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Puente
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Libro electrónico168 páginas2 horas

Puente

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María emigra con su madre y hermanos desde el interior del país a Buenos Aires. Su vida de niña primero y de joven después quedará unida a esa ciudad que aprende a amar en el marco de los acontecimientos dolorosos de la reciente historia argentina: la última dictadura militar, la guerra de las Malvinas y el atentado a la AMIA, una importante institución judía.
El mensaje conciliador de la novela busca la reflexión de los lectores sobre puntos de la historia contemporánea que son utilizados para separar y manipular a las personas. La protagonista conocerá a gente de los más variados signos y posturas políticas y trabará amistad con todos, ya que es una figura auténtica.
Puente es una novela para disfrutar: historia, entorno espacial, citas de textos literarios y música de la época apelan a la identificación del lector o despiertan la curiosidad por conocerlos.


Maria übersiedelt mit ihrer Mutter und ihren Geschwistern von der Peripherie nach Buenos Aires. Ihr Leben, zuerst als Kind und später als junge Frau, bleibt unmittelbar verbunden mit dieser Stadt und ihren berühmten Vierteln, die sie zu lieben lernt im Rahmen der schmerzhaften Ereignisse der neuesten Geschichte Argentiniens: die letzte Militärdiktatur, der Krieg der Malwinen-Inseln und der terroristische Anschlag gegen die AMIA, eine wichtige jüdische Institution des Landes.
Der Leser ist eingeladen, diesen historischen Roman zu genießen. Er wird sich zunehmend mit der Protagonistin identifizieren, während er gleichzeitig versucht, den Schluss zu erraten.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ene 2014
ISBN9783960145950
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    Puente - Ines Casillo

    Capítulo 1 

    Sí, sí. 

    –Que seas rebelde. Nunca te dejés convencer por los que pretenden hacerte creer que las cosas son blancas o negras: te quieren engañar para meterte en algún extremo. Vos no tenés que ser anti nada ni anti nadie. No te dejés manejar, rebelate. 

    Pensaba en las palabras de mamá antes de írsenos de esta tierra. En realidad, no había dicho nada nuevo. Me lo había ido repitiendo siempre. La vida fue muy dura para ella y ahora, a los treinta y siete años, ya nos dejaba a mí… y a Chaco y a Vanesa. Tenía el pelo todavía negro. Renegrido como las morochitas de nuestro país. Mamá era una morochita. Algunas canas precoces –muy pocas– y algunas arrugas muy profundas en la cara, certificaban sus infinitas penas. Pero la muerte, benigna con los sufrientes, había suavizado esos rasgos tan queridos y todo en ese cuerpo menudo, frágil, atlético, desprendía paz. 

    Sí. Voy a ser rebelde… 

    –Cuidá a tus hermanos. 

    Si los había cuidado siempre. En este sentido, su muerte no me traía nada nuevo. Más que el apoyo moral que ya no tenía. Como instancia en la vida, como norte. Así sí que la perdía. 

    –Sí, los voy a cuidar. 

    Con los ojos secos miraba esa luz que se extinguía en los suyos mientras todo se agrandaba en esa sala gigante de hospital. Vanesa lloraba a moco tendido a mis espaldas. Chaco producía unos ruidos indescifrables que no me preocupé por tomar en cuenta. Algunas camas más allá comía bombones una señora mayor con sus visitas, y el papel celofán rugía y crujía en sus manos ávidas y de sus dientes llenos de risas salían recuerdos consabidos de cuando era chica. Y el bombón bajaba y bajaba por el esófago hasta el estómago, se internaba por los intestinos y producía diabetes, diarrea, difteria… todas enfermedades que la llevarían una vez a la muerte. Pero ahora no. 

    Ahora sólo moría mamá mientras yo por última vez me hacía la fuerte y le comunicaba con el aliento de mis ojos que podía contar conmigo. Hasta que la chispa de los suyos se extinguió. Y con ella la fortaleza que yo nunca había tenido. 

    –Chaco, llevate a Vanesa. Y váyanse derechito a casa. Yo termino de arreglar las cosas acá y ya vuelvo, ¿sí? 

    –¿No te podemos esperar? 

    –No querida, ya vuelvo pronto. 

    Tenía la convicción de que había que hacer un papeleo de algún estilo, pero no sabía qué. ¿Qué se hace con un muerto? Dejé caer la cabeza sobre las sábanas, al lado del cuerpo de mamá. Un mundo de emociones, de estampas, de diálogos me bombardeaba la cabeza. 

