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Sanhattan. Confidencias de un lagarto en los 90
Sanhattan. Confidencias de un lagarto en los 90
Sanhattan. Confidencias de un lagarto en los 90
Libro electrónico394 páginas5 horas

Sanhattan. Confidencias de un lagarto en los 90

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Una década antes, Chile no había sido más que un sombrío regimiento militar. La transición, lenta, tortuosa, vacilante, tocaba a su fin. No todos lo comprendían en ese momento, pero el país se preparaba entonces para el desenfreno, para el desparpajo de sus clases dominantes, para el triunfo del capital sin culpas, del dinero, del arribismo, de una ostentación nunca antes vista, de los nuevos ricos riquísimos, de las élites y sus ghettos en suburbios, colegios y universidades precordilleranas. De un nuevo idioma, de un nuevo orden más desigual, más injusto, más fragmentado, pero más fastuoso, más internacional, más moderno, de una avanzada plutocrática ya irrefrenable…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 jul 2013
ISBN9789563241235
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    Sanhattan. Confidencias de un lagarto en los 90 - Ricardo Wurgaft

    FAKAOFO

    EN EL INICIO

    1. El oasis

    Semen en el televisor.

    Es el final de una tarde del final del verano de 1996. En la mañana he rendido el examen que me otorgará el grado de Ingeniero Comercial de la Universidad Católica.

    Desnudo sobre la cama de mis padres, experimento un estado de pasividad perfecta.

    Estoy solo. Mi padre, funcionario internacional, está destinado en Lima. Mi madre es la Agregada de Prensa y Cultura de la Embajada de Chile en el Perú. Mis hermanos viven en Estados Unidos.

    Estoy solo. Soy el habitante único del extenso departamento familiar de calle Pedro Canisio, en Vitacura, un ermitaño entre alfombras, maderas, cenefas, cortinas, cristales, obras de arte.

    Gozo aquí del mayor bienestar: Rosario Marinao, la silenciosa empleada mapuche, acude cada día a limpiar, comprar lo necesario y cocinar para mí. En el subterráneo reposa mi auto, una máquina veloz y leal. Mis recursos financieros son ilimitados, puesto que yo administro las cuentas corrientes, siempre caudalosas, escasamente auditadas, de mis padres.

    Esta mañana, después del examen, mis compañeros me invitaron a celebrar de un modo original, exquisito y sofisticado: beber en torno a una parrilla. Agradecí y rechacé su oferta, y me despedí de ellos, de la escuela y del campus con la esperanza de no volver a verlos nunca más.

    Manejé por el pintoresco Macul y la apacible Ñuñoa hasta llegar a los elegantes bulevares de Vitacura. Subí por Nueva Costanera y me detuve ante el restaurant Da Carla, donde me senté junto a la ventana y ordené antipasto y un risotto con castañas y fois gras.

    Mientras comía la entrada me dediqué a meditar sobre mi futuro: ¿qué iba a hacer en adelante? ¿Cuáles eran mis planes y proyectos? Pronto descubrí la respuesta: no tenía idea, no tenía ninguno.

    Miré a mi alrededor. Aparte de algunas parejas y un grupo de mujeres ruidosas y antipáticas, la mayoría de las mesas estaban ocupadas por la alta casta de los ejecutivos, de los hombres de negocios. Ataviados con trajes oscuros y brillantes corbatas, sus voces soberbias, ampulosas y resonantes saturaban el aire.

    La imagen me causó gracia: ¿era esto lo que se esperaba de mí? ¿Que aprendiera esos rituales, que entrara a escena en ese teatro fatuo? ¿Que me vistiera con el uniforme del oficio como un mercader florentino en tiempos de Savonarola, como uno de los maestros cantores de Nürenberg?

    Trajeron el risotto. Estaba frío. Exigí que se lo llevaran, lo botaran y lo cocinaran nuevamente. Quince minutos después me trajeron el mismo arroz, calentado al microondas, insípido. Mi celebración se había fastidiado.

