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Antes que vuelva a llover
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Antes que vuelva a llover
Libro electrónico103 páginas1 hora

Antes que vuelva a llover

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Esta es la historia de Rosa, el Poeta y Félix, tres personajes que se encuentran entre los treinta y los cuarenta años de edad, con diferentes visiones de la vida y aspiraciones de futuro. Todo empieza una mañana de lluvia, cuando Rosa se entera del fallecimiento del Poeta, y desde que ese triste momento desata en ella una ola de recuerdos y ausencias, su vida se verá abocada a la búsqueda de la felicidad, del mismo modo que lo fue la del Poeta. Los pasos que este último dio en esa dirección están recogidos, con cariño y poesía, en un desconocido diario, del que Rosa es también protagonista, y del que ella nada sabe. Félix, por su parte, no sabe qué busca, o siquiera si busca algo, aunque no le importaría que su vida fuese menos monótona. Gracias a un vendedor de libros, que le ofrece un curioso diario de un poeta desconocido, encontrará un nuevo sentido a las circunstancias de su vida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 dic 2020
ISBN9781005962432
Antes que vuelva a llover
Autor

Luis De Felipe Vila

Nací en Valencia, en 1977. Acababa de empezar la primavera: 25 de marzo. Crecí en una ciudad a la que sigo aún muy unido, pese a la distancia actual que nos separa. Cursé la EGB en la escuela del barrio, en la manzana de al lado de mi casa, y mi bachillerato en el instituto Francesc Ferrer i Guardia, no lejos de la salida norte de Valencia. Fue allí donde empecé a dar una forma coherente a mis escritos, ya que desde la niñez adquirí el vicio de garabatear sobre hojas de papel, a veces furiosamente, a veces delicadamente, hasta que conseguí que mi imaginación, mi organizador mental y mi mano se coordinasen de manera aceptable.He tenido siempre un don para las lenguas. O mejor dicho, he tenido la suerte de que mis padres se esforzasen por hacernos aprender el inglés desde pequeños, a mi hermana y a mí. En consecuencia, pude entrar con holgura en la Facultad de Traducción y Comunicación, en la Universidad Jaume I. Así obtuve mi licenciatura como traductor, algunos años más tarde.En 2013, ante la imposibilidad de conseguir un trabajo decente en España, emigré a Francia, donde ejerzo como profesor de español desde entonces. He vivido en el sur y ahora, en el norte, en un bonito pueblo en la frontera normando-picarda. Veo desde mi ventana árboles robustos y cielos de nubes musculosas. Y entre el tiempo que me dejan las obligaciones familiares y laborales, he cambiado los garabatos por los golpes sobre las teclas, a veces furiosos, a veces delicados, y sigo dándole forma a mis escritos, satisfecho de haber guardado conmigo, pese a los vaivenes de mi vida, esta pasión que es la escritura.

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    Antes que vuelva a llover - Luis De Felipe Vila

    Había mañanas en las que se despertaba con un fuerte dolor en el pecho. Una presión sorda y oscura sobre el esternón, que le oprimía el diafragma y hacía de la respiración un esfuerzo penoso. Con frecuencia, hiperventilaba antes de conseguir hacerlo remitir. No era algo físico, le habían asegurado sucesivos doctores, así que solo existía una explicación posible: estaba en su mente. Si era así, es decir, si estaba para que la viera un psiquiatra, o si sencillamente los galenos habían sido incapaces de encontrar una dolencia verdadera, le daba ya igual. Se había acostumbrado a que esas mañanas existiesen en paralelo al resto de su vida, pero sabía que siempre llegaban cuando menos las esperaba, y que, por lo general, auguraban un día difícil.

    Ese día en concreto, además llovía. Siempre llueve cuando sucede algo lamentable. La efervescencia de las gotas sirve de melodía acompañante, de pequeño adagio que subrayaba la tragedia, como un solo de violín acompañando los primeros compases de una marcha fúnebre. Es bien sabido que hay grandes momentos en las tragedias que se subrayan únicamente con el silencio, y es tanto o incluso más poderoso esta ausencia de sonido que una pequeña sonata triste, pero no era el caso. No en esta parte de la historia, por lo menos. No hasta ese momento. Esas gotas de las que hablábamos, golpeaban sobre el pelo oscuro y recogido de Rosa, hasta que Rosa entró en una cafetería, en un barrio no muy lejano del centro de la ciudad, y ocupó una mesa a la izquierda de la entrada, no muy lejos de los lavabos. Entonces, la lluvia se quedó fuera, y ahora sí, Rosa instaló su pena en el silencio. Un silencio lúgubre de funeral que resonaba entre sus sienes.

    La lluvia es un fenómeno poco frecuente en la capital del Túria. Exceptuando una estancia de un año en el extranjero, Rosa siempre ha vivido en Valencia, y los días de lluvia le traen a la memoria el lejano y frío invierno que pasó en el norte de Italia. La chica del pelo oscuro y las gafas de pasta forma parte del denso paisaje humano de una urbe de casi un millón de habitantes, y sus peculiaridades se funden con las de la masa, y su unicidad desaparece entre la muchedumbre a diario, como las gotas que se disuelven en la superficie del charco.

