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La Dama de Seda
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Libro electrónico425 páginas5 horas

La Dama de Seda

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La historia de una mujer que desafió a las reglas de su tiempo y se convirtió en leyenda.

Corona de Aragón, s. XIV. Jacques de Molay, maestre de la Orden del Temple es quemado en París. Mientras, un grupo de supervivientes busca refugio en Escocia. Ha pasado una década desde que William Wallace, conocido por todos como Braveheart, fuera ejecutado. Es el fin de una época. Pronto el mundo del Temple, sus reglas secretas y sus acciones quedaran cubiertas por un halo de misterio que dará paso a la leyenda por todos conocida. Pero antes, cuando se cumplen sesenta años de la matanza de Monsègur, tendrá lugar la última persecución del catarismo. Una red secreta da asilo a los refugiados que llegan atravesando el Pirineo aragonés hasta el Maestrazgo y las ciudades de Valencia, Zaragoza y Tortosa. En medio de este escenario se encuentra Berenguela de Queralt, una mujer que, tratando de desafiar las limitaciones de su género, supera todas las dificultades y se convierte en una figura admirada por todos. A su lado dos hombres, Alonso de Alagón y Gastón de Ponte-Arga, dos formas de amar, dos formas de enfrentarse a un mismo destino. La Dama de Seda une la investigación más rigurosa con la ficción para introducirnos en un drama histórico lleno de matices que nos acerca al día a día de los personajes y nos ayuda a comprender los dilemas morales y religiosos de las gentes que poblaron la Edad Media.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 nov 2016
ISBN9788491126874
La Dama de Seda
Autor

Soledad Beltrán Boix

Soledad Beltrán, se licenció en Filología Románica, en la actualidad es profesora de Literatura. Gran conocedora del mundo medieval, ha publicados trabajos sobre catarismo y repoblación en el reino de Valencia y ha impartido conferencias sobre esta temática. La Dama de Seda, quedó finalista en el Premios CLAVE de la crítica de Valenciana.

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    La Dama de Seda - Soledad Beltrán Boix

    NOTA INTRODUCTORIA

    Tenemos en nuestras manos una obra de ficción enmarcada en un trasfondo histórico —la caída del Temple y la persecución de los últimos cátaros—, que incide directamente en su trama y en el devenir de sus personajes.

    Durante todo el desarrollo de la novela he priorizado la voluntad de verosimilitud y credibilidad a cualquier trama de capa y espada. En aras de dicha voluntad de realismo he situado personajes históricos (el maestre de Montesa Berenguer de Montoliu, los fugitivos de la cueva de las Guixas, el perfecto Bèlibaste y los cátaros de San Mateu y Morella, o el templario Ramón de Sant Marçal) junto a otros personajes—principales y secundarios— totalmente ficticios.

    A tal fin he transcrito los nombres propios y los topónimos tal como aparecen en documentos de los siglos XIII y XIV de Castellón, Valencia o Zaragoza. Así pues, aparece ‘Jacme’ en vez de Jaime o Jaume, o ‘sent’ en vez de san o sant. En cuanto al habla, he procurado utilizar algunos arcaísmos sin caer en el fútil uso de los mismos. Los anacronismos que puedan aparecer son licencias literarias para una mejor comprensión.

    En las descripciones de la vila de Castelló he utilizado la nomenclatura medieval en calles, plazas, edificios y toponimia. Así pues, junto a las calles Major (Mayor) y Enmig (en medio) encontramos el carrer d’Amunt (Alloza), dels caçadors (Colón), la bassa de la vila (María Agustina), la plaza de la Ballestería (Hernán Cortés) y las siete puertas de muralla: de l¨Om (plaza de La Paz), dels Gascons (puerta del Sol), de En Ramón de Paüls (Diputación), Iussana (plaza Clavé), de la Fira (avenida Rey don Jaime, frente a Correos), Molí Roder (Hernán Cortés-Hermanos Bou) y la porta de l’Aigua (Cardona Vives-Gobernador). En cuanto a edificios, el hospital de Sent Sebastiá (Santa Clara), el hospital de Apestados (cerca del estadio) o el Palau del rei (sito más o menos por la casa dels Caragols).

