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La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés
La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés
La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés
Libro electrónico308 páginas3 horas

La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés

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No somos iguales, pero...

¿Cómo descubrimos que somos diferentes? ¿Cómo nos damos cuenta de que tenemos habilidades y destrezas que nos hacen destacar? ¿Sabes por qué es tan difícil darnos cuenta de que todos y cada uno de nosotros somos excepcionales en algo?
Eso que nos hace diferentes, para nosotros es algo natural, no representa mayor esfuerzo y hasta estamos convencidos de que TODOS pueden hacerlo. Y no es así, vivimos en una sociedad que nos impulsa hacia la igualdad, pero, realmente ¿Somos iguales? ¿De verdad quieres que te traten igual y ser “normal”?

Descubre junto a Mary y su gato

Un mundo de posibilidades, lleno de humor, suspenso, celos, alegrías y amor. Mary siempre fue diferente, pero ella nunca se dio cuenta, apenas pudo notar que no era tan femenina como las demás niñas, y al ser adoptada por una pareja diversa, esa condición pasó a ser “normal”.
Por más que nos esforcemos en pasar desapercibidos y tener una vida tranquila en un pequeño pueblo haciendo cosas aparentemente intrascendentes, como ganarnos la vida como pintores de brocha gorda, el destino nos alcanza en algún momento.

En la diversidad hay mucho más que sexo

No todos los relatos lésbicos se centran en el sexo. Este no. Coincidencialmente la protagonista de estas aventuras es lesbiana, criada por una pareja diversa, pero ese no es el centro de la historia, las aventuras que aquí se narran están llenas de humor y suspenso, claro que hay pasión y erotismo, pero también poesía y drama.
Si te gustan las historias de ficción ligeras y llenas de humor, romance y misterios por resolver, vas a disfrutar la primera novela de Emilia Marcano Quijada que te mantendrá con el teléfono en la mano.

¿Quién es la autora?

Yo soy Emilia Marcano Quijada, zuliana, hija de margariteños que migraron al Zulia en los tiempos de la Venezuela Petrolera. Al culminar exitosamente mi tratamiento de rehabilitación de drogodependencia, me dediqué a escribir e hice de las redes sociales la plataforma de lanzamiento de mi obra poética y literaria.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 dic 2021
ISBN9781005033392
La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés
Autor

Emilia Marcano Quijada

"Jamás tuve dinero, no sé lo que es tener el 1er. auto, la casa, la pareja o la familia. En mucho, ha sido mi culpa. Pero, en rehabilitación decidí construir una obra poética que quedase como prueba de que pasé por aquí. Mi vida -eso sí- es la vida de una poeta."— Emilia Marcano Quijada.Emilia es una poeta que logró una rehabilitación exitosa de una condición de drogas y calle, ¿Cómo lo logró?, con mucho trabajo y esfuerzo en La Comunidad Terapéutica del Zulia perteneciente a la Fundación José Félix Ribas Zulia, en la ciudad de Maracaibo.Emilia Marcano Quijada nació el 27 de Diciembre de 1960 en Ciudad Ojeda estado Zulia, Venezuela. Se inició en la poesía de la mano de su madre, Hursulina Quijada de Marcano, admiradora del poeta Juan de Dios Peza.En febrero del 2005 llegó a la Fundación José Félix Ribas Zulia a la primera evaluación para dar inicio a su tratamiento de rehabilitación a la adicción a las drogas.Eran tiempos terribles, eran días de profunda confusión y tristeza. Días de sueños extraños y recuerdos que la atormentaban.Ingresó a La Comunidad Terapéutica del Zulia (así la llama siempre) el mes de marzo de ese año, que cambiaría su vida para siempre y le dio un nuevo rumbo a su pasión literaria."Mi estadía en Comunidad me marcó PARA TODA LA VIDA, gracias a ella aprendí a revisarme, a no perder seguimiento, a reportar, a asumir, a colocarme y colocar límites, a disertar, a escuchar, a valorarme, a establecerme propósitos en mi día a día, a colocar todas mis decisiones en una balanza, a construir en mi honestidad las bases que sustentan mi fuerza y mi voluntad de vivir sin drogas"— Emilia Marcano Quijada.Fueron muchos años en la calle, muchos años en los que su familia la dio por perdida...o muerta, y luego de más de 15 años "limpia", viene a contarnos su testimonio.

