzo. Valencia era un festival de colores y olores en sus huertos con la flor de azahar explotando en toda su hermosura. Hacía ya más de 10 años que no se escuchaban otras explosiones que las que precedían a las festividades de San José. 1949 era un año en el que todavía en la España de la posguerra había mucha hambre y también mucha, muchísima miseria.

    En Valencia, a finales de ese mismo año, concretamente el 28 de septiembre, un desbordamiento del Turia provocaría 41 muertos. Su crecida, llamada la riada de San Miguel arrasaría unas dos mil chabolas que estaban asentadas en el cauce seco de ese río y que, por falta de viviendas, estaban concentradas en el tramo del Turia conocido como el Paseo de la Pechina. También en la zona de Monteolivete. Menos mal que la crecida se produjo de día. Si no, la cifra de muertos hubiera superado fácilmente dos centenares. Además, ante la situación angustiosa, que se estaba viviendo por la cantidad de personas que habían emigrado a Valencia buscando trabajo, hacia finales de noviembre, el Gobierno Civil, dictó una enérgica y polémica disposición que prohibía terminantemente la mendicidad y la limosna callejera, ante el incremento de ésta en las calles de Valencia, ofreciendo un billete hasta Madrid para todos los que quisieran volver a su tierra. Era una manera de paliar la situación de exceso de gente desocupada.

    Encarna escapaba de una situación muy difícil para una mujer con dos hijas pequeñas y sin marido que le ayudase. No sabía que hubiera sido mucho peor si se hubiera quedado en Valencia, aunque el billete hasta Madrid se lo hubieran pagado los servicios del Gobierno Civil, todavía le hubiese faltado llegar a Medina, y, si cuatro semanas habían minado su fuerza de ánimo y resistencia, no hubiera podido aguantar hasta el mes de octubre, tiempo en que además debería dar a luz al ser que llevaba dentro.

    El fraile pagó al tabernero y dijo a Encarna que cuando le llevasen los bocadillos debían acercarse al andén nº 2 pensaba, que ya estaría estacionado el tren para Madrid, el, tenía que coger dirección Barcelona y debía marchar rápidamente si no quería perderlo, seguro que estaba a punto de salir.

    La señora dándole las gracias, le dijo:

    —No lo podré olvidar nunca. Yo y mi familia se lo agradeceremos eternamente y rezaremos por usted, para que Dios le ayude también en el difícil tránsito de la vida.

    El fraile le dio las gracias, les bendijo a las tres y se fue en busca de ese tren que le llevaría a Barcelona desde donde debería embarcar para Jerusalén, se sentía enormemente feliz por haber ayudado a quien realmente lo necesitaba, dando gracias a Dios por ello y pidiéndole que no abandonase a esa pobre mujer en las penurias de esta vida.

    El tabernero, salió con una bolsa que contenía los bocadillos de tortilla y viendo el drama que llevaba esa señora en el alma, se conmovió, les puso alguna cosa más por su cuenta, fruta —naranjas claro—, principalmente, aunque también unos pirulís para regocijo de las niñas a quienes dio uno a cada una, además de los que metió en la bolsa mostrando a las niñas una sonrisa mientras les decía:

    —Esto es para el viaje. Y para que os acordéis de mi ¿eh?

    Dándole las gracias tanto la señora como las niñas, salieron del establecimiento agarradas fuertemente de la mano, llevando a la niña pequeña entre la madre y la hermana mayor. La madre tenía con una mano cogida la mano de la pequeña y con la otra, agarrando más fuerte si cabe, la bolsa de la comida y el hatillo con las pertenencias.

    Salieron de la taberna al vestíbulo de la estación. Era enorme. La estación había sido inaugurada el 8 de agosto del año 1917, diez años después de haber comenzado las obras. La fachada era de estilo modernista, con carácter monumental y grandes proporciones, tenía además en el vestíbulo y en la zona de los andenes, una amplia marquesina metálica de 24,5 m de altura. El arquitecto fue Demetrio Ribes, valenciano, que había trabajado en Renfe, en la remodelación de la estación Príncipe Pío de Madrid. La estación de Valencia, en el año 1961 fue declarada Monumento Histórico Artístico.