    Los personajes principales no son históricos ni encumbrados sino personas del pueblo llano que, fuera de aquel convulso y turbulento momento, hubieran gozado de una vida totalmente distinta y anodina. El mismo marco geográfico es, en un principio, recóndito, íntimo, casi uterino, el mundo rural del Temple, hasta extenderse y ampliarse por ciudades como Castellón, Tortosa, Valencia o Zaragoza, alejado de las grandes cortes europeas y ciudades como Carcasona o Montpellier, centro por aquellos días de importantes hechos históricos, insurrecciones y algaradas.

    Las Tres Reglas del Temple (Admisión de un caballero templario, los Hermanos Elegidos y los Hermanos Consolados), han sido extraídas en forma resumida del libro Guardianes de lo oculto. La Orden del Temple y la caballería masónica templaria de Alain Desgris, especialista en dichos temas y profesor de Historia de la Universidad de Paris I (Panteón-Sorbona).

    Según el autor, dichas reglas estaban contenidas en el documento llamado de Hamburgo, traducido por Mertzdorff en 1877, que —dice— tal vez fuera copia de un documento medieval en latín, atribuido a Matthieu de Tremblay, fechado el día de san Félix en 1205 y firmado por Robert Samfort, procurador del Temple en Inglaterra. Según Alain Desgris, Mertzdoff creía que el autor del Documento de Hamburgo podría haber sido Münster (Obispo de Seeland, Inglaterra, s. XVII), copiado del medieval (el de 1205) cuando estuvo asignado a los archivos vaticanos y a la biblioteca Corsini.

    Yo, ajena a la controversia sobre tales aseveraciones, como licencia literaria he utilizado la primera Regla, la oficial, en el ritual de admisión de un caballero templario en el castillo de la Zuda de Tortosa, aún propiedad de la orden. Del mismo modo, he adaptado la de los Hermanos Escogidos al rito de un núcleo restringido, secreto y paralelo a la orden que podría recordar lo que algunos llaman Priorato de Sión, que he situado en la ermita octogonal de Eunate. Y en cuanto a la tercera, la de los Hermanos Consolados, correspondiente a un círculo aún más selecto y hermético, al situar su ceremonia tras la batalla de Bannockburn (Escocia, 1314) he querido sugerir la hipótesis del posible origen de la masonería escocesa en aquel grupo de templarios que, supuestamente, se refugiaron en dicho país y llevaron a su rey Robert Bruce (casi diez años después de la ejecución de William Wallace, Braveheart) a la victoria y posterior independencia.

    He estructurado la obra en cuatro partes, correspondientes a los palos de la baraja, según teorías método de rezo cátaro en el exilio. En la primera parte, las Copas, que, según interpretaciones, corresponderían a la figura de la mujer, he descrito la adolescencia de Berenguela, su entorno cátaro y el mundo rural del Temple. Me he servido de los Bastos, arcano masculino, para adentrarme en la joven villa de Castelló, su judería y el mundo de la inteligencia. La estabilidad y madurez intelectual y afectiva de la protagonista coincidirán con la ruptura de la armonía externa —los Oros— causadas por la caída del Temple y sus consecuencias. Con la última persecución de cátaros en las montañas pirenaicas de Foix —las Espadas— y su diáspora por la corona de Aragón, específicamente en el Maestrazgo, llegaremos a la cuarta y última parte.

    En cuanto a las «grisallas» de San Pau de la localidad castellonense de Albocásser, junto a la versión oficial de las pinturas, he propuesto una interpretación alternativa basada en ciertos indicios que, como tal, bien podrían abrir una posible futura linea de investigación por parte de estudiosos del tema e historiadores de Arte.

    A Javier, Pere y Aitana

    PRÓLOGO

    15 de agosto de 1321

    Albocaçer, Maestrazgo de Montesa (norte del reino de Valencia)

    —¿Desde el fondo de cuál de mis infiernos habéis venido a resurgir, mi señor?