    Otras mañanas, sin embargo, Rosa se despertaba con una sonrisa. Sus ojos se abrían con un recuerdo como de azucenas y lirios, y la comisura de la boca se le estiraba hacia arriba sin motivo aparente. Entonces, la chica se levantaba hecha mujer, y sus cabellos espesos y negros brillaban con fuerza, y sus ojos se volvían los de una pantera tras las lentes, y ya no había muchedumbre ni masa que pudiese disimularla en su interior, ya no se diluía su esencia entre las demás: se convertía en la abeja reina, en la orquídea entre los crisantemos. Y aunque ella no se daba cuenta, aún le quedaba enredada en los cabellos, impresa en la piel, brillando en el fondo de sus pupilas, un rastro de una de esas mañanas, la última con toda probabilidad, y alguien dentro de la cafetería sí se dio cuenta de que había una persona que sobresalía sobre las demás, apagada e intentando pasar desapercibida en una mesa junto a los lavabos, pero al mismo tiempo tan brillante y atractiva que era casi violento.

    Rosa se acercó a la mesa, retiró la silla sin brusquedad, descolgó su bolso y se sentó con una cierta elegancia. Cruzó las manos sobre el tablero de madera, cuadrado y apoyado en un caballete de hierro de forja. Clavó los ojos en el exterior, se zambulló un segundo en sus pensamientos y cuando llegó el camarero, un chico serio y bien vestido, ya estaba de vuelta en el presente y le pidió un capuccino, con bastante cacao por encima si es posible.

    Después de limpiarse los lentes, sacó su teléfono Samsung del bolso, desbloqueó la pantalla y volvió a la conversación que estaba abierta en el dispositivo. Leyó de nuevo el último mensaje. Sí, lo enterraron el lunes, pensaba que lo sabías. Y lo leyó otra vez, y luego otra, hasta cinco veces devoró con los ojos aquellas palabras. Lo enterraron el lunes. No había duda, el Poeta estaba muerto. Y ni siquiera le había dado tiempo a despedirse de él.

    —Un capuccino con doble de cacao –anunció el camarero.

    —Gracias –respondió ella con la voz rota. Al instante, se dio cuenta de que estaba en un lugar público, rodeada de extraños, y se recompuso llevada por el pudor–. Perdona, ¿me puedes traer un vaso de agua, por favor? Siento no haberlo pedido antes –se apresuró a añadir.

    El camarero le sonrió, y le dijo que claro, y se fue a buscarlo.

    De nuevo a solas con sus tristes pensamientos, volvió a meter la mano en el bolso, recuperó una pequeña agenda encuadernada en piel y la abrió por el día correspondiente. Con un lápiz, hizo un pequeño croquis de una tumba al margen, con una cruz y una lápida, y escribió debajo Adiós, Poeta.

    Volvió al teléfono y contestó: No, no sabía nada. Presionó la tecla de envío. Y luego volvió a escribir: ¿Dónde?, y envió. Se quedó mirando la pantalla, mordisqueando la punta del lápiz mientras esperaba la confirmación de que los deseos del Poeta se habían cumplido. Aún le parecía escuchar la voz de él, una noche lejana de febrero, justo antes de volver a irse: Que me entierren, yo quiero que me entierren, y a ser posible bajo un olivo. Junto a las raíces.

    En lugar de la respuesta, entró otro mensaje en su dispositivo. ¿Qué haces este sábado?. Encarna. Le respondió que no tenía planes, y ella se apresuró a proponerle uno: que la acompañase a comprar unos muebles, por la tarde. Dijo que sí. La respuesta seguía sin llegar.

    Apartó los ojos de la pantalla del móvil. El camarero volvió con el vaso de agua. Esta vez, no se le quebró la voz al darle las gracias. Un nuevo mensaje de Encarna, para proponerle un café, justo donde ahora Rosa se encontraba, ese sábado, antes de ir a por los muebles. Hay un camarero que está buenísimo. Rosa sonrió. "Me acaba de traer un capuccino, escribió. ¿Qué dices?, contestó Encarna. Y un vaso de agua. ¡Aaaah!, ¡te odio!. Cuando vuelva a pasar, le pido el número. ¡Ni te atrevas!. Para ti, malpensada".

    Y en ese momento, entró la respuesta. Aquí, en el cementerio. Se apresuró a preguntar, ¿tumba o nicho?. ¿Qué importa eso?, contestaron casi de inmediato. Se quedó helada al leer la nueva respuesta, y un nuevo mensaje de Encarna se coló en la conversación. ¿Cómo que qué importaba eso? Era lo único que importaba, respetar la última voluntad del difunto. ¿De qué servía morirse si no? Un segundo mensaje de Encarna.

    Sintió que el labio le temblaba. Supo que iba a perder el control sobre su persona. Si la idea de no volver a verlo era dura, no saber si el único consuelo que le quedaba, que se hubiese respetado su voluntad de yacer para siempre junto las raíces de un olivo, era una verdad palpable, la mortificó por completo. Se cubrió la boca con la mano, se levantó todo lo rápido que pudo y, sin levantar los ojos, se apresuró a ganar la puerta de los aseos.

    Lloró en silencio desgarrado. Sentada en el inodoro, vertió todas las lágrimas que merecían los años pasados desde que, una mañana de finales de verano en una ciudad italiana, el Poeta y ella se conocieron. Y luego, muy dignamente, salió del excusado y se lavó la cara. Se secó con una toalla de papel del dispensador blanco que resaltaba sobre los azulejos. Abrió la puerta de los aseos y volvió a la mesa. Entonces, se sintió peor. Su teléfono móvil, que se había quedado sobre el tablero de la mesa, había desaparecido.

    —Mierda –dijo por lo bajo, lanzando la

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