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La playa de la última locura
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Libro electrónico566 páginas8 horas

La playa de la última locura

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Un hombre solitario decide trasladarse a Valencia huyendo de su trágico pasado en busca del amor, de una nueva vida. Pero en su primer día en la playa de las Arenas es objeto de una fatídica premonición que se convertirá en una obsesión para él mientras descubre esa fascinante ciudad. Tras una ardua y obstinada investigación judicial sin sentido, la sombra de la muerte guiará sus pasos, conduciéndole hasta la misma puerta del infierno.
IdiomaEspañol
EditorialNPQ Editores
Fecha de lanzamiento28 ago 2020
ISBN9788418496035
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    La playa de la última locura - Juan Esteban Gascó

    día.

    Capítulo 1

    Entre la noche y el alba, entre ensoñaciones y pensamientos de duermevela, se coló alguna inquieta pesadilla que le hizo sudar, revolverse en la cama y destaparse antes de la alborada. Un rato después Pablo Víctor se despertó con los pies helados y el cuerpo destemplado, pero con la agradable sensación de calor que da la satisfacción de haber tomado una decisión con determinación, después de una lucha enconada de sentimientos encontrados. Lo que más le apetecía en ese momento era cubrirse con el nórdico y dormir un par de horas más, después de una noche tan agitada, sin embargo prefirió levantarse, con el ánimo inquebrantable de llevar a cabo cuanto antes el propósito de ese nuevo día. Tras desperezarse estirando los brazos hacia arriba, entre bostezo y bostezo se levantó sin remolonear, calzándose las zapatillas de andar por casa. Se dirigió medio aturdido hacia el ventanal, subió la persiana para que entraran los primeros rayos de sol de la aurora y salió a la terraza para contemplar el amanecer. El día era gélido y una fina lluvia comenzaba a hacer acto de presencia. De pronto sintió un ligero escalofrío que recorrió su médula espinal, ya que había salido en pijama sin la precaución de abrigarse. Temblando, con los ojos cerrados, el cielo estaba nublado y a lo lejos los montes Urgull e Igueldo despuntando entre nubes bajas. No le importaba el tiempo. Se frotó los ojos con los nudillos y admiró la maravillosa visión de la playa de la Concha, a pesar de ser un día brumoso. La iba a echar mucho de menos. Sí, muchísimo. Quizás demasiado. Pero estaba decidido. Iba a cambiar de aires. Se dio una ducha de agua caliente, casi ardiendo, a fin de abandonar su estado casi cataléptico, desentumecer sus huesos y despejar su mente. Se recreó más de lo habitual. Se sentía muy a gusto bajo la fuerte presión del agua masajeando su cuerpo, sin pensar en nada. Minutos más tarde se preparó un reconfortante desayuno con zumo de naranja recién exprimido, cereales integrales, dos yogures naturales y cuatro nueces. Extraño desayuno, pero fiel a su costumbre, el mismo de siempre desde hacía muchos años. En ese aspecto no parecía que fuera a haber ninguna fluctuación en su vida. Después de cargar energía para el largo viaje, se dispuso a vestirse sin entretenerse. Eran ya las ocho de la mañana y la partida no admitía demora. Ciertamente le hubiera venido bien tomar un café cargado para afrontar el camino despejado, sin riesgo a dormirse, pero como no tenía ese hábito y desde que estaba solo no recibía visitas en casa, no le quedaba ni un gramo. De todas formas lo ingerido había sido más que suficiente para hacer acopio de fuerzas. Las iba a necesitar. Fuerza y valentía. Se dirigió al armario de su habitación y bajó del altillo una caja metálica de galletas. La abrió con parsimonia y extrajo una carta que leyó por enésima vez, mientras lágrimas de nostalgia resbalaban por sus mejillas. Se quitó el anillo de casado, lo depositó en su interior y besó una fotografía mientras juraba que no iba a llorar más. Guardó la caja con suma delicadeza, como si corriera peligro de romperse, de romper con reminiscencias del pasado, y fue a lavarse la cara. Frente al espejo se reflejaba un hombre con la intención de emprender una nueva vida. No había marcha atrás. Aunque el tiempo no acompañaba, iba a coger su Harley—Davidson para ir a Valencia. La lluvia no era impedimento. Se vistió con unos vaqueros, su camiseta favorita y una sudadera. Encima se puso una cazadora y pantalones técnicos de lluvia para motoristas. Su preciada cazadora de piel no le acompañaría en este viaje. Se calzó sus relucientes botas negras de media caña, cogió una mochila con una muda para la vuelta y con los guantes y el casco en la mano bajó al garaje a por su motocicleta. Hizo rugir el motor de su custom acallando unos truenos que anunciaban tormenta y salió en busca de su nuevo destino.

    Transcurridas tres horas de trayecto, sopesó la conveniencia de hacer una parada a mitad de camino para estirar los agarrotados músculos y pegar un bocado. Aunque ya había dejado de llover su ropa seguía empapada. Suerte que había sido precavido y su vestimenta había cumplido su cometido, repeliendo el agua, no dejando que traspasara al cuerpo. Sin embargo hacía mucho más frío. La temperatura había descendido varios grados y una fuerte ventisca azotaba el inhóspito lugar. Se había apartado de la autovía, huyendo de las cafeterías de las estaciones de servicio, buscando un bar con solera, y encontró un solitario restaurante en medio de un interminable y adusto páramo. En medio de la nada. Qué visión tan diferente de la frondosa vegetación de los paisajes del norte que había dejado atrás no hacía mucho. Tan distinta y tan bella a la vez. Los reflejos del tímido sol sobre la llanura pedregosa, fruto de la persistente sequía padecida, mostraban una variedad de tonalidades de color herrumbroso como si se fueran destiñendo conforme avanzaban hasta lontananza. Allí, solo ante esa inmensidad se sintió bien. La soledad había sido su hábitat natural en los últimos años, pero había llegado el momento de cambiar.