    Al llegar a los andenes de partida no estaba segura Encarna de lo que le había indicado el fraile, siguió a varias personas que iban con maletas en dirección a un andén donde estaba ya estacionado un tren, cuando vio la zona de anuncio, pudo leer «tren MZA 668 destino Madrid». Habían llegado al andén correcto, observó que el tren estaba ya preparado para partir en cualquier momento. La máquina, de vez en cuando dejaba escapar una nubecilla de vapor por su chimenea, señal de que estaba ya dispuesta, había mucha gente en el andén, unos, esperando a subirse al tren, otros, despidiendo a familiares que se iban a buscar mejores condiciones de vida. Ella también estaba dispuesta a llegar a la ciudad donde su familia podría echarles una mano, por lo menos sus hijas no pasarían hambre, Medina del Campo, y este tren no llegaba… «En fin, ya preguntaré» —pensó mientras subían a uno de los vagones—, después de recorrerlo todo sin encontrar sitio, pasaron a un segundo y por fin a un tercero en el que encontraron un espacio donde todo un lateral estaba libre.

    En el mismo compartimento, enfrente, se encontraba un viajante de comercio a quien se distinguía por su ropa, la maleta y un maletín, probablemente de muestras, era bastante joven, debería rondar los 25 y estaba sentado junto a la ventana, al entrar en el compartimento, saludaron al caballero con un:

    ¿Buenas tardes, está ocupado?

    —No, claro que no señora, tienen todo el banco para ustedes y ventana para las niñas —le dijo apartándose de junto a la ventana para dejar que una de las niñas ocupase el lugar que hasta ese momento ocupaba él, la otra, la más pequeña, se había acomodado rápidamente en el lado de la ventana que había estado libre. Las niñas, sentadas junto a la ventana, ella, como si de un perro guardián se tratase, entre la más pequeña y el pasillo. Así estaba más tranquila, en el banco de enfrente, el lado de la ventana lo ocupaba la niña mayor, después, el caballero luego, el pasillo, Encarna seguía dudando y preguntó al compañero de compartimento:

    —Perdone, ¿sabe usted, si tendremos que coger otro tren que nos lleve a Medina del Campo, en la misma estación o deberé cambiar de estación?

    —Pues no lo tengo muy claro señora —contestó éste.

    —Bueno, mejor preguntar al pica —se decía—, hablando bajo, como consigo misma.

    El banco, como todos los de tercera, estaba realizado con listones de madera. Seguro que éstos, con el traqueteo del tren se les marcarían a los viajeros en las posaderas, eran muchas horas, aproximadamente 14 las previstas de viaje sin contar el trasbordo en Madrid, ¡Dios! qué recuerdos le traía esa ciudad donde había vivido tan feliz, al principio claro, hasta que el calavera de su marido, empezó a hacer de las suyas. Una vez tomado asiento, colocó en el compartimento superior el hatillo con sus pertenencias, la bolsa con la comida la dejó a su lado, sin perderla de vista ni un solo segundo. Ya estaban sentadas las tres, se dispusieron a esperar a que el jefe de la estación autorizase la salida al tren, cosa que sucedería en menos de una hora, Encarna, miraba como las niñas estaban sin perder detalle del ir y venir por el andén de las personas, abrazándose y llorando unas, otras, con prisa para subir al tren y buscar su sitio. Ella miraba ese deambular por el andén y pensaba, «todas esas personas, probablemente irán a buscar un futuro mejor, como ella». Eso que Valencia, entre los Altos Hornos, el Puerto de Sagunto y los huertos, no había estado tan mal como en otros sitios, por eso habían acudido muchas personas de otros lugares, ahora los Altos Hornos no estaban en su mejor momento y eso había incrementado los problemas. La ciudad de Sagunto no estaba preparada para tanta gente y ésta se desplazaba hacia Valencia en busca de un trabajo que, al no encontrar, generaba conflictos de todo tipo. Ella allí estaba sola, con dos niñas pequeñas, ¿cómo iba a trabajar?, ¿con quién podría dejar a sus hijas en caso de encontrar trabajo?, todavía faltaba mucho para poder dedicarse a recolectar, además, eran muchas las personas que estaban esperando a trabajar, más jóvenes y sin problemas. Estaba claro, habían bastado cuatro semanas para entender que debía buscar el refugio de su familia.