    Volví al departamento. Le pedí a Rosario que se fuera, puse un disco y fui a sentarme a la terraza. Observé el mundo exterior: la cordillera gris, la luz, el tiempo. Observé el mundo interior: silencio, quietud, una lámina de agua inmóvil. Mis años universitarios se habían esfumado, habían desaparecido de mi mente sin dejar siquiera el rastro de un aprendizaje relevante, de un propósito claro o un vínculo duradero.

    Estaba vacío: no había nada que lograr, nada que resolver. No esperaba nada.

    La música era La infancia de Cristo, de Berlioz, aquel segmento en que José y María, alertados por un ángel de la crueldad de Herodes, huyen hacia Egipto llevando en un asno al bebé Jesús. Agotados por el viaje, en la mitad del camino descubren un jardín de dátiles y de árboles frondosos, un tapiz de dulce hierba florida que el Señor tendió para su Hijo en el desierto.

    También yo había llegado a un oasis, a una pausa.

    La tarde siguió su curso, modificó el color del cielo y las montañas, abrió sus puertas a la brisa.

    Entonces me quité la ropa, llené la tina y sumergí mis reflexiones en las burbujas del jacuzzi.

    Cuando salí, varias horas más tarde, ya casi había anochecido. Encendí el televisor: piernas y culos de mulatas que un canal tropical prodigaba en abundancia me motivaron a masturbarme frente al aparato. Luego me dejé caer sobre la cama de mis padres.

    Discurre ahora el semen por la pantalla. Observo sus evoluciones, su viscosa interferencia, la luz distorsionada por el humor de mi entraña. La tarde se apaga. Me cubren los últimos rayos de sol. La brisa refresca mi cuerpo aún caliente.

    Los pensamientos vacilan, se desdibujan, se mezclan. San José me dice: Junto a esta clara fuente, después del largo trabajo, descansa. Ríen los pastores, el asno pace. Los ángeles se arrodillan a mi alrededor, me adoran y cantan: Aleluya.

    Pasividad perfecta.

    Pero antes de que el sueño se derrame sobre mis párpados, suena el teléfono.

    2. Teléfono

    El teléfono aúlla en el velador. Es un insecto, un escarabajo que ha reptado desde la sentina a perturbar la paz de mi esfera.

    —¿Y? ¿Dónde es la celebración? —escucho la voz de mi abuelo.

    —Será una celebración espiritual.

    —¿Ostras en Azócar? ¿Arrollado en el San Remo? ¿Terremotos en El Hoyo?

    Mi abuelo, criado en los pasajes y conventillos de Avenida Matta, es un gran aficionado a esa clase de lugares y a la simpleza de su gastronomía.

    —No, gracias, voy a dormir.

    —¿A dormir? Bueno, como quieras. Ya eres un hombre, puedes tomar tus propias decisiones.

    Pero yo sabía que eso no era todo: detrás de su fachada de gozador impenitente, mi abuelo poseía el cerebro frío, previsor y calculador de un estratega. Con él dirigía los hilos de la familia y, por lo visto, ya había trazado un destino para mí:

    —Antes de dormir, llama a Enrique.

    Enrique era un sobrino suyo, tío mío en segundo grado, Gerente General de una corredora de bolsa.

    —Conversamos ayer. Me dijo que si quieres trabajar con él, no hay ningún problema.

    Algunas personas se ríen por la facilidad con que conseguí mi primer trabajo. Jamás tuve que presentar un currículum, jamás tuve que ir a una entrevista ni sufrir el intervalo de incertidumbre hasta un sí o un no. Esas personas de vida sacrificada, de esfuerzo, se burlan un poco de mí y se sienten orgullosas de sí. Tal vez tengan razón. Tal vez, por el contrario, ni el sacrificio ni el esfuerzo logran nada. Tal vez la vida solo abre sus puertas, entrega sus caricias y besa a los que pueden yacer sin inquietud, sin nada que lograr, ni resolver, ni esperar.

    Seres sacrificados de la tierra, hormigas, proletarios del esfuerzo, obreros: antes de criticarnos, venid y ved si os es posible el éxtasis de la inacción.