    Entró al restaurante y se sorprendió al ver todas las mesas ocupadas. ¿De dónde había salido toda esa gente, si parecía el último confín de la tierra? Daba igual. No le importunó el hecho de que no hubiera ningún sitio libre. Se sentó en un taburete alto junto a la barra, contemplando ante sí la más variada muestra de embutidos, panceta, lomo de orza y otras suculencias. Pero no, en sus previsiones de cambio no figuraba la de su saludable alimentación. De repente una espigada joven de tez pálida y rubio cabello le preguntó si deseaba comer algo. Ante la respuesta afirmativa, la amable chica, en un perfecto castellano, si bien con un pequeño acento de algún país de Europa del Este, le invitó a pasar al comedor que se abría tras una doble puerta de cristal dorado opaco. El salón estaba vacío y le sugirió que se sentara junto a la acogedora chimenea encendida, lo cual agradeció el motero. Le venía bien para entrar en calor y para que se secara un poco su mojada indumentaria. La camarera le entregó la carta y le preguntó si para beber quería vino o cerveza, dando por sentado que no existía otra posibilidad. La respuesta, que recibió extrañada, fue que le trajera agua. Para comer pidió una rebanada de pan de hogaza, que había visto con anterioridad y que tenía una pinta estupenda, con aceite de oliva y jamón. Mientras le preparaban el almuerzo se situó frente al crepitante fuego, frotando sus manos con fricción y elucubrando qué hacía una muchacha como esa en un lugar tan recóndito. Era la única mujer que había visto en el restaurante. Todos los clientes eran hombres ancianos. Cuánto contraste entre los rostros morenos ajados por el frío y el sol, fruto de una vida trabajando a la intemperie y la blanca piel de la joven. Sentía curiosidad por saber qué la había llevado hasta allí y por qué permanecía en ese lugar. ¿Sería feliz?, se preguntaba. Pero ¿qué sabía él de su pasado y de las circunstancias por las que se encontraba en ese pueblo? ¿Habría elegido ella su destino o se habría visto abocada a vivir lejos de su familia y de su patria? En cierto modo, se dijo, todos somos prisioneros de los avatares que nos marca la vida. No obstante, reflexionar sobre la vida de la muchacha no conducía a puerto alguno. Bastante tenía con ocuparse de la suya propia. Debía ponerse manos a la obra con todo aquello que había previsto hacer durante el viaje.

    Mientras hincaba el diente al sabroso jamón, encendió su teléfono móvil y empezó a buscar por internet pisos para alquilar en Valencia. Seleccionó los que más le gustaron y comenzó a llamar a inmobiliarias para saber si alguna estaba en disposición de enseñarle viviendas ese mismo sábado. De todas aquellas a las que llamó, solamente en una le confirmaron que podían quedar para mostrarle tres pisos. Para haber llamado con tan poca antelación no estaba nada mal. Eran más que suficientes para hacerse una primera idea y acordó una cita con la señorita que le atendió, a las seis de la tarde, en la avenida Mare Nostrum, en la playa de la Patacona. «Empieza cuando termina el paseo marítimo de la Malvarrosa», le explicó. «Cuando no puedas continuar recto toma la curva. No tiene pérdida, verás el chalet de Blasco Ibáñez con un cartel que anuncia el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento. Vuelve a girar siguiendo la carretera y entrarás en la avenida. Te espero frente al número ٣٦».

    Luego contactó con el hotel Neptuno y reservó una habitación individual para esa noche. Únicamente faltaba elegir el restaurante para comer, al objeto de tener organizada toda la logística, pero como debía llamar a su madre se inclinó por esperar a que ella le recomendara uno.

    —Hola, mamá, ¿cómo estás? —balbució Pablo Víctor con voz temerosa sabiendo que no era portador de gratas noticias.

    —Muy contenta, hijo. ¿Cómo quieres que esté? Con muchas ganas de verte. ¿Por dónde andas?

    —Verás… —hizo una pequeña pausa y tras carraspear un poco continuó—, ha habido una ligera variación de la ruta. Me dirijo a tu tierra.

    —¿Ligera? ¿A qué te refieres? —su madre no entendía nada o no quería entender lo que terminaba de escuchar. No podía dar crédito.

    —Sí, mamá. Lo siento mucho pero estoy yendo a Valencia. Yo también tengo muchas ganas de verte, y a papá y a toda la familia, pero me ha surgido un imprevisto. No puedo ir a pasar el fin de semana con vosotros. Quizás el próximo. No sé, ya os avisaré.

    —Pero… no será una broma. Sería de muy mal gusto. No te vemos el pelo desde tus vacaciones en agosto y además justo hoy que íbamos a reunirnos todos. Venían tus tres hermanas con sus maridos y tus sobrinos y a ti —elevó el tono de voz con aire de reproche— te da por cambiar de planes. No sabes el disgusto que acabas de darme. Nos hacía tanta ilusión que vinieras. No quiero ni pensar cómo se lo va a tomar tu padre. Además —en un último intento por convencerle apostilló—, sabes que iba a hacer una paella. Anda, no seas tonto y vente para aquí, no te lo pienses más.

    —¡Mamá! —espetó abrumado, alzando la voz para dejar las cosas claras—. No insistas. No puede ser y punto. Estoy ya en un pueblo perdido de Zaragoza a mitad de recorrido. Es muy tentador lo de la paella y sabes que echo de menos las tuyas —continuó ya bajando el tono—, pero quiero que sepas que sigo fiel a la tradición que me inculcaste y aunque no esté hecha por ti, todos los domingos del año como paella.