    Al poco rato, llegaron una señora ya mayor, rondaría los cincuenta con dos hijas que tenían edad casadera, desde luego se les veía que tenían posibles por su vestimenta, perfectamente cortada, de buen paño, nada ahajado como el que vestían Encarna y las niñas, dieron las buenas tardes, y fueron a tomar asiento, no sin antes tratar de colocar con enorme esfuerzo, las dos maletas que llevaban, en el compartimento reservado para los bultos.

    —Permítanme señoritas —dijo el viajante educadamente, mientras cogía una detrás de otra las maletas y las colocaba en el compartimento superior.

    —Muchas gracias —dijeron las jóvenes, dedicándole una sonrisa de agradecimiento—, es que para nosotras pesan un poco, perdone la molestia.

    —No es molestia señoritas —contestó el viajante—, es un placer haber podido ayudarlas.

    Una vez colocadas las pertenencias, tomaron asiento la señora y una hija al lado del viajante y la otra enfrente, junto a Encarna.

    Las niñas estaban un poco cohibidas, aunque no era la primera vez que montaban en tren, ya habían realizado otros recorridos, en esas ocasiones acompañados por su padre, pero claro, ésta era una ocasión especial, se marchaban a Medina del Campo y además las tres solas, no sabían lo que podía esperarles a la llegada, no conocían a ninguno de los dos primos que allí vivían Rafael y Jose, deberían tener más o menos la edad de ellas según les había dicho su madre, tampoco conocían a sus padres, la tía Carmen y el tío Rafael, ni a la abuela Luciana que estaba viviendo con su hija mayor. La jornada, había sido tan intensa en emociones y tan corta en alimentación que las había dejado exhaustas, aunque nunca lo reconocerían.

    Quince minutos después de la hora prevista, el jefe de estación hizo sonar el silbato que sostenía con la mano izquierda, teniendo el brazo derecho en alto y mostrando una bandera roja recogida. Era la señal para que arrancase el tren que así lo hizo, no sin dar antes un ensordecedor pitido. La señal de O. K. a la orden de puesta en marcha.

    Serían aproximadamente las 21:15 horas del día 30 de marzo de 1949. Tanto la madre como las hijas estaban absolutamente rendidas, había sido un día muy intenso, muy largo, con las sensibilidades a flor de piel y con la incertidumbre de no saber que podía pasar, hasta que apareció el bendito fraile, que Dios cuide y guarde muchos años, a las niñas, esa intensidad de emociones no les había mermado ni un ápice el hambre que tenían desde la mañana, solamente habían podido comer unas patatas cocidas que les dieron en la casa de Misericordia. Lugar al que acudían a diario desde que no veían a su papá.

    Su madre, sabiendo que el día había sido muy largo, sacó un bocadillo de tortilla que partió por la mitad y dando a cada una de sus hijas un trozo que parecía que había medido por ser iguales en su tamaño, se dispuso a tomar ella una naranja, no le entraba nada más que fuese sólido. Los pesares, la angustia y la intensidad de las emociones le habían cerrado el estómago.

    Ofreció un trozo de su naranja a los compañeros de viaje que declinaron cortésmente, probablemente entendieron que no podían mermar ningún alimento a esta familia.

