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Tal vez vuelvan los pájaros: Tal vez vuelvan los pájaros
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Tal vez vuelvan los pájaros: Tal vez vuelvan los pájaros
Libro electrónico273 páginas8 horas

Tal vez vuelvan los pájaros: Tal vez vuelvan los pájaros

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Información de este libro electrónico

Mar vive entre palabras inventadas y travesuras, como cualquier niño, hasta que su vida se fragmenta: su padre desaparece sin razón aparente. Aunque ella no lo sabe, ese día comienza su exilio. La niña se ve obligada a dejar atrás su mundo particular, e inicia un complicado tránsito que empieza en las calles llenas de militares de Santiago y termin
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076218976
Tal vez vuelvan los pájaros: Tal vez vuelvan los pájaros
Autor

Mariana Osorio Gumá

Nació en La Habana, Cuba, en 1967; vivió en Chile entre 1970 y 1973. El golpe militar la llevó a exiliarse en México. Actualmente es mexicana por elección. Es psicoanalista y escritora. Ha publicado una treintena de ensayos y cuentos en revistas nacionales e internacionales. Es coautora de los libros Imaginario; Sujeto, inclusión y diferencia; y Nuevas miradas a la historia de la infancia en América Latina: entre prácticas y representaciones. Es autora de la novela para niños Las Esencias de Sabina; de la novela El Paraíso de las Moscas; y del libro de divulgación Hablemos de violencia: un monstruo de mil cabezas.

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    Tal vez vuelvan los pájaros - Mariana Osorio Gumá

    Couverture : Mariana Osorio Gumá, TAL VEZ VUELVAN LOS PÁJAROS, Castillo EdicionesPage de titre : Mariana Osorio Gumá, TAL VEZ VUELVAN LOS PÁJAROS, Castillo Ediciones

    El jurado de la tercera edición del Premio Lipp estuvo conformado por:

    Cristina Rivera Garza, Gastón Melo, Rafael Pérez Gay, Silvia Molina,

    Xavier Velasco, Eduardo Antonio Parra, Alberto Chimal, Mónica Lavín.

    DIRECCIÓN EDITORIAL: Cristina Arasa

    COORDINACIÓN DE LA COLECCIÓN: Mariana Mendía

    EDICIÓN: Libia Brenda Castro

    DISEÑO: Javier Morales Soto

    ILUSTRACIÓN DE PORTADA: Sol Undurraga

    Tal vez vuelvan los pájaros

    Texto D. R. © 2013, Mariana Osorio Gumá

    PRIMERA EDICIÓN DIGITAL: septiembre de 2017

    D. R. © 2017, Ediciones Castillo, S. A. de C. V.

    Castillo ® es una marca registrada.

    Insurgentes Sur 1886, Col. Florida.

    Del. Álvaro Obregón.

    C. P. 01030, México, D. F.

    Ediciones Castillo forma parte del Grupo Macmillan.

    www.grupomacmillan.com

    www.edicionescastillo.com

    infocastillo@grupomacmillan.com

    Lada sin costo: 01 800 536 1777

    Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

    Registro núm. 3304

    ISBN Digital: 978-607-621-897-6

    Prohibida la reproducción o transmisión parcial o total de esta obra por cualquier medio o método, o en cualquier forma electrónica o mecánica, incluso fotocopia o sistema para recuperar la información, sin permiso escrito del editor.

    La transformación a libro digital de este título fue realizada por Nord Compo.

    A Mariana Gumá y José Manuel Osorio,

    mis padres, por toda una vida

    A Pepe y Jochi Osorio, mis hermanos, por otro tanto

    El crematorio se cerró ayer les digo. Nunca más habrá

    humo en el paisaje. ¡Tal vez vuelvan los pájaros!

    JORGE SEMPRÚN

    La escritura o la vida

    CUANDO EL MUNDO SE VOLVIÓ

    NEGRO, PERO MUY NEGRO

    Los pájaros mago tienen ojos de durazno, huelen a castañas asadas y toman pisco por las tardes.

    Ésa es la voz de Celia, pero más ronca. Va volando, agita las alas, se mete entre las nubes y sube tan alto que cuesta seguirla. Es choro volar. Los rayos del sol me caen encima y alrededor vuelan otros pájaros que van y vienen entre las nubes. Y la voz de Celia no para de decir: Aletea, Mar, muchisitropo, no pierdas el equilibrio… aletea… Mar… Marsigreta. Pero las plumas se desprenden cuando las muevo. Una, dos, tres, van quedando atrás. Caen entre las nubes, que no paran de risurotearse. Aleteo más fuerte, porque me estoy cayendo, y el aire se vuelve hueco; me cuesta mantener el equilibrio, como dijo el pájaro Celia, y las plumas se me despegan y caen.