    –Señorita. Disculpe. Nos la tenemos que llevar. 

    Quise preguntar adónde pero no me dio el coraje y seguí a la enfermera a una oficina tan pobre y descascarada como el resto del lugar. 

    –¡Pero vos sos menor de edad! ¡Tenés que traer a alguien que sea responsable! 

    Ahora ya sabía que no podía hacer ningún papeleo; que alguien iba a asumir la responsabilidad sobre mí y mis hermanos y que más me valía conseguir a ese alguien pronto si no quería que pasara algo perturbador… ¿qué?, me negaba a imaginármelo. 

    Y sí que me rebelaba ese domingo cuando salí del hospital, ya de madrugada y decidí caminar a casa. Contra todo. Contra mi pobreza, contra Dios que nos había abandonado, contra la vida que era cruel con los más desgraciados, contra mi mamá, que se había quedado sola por orgullosa y ahora me había heredado su destino. Contra esta ciudad que como mala madre se comía a sus hijos más débiles… 

    Primero al Once, a ponerle una notita a Saúl en la vidriera. No iría a trabajar por la tarde; la razón, ya se la imaginaba. Sentía que no podría llamarlo por teléfono. Escribí unas palabras y las metí en la reja. Confiaba que nadie quitara esa nota hasta las nueve. 

    Elegí seguir por la calle Perón hasta Reconquista, torcer en ángulo recto y continuar hasta mi barrio, uno de mis paseos favoritos en tiempos mejores. ¡Qué largas las veredas desde el Once a San Telmo! ¡Qué huecas mis pisadas en la city porteña borroneada de asfalto y en penumbra de paloma! 

    Abrí los ojos y la vi…

    Y el llanto llegó manso, abundante... llegó por fin. Llegó unido a la historia de amor que tenía con esa ciudad. Buenos Aires era como yo. 

    Un abismo, tabla de ajedrez, 

    en blanco y negro, Buenos Aires,  

    me llevabas toda Ia risa,  

    y eras fragil como yo...¹

    Capítulo 2 

    Una oscura mañana de otoño llegó mamá a Buenos Aires desde su querida Corrientes. Papá requería su presencia en la capital. Venía con tres chicos. Yo, que tenía siete años, y dos criaturas, Chaco –que todavía no se llamaba Chaco– de cuatro, y Vanesa, de apenas dos. Comenzaba a llover y hacía frío y mis hermanos protestaban mientras mamá salía a la estación de Federico Lacroze. La gente parecía más miserable y todo se le antojaba amenazador. Y lo era. Si quería comprar alfileres. No quería. Cuánta gente. Y todos hablaban como Jorge. El miedo se le había subido a la garganta a aquella jovencita de veintiséis años tan menuda. Y ahí se atoraba. Tanto, que no podía hablar. Y todo su cuerpo le temblaba por el susto. Yo lo sentía, apretada a ella y acarreando bolsas de plástico y de tela, una almohada, y una valijita que se me abría a cada rato. –Preciosa, ¿son tus hermanitos? –Ni contestó a esa sonrisa socarrona que la medía con la medida de mujer, pero sin hacerse ilusiones. ¿Dónde se había quedado Jorge?

    Mareas de gente errando en una dirección y en la otra, casualmente, en la que los pusieran. Ese lunes a las 8:30 sólo nosotros parecíamos equivocarnos de destino. Y nos chocaban, tropezándose con nuestro precario equipaje que se desanudaba y se desarranchaba y se soltaba de las cuerdas de hilo sisal que no bastaban para contenerlo.

    Tampoco era posible arrastrar a Vanesa y a Seba que se enredaban en los pies de los pasantes y eran transportados en andas unos metros más lejos, cada uno en una dirección diferente. 

    Por fin nos sentamos en una esquina de la estación. El viento gélido nos había apiñado y los chicos ya no protestaban. Dormían entre los bultos. ¿Cuánto tiempo pasó? Mamá tenía la mirada fija en un punto lejano, que seguí con los ojos: nada. La pared de enfrente. Algo intuía del futuro–presente que la esperaba en esa ciudad. Y apenas llegada, ya extrañaba... 

    Sentado sólo en un banco en la ciudad 

    con tu mirada recordando el litoral;  

    tu suerte quiso estar partida, 

    mitad verdad, mitad mentira, 

    como esperanza de los pobres prometida ²

    –¡Verónica! –Un abrazo, y a cambio, ningún reproche. – 

    ¡Seba qué grande que estás!, ¡Y mi chiquita! y la beba... – Detrás de la voz cariñosa, un papá cansado. No se parecía a la foto del living. 