    —He regresado del destierro por vos, Berenguela.

    Crepitaban los hachones con fuerza desde los muros descarnados del castillo, pero no tanto como el corazón de la mujer, caballo desbocado.

    —Dijeron que estabais muerto, que habíais caído en los montes de Comminges, que no hubo supervivientes.

    El silbido mortecino del viento no sonó más silencioso que su voz. Frente a ellos, en la plaza, haces de sombra y luz bailoteaban sobre los rostros de los labradores que seguían extasiados el espectáculo de los trovadores. El azufre arrojado a las teas mantenía vivas las llamas a pesar de la brisa nocturna que serpenteaba entre las callejas.

    —Dijeron que unos bandidos habían atacado la caravana, que habían encontrado un cadáver con vuestras ropas —un suspiro de penas y reproches ascendió desde el poso de amargura largamente apurada—. Y aparecéis ahora, vivo, después de tanto tiempo, oculto bajo esa imprudente capucha, en la misma madriguera de los perros.

    —Era el fiel Tomás quien llevaba mi peto de cuero aquel día —respondió, más susurro que voz, el encapuchado—. Quiso la fortuna que emplearan sus dagas con menos saña conmigo que con los fugitivos, quizás por lo poco goloso de mi disfraz de franciscano. Poco después, ignoro cuándo, unos pastores me recogieron y trasladaron a su majada.

    Aromas de espliego y romero ascendían, frescos y aromáticos, desde la alfombra verde diseminada sobre el empedrado. ¡Ah, la tenia de la memoria, que revuelve, en algún repliegue dormido de las entrañas, la fragancia de otros tiempos!

    Ante el portalón de la fortaleza los poetas proseguían con el canto de las albadas, composiciones líricas de origen occitano y provenzal traídas por los guerreros desde los tiempos de la conquista. Sentados sobre un catafalco, el maestre de Montesa Berenguer de Montoliu, y sus caballeros, con sus túnicas blancas y la cruz y capa negras, les parecían a los lugareños meros usurpadores de la grandeza del Temple, aunque por todos fuese conocido que nuestro rey Jacme II había fundado dicha orden, entre otras razones, para acoger en ella a los desventurados templarios.

    —Deliré durante muchos días —prosiguió—. Durante todo mi calvario, mi pensamiento estuvo continuamente en vos, en el dolor que sentiríais, en cómo poder mandaros aviso. ¡Tardé tanto tiempo en valerme por mí mismo! Para entonces ya era tarde. La injusta disolución del Temple. La muerte en la hoguera de nuestro maestre. Mi huida. El refugio entre los hermanos portugueses, primero; luego en Escocia junto a Robert Bruce.

    Callaron. Sobre la muchedumbre, muros y almenas se elevaban las voces de los cuatro poetas. ¡Qué hermosas las trovas de los nuevos señores del lugar! Era la misma noche, la misma música, pero ni ellos eran ya los mismos, ni sus señores eran los caballeros templarios, ni las albadas eran las de antaño, si bien continuaran cantando «las cartas», es decir, «los cuatro griales». Habían comenzado con las copas, el amor, la mujer, la descendencia. Luego, con los bastos —arcano masculino— los trovadores habían ensalzado el linaje y los antepasados. Las espadas irrumpirían más tarde como un tornado furioso —las que cortaron las cabezas de Juan el Bautista y del apóstol Pablo— y con ellas el viaje iniciático a través del dolor y las persecuciones, la muerte y el exilio. Con los oros —bandeja del Bautista— entraría finalmente el deseado Millenium, la Era Tercera, y con ella un mundo de justicia, paz y armonía, y el retorno a la Edad de Oro de la humanidad.

    Cuando el hombre sin rostro tomó la mano de la mujer y la estrechó, una avalancha de sentimientos encontrados incendió en ella el débil arcón de recuerdos disecados. Como un autómata, respondió a su caricia. Bajo la capucha entrevió sus rasgos. Alonso sonreía. Seguía teniendo los mismos ojos y la misma sonrisa, aunque algunas arrugas surcaban su frente y una cicatriz, un corte cárdeno, amoratado, rasgaba su mejilla.