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    La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés - Emilia Marcano Quijada

    La Asombrosa Habilidad

    de Mary Abad y

    su Gato Siamés

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    Emilia Marcano Quijada

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    Editorial El Curucuteo

    La Asombrosa Habilidad de Mary Abad y su Gato Siamés

    Todos los Derechos Reservados

    Copyright 2021 Emilia Marcano Quijada

    1ª Edición en español: Septiembre 2021

    Editorial El Curucuteo

    Queda hecho el depósito que marca la ley

    ISBN: 978-980-18-2150-2.

    Depósito Legal AN2021000035

    Los personajes y eventos mostrados en este libro son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es coincidencia y no es la intención del autor.

    Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, almacenada en sistema de recuperación de archivos, transmitida de ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otro, sin el consentimiento por escrito del propietario de los derechos de autor arriba identificado.

    Diseño de Portada por:

    Claudia Mata Marcano - Editorial El Curucuteo

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    CAPÍTULO 1

    Mamá y mami

    Mi historia comienza un 20 de mayo de 1970, cuando llegué al hogar de mis dos madres adoptivas, desde la casa de huérfanos a la que ingresé a los 3 años, hasta la mañana dominguera en que las conocí. Fueron de visita al hogar de huérfanos, me vieron y decidieron adoptarme; así cambió mi vida gracias a ellas.

    Doria, la mayor, era pintora de brocha gorda. Blanca, alta, con unos brazos y piernas torneados a punta de subir, bajar escaleras, dar brochazos, pintura y rodillo a granel, la figura paterna que adoré; con ella aprendí el oficio con el que me ganaría el sustento en los años que vendrían. Carmen, la amada pareja, menuda, dulce y amorosa, un delicado pensamiento, fue la madre que custodió los años de adolescencia, aderezando mis días con sus canciones, boleros y bulerías, ella me legó su amor por la música, el baile y la poesía.

    Tenía casi 10 años de edad cuando entré por la puerta del que sería mi definitivo hogar; era un sueño tener mi propia habitación, mi cama, mi propio baño, mis jeans y franelas con dibujos de la Wonder Woman o el gato con botas, mis juguetes, mis zapatillas deportivas, nuevas y para mí sola; un par eran color rosa, otro par eran azules; una estampa de la Macarena yacía sobre la mesita de noche, un balón de futbol al pie del lecho, obsequio de mamá Doria; un libro de poemas de Lorca en mi almohada, el favorito de mami Carmen, su regalo de bienvenida.

    Mami Carmen y mamá Doria vivían juntas como marido y esposa en una casa cercana a la ribera del Gran Lago de Arenales. Una de las tantas e idénticas casitas que formaban la populosa y muy diversa Colonia Rainbow, un vecindario lleno de familias de inmigrantes que allí llegaron de todos los rincones del orbe, aunque curiosamente la calle principal tenía el nombre de un militar y estadista francés, un señor De Gaulle; que no sabía yo quién era.

    —Un gran hombre, Mary — me dijo mami Carmen, fue un héroe en la segunda guerra mundial, lo conocerás más cuando entres a la escuela.

    Nada más cierto, consulté algunos libros y vi su foto, era una torre Eiffel de casi 2 metros de altura.

    Era, indudablemente, un gran hombre.

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    Se supone que el primer día de colegio es un acontecimiento emotivo e irrepetible; vas con tu mochila nueva, el agradable olor de tus libros nuevos, tu uniforme nuevo, tus pepitos nuevos; acicalada, lista para estudiar, aprender y superarte.

    Para mí fue el día que me recordó el hogar de huérfanos, donde se imponía siempre la ley del más fuerte. Nada más entrar al salón, la corte de infaltables acosadores —educados para la crueldad desde la cuna — me dedicó con sus burlas y empujones todo el largo y frustrante día que fue mi debut en el colegio.

    Llegué a casa con el uniforme roto y mi cuaderno de lengua hecho pedazos.

    —¿Qué pasó, Mary?

    —Nada, que he llegado al salón y comenzaron a lanzarme papeles y a reírse de mis zapatos.

    —¿La maestra los ha castigado?

    —No, hasta se echó a reír cuando me dijeron hija de las tortilleras.

    Ni mamá Doria ni mami Carmen dijeron nada, pero se miraron intensamente, en silencio.