    Yo entera me estoy cayendo.

    Me caigo.

    Y Celia me grita, con esa voz ronca: ¡Marsigreta, aletea, Mar, no te caigas, Marsigreta… Maaar!.

    Los comandos militares patrullarán distintas zonas de la ciudad, con el fin de restablecer el orden.

    Chuta, qué fome fue soñar eso. Y me cuesta abrir los ojos. La lámpara de círculos de colores que está sobre mi cama se mueve. Entra un aire fresco por la ventana entreabierta. Marsigreta. Lindo el nombre que me puso la Celia del sueño. De verdad que parecía una pájara maga. O una voladora. Igualita a las de sus cuentos. De grandes plumas oscuras, abiertas como volantines inmensos.

    El Pato está dormido en su cama. Y Jo hace ruidos en su cuna, porque chupa con fuerza la mamadera.

    Las personas que no lleven consigo el carnet de identidad serán consignadas a las autoridades castrenses.

    Esa voz viene del living, no sé de quién es.

    —¿Mamá?

    —…

    —¿Papá?

    Ésas son las últimas noticias. Ahora les ofrecemos el concierto para piano y orquesta, opus…

    Ah. La radio. Creí que eran los amigos de papá. Menos mal que no. Es fome cuando vienen y no me dejan estar en el living con ellos y escuchar las cuestiones de grandes. Aunque ahora hay algo que no me tinca y no sé qué es.

    Por la ventana se asoma el sol y se escucha el canto de los pájaros que hicieron nido en el alerce de enfrente. Lindo cómo entonan. Alegres como si rieran. Igualito que en el sueño, antes de ponerse brutto.

    No es sábado, no son vacaciones y, qué raro, ni Celia ni mamá han venido a decirme que me vista para ir al colegio. Huele a humo y la guata me suena de hambre. Me levanto. Hace frío. Atravieso el living, donde mamá está sentada oyendo las noticias de la radio.

    —Mamá, tuve un sueño un po’ brutto.

    —Ahora no, mijita. Despuesito me lo cuenta, ¿ya?

    —Tengo hambre.

    Mamá no me da pelota. A través de la puerta de vidrio que da al patio, veo a papá. Tiene puesto el chaleco que le trajo Celia de Chiloé. Lo tejió su abuela Maca en una sola tarde. Celi dice que la abuela Maca se pasa el día moviendo la lana entre las agujas, con sus manos arrugadas que se ven como algas secas, y no para de contar historias mientras da chupaditas al mate. El chaleco es gris, de esa lana gruesa que pica, y es recalientito. Celia le dijo a papá que su abuela Maca se lo tejió en agradecimiento por haberle dado trabajo. A mamá la abuela Maca le mandó un collar de caracolitos que ella nunca se pone y que a veces me presta.

    Papá está echando al fuego unas revistas, fotos y papeles que saca de un cajón. Tiene en las manos la boina con la estrella roja que me trajo de un viaje. Salgo y me paro a su lado.

    —Pucha la huevá. Tengo que deshacerme de esto —dice sin mirarme, antes de echar mi boina al fuego.

    Veo cómo las llamas se la comen.

    —Papá, ¿por qué quemas mi boina? Y además me debes un escudisoldo por el garabato.

    —Mar, aléjate por favor. Y no se dice escudisoldo, se dice escudo. ¡Esas mezclas que haces! Habla en español, ¡por favor! —y vuelve a entrar a casa, sin decirme por qué quemó mi boina, que se hace polvo entre las llamas.

    Parece enojado. No sé por qué. No me tinca su mala cara. Si no he sido porfiada. No que me acuerde.

    Mamá lo ayuda a sacar del librero y de los cajones con llave otros libros y más papeles. También los tiran al fuego. Las letras se ponen a bailar rapidísimas, hasta desaparecer. Hacia el cielo sube una nube oscura y me acuerdo de la pájara maga que fui en el sueño y me miro los brazos sin plumas.

    El fuego suena fuerte cuando papá echa la foto donde está con el tío Andrés, el tío René, el tío Tavo y los otros tíos que no sé sus nombres, porque no son mis tíos de verdad, pero que vienen a casa a cada rato. Pasan la noche tomando mate, fumando que no dejan respirar, discutiendo sobre los libros que leen (y leen montón). Las llamas se devoran sus caras y al tiro suben en humo. Junto a la fogata hay una montaña de libros. Cojo el de arriba, pero papá me lo quita y lo mira. Como si no supiera qué hacer con él.