    Y después, un largo viaje en colectivo hasta el Once. Llovía. Hacía frío. Pero una chispita de luz se había encendido en el cuarto oscuro de mi alma. 

    Capítulo 3 

    Después todo sucedió muy rápido. Papá quería que mamá lo ayudara con la ferretería que había puesto en el barrio Once, en el local de adelante de la casa. Había invertido mucha plata y ahora sólo tenía pérdidas. Para colmo de males, los más de dos años de separación no le habían hecho nada bien y el alcohol era ya su nuevo compañero. Yo empecé a ir a la escuela y mamá atendía el negocio con los dos críos detrás del mostrador. Como era mañosa, pronto asumió las cuentas, pero no sirvió de mucho, porque todo estaba perdido. Papá empezó a gritar en exceso y a desaparecer días enteros. Mi madre lloraba a escondidas y en nuestros paseos por el Once terminaba en la Balvanera, pausa obligada antes de ir de recorrido por la Plaza Miserere, al mercadito, a la panadería. ¿Qué pedía, de rodillas delante del altar donde brillaba una lucecita roja? Nunca supe sus secretos. Dura por los golpes y la miseria, por el orgullo herido, prefirió ir cerrándose y atajar los reveses ella sola. 

    –Mamá, ¿me comprás un cubanito? 

    –No hija, en casa te hago un pan con manteca. –Y mamá cada vez más menuda, más frágil. Entonces yo pensaba que en Buenos Aires la gente tenía de todo y era feliz. No es que me dieran esa impresión los pasantes o los clientes de la ferretería, más bien todo lo contrario, pero los puestitos y comercios de la zona tenían variadísimos productos y nunca faltaba lo que pedías… aunque al fin no lo compraras. 

    En la escuela los chicos no eran como en Corrientes. Hablaban distinto y canchereaban más. Me cargaban por mi acento y mis erres arrastradas, por mis miedos a los de los grados superiores, que se plantaban entre nosotras, las mujeres, y nos decían cosas que no entendía. Me tocó una maestra joven, la señorita Luisa, con cara de cansada y ojeras profundas. A veces era muy dulce pero ella misma no podía con los cuarenta chicos de nuestra aula y reiteradamente perdía el control, de sí y de la situación. La señorita Elsa sí que podía. Yo le tenía un miedo atroz aunque a mí nunca me retó. A la barra del Tarro sí que les reñía: solamente a ella la respetaban. Si Elsa daba la clase, no volaba ni una mosca. Cuando me llamaba al frente se sonreía de una manera insólita. A la vuelta de los años pienso que era mi fragilidad y mi acento de extranjera lo que la llevaban a hacer una excepción en su papel de maestra severa y por eso más de una vez me perdonó un error en las tablas de multiplicar. 

    Mariela y yo nos hicimos amigas. Pero quedaría en una amistad incipiente, cortada por mi abandono de la escuela a escaso año de nuestra llegada a Buenos Aires. A Mariela me unía el instinto de pájaro asustado que busca la proximidad física de otro ser. También ella era débil, tímida y retraída. 

    No nos sincerábamos mutuamente, pero cada una se sentía acogida en el mundo de la otra y separada del resto. De casualidad coincidimos en un banco y ahí nos quedamos, en callada complicidad, compartiendo las meriendas… y nuestro azorado mirar en torno nuestro y el deseo de sobrevivir en un medio hostil. 

    Tan pequeña, yo ya había aprendido una cosa: a mamá no le podía traer problemas. Un sexto sentido de mujer me llevó a hacerme esta ley interior no pronunciada, solamente operativa. Tampoco yo gozaba de sus confidencias, quizás por la misma invertida causalidad. Por eso nunca hablé de los tirones de pelo, ni de las barbaridades que decían los de la barra del Tarro, ni de alguna zurra que me dieron... 

    Entre tanto, las cosas en casa se habían vuelto insoportables. Papá le pegaba a mamá. Después lloraba salvajemente y decía que era un hombre arruinado. Ella se levantaba del rincón en donde había buscado refugio e intentaba consolarlo. No pocas veces recibió en pago otra piña. 

    –¿Por qué no te volvés a Corrientes con tu mamá, que tanto te quiere? Le podés contar que el tipo con el que te casaste se arruinó. Si ella ya lo sabía, la muy astuta. Si ella jamás me quiso... 

    –¡Nunca! ¿Pensás que a sus años le voy a dar más desgracias? ¡Antes me mato! 

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