    Al siguiente día, mamá Doria me tomó de la mano, me llevó al colegio, entró a la oficina del director y lo agarró por el cogote, mientras le dijo:

    —Llego a enterarme de que sigues permitiendo que acosen y maltraten a mi hija, y yo misma le cuento a tu mujer como te coges a la maestra Cayetana cuando ella se va los domingos a visitar a su madre.

    Yo estaba en la puerta de la dirección cuando eso pasó, claramente vi como mi madre se sonó al director y las maestras que allí estaban escucharon el vozarrón de mamá Doria y su vehemente reclamo, aunque solamente yo pude ver el jetazo que le mandó de propina al vejete.

    Mi madre salió y de una, me dijo:

    —A tus clases, Mary, y no permitas que nadie vuelva a amenazarte.

    Así lo hice, en todos los cursos en los que estuve, pobre de aquel que me incordiara, porque jamás me tembló la mano para partirle la jeta y el alma.

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    Dicen los sabios y otros muchos que no lo son, que el tiempo transcurre rápidamente cuando la felicidad es plena y muy lento cuando el pesar abate. El pastel de cerezas de mis 16 años estaba sobre la mesa del comedor de mi casa, y mis dos madres me cantaban el cumpleaños junto a nuestros vecinos. De un lado a otro de la calle, una suerte de Torre de Babel levantada con hilos hechos con el cariño y la convivencia más honrada que hayan podido verse.

    Ninguna unión fue más heterogénea y acertada que la que se vivía en este rincón de dios.

    A la izquierda de mi hogar estaba la casa de los Fierri, una pintoresca familia de italianos, el perfume que salía de su cocina por las mañanas era una apetitosa mezcla de pan tierno, albahaca, pasta fresca, salsas hechas con tomates maduros y jugosos.

    A la derecha, los andaluces, sus mágicos cantos llenos de melancolía, sus guitarras, cuerdas de pasión; más allá los polacos, los croatas, diagonal a nuestra casa vivía una hermosa pareja de franceses que siempre me saludaban y aplaudían cuando les respondía en francés y les cantaba la Marsellesa en su nativo idioma sin yo saber hablar o escribir francés.

    Nunca me pregunté cómo podía entender lo que decía la familia de chinos que trabajaba en los muelles vendiendo pescado. Recitar a Baudelaire como si hubiese vivido en Montmartre y estudiado en La Sorbonne. Declamar la Consolación a Marcia de Séneca, los Salmos del Rey David o la declaración de independencia de los Estados Unidos de Norteamérica con solo haberlas leído una sola vez.

    Me parecía la cosa más normal del mundo hablar a todos mis vecinos en sus respectivas lenguas y para ser sincera, siempre pensé que todos podían hacerlo con la misma naturalidad que yo lo hacía.

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    Formar parte del hogar de dos mujeres gays que se conocieron en una estación de trenes en Nueva York un 10 de octubre de 1958 y se prendaron la una de la otra con la rapidez del rayo, no es poca cosa.

    La historia de amor de mamá Doria y mami Carmen se remonta a la migración en masa de los desplazados por el hambre y los enfrentamientos armados en las tierras altas de Cagliustra. Una región montañosa de Europa del Este, rica en agricultura, ganado lanar y buenos quesos artesanales, además de ser conocida en los anales de la historia por ser la cuna del gran filósofo y escritor Alberto el Diáfano, autor de las 12 Máximas para ser Devastadoramente Feliz en la Vida.

    Cuando Cagliustra se separó del Sacro Imperio Balavedí, los enfrentamientos armados y el caos desolaron al naciente pequeño país y muchas familias huyeron hacia las prósperas islas verdes de Madagascar, la mancomunidad Greco—Isabelina o los Estados Unidos, este último destino fue el que hizo coincidir a las dos jóvenes viajeras.

    La estación de tren de Wellington Street las sentó juntas en un vagón. Salieron de allí conversando, contándose anécdotas, riendo y tomando un café en el barrio turco. Se fueron a la cama al mes de su primera cita después de ir a ver a Sarita Montiel en un viejo cine de la calle Hispania.