    3. Una atmósfera nueva

    Me reuní con Enrique en su oficina, un segundo piso sobre la intersección de Agustinas y Ahumada. Primero sugirió que me incorporara al área de inversiones, pero luego echó pie atrás: supongo que no vio en mí las condiciones de estupidez, vanagloria y caradura que se requieren para ser un buen profesional de mesa de dinero. Entonces propuso marketing, y yo acepté. Mi sueldo quedó acordado en quinientos mil pesos mensuales. Nos reunimos un miércoles, comenzaría el lunes.

    Salí a recorrer el Paseo Ahumada y la Plaza de Armas. Era una atmósfera nueva para mí, humorística y delirante: el centro y su jauría de oficinistas, vendedores, señoras, pordioseros, escolares, delincuentes…

    PAMELA

    1. Llanto

    El edificio del Banco de Chile ocupa, con su imponente columnata jónica, el corazón del centro de la ciudad de Santiago. La entrada a la Corredora de Bolsa, sin embargo, es por una pequeña puerta en Agustinas 975. Me introduje así en los intestinos de un monstruo a través del estrecho pasaje rectal.

    No hay nada digno de destacar sobre esas oficinas. Aparte de un ascensor de comienzos de siglo, son idénticas a los cubículos, peceras y pasillos en los que decenas de miles de compatriotas dejan transcurrir el tiempo que se les asignó sobre la Tierra.

    Me ubicaron en un reducto ínfimo, sin ventanas, aire acondicionado ni calefacción, que compartía con un ingeniero llamado Stanley y una asistente llamada Pamela.

    Pronto conocí a otro integrante del área. Eusebio aparecía dos o tres veces al día en la puerta de nuestra oficina y dirigía dos o tres palabras a Pamela, de quien era superior directo. Esas palabras provocaban en ella un estado de cólera. Cuando su jefe se iba, lo insultaba y le adjudicaba toda clase de apodos graciosos: imbécil, explotador, cara de tortilla, pantruca, oso polar, anémico de la cabeza. Pamela era una muchacha vivaz, simpática, en tanto Eusebio tenía una cualidad blancuzca que lo hacía desagradable a la vista.

    El motivo de la controversia era un listado de clientes, a los que se quería enviar una carta promocional, que Pamela estaba elaborando. Al parecer su avance era lento y errático, porque la antipatía de Eusebio aumentaba en la misma proporción que se exacerbaba la ira de su subalterna.

    Un viernes a las cinco de la tarde, Pamela entró a la oficina llorando. Eusebio la había despedido. Sus insultos no eran ahora graciosos, y los acompañaban lamentos asociados a un crédito hipotecario, otras deudas e intereses que debía pagar, un esposo cesante…

    Verla así, abandonada y descompuesta, me causó gran interés. Me acerqué con el pretexto de consolarla y sentí el olor caliente, estimulante de sus lágrimas. Vi cómo esas lágrimas mojaban sus labios, cómo se deslizaban hacia el nacimiento de sus senos pecosos.

    —¿Cómo te sientes? —le pregunté con una mezcla de compasión y de curiosidad científica.

    Pamela pensó unos segundos y respondió:

    —Me siento ultrajada. Ultrajada por un champiñón albino.

    Entonces tuve una revelación.

    2. El planeta espléndido

    Me ordenaron completar el listado. Trabajé bajo las órdenes de Eusebio, quien fue el encargado de redactar e imprimir la carta. Esto me permitió comprobar personalmente el alcance y magnitud de sus capacidades.

    Por fin la carta se envió a más de cinco mil clientes preferenciales. No pasaron muchos días hasta que nos enteramos de que Eusebio había cometido un pequeño error: la excelente liquidez de los productos ofrecidos se subrayaba con la siguiente frase: Usted puede retirar su dinero cuando lo desee, sin incurrir en coito alguno, donde la siempre pecaminosa y sibilante s había tentado a una inocente i a ocupar su lugar.

    Se canceló la campaña y una semana después, un viernes a las cinco de la tarde, Eusebio siguió el mismo camino de Pamela.