    —Estáis muy bella.

    —Sois muy cortés, mi señor, mas el tiempo no ha pasado en vano.

    —Nunca seréis vieja, Berenguela. Seguís siendo la misma dama valiente y bella cuya imagen jamás me ha abandonado.

    «¡Qué peligroso, don Alonso —pensó la mujer—, destapar el carcaj de la memoria! Ya no soy la misma, soy mucho más frágil que antaño. Tan frágil que podría romperme como un cristal.» Miró a su alrededor y observó intranquila a la multitud. Unos ojos se posaron casualmente en las facciones medio ocultas del antiguo templario, a continuación, otros, más tarde, un grupo de ellos. En sus labios, alguna mueca incrédula y ciertas sonrisas de complicidad. Un latigazo de pánico crispó la nuca de Berenguela.

    —Debéis retiraros, mi señor. Aquí no estáis a salvo.

    —Sois vos y los vuestros quienes estáis en peligro. Bèlibaste ha caído.

    —¿Bèlibaste?

    —Sí, Guilhem Bèlibaste, el perfecto, el bon home, conocido también como Peire Penchenier.

    —Bèlibaste… ¿Cómo ha podido ocurrir?

    —Un traidor a quien seguramente también conocéis, Arnaud Sicre, reconoció a una cátara de Foix en la plaza de Sent Mateu, vuestra villa vecina. Logró infiltrarse entre ellos y conocer al perfecto, para, más tarde, con malas artes y engaños, arrastrarle fuera de la Corona de Aragón y entregarlo a la Inquisición, como había pactado.

    —¿Cuándo ocurrió?

    —En Pascua. En un principio le encarcelaron en el muro de Carcassonne, la terrible cárcel, pero ha sido trasladado a Villerouge, donde le espera la hoguera.

    —¡La hoguera y de mano de Arnaud Sicre! ¿No estaréis equivocado, mi señor? Su hermano era un diácono cátaro, su madre murió quemada…

    —No fuisteis los únicos engañados. Peire Maury, el pastor, a quien tal vez también conozcáis, pudo escapar de los dominicos y avisarnos. Debéis prevenir a vuestra gente y a las redes de seda y ante todo debéis sacar de aquí a la Niña Dorada.

    —¿También está en peligro mi pequeña Oriana? ¿Por qué? —susurró, temerosa—. ¿Qué tiene que ver ella con el perfecto de Morella?

    —Concededme algo más de tiempo y, en cuanto pueda, os lo explicaré todo. ¿Dónde podríamos encontrarnos en secreto?

    —Mañana al mediodía en el viejo molino mudéjar, como antaño.

    Ya los trovadores finalizaban sus cantos. Después, los enamorados emprenderían hasta el alba su cortejo de serenatas por las calles de la villa y entonarían sus poemas bajo la ventana de sus enamoradas. La última albada se elevaba por encima de la multitud. Desvanecerse después resultaría imposible. Alonso apretó con ternura la mano de la mujer.

    —Que Dios os guarde, Berenguela.

    —Que la Luz sea con vos, mi señor.

    Cuando el hombre sin rostro desapareció entre la muchedumbre, Berenguela se percató de que la villa se había quedado sin luna.

    PRIMERA PARTE

    EL CABALLO DE COPAS

    Poeta que me guías, mira si mi virtud es bastante fuerte antes de aventurarme en tan profundo viaje.

    DANTE ALIGUIERI, «Canto II» en La Divina Comedia

    No hay hombre bajo el Cielo que de ser amado por ella no acreciente mucho su prez.

    MARÍA DE FRANCIA, Lai de Equitan en Lais

    Una doncella que venía con los criados, bella, agradable y bien ataviada, sujetaba un grial entre las dos manos. 

    Cuando entró allí con el Grial que llevaba sobrevino tan gran claridad que todas las velas perdieron su luz como las estrellas y la luna cuando sale el sol.