    Llegaron a Rainbow en 1960, con sus nuevos nombres. Adoptaron el apellido Abad —porque a ambas les gustaba — y compraron una casa que les encantó al solo verla. Allí formaron un hogar y edificaron un amor que me abrió las puertas y me dejó vivir junto a ellas como la más normal y dichosa familia que cualquier fanático de los Mets o los Yankees querría vivir, sentir y soñar.

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    La Colonia Rainbow era una larga, serpenteante y empinada calle que nacía en las faldas de las montañas azules y culminaba en la bahía del Gran Lago de Arenales. Para ir al hospital, a la pizzería o al odontólogo, la floristería y la funeraria, debías subir por la calle y al final del trecho llegabas sofocándote; la panadería, la carnicería, los fruteros, pescaderos y otras tiendas del vecindario estaban en la parte de abajo, de tal forma que comprar la leche o el pan era menos forzado, pero igualmente tenías que subir para retornar a casa e igual llegabas con el corazón en la lengua; cosas de la gravedad como sabiamente decía mami Carmen cuando yo llegaba respirando agitadamente, con mi pecho interpretando una rítmica diana.

    Desde la salida del sol al ocaso de cada día, Rainbow era un hervidero de actividad, emprendimiento y trabajo. La zona de los muelles era el hogar de lusos y orientales, los amantes del mar que se establecieron a orillas de un lago sereno y gentil que les recordaba el hogar lejano que dejaron atrás; allí estaba el mercado, las ventas de verduras, los botes y redes descansando sobre la arena dormida.

    Cuesta arriba y cuesta abajo, así transcurría mi vida, sorteando líneas rectas y curvas, pintando casas, reparando techos y paredes, puertas, ventanas y pisos, arreglando grifos y tuberías. Sin embargo, las horas de descanso eran las mejores, porque estaban llenas de toda la música, los poemas y la fantasía que solo se obtienen leyendo, viendo películas, bailando tap, gaitas escocesas, tangos argentinos o cantando por bulerías con solo escucharlas una vez. Iba declamando a Miguel Hernández mientras me lanzaba en patineta por la De Gaulle cada vez que mami Carmen me mandaba a comprar el tocino, el pan y los huevos para el desayuno de la casa.

    Los estudios no fueron mi fuerte, a pesar de que no reprobé ningún curso, mis notas nunca fueron muy buenas y no tenía perspectivas de estudios en ninguna universidad, aparte de no contar con la escandalosa cantidad de dinero que esos estudios demandan; terminé por aprender el oficio de mamá Doria. Desde que cumplí 12 años ya trabajaba a su lado en mis tardes libres y los fines de semana pintando casas, negocios y pequeños edificios de las barriadas circundantes, pero al terminar la prepa ella ya tenía 40 años, se hacía mayor y necesitaba mi ayuda a tiempo completo.

    En lo que siempre tuve un talento único, fue con el futbol. Comencé driblando con mamá Doria en el porche de nuestra casa por mera diversión y terminé haciendo cualquier cantidad de túneles, paredes y golazos de copa mundial jugando como delantero para el equipo del vecindario, que me hacía pasar por chico para disputar los partidos con equipos de otras localidades. Era muy fácil pasar por varón; mi cabello corto y mi cuerpo andrógino e indefinido facilitaban mucho las cosas. En cada partido hice las delicias de la fanaticada con mis pases y disparos al arco, con una comba que mi pierna zurda asimiló desde la primera vez que vi por la tele a la selección brasileña de futbol. Era tan popular e infalible en mis disparos al arco que ya muchos fans me llamaban el Zico de Rainbow. En ningún torneo fallé un solo penal que me tocaba cobrar y cada vez que estaba en la alineación como el Número 10 de mi equipo, todos los tahúres y apostadores del lugar montaban sus quinielas mientras un gentío llegaba en carrera para apostar por nosotros.

    El engaño duró algún tiempo, hasta que me tocó un partido en el estadio de la villa Rivadeneira donde marqué 4 goles y al pitazo final, sin yo quererlo, tuve que entrar al vestidor con todos los jugadores para pegar un grito al ver a todos aquellos locos en pelotas. Mi actitud le resultó sospechosa al entrenador del equipo goleado y, tras descubrir que era una chica, el muy cobarde se valió de eso para que nos descalificaran del torneo que habíamos ganado limpiamente ese día. Así terminó mi gloriosa y breve carrera como goleador del Rainbow Warriors F.C.