    —Éste… —dice y le da vueltas, lo abre, y se lo queda mirando fijo— éste mejor devuélvelo a la biblioteca, Mar. No creo que haya lío en dejarlo a la vista.

    Luego amontona otros en la montaña de al lado y tira al fuego el Ma-ni-fies-to del Par…

    Antes de que termine de leer se lo comen las llamas.

    Al tiro coge uno chico, rojo, con la cara de un chino, y lo echa también. El fuego lo deshace.

    El libro que papá me acaba de dar dice en el título Nunca más esta tierra. En la portada tiene una foto de una torre de donde sale humo. La torre está rodeada de alambres de pinchos y en el cielo se ven pájaros que se van volando. Con el libro en las manos, doy un paso hacia el fuego, para sentir el calorcito.

    —Mar, aléjese que se puede quemar. Al tiro, por favor. No moleste, ¿no ve que estamos ocupados? Llévele ese libro a la mamá para que lo guarde. Ayúdela a traer cosas, lo que está sacando, pero no se acerque de más —y me da la vuelta poniendo la mano sobre mi espalda, para obligarme a entrar a casa.

    Qué fome papá, que no me deja ver cómo se queman las cosas.

    Aprieto el libro de los pájaros contra la guata, y recuerdo que papá nunca quiso leérmelo cuando le pedí. Dijo que era de grandes, que tenía que esperarme, que no podía andar metiendo la cabeza en cualquier cuestión. Que había libros para niñas de mi edad. Pero los libros que leen las niñas de mi edad son refomes. Por eso lo leí yo sola, a escondidas. Me demoré caleta, pero no me importó. Me esperaba a que papá se fuera de casa por la tarde y buscaba el libro en su cómoda, que era donde lo dejaba, porque a él le gusta leer por las noches. Me lo metía en el chaleco o la blusa y me lo llevaba a mi pieza.

    Lo leí enterito. Me demoré harto porque todavía no sé leer rápido y a veces tenía que volver las hojas, para entender lo que decía antes. Además ese libro tenía caleta de páginas de letra rechica. Cuando papá no estaba, yo alcanzaba a leer tres y hasta cuatro hojas por día. Después, cuando lo terminó, lo puso de vuelta en el librero y luego de ahí lo saqué a escondidas y lo guardé en mi bolso de los libros del colegio y chau.

    De montón de cosas no entendí ni güichi, pero no me detuve hasta terminarlo. La historia empezaba cuando un hombre le decía a unos carabineros que lo rescataban de un lugar horripiloso, que los pájaros se habían ido, por el humo asqueturiento que salía de la torre. El hombre que decía eso la estaba pasando muy mal. Pobre. Estaba encerrado en un lugar con otras personas, todos hombres. De allí no podían escapar porque había alambres de pinchos y muros con rejas electrocutadoras. Los encerrados, que eran los buenos, usaban una ropa a rayas y vieja que les hacía pasar frío. También había otros hombres, eran los malos y les sacaban la cresta, les quitaban sus cosas, los obligaban a trabajar hasta que caían medio muertos y casi no les daban nada de comer o les daban comida asqueturienta. Después se risuroteaban, jajaja, como se ríen los malos cuando hacen cosas malas. Esos malos tenían armas y usaban uniformes negros. Se llamaban guardias ss. También los llamaban nazis. Quise preguntarle a papá sobre las cosas que iba leyendo, pero tuve miedo que se diera cuenta de que había sido porfiada y me retara. Así que mejor le pregunté a la profesora Vicky.

    —¿Un ss? ¿Que qué es un guardia ss me estás preguntando, Mar? —la profesora me miró como si yo le hubiera preguntado de qué color eran sus calzones—. ¿De dónde sacaste eso?

    Le mentí, porsiaca.

    —Lo vi en la televisión, pero no entendí ni güichi, y papá dijo que mejor le pregunte.

    Después de levantar la ceja y abrir los ojos mordiéndose el labio, me explicó sobre la guerra mundial, los nazis y lo horripilosas que habían sido esas cuestiones.

    No sólo pasaba en el libro de papá, sino que de verdad habían tratado mal al hombre que contaba la historia y a todas esas personas que estaban con él.

    Seguí leyendo y llegué a una parte en que el hombre tiene harta paura porque cree que lo van a llevar a la cámara de gas, como a sus amigos que ya no veía más. En el colegio, durante el descanso, le pregunté a la profesora Vicky qué era una cámara de gas. Primero no entendió y después se asustó como si le hubiera dicho un garabato en la cara. Me dijo que sobre esas cuestiones era mejor no hablar, o mejor esperar a que yo creciera, y que no la molestara más porque estaba descansando antes de volver al aula.