    CHRÉTIEN DE TROYES, El cuento del grial

    I

     ADMISIÓN DE UN CABALLERO TEMPLARIO

    Castillo de la Zuda (Tortosa), 1293

    Desde lo alto de la torre de homenaje se divisaba, más allá del Ebro, alto y ceniciento, el macizo rocoso de los puertos de Beceite, límite natural de la vega tortosina con el reino de Aragón. Para acceder desde la ciudad hasta el recio castillo —antiguo alcázar de los gobernadores árabes— los caballeros habían tenido que vencer un fuerte repecho que, tras el portalón de la primera muralla y el patio de armas, proseguía en escarpada cuesta hasta la cima del tozal donde atravesarían los altos muros de la Zuda.

    A sus pies, Tortosa se desperezaba entre torres y murallas, bostezando su atardecer sobre el río plateado.

    En su flanco oeste, protegida por la muralla y el altivo farallón, la judería se replegaba sobre sí misma en tortuosas callejuelas hasta el barranco del Cerio, sin otras puertas de acceso al mundo exterior que los portales de Vimpeçol y dels juheus. Tejas de distinta época diferenciaban los dos barrios de la ciudad hebrea: la juhería vella, casas encaladas y pan tierno, enclavada en las atarazanas árabes que Ramón Berenguer IV les había donado, y la juhería nova, junto al río —cantos, rezos y albahaca— ampliada por los templarios para acoger a otras veinticinco familias.

    El barrio de la morería ocupaba el centro de la falda de la Zuda. El portal del assoc (del mercado) daba paso a una estela de callejas enzarzadas, con su zoco y azoteas cubiertos de abalorios multicolores, de ánforas y sándalo, de alfombras, escabeles y arquetas, de llanto por la belleza vulnerada.

    La Tortosa cristiana, entre el barrio mudéjar y la muralla Este, estaba dividida en su corazón por el barranco del Rastre, hendidura que separaba las colinas de la Zuda y del Sitjar; fue precisamente este último monte el lugar elegido por el Hospital y el Temple para la construcción de sus conventos, los primeros en su falda y los segundos en la muralla, junto a la puerta de Tarragona. El puente de barcas y la puerta de cap de pont llevaban directamente al barrio de la catedral, antiguo enclave de la Dertosa romana, llamada después Turtusa por los árabes. En su calle Mayor, gente de paratge y de alcurnia alternaban con las alforjas de los viajeros, las gramallas de los jurados, los mandiles de las lugareñas, las lorigas de los guerreros, los delantales de cuero de los artesanos y las zamarras de los pastores y labriegos.

    —Hermanos. —Inició la sesión el comendador de la Corona de Aragón, Raimundo de Belloch, desde su sitial del salón del Capítulo—. Vamos a dar la bienvenida a nuestra orden al neófito que espera en la estancia contigua. Si alguno entre vosotros supiere de alguna razón que le impida ejercer su cometido, que lo diga ahora, antes de que el aspirante comparezca ante nosotros. Nadie reponde. Que dos ancianos vayan a buscarlo para darle las instrucciones para la ceremonia.

    —Hermano —preguntaron al postulante sus padrinos—, ¿solicitas la entrada en la Orden del Temple?

    —Sí, si así le place a Dios—respondió Alonso de Alagón. Al fondo del precipicio, en las tinieblas que rodeaban la alcazaba, el río Ebro rugía contra el puente de barcas.

    Los caballeros retornaron al Capítulo con la respuesta. El comendador preguntó por segunda vez si había alguien que supiera de algún impedimento. Nadie habló. Por tercera vez —tal como ordenaba la regla— hizo el comendador la pregunta y por tercera vez solo hubo silencio.

    — Hacedle venir en nombre de Dios.

    El joven de dieciocho años, acompañado por sus padrinos, entró en el salón, se arrodilló con las manos juntas y rezó:

    —Mi señor, vengo a solicitaros que me recibáis en vuestra Orden para servir en ella todos los días de mi vida.