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    Debo confesar que jamás había visto un pene, y debo admitir que el impacto de ver por primera vez en mi vida a tantos tipos desnudos me llenó de curiosidad. Solté mis perros guardianes en casa y en pleno almuerzo al siguiente día del partido de fútbol, mis dos madres se quedaron de una pieza con el insólito tema de sobremesa:

    —Mami, mamá; ¿por qué acá todas somos hembras y no hay un solo pene?.

    Silencio, estupor, bocas abiertas; un tenedor cayó al piso; luego, vinieron las respuestas:

    —Porque somos hijas del amor por encima de todo, dijo la una.

    —Porque el amor no debería depender de penes y vaginas, cuando es amor para toda la vida, dijo la otra. Además, para eso están los juguetes, para compensar las fallas, omisiones, injusticias y políticas segregacionistas de la madre naturaleza.

    Lo del amor trascendental que rebasa lo meramente físico, lo entendí. Ellas se amaban con una intensidad que nunca cuestioné; me parecía la cosa más linda del mundo ver como envejecían juntas queriéndose y respetándose como el primer día; lo de los juguetes lo asimile un tiempo después, cuando supe que el sexo podía ser la aventura más divina del mundo, cuando te toca la pareja apropiada.

    A pesar de las claras respuestas que ambas me dieron, seguía igual de curiosa, así que opté por preguntarle a Conrado y Mirlo, los hijos de Giacomo Fierri, para conocer más sobre la desnudez masculina.

    —Pues mira, Mary —Conrado se abrió el jean — yo te muestro a mi Cónan El Bárbaro y así sales de dudas.

    —No, Mary — Mirlo era más decente y me tenía gran cariño — tu curiosidad es algo muy normal, pero creo que lo que tú deberías ver, es esto:

    Qué día tan singular el que viví cuando tuve en mis manos la primera revista Playboy. Allí se esfumó la curiosidad por los penes y nació una emoción permanente por las mujeres bellas, muy parecida a lo que sentí cuando cumplí 14 años y mamá y mami me regalaron un disco con los grandes éxitos de Frank Sinatra.

    I've got you under my skin.

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    La llegada de mis 18 años fue el escenario de 3 sucesos importantes en mi vida: La primera amanecida fuera de casa, la primera noche de sexo y la primera borrachera.

    La moda que causaba furor en esos días era la música disco, la fiebre del sábado por la noche, los BeeGees y toda esa locura; vi la película tantas veces que me sabía de memoria los diálogos y ni qué decir de los pasos de baile de John Travolta.—que los memoricé de una — aunque sin pareja para hacerlos, pues siempre bailé sola. Con el mismo vestuario del actor, chaqueta y pantalón blanco con camisa color vino, me fui con mis amigos italianos a mi primera parranda en El Bote un concurrido bar disco del barrio Golca, a unos 10 Km al oeste de nuestra calle.

    Al venir de un hogar diverso con dos madres que, como cosa muy rara, solo se bebían una botella de vino entre ambas las noches de navidades y año nuevo, el alcohol era para mí algo desconocido. Mamá Doria me sirvió mi primera copa de vino tinto a los 15 años, cuando me gradué en la prepa; jamás las vi borrachas, en eso mi casa era un templo de límites con la bebida que tantos problemas causaba en hogares vecinos, el paso del alcohol y su labor destructiva jamás atravesó el umbral de la puerta de mi casa.

    Conrado y Mirlo habían comprado un Ford LTD un par de meses atrás, para esa ocasión los hermanos habían lavado el auto, que estaba enteramente pulido e impecable. A las 9 de la noche me despedí de mis viejas y me fui con mis amigos rumbo al sábado de cerveza, baile y disco que me esperaba.

    Hicimos varias paradas. Nos detuvimos brevemente en el muelle de las lusitanas para buscar a Fátima, la noviecita de Mirlo. De allí fuimos al bloque cinco de las Residencias Borgia, al extremo opuesto de la bahía, donde se montó la pareja de Conrado, una exuberante romana de ojos azules y 24 años, llamada Lucrecia.

    —Anda —me dije mentalmente — como la Borgia de los venenos.

    Lo que sí era evidente es que, con la romana en el asiento de adelante y Mirlo y Fátima atrás —conmigo al lado — algo caliente y muy intenso estaba por suceder, y así fue.