    —Ya, pero siempre dices que las mías son las mejores del mundo.

    —Y lo son —confirmó con halago mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro en señal de desesperación ante la insistencia de su madre—. Anda, no seas chantajista. De verdad que lamento mucho fallaros, pero tengo que ir a Valencia. Digo yo que allí también podré comer bien, ¿no? Por cierto, ¿cuál es el restaurante de la playa donde comíamos con los yayos?

    —Hay muchos. No siempre acudíamos al mismo. La Pepica, La Marcelina, La Rosa, un sin fin y todos ellos muy buenos. Pero no me cambies de tema. ¿Qué diantres ha pasado para este cambio tan repentino? ¿Por qué no nos avisaste? ¿Ocurre algo que debamos saber? —preguntó Socorro con preocupación.

    —No os he avisado antes porque lo he decidido esta misma mañana, nada más levantarme. Como tú dices, ha sido pensat i fet.

    —Ay… pensat i fet —repitió su madre con dolor de corazón—. Eres el único de mis hijos que no nació en Valencia y sin embargo desprendes un inmenso sentimiento de valencianidad. Eso al menos me consuela.

    —Te recuerdo que aunque no he nacido ni vivido en Valencia, allí me engendraste y si tengo ese sentimiento de amor a tu tierra es gracias a ti. Pensé que te haría ilusión que fuera. Pero ya te contaré. No puedo adelantarte nada. Son casi las doce del mediodía y todavía me quedan dos horas y media para llegar. Lo siento. Tengo que colgar.

    —Mi alma, claro que me hace ilusión, pero me dejas muy intrigada. Únicamente dime que te encuentras bien y que no ocurre nada malo. No sé el motivo y tú solo dices voy a colgar.

    —No debes preocuparte. Estoy estupendamente. Como hace mucho tiempo que no lo estaba.

    —Por la voz parece que sí. Eso me tranquiliza. Ya me inventaré algo para contarles a papá y a tus hermanas. Cuídate mucho, no corras y llámame cuando llegues.

    —Así lo haré. Un beso para todos.

    Nada más colgar Socorro se quedó unos segundos pensativa. Su hijo era muy callado y reservado. No solía contar nada y menos de su vida privada. Podía haber puesto cualquier excusa para no venir. Tanto secretismo la hacía sospechar y la intuición le decía que tenía que ser un lío de faldas. ¡Ojalá!, deseó suspirando profundamente. Eso es lo que iba a contarles al resto. Así lo aceptarían mejor. ¿Sería posible después de tanto tiempo?, se preguntó para sí misma.

    Pablo Víctor se sintió apurado y agobiado. Reconocía que le había hecho un desplante muy grande a la familia, pero también sabía que le comprenderían y perdonarían la afrenta. Era el menor de los hijos y sus hermanas siempre comentaban que era el niño mimado. Puede que no les faltara razón, pero sabía que lo decían desde el cariño. Eso le alivió. Tomó, ahora sí, después de mucho tiempo, un café para que le mantuviera despierto si le entraba sueño. Pagó la cuenta y la camarera le deseó buen viaje cuando le devolvió el cambio. Le pareció que con la mirada le suplicaba que se la llevara con él en la moto, a cualquier parte, lejos de allí. Tuvo un momento de indecisión antes de despedirse, pero finalmente contestó con un simple «Gracias, hasta pronto».

    Al poco de haber salido cesó el viento, pero surgió otra vez un imprevisto. Hizo acto de presencia una incipiente lluvia, añorada desde hacía tiempo en la zona. Los habitantes del lugar lo agradecerían pero no Pablo Víctor. Aunque un gallego como él estaba acostumbrado a ella, sin embargo el hecho de que la carretera estuviera mojada le obligaba, por precaución, a disminuir la velocidad y concentrarse en la conducción. Más valía tarde que nunca, pero transcurrida una hora el viaje comenzaba a pesar y sintió los primeros azotes del cansancio. De pronto notó que la calzada ya estaba seca. Había dejado de llover y más adelante un impresionante arco iris se dibujaba ante él formando un semicírculo perfecto, atravesado en su eje central por la autovía. Justo a la altura de un cartel que anunciaba que entraba en la Comunidad Valenciana imaginó que cruzaba por un arco de triunfo de colores y que un sol radiante le daba la bienvenida. Eso le insufló ánimos para continuar hasta su meta.

    Capítulo 2

    Silencio por respuesta. Era la una del mediodía y la tercera llamada telefónica efectuada desde la recepción en la última media hora no había sido atendida por la huésped de la habitación 302. Debía haberla dejado libre a las doce y la directora del hotel comenzaba a impacientarse, pues debían tenerla preparada para las dos y media, hora a la que el nuevo cliente había anunciado su llegada. Le habían dado un tiempo más que prudencial para que abandonara la estancia y no podían dilatar más la limpieza de la misma a fin de dejarla acondicionada para la nueva entrada. No era la primera vez que pasaba ni sería la última. Estaban acostumbrados a tener que despertar a gente que venía de fiesta a altas horas de la madrugada, en la mayoría de casos ebrios, a los que se les pegaban las sábanas. Sin embargo en esta ocasión resultaba insólito. Se trataba de una mujer que se había hospedado sola y que no había salido de su habitación desde que llegara a las nueve de la noche del día anterior. La última comunicación con ella fue al servirle la cena en sus aposentos. Por la mañana no había bajado a la cafetería ni solicitado que se le sirviera el desayuno en la habitación. Pero más allá de esa pequeña circunstancia, nada anormal. La directora decidió que no podían demorarlo más y dio instrucciones de que llamaran a la puerta para despertarla.