    El comendador tomó los evangelios, los abrió y los entregó al neófito.

    —Buen hermano —subrayó el dignatario— los hombres de bien que han hablado con vos os han hecho muchas preguntas. Ahora debéis responder con la verdad a las mías. Si mintiérais seríais perjuro, de lo que Dios os libre.

    »Primeramente, preguntaré si os habéis desposado o si os habéis prometido a alguna mujer que pueda reclamaros. Si mintiérais, seréis despojado del hábito y expulsado para siempre del Temple.

    »En segundo lugar, si pertenecéis a otra orden, pues de ser así seréis despojado del hábito y os devolverán a ella.

    »A continuación, si tenéis una deuda con algún seglar que no podáis pagar. Si es así se os despojará del hábito y se os devolverá al acreedor.

    »Si hay en vos alguna enfermedad oculta. Si se demuestra que la teníais antes de ingresar en la casa seréis expulsado.

    »En quinto lugar, si habéis pecado de simonía, prometiendo pagar a algún hermano oro, plata o cualquier cosa para que os ayudara a entrar en el Temple. Si esto fuera demostrado, saldréis de la Orden.

    »Por último, os preguntaré si sois fruto de un matrimonio legal, y si vuestros padres son de linaje de caballeros, por lo menos por línea paterna.

    Alonso de Alagón fue respondiendo negativamente a cada una de las cuestiones excepto a la última, la concerniente a su estirpe. A continuación, formuló sus votos de obediencia, pobreza y castidad:

    —¿Prometéis a Dios y a la Virgen que obedeceréis al maestre y a cualquier comandante que esté por encima de vos?

    —Sí, mi Señor, si así le place a Dios.

    También prometió vivir castamente todos los días de su vida, sin propiedades, según las reglas de su Orden, que ayudaría a reconquistar la tierra de Jerusalén, y que nunca abandonaría el Temple sin el consentimiento del maestre o del comendador.

    — Y nosotros, en el nombre de Dios y de nuestra Señora la Virgen, del Papa y de todos los hermanos, os damos la bienvenida a la Casa.

    Seguidamente el comendador tomó el manto, el blanco clamys, y lo ató al cuello del neófito, el hermano capellán cantó el salmo Ecce quam bonum y los hermanos rezaron el padrenuestro. Siguiendo las normas de su regla el comendador le levantó del suelo y le besó en la boca.

    —Nunca deberéis jurar: ni por Dios ni por la Virgen ni por los santos. Se considera falta grave la simonía o compra de cargos, la revelación de secretos, la sodomía, el motín, la cobardía en la batalla y el hurto. Están prohibidos también el ocio y las distracciones, las apuestas y los juegos de ajedrez y de dados. Así mismo está prohibida la caza, excepto la del león, bestia en la que se encarna el diablo y que es azote de los peregrinos.

    »Nunca debéis utilizar los servicios de una mujer si no es por enfermedad o con el permiso de vuestro superior, ni besar jamás a ninguna, ni mirarla al rostro, aunque deberéis tratarlas a todas con respeto y reverencia.

    A continuación, todos los hermanos, uno tras otro, le abrazaron y le dieron la bienvenida. Alonso de Alagón era ya un caballero templario.

    II

     EL MUDÉJAR

    Albocáçer 1295

    ¡Qué lejos estaba entonces yo de saber que aquel año, el mismo en el que nuestro rey don Jacme II desposó a Blanca de Anjou —la hija del rey de Nápoles—, iba a significar para mí el inicio del resto de mi vida!

    En aquel tiempo yo, adolescente —casi una niña—, nacida en la mullida cuna de los montes del Temple, nada sabía de la pugna entre los dos reyes por la posesión de Sicilia (a la que dicho enlace puso fin), ni había oído hablar de Anagni, la ciudad italiana en la que se había firmado el tratado. Sin embargo, la simultaneidad de las bodas reales con el comienzo de mis venturas y desventuras gravó con sello de fuego tan dulce fecha.