    En un mes de trabajo había visto alejarse a dos compañeros. Pero sobre todo, había tenido una revelación: ¿cuál era el talento de Eusebio? ¿Qué superior habilidad lo facultaba para torturar, para hacer brotar lágrimas y otorgar sufrimiento a una muchacha vivaz de pechos redondos y pecosos?

    Ninguno. Eusebio no tenía ningún talento.

    Así descubrí que en ese planeta espléndido en que había desembarcado hasta el mono más imbécil e ignorante, hasta el más despreciable de los homínidos, podía alcanzar poderes sublimes, violentos, sexuales.

    ¿Y yo? ¿Qué podría alcanzar yo, poseedor de una introvisión infalible, de una inteligencia perfecta, de un inextinguible deseo?

    CÉFERIS

    Céferis reemplazó a Pamela.

    En los días siguientes, personas a las que nunca había visto comenzaron a visitar nuestra oficina, provenientes de regiones tan remotas como contabilidad, operaciones e informática.

    Los guiaba la fama de Céferis, unión perfecta de exuberancia y exotismo.

    Exuberancia: a una estructura más bien pequeña, acinturada, la naturaleza había adicionado dos tetas semejantes a bolos de bowling y un culo en cuyos dominios jamás se ponía el sol.

    Exotismo: su piel era muy blanca, su pelo muy negro, sus ojos agudos, orientales.

    Le rindieron tributo las masas anónimas de analistas de redes y sistemas, programadores, digitadores, administrativos, encargados de bases de datos, de telefonía y equipos, responsables de atención al cliente, de seguridad, custodia, bóveda, bodega, archivos, liquidaciones y pagos, cotizaciones, compras, los cajeros, revisores de contratos y firmas, controladores de garantías, de conciliación y cuadratura, de vistos buenos, timbraje, depósitos, calculadores de valores cuota, aportes y rescates, primeras emisiones, exenciones tributarias, intereses y reajustes…

    Las infinitas rendijas por las que avanzan los ejércitos de bendecidos de la movilidad social.

    Amaban a Céferis porque formaba parte de ellos. Vivía, como ellos, en Maipú, La Florida o San Bernardo. Habitaba, como ellos, una casa plástica en un barrio desechable. Transitaba, como ellos, horas y horas cada día para llegar a su puesto de trabajo. Sus hijos, como los de ellos, dilapidarían décadas de sacrificio en colegios nefastos y universidades con vocación de carterista.

    Pero también la amaban porque era diferente. Con su cuerpo de princesa asiria, su piel de sacerdotisa del Japón, con sus tetas de emperatriz armenia y su inmaculado culo de virgen del Tíbet, Céferis era un ave del paraíso en el árbol reseco, un pez arcoiris en el estanque gris de la clase media.

    Es fácil respetar a los pobres. Hay dignidad en la pobreza. Es intuitivo respetar al rico. ¿Pero cómo respetar a la clase media? Jesús ensalzó a los pobres y aseguró que un rico jamás accedería al cielo. Pobres y ricos estuvieron en los labios del Señor, pero no la clase media.

    Céferis tenía un carácter alegre, festivo. Recibía a sus adoradores con una sonrisa siempre cariñosa, saludaba a todos por su nombre y regalaba a todos la visión de al menos una parte del generoso caudal de sus atributos.

    Parecía feliz, pero no lo era.

    Ella y yo conversábamos: poco a poco me fue descubriendo su intimidad y revelando la amargura de una vida sin fuego, de un mundo en cenizas, de un matrimonio sin pasión. Céferis aspiraba a más.

    ¿Quién puede culparla? Todos deseamos lo lejano, lo que podemos idealizar. Creemos que la novedad iluminará nuestra miseria con una luz que hará imposible que nos aferremos a los viejos hábitos. Ignoramos que, en verdad, ni aunque quememos las casas, ni aunque sepultemos los muebles, ni aunque lancemos al mar los recuerdos nos liberaremos de los condicionamientos aprendidos año a año, fracaso tras fracaso, generación tras generación.

    Aun así, los sueños de Céferis parecieron, por un momento, hacerse realidad.