    Sin pérdida de tiempo, Conrado estacionó el auto en un rincón discreto y yo quedé muda y perturbada mientras las dos parejas se caían a pasiones, besos y masturbación a alta velocidad. Nunca había visto la mecánica y pormenores del sexo oral y menos entre chicos y chicas, pero la prudencia me indicó que algo debía hacer. Calladamente me bajé del auto y esperé, pegada al maletero, durante casi media hora.

    —Venga, Mary — Conrado sacó la cabeza por la ventanilla. —Vámonos, a beber se ha dicho.

    La entrada de El Bote estaba atestada de gente, todo el mundo quería entrar. Conrado era amigo de los que controlaban y cobraban la entrada a la disco así que pasamos sin ningún inconveniente; buscamos una mesa libre y pedimos la primera tanda de cervezas.

    A las 12.30 de la madrugada el local estaba lleno de extremo a extremo. Mientras conversábamos, el animador de El Bote anunció con bombos y platillos el inicio del concurso de baile de esa noche.

    Los dos hermanos Fierri se voltearon a mirarme:

    —Mary, ¿estás oyendo?, esta es la tuya. Tú bailas como Tony Manero como nadie lo hace en esta puta discoteca y en toda la bahía de Arenales, ¡Vamos a inscribirte!.

    —Joder, yo no vine acá a bailar en concursos.

    —Son 100 duros para el primer premio —dijo Fátima — si eres tan bueno como ellos dicen, deberías entrarle, con eso pagamos las rondas y nos rinde más la pasta.

    —No es bueno, es buena —Lucrecia me miró directamente a los ojos por primera vez — este Tony Manero es una chica.

    —¿Cómo? —Fátima quedó de una pieza.

    Sí, sí es una chica —dijo Mirlo — ¿Pero eso qué coño interesa?, por la puta madre que nadie con 4 dedos de frente lo notaría.

    —Anda, Mary, baila —Conrado insistía — así nos ahorramos una buena pasta.

    A las 2 de la madrugada comenzó la competencia; éramos 5 Tonys Maneros, vestidos igual pero absolutamente distintos. Uno era demasiado gordo, otro demasiado pequeño, el otro era tan femenino que no encajaba ni a palos, el otro tenía la cara destruida por el acné y una dentadura tan dispar, negra y enmohecida, que parecía más un zombi que un hombre sensual. El último concursante, yo, era una chica; pero eso no tenía por qué saberlo nadie.

    —Un tequilazo, Mary.—Conrado me arrimó el trago que me volteó los ojos, me hizo toser hasta ahogarme y me incendió el pecho de una —Dale el tuyo, Mirlo, hay que ponerla en órbita para que destruya a esos payasos en la pista de baile.

    —Coño, ¿no será mucho?, ya tiene los ojos vidriosos como la gente borracha.

    —Estoy bien, no pasa nada —dije con presteza — creo que ya me toca.

    Trate de disimular lo mejor que pude, pero la verdad era que tenía la cabeza dando más vueltas que un tiovivo, y en esas condiciones salí a la pista cuando el animador anuncio mi nombre —ficticio — con el que me inscribieron en la competencia:

    —Y ahora, el último concursante de esta noche, bailando You should be dancing ¡les presentamos a Mario Lorca!.

    Comenzar una rutina de baile que me sabía al dedillo, no era ningún problema, pero hacerlo prácticamente borracha y llena de euforia, superó todo lo que mis amigos, sus novias y yo pudimos haber calculado. Lo que comenzó con los clásicos pasos de Manero y unas fintas acrobáticas que arrancaron aplausos a toda la gradería, fue tornándose más agresivo y visceral. Sin pretenderlo, salí del disco para irme directo al lago de los cisnes, con los 32 fouettés de Odette incluidos, una proeza de ballet que ni loca podría haber hecho sin estar ebria.

    Tengo que ser muy honesta, la puta madre que no recuerdo bien si en ese éxtasis de cisne negro hice todos los fouettés, pero estoy segura de que hice varios, los suficientes para que todos los que estaban en la disco se percataran de que algo extraño pasaba. Para colmo de males, comencé a sacarme la ropa con un morbo que fluía de mi cuerpo con el más loco frenesí, y —para desgracia de mis amigos y la mía propia — culminé con un alucinante striptease lo que debió ser un sencillo baile de película.

    Se terminó la música, se encendieron las

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