    El cartel de no molestar colgaba del pomo. Unos suaves golpes de nudillo sonaron en la puerta sin que nadie contestara al otro lado. Acto seguido nuevos toques un poco más fuertes y con mayor insistencia acompañaron una voz diciendo: «Servicio de habitaciones». Tampoco obtuvo respuesta alguna. No quedaba más remedio que aporrear la puerta, cumpliendo las órdenes de despertarla a toda costa, pero fue en vano. La responsable de personal comunicó a su jefa que seguramente la habitación estaba vacía porque no daban señales de vida. Tampoco era la primera vez que alguien se marchaba sin pagar. No quedaba otra alternativa. Debían entrar para corroborarlo. La encargada hizo un último intento de llamada y tras unos segundos de espera repitió: «Servicio de habitaciones. Señora Faulí, vamos a entrar». Seguidamente introdujo la llave y se oyó ceder el resbalón de la cerradura. Pasó con cautela hasta quedar paralizada al ver tendida en la cama a la clienta. Tenía la apariencia de estar plácidamente dormida, pero un detalle sobre la mesita de noche auguraba que no era así. Un grito estrepitoso retumbó en todo el hotel. Enseguida acudieron las compañeras que más cerca se encontraban y una de ellas avisó a la directora, la cual ya subía rauda por las escaleras presintiendo lo peor. Apartó a su paso a las empleadas inmóviles, que no sabían qué hacer y se arrimó al cuerpo yacente. Efectivamente no había señales de vida.

    La entrada del hotel estaba acordonada por la policía y multitud de transeúntes curioseaban lo máximo que se les permitía para saber qué había ocurrido, mientras las fuerzas del orden no paraban de dar indicaciones para que se dispersara el gentío. Una ambulancia con la sirena apagada abandonaba el lugar y se cruzaba poco después, a la altura del emblemático y centenario edificio del Reloj del puerto, que marcaba las dos y veinticinco, con un motorista que estaba a punto de culminar su tramo final. Pablo Víctor, tras dejar a su derecha el tinglado número 2 y algunas de las bases que habían servido de sede a los equipos de vela participantes en la America’s Cup diez años atrás, llegó al Veles e Vents, el otro edificio icónico del puerto, representativo de la nueva imagen portuaria. Justo enfrente, donde la Marina se unía con la playa de las Arenas se alzaba el pequeño hotel. Entre ambos, en medio del paseo, una gigantesca bandera de España y la senyera valenciana ondeaban al viento. Aparcó la Harley—Davidson y cogió su ligero equipaje de las alforjas. Un agente le impidió la entrada a pesar de justificar que tenía una reserva, pero el inflexible policía no atendía a sus explicaciones, negándole el acceso. Pablo Víctor insistió tratando de convencerlo pero fue inútil. No le quedó más remedio que echarse mano a la cartera y mostrarle un carné. Después de consultar con su superior el agente levantó la cinta con la leyenda de «No pasar» y pidiendo disculpas le cedió el paso. Pablo Víctor asintió bajando la cabeza, agradeciendo el gesto, y sin mediar palabra pasó al hall. Una vez dentro un inspector de policía le saludó cortésmente, siendo correspondido de igual manera. Sin preámbulos, Pablo Víctor preguntó a qué se debía tanto revuelo.

    —Han encontrado muerta a una mujer en una habitación del hotel.

    Pablo Víctor quedó en estado de shock momentáneo, como si su mente viajara a otro lugar, mientras el inspector continuaba hablando.

    —Hemos recibido el aviso hace poco y no sabemos nada todavía. El médico acaba de certificar la muerte y estamos esperando al juez de guardia para la diligencia de levantamiento del cadáver, y a la funeraria que se encarga de la recogida judicial para el traslado del cuerpo al depósito a fin de practicar la autopsia. De momento eso es todo. Cuando terminemos la inspección ocular puede que averigüemos algo más, pero parece un caso de muerte natural. No hay signos de violencia, por lo que no parece muerte accidental. Seguramente será para archivar, ya sabe. Si me disculpa voy a continuar con mi trabajo.

    —Gracias, inspector. Que tenga un buen día —musitó sin más, y se dirigió acto seguido a la recepción.

    —Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —fueron las palabras de un nervioso recepcionista que había presenciado la conversación a escasos metros de sus narices.

    —Tengo reservada una habitación. Les llamé esta misma mañana y les indiqué que llegaría sobre las dos y media.

    —Claro, disculpe, es que con tanto lío —contestó sorprendido el recepcionista—. Si me permite el DNI… Ah, gracias, perdone, no me había dado cuenta —dijo mientras cogía el documento que Pablo Víctor había dejado encima del mostrador—. Acabo de empezar mi turno y esto está un poco alborotado, como ve, pero enseguida localizo su reserva, señor Hernández —el atolondrado recepcionista tecleó el nombre en el ordenador, encontrándolo de inmediato—. Aquí está. Hernández Gascó, Pablo Víctor —de pronto alzó la cabeza, tragó saliva y farfulló—. Si me disculpa, tengo orden de avisar a nuestra directora cuando usted llegara. No tardará nada en atenderle. Si lo desea puede esperar ahí sentado —señaló unos sillones ubicados en un rincón del vestíbulo.

    A los dos minutos apareció la directora del hotel, que se presentó dándole su mano sudorosa fruto de la agitación a que estaba siendo sometida.

    —Buenos días, bienvenido al hotel Neptuno, señor Hernández. Seguro que no se le ha pasado por alto que hemos tenido un pequeño incidente y ha tenido que venir la policía. No estamos acostumbrados a situaciones como estas. Esperamos que se resuelva en breve y su estancia con nosotros sea muy satisfactoria. Pero tengo que comentarle un pequeño problema que nos ha surgido.

