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Coyoacán hora cero
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Libro electrónico189 páginas2 horas

Coyoacán hora cero

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Incluye audio del autor Con una personalidad caótica y confusa, el personaje de Coyoacán hora cero amenaza con cumplir una extraña profecía. En Coyoacán se incuba una indescifrable profecía. El personaje central de esta novela es un hombre disfrazado de un típico personaje de ese barrio, decidido a llevar a cabo “su misión”. Para cumplir su encomia
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
Coyoacán hora cero
Autor

Mario G. Huacuja

Sociólogo con estudios de Maestría en Estudios Latinoamericanos, ha publicado varios ensayos políticos y literarios en las revistas Nexos y Etcétera. Es colaborador en la radio y en diversos medios impresos; y precisamente el periodismo lo llevó por los caminos de la palabra escrita. Su primera novela, Temblores, la escribió después de haber vivido la guerra en la cintura del continente americano: Nicaragua y El Salvador, en 1979 y 1981. Para escribir Las 2 orillas del río viajó en carro a lo largo de la frontera, desde Brownsville hasta Los Ángeles, en compañía de un periodista japonés. Años después, en 1988, impulsado por los resortes de la aventura, viajó durante dos meses por el océano Pacífico, desde Acapulco hasta Japón, en una carabela antigua. La prosa de Huacuja ha sido comparada con la de los grandes escritores del realismo mágico latinoamericano. También tiene gran influencia de autores estadounidenses como Henry Miller, Arthur Miller, Truman Capote y el padre del nuevo periodismo Tom Wolfe. Mario Guillermo Huacuja ha combinado su vida laboral, como asesor político en diferentes instituciones, con la literatura, una de sus grandes pasiones.

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    Coyoacán hora cero - Mario G. Huacuja

    Capítulo 1

    Empieza a amanecer. Lo siento en el frío que se anuncia a través de mis poros, lo escucho con los primeros silbidos de pájaros en el jardín. Lentamente, como si el despertar fuese una reedición de un nacimiento difícil y doloroso, tomo conciencia de mi respiración. Mi costado es una montaña que se agiganta con una bocanada de aliento sobre el asfalto, y luego se adelgaza con un vaho que apesta a vísceras con alcohol. Sigo vivo, y no es una sensación agradable. Quiero abrir los párpados y no puedo. Las lagañas me han clausurado los ojos como si me los hubieran cosido después de una cirugía. Detrás de la retina, donde el nervio del ojo se encarga de llevar las impresiones del mundo exterior hacia mi cerebro, todo es confusión. Hay un dolor que se extiende desde la sustancia gelatinosa del ojo hasta la sien, y que lucha por salir martillándome la cabeza. Sigo el ritmo de mi respiración, y me escucho gruñir como un animal moribundo.

    Me llevo el brazo que cuelga sobre el borde de la jardinera hacia el hombro derecho, y me percato de que mi chamarra raída ya no me cubre. Los periódicos que me tapaban el rostro han volado, y un aire frío se cuela entre los orificios de mi camisa. Siento los mechones de mi cabello lleno de grasa sobre mi frente, me llevo la mano al rostro y toco mis labios agrietados por la intemperie. Estiro mi pie descalzo y alcanzo a tocar un bulto que parece de carne humana en el otro extremo del borde de piedra. No recuerdo lo que hice anoche. Tampoco recuerdo el día, pero por el olor de la tierra húmeda y la vegetación circundante sé muy bien que estoy donde debo estar. No me he perdido, no me he apartado un solo centímetro de mi puesto, no hay nada que pueda desviarme de mi misión. No importa que mi trabajo tenga una serie de riesgos y sinsabores, donde las pruebas son muchas y nada fáciles. Sé que mis neuronas han sido pulverizadas por las inhalaciones de thinner, mi hígado está cristalizado por el aguardiente, mi cuello está entumido por la postura, mi piel está llena de costras de mugre y mi cabeza da vueltas en un torbellino donde cada frase que aparece se volatiliza de inmediato y el dolor se confunde con la náusea y una pesada carga de culpa y arrepentimiento.

    Pero no debo ceder. Sólo los pusilánimes retroceden ante la primera adversidad. Yo no soy así. Me conozco perfectamente. A mí el corazón jamás se me quiebra. Yo me he forjado el espíritu en una disciplina guerrera, porque para vencer a los enemigos hay que tener una voluntad de piedra. Hay que estar preparados para aguantar todas las etapas del sufrimiento, hay que soportar la soledad, el hastío, el asedio de los cobardes, las afrentas de los provocadores, las variantes infinitas de la estupidez humana.

    Tampoco debo desconcentrarme. No debo dar ventajas al enemigo. Además de las pruebas de fuerza, la guerra es también un juego de estrategias. Debo dormir en lapsos muy breves, para mantenerme vigilante en su debido momento.