    Un dieciocho de septiembre viajó con su esposo y sus suegros a La Serena. Al volver, me contó que habían coincidido en el hotel con la selección Sub-17 de fútbol. Una noche, sola en el bar, fue abordada por el preparador físico, un brasilero. Intercambiaron algunas palabras, un cortejo inofensivo, y se despidieron como amigos.

    Pero eso bastó: la imaginación de Céferis, sublevada, demandó beber de los ríos de la selva torrencial, de la amazonía ardiente, impetuosa, febril.

    Unas semanas después el brasilero la llamó a la oficina. A juzgar por el nerviosismo y la excitación de mi compañera, la conversación había sido audaz, directa, peligrosa. Los llamados continuaron. Muy pronto, Céferis quedó sumida en un estado de delirante inflamación.

    Un día volví de almorzar y la encontré riéndose sola. Habían acordado reunirse. Me mostró una prenda que acababa de comprar y que extrajo de una humilde bolsa de plástico negro: unas medias que tapaban las piernas pero dejaban expuestas la vagina y el ano.

    Para ser franco, no recuerdo cómo terminó la historia del brasilero. Creo que ni siquiera se acostaron. En los meses siguientes nuestra área experimentó muchos cambios y una tarde de viernes el Gerente Comercial me llamó para informarme que Céferis sería despedida. Me pidió que estuviera junto a ella para ayudarla a embalar sus cosas y pedir un taxi.

    Llegó el momento y fue la consabida cuota de lágrimas y lamentaciones relativas a deudas, intereses y dividendos (sé que no era su culpa, pero ¿cómo pueden 300.000 pesos mensuales ser tan importantes para sostener la vida de alguien? ¿Cómo puede ser tan débil la vida de alguien como para desmoronarse ante la ausencia de 300.000 pesos mensuales?). Pasadas las seis nos quedamos solos. Entonces la abracé y le di un beso. Puso en mi pecho sus pechos hirvientes y dijo: Tal vez en otro momento, pero ahora no.

    Volví a verla años más tarde. Se había divorciado y era rubia. Nos reunimos en el Liguria de Manuel Montt y después fuimos a mi departamento. Yo esperaba completar lo que ese beso había iniciado tiempo atrás, pero Céferis se sentó en una silla del comedor y desde allí me expuso las bendiciones de una vida cercana a Dios, de una vida obediente a sus mandamientos, de una vida agradecida del milagro del amor de Dios. Sé que no hubiera sido difícil proponer un giro a su línea argumental y pasar a ser, por unas horas, ese dios que ella anhelaba. Desde lo alto otorgarle paz, redención, absolución. Calmar su sed, suavizar su vía dolorosa. Entregarle mi cuerpo y mi sangre a cambio de su penitencia y su sometimiento. Luego llamar un taxi y enviarla de vuelta a la ciénaga, al limbo, a algún rincón de La Florida, de Maipú, de San Bernardo.

    Pero no lo hice. Céferis no era feliz… y se había vuelto loca.

    HERMANDADES

    1. Suárez

    Mis primeras impresiones del mundo laboral habían sido mucho más intensas de lo que había previsto. Aun así, no lograron distraer mi atención de los asuntos que me absorbían en aquel tiempo, y que distaban enormemente del ámbito bancario.

    Todos los días al llegar a mi casa meditaba durante cuarenta y cinco minutos. Después realizaba una rutina de ejercicios con el objeto de movilizar mi punto de encaje, de acuerdo al conocimiento revelado por Carlos Castaneda.

    Castaneda aprendió de su maestro, un indio yaqui llamado Juan Matus, que cada ser humano es un huevo de energía. En la cáscara del huevo hay un punto, llamado punto de encaje, donde se enhebran las fibras energéticas del Universo. En consecuencia, la posición del punto de encaje determina el modo en que percibimos la realidad, y pequeños movimientos de este punto pueden provocar sustanciales alteraciones de nuestra percepción.

    Yo deseaba experimentar esas alteraciones.

    Lo había deseado desde que, siendo un adolescente, me obsesioné con la lectura de Las enseñanzas de Don Juan durante un viaje a Israel: en mi conciencia se entrelazaron las datileras de Ein Guedi y los cactus de Sinaloa, el hashish tuvo gusto a peyote y las iridiscentes noches del Néguev fueron las iridiscentes noches de Sonora.