    Pablo Víctor seguía las explicaciones sin decir nada mientras para sus adentros barruntaba si ese pequeño problema tendría relación con la fallecida. La directora, omitiendo referirse al óbito, continuó hablando.

    —La policía está realizando unas investigaciones en la planta donde se encuentra su habitación y no podemos alojarlo en ella. Sé que insistió mucho en que quería una con vistas al mar, pero no nos queda ninguna disponible. A cambio podemos ofrecerle una suite doble más amplia y confortable por el mismo precio. Si quiere tomar algo en la cafetería mientras la preparamos está usted invitado. En unos momentos la tendremos lista.

    Pablo Víctor se quedó dubitativo. Había reservado habitación en ese hotel ex profeso porque estaba en primera línea de playa, cercano a los restaurantes que le había recomendado su madre, y era condición sine qua non que tuviera vistas al mar. El imprevisto suponía una verdadera decepción. Entonces propuso.

    —No tengo intención de ocupar la habitación hasta esta noche. Ahora voy a comer y luego tengo que realizar unas gestiones. Imagino que es tiempo suficiente para que la policía termine su trabajo y se pueda acceder a la planta.

    La directora comprendió que había sido fútil su intento de resolver el entuerto. Ahora la que tenía un pequeño problema era ella. Frunció el ceño y lacónicamente le comunicó.

    —Me temo que no va a poder ser.

    Pablo Víctor entendió de inmediato, levantando su mano con la palma abierta para que no continuara la azorada directora.

    —Está bien, me quedo en la suite. No se preocupe.

    —Muchas gracias. Es usted muy comprensivo. Puede dejar las maletas en recepción. Le acompaño a la cafetería —profirió, suspirando aliviada.

    —Únicamente traigo esta mochila. Si no le importa me la suben ustedes a la habitación. Se me está haciendo tarde para comer. Agradezco su invitación, pero tengo previsto ir a otro restaurante.

    —Por supuesto. Reitero nuestra bienvenida y ruego que disculpe las molestias.

    Pablo Víctor se registró y salió en busca del restaurante. En ese momento entraba una mujer con prisa y con aire enfadado, acompañada de sus acólitos. A sus espaldas escuchó que se trataba de la juez de guardia. No se giró. El caso no era de su incumbencia. Ya en la calle encontró aparcado en la puerta un coche fúnebre. Tampoco era asunto suyo, sin embargo no pudo evitar fijarse si el vehículo estaba limpio y el chófer tenía una apariencia decorosa. No reparó más en ello pues lo hizo de forma inconsciente. Enseguida se dio cuenta de que justo al lado se encontraba el restaurante La Pepica y se olvidó del aspecto del funerario. No había sitio, ni tampoco en el siguiente, La Marcelina. Una lástima, se lamentó. Tan grandes y ambos completos. Señal de que no se debía de comer mal. Siguió andando en busca de otro, descubriendo restaurantes nuevos a cada paso, pero quiso llegar hasta La Rosa, el último en el primer tramo del paseo. Tampoco hubo suerte. Había mesa libre pero no con vistas al mar. Lo desechó a pesar de los consejos de su madre y probó en el colindante: La Paz. Desconocía si su nombre era de mujer como los anteriores, pero se sintió atraído. Reparó en la curiosidad de que en su lugar de residencia los restauradores vascos más afamados eran todos hombres. Por el contrario, parecía que en Valencia primaban las mujeres a tenor de los nombres. Quizás no se debiera a las cocineras sino a las que llevaban la sartén por el mango. De pronto se acordó de su madre. Conociendo el paño no le extrañaba que así fuera.

    Lo acomodaron en una mesa en la terraza acristalada. Estaba en la gloria después de un viaje tan largo. Necesitaba tranquilidad y paz y allí las encontró sin ningún género de dudas. Esperaba que fuera una premonición y que encontrara la paz también en su vida.

    —Buenas tardes —le saludó el metre, al tiempo que le entregaba la carta—. ¿Desea algo de beber mientras elige?

    —Una copa de vino tinto, y ya puede tomarse nota de la comida. Lo tengo claro. De entrante quisiera clóchinas y luego paella de pollo y conejo.

    —Lo lamento, pero no es temporada de clóchina valenciana. La temporada es de mayo a agosto, pero puedo ofrecerle mejillones. También siento decirle que la paella es mínimo para dos personas. Si le apetece podemos servirle paella del senyoret, que está en el menú del día.

    —Vaya fastidio. Me encanta, pero vengo de fuera y traigo el mono de comer paella valenciana. No importa que sea para dos, la paella al día siguiente está riquísima. Me llevaré la que sobre. En cuanto a los mejillones, prefiero tomar otra cosa. Nací en Galicia, sabe. ¿Tienen esgarraet?

    —Por supuesto. Me ofende con la pregunta. El mejor que pueda probar.

    —Lo dudo —masculló acordándose de su madre.

    —¿Cómo dice? No le he entendido.

    —Olvídese. Cosas mías. Por favor, el vino si es posible que sea de la tierra.

    —Claro que sí, como usted guste. Le voy a servir un Megala de Enguera que no le defraudará. Si no le gusta se lo cambio. Vamos marchando la paella pero le advierto que tardará bastante. Mientras sale el entrante, le traigo un poco de pan con allioli, para que vaya haciendo boca.

    —Perfecto. Ya se me está haciendo agua.

    La espera valió la pena. Tras degustar el allioli y el esgarraet con voracidad, llegó la hora de probar el arroz. Estaba ansioso por degustarlo y dada su impaciencia comió con avidez sin dejar que reposara como mandaban los cánones. Pero le supo casi tan rico como el que hacía su madre. Se pegó un buen atracón sin dejar ni un grano de arroz a pesar de que era para dos comensales. Pura ambrosía para los dioses. No necesitaba nada más, por lo que no pidió postre ni café. Estaba llenísimo y decidió dar un paseo para rebajar la pesadez de la sangonerísima fartada.