    La profesora Vicky se hizo la lesa. Como se hacen lesos los grandes cuando no quieren contestar las preguntas que hago sobre cuestiones de grandes.

    Por suerte tengo a mi amiga Clarisa que tiene una mamá sicoloca, que dice que a los cabros chicos hay que decirles la verdad sobre cualquier cosa que pregunten. Por eso le dije a la Clari que le preguntara y al otro día vino a decirme:

    —Mar, eso de la cámara de gases es horrible. Metían a todos los judíos y soltaban un gas de veneno y kaput, se acababa el aire y todos se quedaban muertos, tirados por el suelo.

    Clari y yo nos quedamos calladas mirándonos un rato. Después nos sentamos en el pasto, y vimos pasar caleta de bichitos que andan por ahí y comimos pan con manjar. Después llegó el Ramiro y nos tiró un puño de tierra y al tiro nos echamos a correr para atraparlo y darle su merecido. Lo malo es que corre más rápido y nunca lo alcanzamos.

    Al final del libro el hombre les cuenta a los soldados que lo salvan que los pájaros se fueron porque, cuando encienden el crematorio, el humo hace que se vayan y no vuelvan.

    El crematorio es como un horno donde se quema a la gente. Eso no me lo dijo la profesora ni mamá ni ningún grande ni Clari, porque me di cuenta de que lo mejor era no preguntarle a nadie. Lo busqué sola en la enciclopedia, que es donde mamá busca las palabras o las cuestiones que no sabe qué quieren decir.

    Ahora mamá también encendió la televisión. En la pantalla se ve un edificio quemándose. Montones de tanques militares, aviones y milicos que disparan. Dejo el libro de los pájaros que se fueron sobre la mesa del living, y me siento en el sofá frente a la tele.

    —Mamá, ¿puedo mirar monitos animados?

    Mamá no me contesta porque sale con los brazos repletos de papeles para la fogata. Qué fome.

    Cuando voy a darle vuelta a los canales veo en la tele la casa del presidente. Se llama La Moneda, aunque no se parece ni güichi a una moneda. Una vez papá me llevó allí, cuando el presidente invitó a los periodistas con sus hijos, por el día de los cabros chicos o algo así. También la foto de La Moneda sale en el libro de historia de Chile que usamos en el colegio.

    Mamá, con las manos llenas de papeles, se para y mira la pantalla:

    —Mar, no puedes cambiar canal —dice sin quitar los ojos de la tele—. Chucha. Qué horror.

    —¿Por qué se está incendiando La Moneda, mamá? —pero ella se va andando sin contestar ni güichi.

    —Mar, sal de aquí. Ve a ponerte un chaleco y unas zapatillas, porque hace frío —dice sin mirarme, y deja los papeles en la puerta que da al patio. Vuelve y sube el volumen a la radio. Hay mucho ruido y me voy a mi pieza tapándome las orejas.

    Saco del armario el chaleco rojo que tejió la nonna y me pongo las zapatillas que guardo debajo de la cama. De la radio llega la voz de un hombre que habla en otro idioma. Cuando vuelvo al living, papá está enchufando una antena grande y se acerca para oír mejor, mientras da vuelta a la perilla. La voz del hombre no se oye bien.

    —Pucha. No sintoniza bien esta huevada.

    —Papá, ¿qué dice? ¿En qué idioma habla?

    —Silencio, Mar. ¿No ves que no puedo oír?

    —…

    Y me siento en el piso a mirar cómo sigue dándole vuelta a la perilla hasta que la voz del hombre se escucha mejor.

    —Habla en francés, Mar. Quiero saber qué chucha está pasando en este país de mierda.

    —Me debes dos escudisoldos, por el garabato —pero papá tampoco me da pelota.

    Mamá se acerca a la radio y me manda a la cocina a decirle a Celia que prepare té. La encuentro junto a la estufa mirando por la ventana hacia el patio. Tiene los ojos oscuros y brillantes, como si se le fueran con el humo que sube. La tetera empieza a sonar y desde la ventana vemos cómo papá hace un hoyo en el patio y mete en bolsas los libros que sacó del librero. Después los entierra.

    —Celia, tuve un sueño feo. Sobre pájaros mago… o voladoras, no sé bien.

    Celia me echa una de esas miradas. Como si me preguntara. Mientras, le pone agua a la tetera, mete una bolsita de té y coloca unas tazas en la bandeja. También hay sopaipillas.