    —Berenguela, zagala, bájate al riacho y alcánzame unos cubos para llenar las picas del ganado —gritó Apolinar mientras, con trazos firmes, dirigía la tijera de esquilar sobre el lomo de la oveja lanuda.

    Ante mis ojos —gonela remangada y pies inmersos en el agua del arroyo— se ondulaba el blanco caserío de la villa, encaramado sobre el cerro y cercado por la roja muralla levantada por don Artal, nuestro anterior señor. En la cima, mi orgullo, el castillo del Temple, con sus recias torres vigilando desde el Oeste el camino de Aragón.

    Bajo la fortaleza y la iglesia, las siete calles de nuevo trazado, paralelas unas a la calle Real, cruzándola otras, protegidas todas ellas por los altos muros y abiertas por cinco puertas al ancho valle tapizado de huertas, encinares y robledos. A lo lejos, protector, el anillo maternal de las montañas azules.

    Ensimismada en mis pensamientos, no me percaté de los dos jinetes que cruzaban el vado hacia la empinada cuesta del portal de Culla hasta que los cascos de sus caballos, chapoteando en el agua, salpicaron descorteses los bordes de mi túnica. Levanté la mirada, furiosa, y entonces le vi, joven, erguido y orgulloso, con su roja cruz pateada sobre el clamys blanco, su pelo castaño rapado, su barba incipiente, sus ojos negros. Y en ese preciso instante supe que él sería mi señor, mi amor y mi cadena hasta el final de mis días.

    —Tío Apolinar —pregunté al anciano, mientras preparaba la leche de cabra de la cuajada—, ¿por qué os nomináis Pastor? ¿Es que sois del linaje de los Pastor de los tiempos del conquistador o vinisteis más tarde, como los míos, desde allende los Pirineos por la ruta dels bons homes?

    —Ni lo uno ni lo otro, niña curiosa —respondió, sin levantar la vista del almirez donde majaba las flores añil de alcachofa para el cuajo—. Soy aragonés, nacido bajo el Moncayo, un antiguo monte—dios que une tres reinos, Aragón, Castilla y Navarra. Llegué a esta villa siguiendo a don Artal, mi señor. El cognombre Pastor, que tanto te intriga, tan sólo se refiere a mi oficio. Ni siquiera Apolinar es mi nombre.

    Junto a la vieja carrasca, un enjambre de abejas aleteaba sobre flores y bayas.

    —¿Cuál es entonces vuestro verdadero nombre? ¿Por qué utilizáis uno falso? ¿Es que tenéis algún secreto que ocultar? Los bons homes y creyentes occitanos utilizan dicho ardid para ocultarse de sus perseguidores, por eso hay tantos Teixidor, Mercader y Pastor entre nosotros. ¿Es que también vos sois cátaro?

    —No, no soy cátaro. Soy mudéjar, aunque hay quien prefiere llamarme morisco, puesto que fui bautizado. Y debes saber que ni elegí el nombre ni el apellido: también me lo impusieron. ¡Ay, niña! ¿Qué puedes saber tú de dolores y penurias?

    »Yo habitaba en tierra de fronteras —rumió— y ya se sabe: tierra de frontera, tierra de nadie. Villano de frontera, perro apaleado. Y si el villano es un mudéjar, más aventado que el grano

    Observó el horizonte y sólo se escuchó el desgarro de su propia soledad mientras su mirada se cubría de un velo ceniciento, como las cenizas de una hoguera. Tomó unas lascas del suelo y las arrojó a lo lejos, como repeliendo algún enemigo invisible.

    —Desde mi casa de antaño, tan blanca sobre el cerro, solía sentir el tremblor de las hojas bajo el viento, y a lo lejos, en la cañada, el rumor de las aguas blancas y frías que nacían de las entrañas del alto tozal nevado. A veces la brisa rizaba la hierba de los pastos, y los trinos y el piar de los pajarillos llenaban de sones la luz mortecina del atardecer. El aroma del pan tierno horneado por mi esposa, la risa de mis hijos, los libros de mi alacena y los balidos de las ovejas constituían mis más preciados tesoros.