    Eran las cinco de la tarde y todavía quedaba una hora para su cita con la señorita de la inmobiliaria. Anduvo por el paseo marítimo, al igual que multitud de personas que parecían disfrutar, lo mismo que él, de una apacible tarde. Su madre siempre le había mencionado que Valencia era una ciudad que vivía de espaldas al mar, pero debía de ser en el pasado, puesto que el paseo estaba repleto de gente feliz, caminando, patinando, montando en bicicleta o jugando en la arena. El sol otoñal todavía no se había ocultado y la temperatura era muy agradable para el mes de noviembre. Qué diferencia con San Sebastián. Era una ciudad hermosísima y vivía muy a gusto en ella, pero el maravilloso clima mediterráneo no tenía parangón. En cambio el mar, tan plácido, parecía una balsa de aceite. Eso suponía un gran inconveniente para la práctica de su deporte preferido. Desde su estancia en Mallorca el surf era su pasión. Ahora contemplaba las tranquilas olas que apenas hacían espuma. Aun así, tan solo mirar la inmensidad del mar le proporcionaba extrema relajación. Llegó hasta el majestuoso hotel Las Arenas, nada comparado con el antiguo balneario donde su yayo jugaba a pelota mano en el frontón. Todavía conservaba el guante de cuero con cintas rojas para atarlo a la muñeca que le regaló antes de morir. Era de los pocos recuerdos que le quedaban de su abuelo. Empezó a ponerse nostálgico y decidió volver y tomar una tónica en algún restaurante para hacer mejor la digestión.

    Entró en Vivir sin Dormir, un local de ocio convertido también en restaurante, y se sentó de nuevo frente al mar. Al igual que en el lugar donde había comido, le llamó poderosamente la atención el nombre. Parecía un traje a medida, pues realmente eso es lo que le estaba pasando en los últimos años. Paradójicamente, cuando le sirvieron la bebida solo le dio tiempo a dejar un billete de diez euros junto a la cuenta, encima de la mesa, quedándose dormido unos minutos por el cansancio acumulado. Poco después despertó sobresaltado e instintivamente atrapó la mano de una gitana que estaba cogiendo el billete de la mesa. La muchacha trató de soltarse pero Pablo Víctor apretaba con fuerza con su mano encima de la de la chica.

    —¡Qué haces! —espetó la muchacha con descaro—. Si no he hecho nada. Solo pretendía venderte un ramillete de romero para que te diera suerte.

    Todavía medio adormilado, Pablo Víctor, confuso, no entendía lo que estaba ocurriendo. Sin soltarla, se quedó mirando sus misteriosos y profundos ojos negros, tragaluces del alma. La muchacha de larga melena oscura que le llegaba hasta la cintura y que daba paso a unas marcadas caderas de ánfora insistió.

    —Suéltame, anda, y déjame marchar. Te regalo el romero.

    —No lo quiero. No creo en supersticiones —adujo mientras seguía sujetándole la mano, sin saber muy bien el porqué. No tenía intención de denunciarla, sin embargo la chica pareció asustarse ante la actitud tan firme de ese extraño hombre.

    —No llames a la policía, te lo suplico. Solo tengo trece años y además no he hecho nada malo. Te puedo echar las cartas gratis o leerte la mano. Soy muy buena en eso. Te lo aseguro.

    Pablo Víctor le echó unos dieciocho años. Calculó que al menos sería mayor de edad, pero decidió que ya había llegado demasiado lejos y el susto era suficiente para que le sirviera de escarmiento. Soltó la mano pensando que echaría a correr inmediatamente, pero su sorpresa fue mayúscula al ver que la gitana tomaba asiento y ahora era ella la que le cogía la mano mostrando la palma hacia arriba. Tenía un tacto suave y unos dedos finos y muy largos, a pesar de que era menuda y nada delgada.

    La vidente comenzó diciendo sonriente:

    —Veo que has sufrido mucho y que has venido desde lejos en busca de amor. Lo veo muy claro —levantó la vista de la mano y clavó sus ojos como espadas, casi de forma hiriente, en los de Pablo Víctor. Se quedó muda y las manos comenzaron a sudarle. Parecía que no quería continuar. Desvió la mirada y con voz entrecortada balbució—: No se lee bien el futuro. Reconozco que soy una impostora y me arrepiento de haber tratado de engañarte. Tú me pareces una buena persona y no lo mereces. Lo siento. Adiós.

    —¡Continua! —ordenó con contundencia, casi con virulencia—. Dime lo que ves y más te vale que no mientas —le amenazó enérgicamente, sorprendiéndose a sí mismo de su comportamiento—. Yo no creo en esas chaladuras pero si no me dices lo que ves estoy seguro de que te traerá mal fario —prorrumpió sin convencimiento alguno de que esas palabras fueran a hacer mella en la muchacha. Pero sí, surtieron el efecto pretendido y la gitana prosiguió—. Veo la muerte rondándote. Muy cerca de ti. Lo llevas escrito.

    Un silencio sobrecogedor se apoderó del lugar por unos instantes. Ante la predicción Pablo Víctor pareció interesarse de veras.

    —¿La ves en el pasado o en el futuro? —preguntó inquieto. Al escuchar «en el pasado» pareció asumirlo con naturalidad, pero cuando después de una tos fingida añadió que también en el presente y en el futuro, se estremeció y le ofreció los diez euros—. Puedes marcharte —musitó con el semblante serio y contrariado.