    Poco después de ese viaje ya había leído todos los libros de Castaneda y había decidido abandonar todo propósito que me alejara de la senda de los brujos ancestrales.

    Años más tarde, en la universidad, un amigo psicólogo que me abastecía de hierbas y pastillas me puso en contacto con Héctor Suárez, un gurú mexicano.

    Suárez era una autoridad mundial en Castaneda: no solo había publicado varios comentarios sobre su obra, sino que además había descrito sus propias experiencias entre los pueblos herederos de la sabiduría tolteca.

    Fui a conocerlo a la fastuosa casa de La Reina donde se hospedaba durante sus visitas a Chile. Allí, en medio de un parque de aromos, cipreses y araucarias, rodeado por sus discípulos, encontré al maestro exponiendo conceptos como la ensoñación, la tensegridad, parar el mundo, borrar la historia personal, hacerse cazador, ser accesible al poder.

    Suárez era alto, fuerte, muy moreno, una figura imponente de grueso bigote y aguzados ojos indígenas. Su forma de expresarse era la de un iluminado, vehemente e impredecible.

    Lo escuché por más de una hora y luego, cuando tuve la oportunidad, levanté la mano para hacer una pregunta. Suárez clavó su mirada en mí y, antes de que pudiera abrir la boca, gritó:

    —Silencio. Va a hablar el lagarto.

    Todos me observaron, expectantes. Yo di un paso atrás y permanecí mudo. Entonces Suárez dijo: El lagarto es desconfiado. Impulsivo, pero desconfiado. Después me preguntó:

    —¿Cómo te llamas?

    —Esteban.

    —Desde ahora serás Cuetzpalin, el lagarto.

    —¿Puedo preguntar por qué?

    —Porque eres lento, pero letal. Porque el exceso es tu dominio.

    Ese primer encuentro me cautivó. Pasé a formar parte del grupo de seguidores más cercanos y a participar en todas las actividades que Suárez dirigía.

    Cada tarde nos sentábamos a oírlo hablar en el jardín. Luego, cuando nuestro líder decidió que había terminado el tiempo de las palabras y había llegado el momento de actuar, lo seguimos durante una semana a las filosas soledades de un remoto enclave precordillerano.

    Allí corrimos por los despeñaderos con los ojos vendados, trepamos a la cima de los roquedales y pasamos días sin hablar, comer ni beber. Al atardecer, nos enterrábamos en hoyos semejantes a tumbas y dormíamos mecidos por nuestra madre, la muerte.

    2. Chiapas

    Cuando Suárez volvió a México yo seguí practicando los ejercicios que él nos había enseñado.

    Por ejemplo, cada noche efectuaba algún gran trabajo, como ordenar miles de libros y discos alfabéticamente, trasladar los muebles de un extremo a otro de la casa, o disponer los platos y cubiertos en diseños geométricos complejos y exactos a través de las habitaciones, solo para revertir luego lo realizado y recomponer todo en su estado original. Este ejercicio, en que tras un esfuerzo significativo no se aprecia resultado alguno, era una forma de aprender a Actuar sin esperar recompensa.

    Durante un mes anoté, cada quince minutos, los pensamientos que ocupaban mi mente. Sin importar dónde me encontrara o qué estuviera haciendo, al sentir la alarma del reloj debía sacar mi libretita y registrar las palabras que sonaban en mi cabeza. Al terminar ese mes, clasifiqué un total de mil seiscientas veintisiete anotaciones. Identifiqué los pensamientos recurrentes y le adjudiqué un número a cada uno.

    En adelante, cada vez que me sorprendía ensimismado en uno de esos pensamientos, lo reemplazaba por el número correspondiente hasta que todo perdía sentido.