    —Espera un poco, Mar. Al tiro me lo cuentas, ¿ya? Primero lleva esto al living. Con cuidadito, que pesa.

    Pongo la cuestión del té y las sopaipillas sobre la mesa del medio, en el living.

    Papá apaga la radio cuando vuelve del patio, con la ropa mugrienta de tierra. Sube el volumen a la televisión y hay un soldado que está hablando.

    —Desgraciado —dice mamá.

    —Milico de mierda —dice papá, que nunca deja que yo diga garabatos pero él dice dos por minuto.

    —Papá, me debes tres escudisoldos por tres garabatos.

    —Se pone fea la cosa. Huele a facho —dice de nuevo papá.

    Pero a mí sólo me huele a humo. ¿Cómo olerá eso del facho? Pero papá no escucha ni miga cuando le pregunto, y el milico de mierda termina de hablar y vuelven a subir el volumen a la radio.

    —Hay que ver si esta huevada sintoniza. Tenemos que saber qué se dice en Europa —y siguen revolviendo cajones y sacando libros, revistas, fotos, cuadernos. Hay una caja llena de papeles que mamá pone sobre la mesa del living.

    —Miéchica. Mira lo que encontré. Son los documentos que ofreciste guardar. Tienen los datos de todos. Los de la academia, los de la revista… direcciones, teléfonos. Y las fotos. ¿Qué hacemos con esta cuestión? —a mamá le tiembla la voz. Parece que está a punto de llorar.

    —Quemarlos. No podemos arriesgarnos a que los encuentren. Me llamó el Sergio para pasarme el dato de que han allanado las casas de algunos compañeros. Me pidió que me deshaga de cualquier tontera que pueda ser comprometedora: libros, discos, documentos y fotos. Pueden venir.

    —¿Venir? ¿Tú crees que…? —la voz de mamá tiembla como de frío.

    —Tienes que estar preparada para cualquier cosa, Meche. Tal vez debamos escondernos. Tenemos que esperar un poco, a ver qué más dicen las noticias. La radio estatal fue tomada por los milicos. Ya sabes cómo es…

    —No, no sé cómo es.

    —Es grave, Meche. Pero hay que esperar. Además, el Andrés quedó en venir más tarde para ponernos al tanto.

    —¿Y los cabritos, Miguel?

    Papá no dice nada, mientras mamá me mira y me aprieta como si yo fuera una almohada con ojos y sin boca.

    Me siento en el suelo y cojo una sopaipilla. Pienso en la gravedad. Mi profesora dice que gracias a ella tenemos los pies en la tierra. Es lo que nos da peso y no deja que salgamos volando. Papá repite a cada rato: No, eso es grave. O: Gravísimo. O: La gravedad de la cuestión. O: ¿No se dan cuenta de lo grave que es? Y de vez en cuando: Nada grave, Mar. No hay de qué preocuparse. Cuando dice eso, sálvese quien pueda. Quiere decir que la cuestión se pone fome de tan mala, hasta que llega a ser malísima.

    Como sea, cualquiera de esas gravedades no dejan que las cuestiones floten. Si se eliminara la gravedad de la tierra podríamos volar. Volar como un pájaro mago, o como un volantín.

    Volantín tin tin, no te puedes ir —canto bajito, para que papá no me diga:

    —Calladita, Mar, que estoy oyendo las noticias.

    Papá a veces me chorea por fome.

    Cuando miro la cordillera desde la ventana de mi pieza, tengo sueños despierta. Uno de lo más choro es sobre esa cuestión de la gravedad. Y es así: entro por un hueco del patio, con la linterna de papá en una mano, y llevo la aspiradora en la otra. Después camino y camino por un túnel oscuro, lleno de monstruos salvajes, con los que lucho. Les gano y ganarles me vuelve más fuerte cuando llego al final del túnel. Allí, dentro de un pozo inmenso, está toda la gravedad de la Tierra. Enciendo la aspiradora para que la chupe, grulm, grulm, grulm, hasta la última gota. La tapo. Empiezo a flotar. También la aspiradora, la linterna, los monstruos, los árboles y hasta la oscuridad. También papá y mamá flotan y sonríen porque están contentos de volar. Adiós, gravedad. Nadie volverá a preocuparse por nada: ni por tener los pies en la tierra, ni por seguir el horario de nada, ni por hacer los deberes del colegio. La gravedad desaparece del universo.

    Ojalá se terminara la cuestión esa grave de la que hablan papá y mamá desde que desperté. Me acerco a mamá otra vez:

    —Mamá, hice un sueño brutto, soñé que yo era una pájara maga y…

    —No se dice hice un sueño, se dice soñé.

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