    —Quédatelos, no los quiero. No deseo verme mezclada en nada que tenga que ver contigo. Adiós, llanero solitario.

    Capítulo 3

    La imagen de la mujer le recordó a la camarera del restaurante donde había almorzado por la mañana. Tan alta, excesivamente alta para él, y con esa cabellera rubia como el oro aunque más ondulada. Fue inevitable no fijarse descaradamente en ese culo tan perfecto que movía con gracia y sin esfuerzo aparente. Con el casco puesto se sentía más protegido por su desfachatez. Luego se lo quitó y acercándose unos pasos pronunció con voz casi inaudible: «¿Esperanza?».

    La elegante agente inmobiliaria lucía un pantalón negro de vestir, una bonita cazadora blanca de piel, con la cremallera subida hasta arriba, y unos zapatos de tacón que realzaban su ya de por sí gran estatura. Se giró y al tiempo que le tendía la mano para estrechársela contestó con seguridad.

    —Hola, Pablo, encantada de conocerte.

    El motorista enmudeció al ver su rostro. Ahora ya no le recordaba a la chica del este. Le pareció ver el vivo retrato de otra persona mucho más cercana. Durante unos instantes no reaccionó, prendido en esa cara angelical con un leve toque de picardía en su sonrisa. Sus ojos marrones eran fulgurantes y su nariz parecía esculpida por un maestro artesano, pero solo dirigía su vista hacia su atrayente boca.

    —Perdona, ¿eres Pablo, no? —repitió al ver que no había contestado ni movido un músculo para darle la mano.

    —Sí, sí, disculpa. Soy Pablo Víctor —musitó, improvisando una absurda excusa ante el silencio anterior—. No estoy acostumbrado a que me llamen así y he tardado en reaccionar.

    Esperanza sonrió de nuevo, al tiempo que entornaba sus párpados y suspiraba con gracia. Estaba acostumbrada a que los hombres se comportarán así ante ella.

    —¿Es un poco largo, no crees? Y no te pega nada ese nombre. Te hace mayor. Suena antiguo, y demasiado aristocrático. O peor aún, de culebrón venezolano. ¿Te importa si te llamo Pablo? —susurró cálida y dulcemente.

    Pablo Víctor no salía de su asombro. Cuánta verborrea y desparpajo. Vaya confianza se había tomado para haberse visto por primera vez. No obstante le pareció una persona agradable. Era una mujer que desbordaba simpatía y alegría, como corroboraría después de pasar dos horas juntos. Pero no por ello iba a concederle la licencia de llamarle Pablo. Aunque deseaba complacerla no estaba dispuesto a ceder en eso.

    —Lo siento, pero mi madre se enfadaría muchísimo. Me llamo Pablo como mi padre y mi abuelo paterno y Víctor me lo pusieron por mi abuelo materno. Mi madre se empeñó en que así fuera y desde niño se encargó de corregir a todo aquel que no me mentaba por mi nombre compuesto.

    —A mí no me gusta —soltó sin rubor alguno—, pero entiendo a tu madre perfectamente. Si alguna vez tengo un hijo le pondré el nombre de mi padre —sentenció—. En fin, Pablo Víctor, subamos a ver la primera vivienda.

    Transcurrieron casi dos horas para ver únicamente tres pisos que además no estaban alejados entre sí. Esperanza era una comercial excelente, capaz de vender hielo en el polo norte, y realizó su trabajo a conciencia, enseñando las casas con todo lujo de detalles y dando las pertinentes explicaciones sobre las ventajas de las mismas, pero a Pablo Víctor no terminaba de convencerle ninguna. Se deleitaba oyéndola hablar sin parar, casi sin posibilidad de hacer comentario alguno sobre sus gustos, hasta que finalmente tuvo que aclararle que no le gustaba ninguna lo bastante. Una era demasiado grande para una persona que vivía sola, otra tenía la terraza excesivamente pequeña y la última tenía un precio desorbitado. A pesar de ello la agente inmobiliaria no estaba dispuesta a que se le escapara la presa. A ella no se le resistía nadie.

    —Bien, me hago una ligera idea de lo que buscas exactamente. Dame unas semanas y no te preocupes que no cejaré en el empeño hasta encontrar algo a tu medida. En cuanto lo tenga te aviso.

    —El problema es que vivo en San Sebastián y como comprenderás no puedo permitirme el lujo de venir muy a menudo. Quería aprovechar al máximo este fin de semana, pero solo he conseguido quedar contigo.

    —¡Me quieres decir que has recorrido más de quinientos kilómetros para ver solamente tres casas! Debías haber hecho un filtrado previo y tras seleccionar las que te interesaran, organizarte para ver cuantas más mejor.

    —Ya, pero es que lo he decidido esta misma mañana al despertarme. Ha sido un arrebato —masculló—. Y además, me quiero trasladar en breve. No dispongo de demasiado tiempo. Si todo va como deseo, espero venirme dentro de un mes aproximadamente.

    —¡Estás como una cabra! —soltó una sonora carcajada—. Y la gente dice que yo estoy loca. Cierto es que soy muy impulsiva, pero lo tuyo es para encerrarte en un manicomio. Estás loco, completamente loco. Loco de atar —concluyó exaltada, vociferando. Luego se calmó y apuntilló—: Vamos a ver, ante un cliente como tú debería olvidarme de ti y dejar que te buscaras la vida, pero la intuición me dice que en el fondo eres una persona cabal y que no eres un lunático. Tienes la mirada limpia y sé que no me engañarás. Te propongo una cosa. En la finca donde yo vivo hay un ático en venta espectacular. Justo lo que tú necesitas. El problema es que no lo alquilan, pero llevan tiempo sin venderlo y creo que seré capaz de convencer a la propiedad para que te lo arriende hasta que encuentres otro con vistas al mar. Aunque ya te adelanto que aquí en la playa y con las condiciones que exiges no te va a resultar sencillo. De todas formas, cuando lo veas y vivas en él no vas a querer moverte de allí.