    Las niñas dieron un cumplido homenaje al bocata, cuando acabaron, Encarna sacó una naranja que partió por la mitad después de pelarla y dio un pedazo a cada una de sus hijas, fue visto y no visto en sus manos, pasados ya los momentos angustiosos, las niñas, viendo a su madre más tranquila, tenían sus caritas serenas y relajadas, le pidieron a su madre un pirulí, pero su madre se lo negó diciendo:

    —No. Ya os habéis comido uno cada una, el viaje es muy largo, mañana querréis pirulís también y si los coméis ahora, no habrá, ha llegado la hora de dormir, ya es de noche y no se ve nada por la ventanilla, así que, a tumbarse.

    Al oír que la madre de las niñas, les conminaba a tumbarse, una de las chicas les dijo:

    —Esperad un poco que me paso al lado de mi hermana y así os dejamos todo el banco para que podáis descansar sin agobios. Ya veo que se os están cerrando los ojillos ¿eh?

    Encarna le dio las gracias y comprobó que efectivamente, estaban agotadas así que no se resistieron, se tumbaron una, con la cabeza junto a la ventanilla y la otra al revés teniendo especial cuidado en que los pies de una, no tocasen la cabeza de la otra, ambas, estaban calzadas con sandalias y unos calcetines que habían visto tiempos mejores y que su madre no les quitó durante el viaje, aunque sí las sandalias, al poco de tumbarse.

    Al cabo de un corto espacio de tiempo las niñas estaban dormidas, como solo pueden dormir unas niñas, sin que les molestase, ni el traqueteo del tren, ni los silbidos de la máquina, ni la dureza de las tablas del banco, que a buen seguro acabarían dibujadas en su piel como si de un grafiti se tratase.

    —Es una maravilla, lo que tiene ser niño. Ya están dormiditas como si estuvieran en sus camas. No les molesta ni el habla de los otros pasajeros en el pasillo, ni el traqueteo del tren ni nada de nada, ¡Qué enviada dan!, ¿no le parece? —preguntó el viajante a Encarna.

    —Bueno, han tenido un día muy ajetreado las pobres y estaban ya rendidas, además, la excitación de un viaje largo en el tren, cansa antes de empezar, ¿no cree? —preguntó a su vez Encarna al compañero de compartimento.

    —Sí, bueno, la verdad es que mejor que duerman porque así el viaje se les hará mucho más corto —dijo el viajante y continuó—, ¿se quedan en Medina del Campo o siguen viaje?, ¿se atreve a ir sola con sus hijas?

    La señora que estaba al lado del viajante, saltó como impulsada por un resorte y le amonestó:

    —Pero qué osado es usted, Señor, ¿le importa mucho donde van, le importa si va sola o acompañada? ¡Qué desfachatez!

    —Pero señora, que yo solo quería ser cortés —respondió el viajante—. Lamento si la he ofendido —dijo, mirando a Encarna—, le juro que no era mi intención, solo era para charlar un rato porque el viaje se va a hacer largo, vayamos donde vayamos —añadió—, mirando descaradamente a la señora que le había recriminado.

    —No se preocupe, no es una ofensa —contestó Encarna—, nos quedamos en Medina del Campo, donde nos estará esperando mi marido, que salió hace un tiempo para allí a buscar trabajo y parece que ya lo tiene, así que vamos a reunirnos con él.

    —¡Pero eso es maravilloso! Que suerte tiene usted —dijo entonces la señora—, ya ve, a nosotras, sin embargo, un día mí marido dijo que se iba a buscar fortuna al Extranjero y no hemos vuelto a saber nada de él. De eso hace ya nueve años. Menos mal que gracias a Dios, mi familia nos recogió y nos dio trabajo para las tres, en sus talleres de costura, y bueno, no nos podemos quejar, tal y como están los tiempos...

    —Sí —dijo Encarna con resignación—, es una maravilla…

    —Pues ya me puede perdonar, pero por su cara no lo parece. Más bien lo contrario —opinó la señora.

    —¡No, por Dios! Es que estoy bastante cansada, ha sido un día muy intenso Uds., entienden, las despedidas de las personas queridas, dejar atrás tantos recuerdos… en fin, un día cargado de sentimentalismo que hace que al final te derrumbes y no puedas más, eso es lo que me pasa ahora, que estoy enormemente cansada, así que, si no les importa, voy a ver si aunque no me duerma profundamente, al menos puedo dormitar y consigo descansar un poco, que todavía me espera un día bastante largo. Buenas noches entonces.