    »Pero todo acabó el día en que llegaron los soldados en sus habituales razias estivales de incendios y saqueo. No importaba que fueran castellanos, aragoneses o navarros: tanto unos como otros solían cobrarse su anual salario de ruina y sufrimiento. Tierra de frontera, tierra de nadie. Villano de frontera, perro apaleado.

    »Aquel día no se conformaron con el expolio: estaban ebrios de verdad y misticismo. Agarraron por los cabellos a mi mujer y a mi hija, y sumergieron sus cabezas en el abrevadero del rebaño mientras gritaban, borrachos de su propio júbilo, nosotros os bautizamos, perras sarracenas, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Alertado por el llanto de las mujeres, mi hijo Hamed salió de la corraliza con la hoz. Allí mismo me lo mataron, ensartado con sus dagas, pisoteado por sus caballos.

    »Atinaron mis ovejas junto al río. No reparé en sus caballerías hasta que las tuve cerca. Como lobos se me echaron encima, sin poder alcanzar mi alfanje para defenderme. Todo fue muy rápido: la cabeza en el río, el agua en la garganta, el ahogo, ¿Cómo llamamos a este cerdo?, preguntó uno de ellos. Apolinar, como mi criado tuerto, respondió el que parecía ser el jefecillo. Nosotros te bautizamos, Apolinar Pastor, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El agua en mi garganta. El pecho sin aire. La nada. Cuando me reanimé encontré el mastín acuchillado y el rebaño robado. Sobre la loma, el incendio. Corrí. La casa se elevaba hacia el cielo como una plegaria ardiente. En el suelo, arrodilladas y ensangrentadas, las dos mujeres estrechaban el cadáver de mi hijo.

    »Nuestros pies se encaminaron río Jiloca arriba con lo poco que pudimos salvar. Después de las vegas llegaron los montes y los berrocales, y entre aldea y aldea, entre ríos y barrancos, llegamos a las tierras de Calanda, en el Bajo Aragón, aún feudo de don Artal. Y cuando nuestro señor cambió esas villas por las del norte del reino de Valencia, conquistadas por su antepasado Blasco de Alagón, hasta aquí nos dirigimos los tres a trabajar la heredad que le entregó el magnate a tu familia. Y todo para que, al cumplir quince años, un desalmado me arrebatara la vida de mi hija, y mi mujer, enloquecida, buscase la muerte en el fondo de un barranco.

    —¿Encontrasteis en esta tierra, a pesar de todo, la paz que buscabais?

    —Vine para seguir siendo lo que soy, lo que siempre he sido: yo mismo, entre amigos, con mi rebaño y mis libros. Pero sí, a pesar de todo encontré cierta paz gracias a la tolerancia del Temple, aunque a veces ya no sé quien soy, si Muley o Apolinar.

    —No os comprendo.

    —Los de don Artal dijeron que era cristiano. Aduje que había sido impuesto. Respondieron que no importaba, que el agua del bautismo imprimía señal imborrable, que debía llevar vida cristiana, que debía acudir a las misas, que debía comulgar, que mi hija debía casarse con un cristiano y por el rito cristiano. Pero yo en mi corazón no lo era, chiquilla. Sigo siendo un mudéjar, pero debo mantenerlo en secreto, como tu familia sus creencias. Como tantos otros.

    —Aquí estamos a salvo. Los templarios nos asilan… Eso dice mi abuela na Dolça.

    —¡Alá les guarde por muchos años! Pero no hay que vivir confiados, Berenguela. Has de saber que tanto el clero como algunos magnates del reino miran con recelo a aquellos que no ofrecen uniformidad racial o religiosa. Aunque Jacme II es un buen rey, los reyes no son eternos y muchas veces el poder puede tornarles inestables. Y en cuanto a los templarios, después de la caída de Acre, empiezan a no sonreírles los tiempos. Ya ves, mocita, el cielo se cubre de negros augurios…

    —Mi abuela na Dolça dice que éstos son malos tiempos. Sobre todo para los bons

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