    Así, si por ejemplo me descubría elaborando una justificación de mis acciones frente a un juicio hipotético de mi padre, instantáneamente pasaba a repetirme: once, once, once, once, once... Si fantaseaba sobre encuentros sexuales imposibles y grotescos, transformaba esas imágenes en una sucesión de dos, dos, dos, dos, dos, dos. Si me hundía en ideas trágicas sobre el absurdo de la existencia, mi salvación era un mantra de nueve, nueve, nueve, nueve. Este ejercicio era una forma de aprender a Silenciar el diálogo interior.

    Un día llegó el mensaje de que Suárez reuniría a sus discípulos en un lugar del sur de México. Viajé junto a un grupo de chilenos, hombres y mujeres de distintas edades y procedencias, que tenían una sola cosa en común: la determinación de hacer cuanto fuera necesario para avanzar en el camino del guerrero náhuatl.

    Desde el Distrito Federal tomamos un bus que nos condujo, en una larga noche de serranías, aldeas y descampados, a través de Oaxaca hasta las espesas honduras de Chiapas. A la mañana siguiente, junto a la catedral de Tuxtla Gutiérrez, divisamos a Héctor Suárez vestido con la camisa y el sombrero blanco de los campesinos de la zona. Nos abrazó y nos dijo:

    —Este atuendo es la usanza de mi gente, los mazatecos de Teotitlán.

    Después nos llevó a un restaurant a comer tamales y enchiladas. Allí conocimos a los demás discípulos, algunos de ellos mexicanos, pero en su mayoría estadounidenses, franceses, italianos e ingleses.

    Seguimos viaje de Tuxtla a San Cristóbal y desde ahí nos internamos en la selva lacandona hasta las cercanías de Lacanja. Caminamos un día completo en el vapor de los mosquitos, en el crepitar de las serpientes y el ulular de los guacamayos, entre los helechos, bromelias y orquídeas del sistema de vegetación más denso del mundo. Por fin llegamos a las orillas del río Jataté, donde colgamos nuestras hamacas, construimos una cocina y un comedor de campaña, y nos transformamos en furtivos habitantes de la hiedra.

    En Chiapas aceché la selva sombría y salté desde lo alto de cascadas. Reposé en la bruma del rocío como un insecto apático. Escalé pirámides como un felino demente.

    Cada mañana saludábamos desnudos al sol y agradecíamos a nuestro abuelo fuego, Taté’ warí. Nos bañábamos desnudos en el lago y agradecíamos a nuestra abuela agua, Taté’ haramara. Nos exponíamos desnudos a la noche tibia y agradecíamos a nuestro abuelo viento, Tatei umajátl. Nos acostábamos desnudos en el suelo ardiente, cuerpo con cuerpo, y agradecíamos a nuestra abuela tierra, Tatei urianaka.

    Nuestro grupo se consolidó: en el día éramos un hato de alimañas expuestas al calor abrasador, a la humedad, a las lluvias torrenciales. Al atardecer, sentados alrededor de la fogata y devueltos a un sentido de inocencia primitiva, éramos almas redimidas, hermanos en un solo flujo elemental.

    Tan absortos estábamos, que nunca llegó a nuestros oídos la noticia que en esa misma selva, a pocos kilómetros de distancia, otra hermandad se congregaba para enfrentarse al orden establecido bajo el mando de un subcomandante llamado Marcos.

    Yo me hice especialmente amigo de una discípula llamada Carmen Deluna, una dulce tampiqueña que en las noches estrelladas me deleitaba con historias de su pueblo natal, como aquella en que los narcos dejaban la cabeza de su primo en medio de la calle mayor, o esa otra en que los dedos del alcalde, su tío, aparecían entre las vírgenes y cristos de la iglesia al celebrarse la misa de domingo.

    Pero las prácticas toltecas no nos afectaron a todos del mismo modo.

    Mónica, una chilena de cuarenta años, que en Santiago se desempeñaba como técnico laboratorista, comenzó a llorar el primer día en la selva, y no dejó de hacerlo hasta el último. Suárez la mantuvo recluida y solo volvimos a verla cuando nos preparábamos a abandonar el campamento: apareció sonriente y declaró que no solo había superado su tristeza actual, sino que se habían despejado las tinieblas arcanas de su vida.