    —Buenas noches —dijeron al unísono el viajante y la señora—, no así las jovencitas que llevaban desde que las niñas se habían acostado con los ojos cerrados, tampoco en esta ocasión los abrieron para participar de la conversación.

    Esta excusa le sirvió a Encarna para fundirse en sus pensamientos y con los ojos cerrados, tratar de conocer dónde estaba el fallo, qué había pasado para llegar donde habían llegado. Los recuerdos le llevaron al momento en que le conoció, hacía ya, 10 años… dos meses después de que la Guerra Civil terminase, ahí estaba él, alto, guapo, con ese traje militar que aunque era soldado a ella le pareció que por lo menos debía ser general, con esa labia que Dios le había dado, labia con la que cuando te dabas cuenta estabas rendida a sus pies. Eso no era solo con ella, era con todos los que le conocían, tenía muchos amigos, muchos conocidos de los que siempre estaba rodeado y claro ella no pudo, no supo o no quiso resistirse… al cabo de cuatro meses de noviazgo, sin poder bajarse de la nube, dijo SÍ QUIERO en Zaragoza, un 22 de octubre. Por entonces Encarna tenía 20 años, cumplidos el uno de Julio de ese mismo año 1939.

    Ella había ido a servir cuidando niños a Zaragoza, sus padres le habían mandado porque eran una familia de 12 hermanos de los cuales, solo dos eran mujeres, ella era la más pequeña y su hermana, inmediatamente anterior, el resto, hombres que trabajaban donde podían, Encarna tenía experiencia en cuidar niños, siendo muy pequeña no tendría más de 9 años, sus padres le enviaron a la montaña de Navarra, en el Baztán, donde su hermano ejercía de cartero para que le ayudara, cuidando al hijo que acababan de tener, eso supuso tener que dejar la escuela cuando mejor y más estaba disfrutando de lo que suponía aprender, se opuso lo que pudo.

    —¿Por qué no va mi hermana que es mayor?, ¿por qué tengo que ir yo? ¡No voy a ir! —dio igual—. Su padre fue con ella a casa de su hermano y allí la dejó. Para que aprendiera —decía—, pero, ¿aprender a qué?, si casi no podía coger al niño, si cuando le cogía en brazos, abultaba más que ella… Encarna había nacido y vivido su juventud donde ahora vivían algunos de sus hermanos, en un pueblo pequeño de la ribera de Navarra, cerca de Tudela, Buñuel se llamaba, no había trabajo, la guerra había hecho que algunos de sus hermanos se desperdigaran por el Norte de Navarra, por Bilbao y por Medina del Campo. Era donde había ido a vivir su hermana con su marido y sus dos hijos y hacia donde ahora se dirigían. Otros hermanos se habían quedado en el pueblo, trabajando en las tierras de los grandes terratenientes, sus padres, ya mayores se habían ido con otros hijos repartiéndose para no ser una carga muy pesada para ninguno. La madre, Luciana, a Medina del Campo con su hija Carmen. Su marido, José, había decidido ir con sus hijos, Fernando y Luis, que vivían en Arguizuri, un pequeño pueblo cercano a Bilbao, el primero, trabajaba de cartero y el otro de encargado de obra en una empresa constructora.

    En fin, la vida y la guerra habían castigado fuertemente a los miembros de esta familia. Se habían tenido que repartir por una amplia zona geográfica, como muchas otras familias en la España de aquellos tiempos, para sobrevivir.

    Su madre, estaba donde ahora iban ellas, porque su hermana le había escrito diciéndole que no aguantase más y que se fuera a Medina, quizás allí podría encontrar trabajo. ya verían cómo se arreglaban mientras.

    Se regocijó pensando en los momentos de novios que habían vivido en Zaragoza,

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