    Parecía que la cosa estaba decidida. Esperanza había hablado con tal convicción, que Pablo Víctor no tenía nada más que decir. Solamente reparó en el comentario de la mirada limpia. Le llamó la atención la expresión y se sonrojó pensando en su fastuoso trasero, el cual no había dejado de mirar en toda la tarde cada vez que tenía la oportunidad, aunque fuera de soslayo.

    —Está bien —contestó sin pararse a analizarlo. Estaba empeñado en alquilar una casa frente al mar, pero la propuesta era una buena salida momentánea—. ¿Cuándo puedo verlo?

    —Los domingos no trabajo, pero como está en mi mismo inmueble si te parece puedo enseñártelo mañana temprano. Más tarde de las nueve no es posible. Tengo cosas que hacer.

    —No hay ningún inconveniente. A mí también me viene mejor que sea pronto. Me queda un largo viaje de vuelta.

    —Estupendo —sacó de la cartera una tarjeta de visita y anotó las señas de su domicilio particular. Se la entregó y dijo—: Aquí vivo yo, en el primer piso. Cuando llegues toca el timbre del portero automático.

    —Muchísimas gracias. No sabes el favor que me haces. Eres un verdadero encanto. Hasta mañana.

    Pablo Víctor quedó prendado de esa mujer, pero no tuvo el valor de dirigir su mirada limpia más abajo de la cintura mientras veía como se alejaba. Después de dar unos pasos, sintiéndose observada, se giró e hizo un gesto de lanzar un beso al aire, al tiempo que le decía: «Hasta mañana, ojos verdes».

    Tan peculiar despedida supuso una subida de adrenalina en un depauperado cuerpo que ya daba muestras de agotamiento. Sus ojos eran entreverados entre verde y marrón, y aunque cuando les reflejaba la luz adquirían un tono más claro y verdoso, realmente eran pardos. Sin embargo, era la segunda persona que lo llamaba ojos verdes, lo cual le produjo un conmovedor cosquilleo que le puso los pelos como escarpias. En ese preciso instante tuvo la certeza de que se asentaría en Valencia.

    Deseaba dar una vuelta antes de dormir, pero estaba tan cansado que decidió regresar al hotel. Ya tendría tiempo de saborear y disfrutar de la ciudad. Dejó atrás la avenida del Mare Nostrum de la playa de la Patacona hasta llegar de nuevo a la casa-museo de su idolatrado Blasco Ibáñez. Tuvo la sensación de que no sería la última vez que la vería. Le encantó esa zona. Tomó la calle Isabel de Villena y acompañado por la cercana brisa marina hizo vibrar su motocicleta pegado al paseo marítimo. Iba ensimismado, recreándose en algunas de las bonitas casas que jalonaban la calle, hasta que un susto le advirtió de lo imprudente de su conducción a pesar del paso lento. A punto estuvo de atropellar a una pareja de peatones que cruzaba la calle a la altura del hospital de la Malvarrosa. El despiste pudo costarle caro, pero no llegó la sangre al río. Respiró aliviado y todavía redujo más la velocidad. Continuó por la calle Eugenia Viñes y vio el majestuoso hotel-balneario Las Arenas. Ya estaba cerca. Al final estaba el Neptuno.

    Cuando pidió la llave el recepcionista le volvió a dar el recado de que la directora quería hablar con él. «Solo será un minuto», le advirtió. A pesar del cansancio y las pocas ganas, Pablo Víctor accedió.

    —¿Qué tal, señor Hernández? Quería comentarle que tenemos disponible la habitación de su reserva inicial. Si lo desea puede cambiarse sin problema.

    —¿Cómo? —respondió enarcando las cejas, sin ni siquiera dar las buenas tardes—. Le agradezco su ofrecimiento y su interés, pues verdaderamente mi intención era disponer de vistas al mar, pero ¿no le parece un poco escabroso después de lo acontecido? —acto seguido, sin tiempo a que reaccionara, comentó—: Lo que sí estoy dispuesto a aceptar ahora es la invitación que me hizo a mediodía para tomar algo. Debido a mi profesión, tengo una enorme curiosidad por conocer el suceso.

    La directora, abochornada, se quedó sin palabras y supo que era conocedor de lo ocurrido, no obstante no hizo comentario al respecto. Aunque pretendía ser discreta y no airear el asunto se sintió en la obligación de acceder a la petición, sin saber muy bien hasta dónde iba a contarle. Su horario terminaba a las ocho de la tarde y ya pasaba un cuarto de hora, pero se sintió intrigada por la profesión del cliente, y, por qué no decirlo también, atraída por esa persona con ademán bizarro. Buscó una mesa apartada en un discreto rincón y le invitó a sentarse.

    —Yo quiero una Coronita, ¿y usted? —preguntó en presencia del barman.

    Pablo Víctor estaba acostumbrado a que le trataran de usted, a pesar de que tenía treinta y cinco años, pero sugirió que se hablaran de tú, para evitar formalismos, ya que la directora aparentaba tener una edad similar a la suya. Se dirigió a ella por su nombre tras leerlo en la placa de la solapa de su chaqueta y pidió un vodka con limón. De inmediato, Marta, sintiéndose más cómoda, cambió de opinión y sustituyó la cerveza por el mismo combinado. Había sido un día muy largo y duro. Ya había terminado su jornada laboral y se lo podía permitir. Necesitaba animarse para afrontar la conversación. Al principio estaba cortada y su acompañante no parecía muy

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