    Me senté junto a ella en el bus de regreso. Me narró su experiencia, sus terrores y delirios, su desgarro, su miseria, su redención y sanación. Cada cierto tiempo, en intervalos de veinte a treinta minutos, me preguntaba:

    —¿No te parece que el chofer va demasiado rápido?

    —No, está bien —la calmaba yo.

    La pregunta se fue repitiendo con mayor insistencia y el tono se fue haciendo más angustioso. De pronto saltó de su asiento y corrió por el pasillo mientras gritaba: ¡Nos vamos a matar, moriremos!. Agarró al conductor de los hombros y trató de sacarlo del volante, en una acción que bien pudo provocar un accidente y que puso en peligro la vida de todos nosotros. Fue necesaria la intervención de varias personas para detener, reducir y neutralizar a nuestra compañera que, por lo visto, y a pesar de los esfuerzos de nuestros guías espirituales, aún mostraba bemoles en su integridad psicológica.

    3. Ajusco

    En Santiago me seguí reuniendo con el grupo de chiapatecos. En paseos al Cajón del Maipo y a Punta de Tralca tratábamos de emular nuestras aventuras selváticas. Sin embargo, poco a poco el entusiasmo comenzó a decaer y yo comencé a dudar de la sinceridad del compromiso de mis compañeros.

    Entre otras cosas, noté que varios de ellos se habían emparejado, lo que en más de un caso había significado que se divorciaran o abandonaran a parejas e hijos anteriores. Al parecer, tanta desnudez en la selva, tanta naturalidad y hermandad, habían tenido ciertas inevitables consecuencias. Sospeché que, mientras yo intentaba hacer contacto con las energías esenciales del Universo y me esforzaba por mover mi punto de encaje, mis compañeros habían estado dedicados a una clase de contacto y de encaje de un orden bien diferente.

    Este comportamiento era desconcertante entre quienes decían seguir enseñanzas de profundo desapego. No era su apetito sexual lo que me molestaba, sino la miopía y pequeñez de su búsqueda: creyendo acceder a una gran liberación, a una transgresión temeraria, no habían hecho más que reemplazar un yugo por otro.

    Más aun, en uno de nuestros encuentros nos enteramos de que Paula, una muchacha bonita que trabajaba de mesera en El Huerto, había regresado de Chiapas embarazada. Algunos meses después nació Héctor, un niñito forzudo y moreno, de grueso pelo negro, a quien solo faltaban los bigotes a lo Emiliano Zapata para ser idéntico a su homónimo, indígena y cetrino padre gurú.

    Tales revelaciones hicieron que tuviera serias dudas cuando, meses después, llegó un segundo llamado de Suárez para viajar a México. Aun así, dejé mis rutinas cotidianas y me embarqué hacia lo desconocido. Fui el único chileno: mis hermanos de la selva habían vuelto a sucumbir a la esclavitud de las hipotecas, los juicios de tuición y las pensiones alimenticias.

    Esta vez el punto de encuentro era El Ajusco, un sector montañoso que se alza sobre el Distrito Federal.

    Me alegró encontrar allí a Carmen Deluna, quien estaba aun más bella y radiante con su diáfano aire del Golfo. Nos sentamos a conversar a la sombra de un árbol: me contó que había decidido dejar Tampico y emigrar a Seattle, en el Estado de Washington, donde esperaba convertirse en una artista plástica. Aunque su padre se oponía, y la había amenazado con acribillar a su gatito El Fénix si ella persistía en su propósito, Carmen me aseguró que lucharía por realizar sus sueños.

    Conmovido por su convicción y su inocencia, le deseé la mejor de las suertes, la abracé y le tomé las manos. Justo en ese momento apareció Héctor Suárez, quien dio una vuelta alrededor nuestro y luego se sentó junto a Carmen.

    —El lagarto inyecta su veneno sigilosamente —dijo.

    Me sorprendió el tono desafiante de su voz, la agresividad de su mirada. Olí la insidia del macho que siente su territorio invadido. Como no tenía intenciones de enfrentarme con él, eludí el conflicto y respondí:

    —El lagarto no tiene tiempo para esas cosas. Solo nos interesa el calor

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