    Despierto nuevamente y corroboro que estaba en lo cierto: me froto los ojos, voy descosiendo mis párpados gradualmente, y con las primeras ráfagas de luz puedo ver frente a mí, a unos metros de distancia, la silueta inconfundible de los coyotes. Ahí están, erguidos a la luz del día, la hembra sentada en actitud vigilante, el macho cabriolando en su entorno, aullando para ahuyentar a los enemigos con la aguda silbatina de sus pulmones. Los coyotes están en el centro de la fuente. Veo el agua saltando en su entorno, formando líneas tenues de arcoiris que le dan colorido a la plaza. Alrededor, a medida que levanto la cabeza con dificultad, veo el espesor de los fresnos, los laureles y los truenos. Más allá, junto al arco amarillo que se considera la entrada de Coyoacán, las casuarinas derraman su ramaje caprichosamente, vencidas por el peso del tiempo.

    La gente pasa sin verme. No es que sea invisible, sino que los paseantes se han acostumbrado a la miseria humana. Ya nada les da vergüenza. Mi figura tumbada en la jardinera no les gusta, claro, pero han decidido que no pueden hacer nada al respecto. La plaza está llena de vagos, como todas las plazas del mundo, creo. En Londres, en Nueva York, en Roma, seguramente también en Nueva Zelanda, y si hubiera plazas en la Luna o en Venus, o más allá de la Vía Láctea, ahí estarían los vagos. Son una clase especial de gente: hombres y mujeres (aquí hay equidad de género) que viven fuera del tiempo, sin horarios ni rutinas, que no vienen de ningún lugar y que tampoco tienen un fin, una meta, un destino determinado. No tienen techo, no tienen obligaciones, no tienen límites y muchas veces no tienen cordura. Se les distingue fácilmente por el color de piel negro de mugre, por el olor a rancio, por la vestimenta llena de andrajos y por una mirada que parece una ventana cristalina a los tormentos más cabrones del infierno.

    Y aquí estoy entre ellos, tumbado en la acera con ellos, apestando a carne podrida como ellos, hablando ese mismo idioma lacónico que escupe incoherencias y obscenidades. Mi labor ha sido impecable. He sido discreto, taimado, silente. Sólo así he logrado infiltrarlos. Nada fácil, por supuesto. Pero para mí los imposibles no existen. Lo cómodo, el camino más suave, hubiera sido aparecer en escena como un pobre diablo aislado, solo, de esos que avanzan entre las llamas con la mirada perdida, sin dirigirse a nadie en particular, hasta que un día amanecen muertos en una barranca. De ésos hay muchos aquí, en Coyoacán. Hay por ejemplo un Santaclós de edad avanzada, con su gorra roja, su panza al aire y un vocerrón destemplado e intermitente, que se carcajea del mundo en pleno verano. O ése que veo caminar a paso veloz por Tres Cruces, con su saco de inmundicias arrastrándolo por la acera con toda prisa, como si realmente fuese a llegar tarde a algún lado, el pendejo.

    Yo no podía presentarme aquí en la plaza de esa manera. Esos locos que se escapan de los manicomios son relámpagos de furia, luces que desaparecen con su risa o sombras que se disuelven al pasar dejando una estela de peste. No. Yo tenía que presentarme como un ser gregario, un vago de palomilla, un miembro prominente de la cúpula aristocrática de los pordioseros. Un igual entre los ya conocidos en el barrio: el Johnny, el Moco, el Chemo, el Pito Loco, el Chelas, y sobre todo ese barril de cerveza sin fondo que le llaman el Seco.

    Ahora que me acuerdo fue con el Seco con quien pasé la noche. Pasar la noche es un decir, más bien diría compartir los enervantes y condimentos de una singular fiesta, donde los invitados se reúnen en círculo junto al kiosco o en las bancas de fierro del Jardín Centenario, todos bebemos aguardiente de botellitas de vidrio, los chimuelos mascan migajón de bolillo, se fuman colillas de boca en boca, se inhala thinner de estopa y se ríe a gusto, como diciéndole a la vida tú me la pelas, en este espacio yo mando, aquí no hay autoridad ni curas ni pendejas que se casan de blanco y niños engominados, aquí no valen ni el trabajo ni el dinero ni las putas que salen de los coches de lujo moviendo las nalgas y las pulseras, aquí los reyes somos nosotros porque compramos la noche entera, podemos cantar y bailar y reír y gozar como nadie, porque nadie de ustedes, culeros de billetera, se atreve a mearse en el Palacio de Cortés como lo hace el Johnny, ése sí tiene pantalones y las pelotas bien puestas.

    Yo estoy aquí con ellos, me río y bailo y me destrozo también las ramificaciones del cerebro con alegría, y aunque mi piel no es tan oscura y tengo la barba poblada yo no despierto sospechas, yo soy el Sueco, y nadie sabe que soy sólo un apéndice de una estructura mucho mayor, nadie sabe que yo estoy aquí atendiendo otros asuntos.

    Y tan nadie lo sabe, que ni yo mismo lo sé. Pero estoy acostumbrado, siempre he trabajado así. La gente como yo es especial. Trabaja habituándose a las circunstancias más perras, sin privilegios ni distingos de ningún tipo, hasta que llega el día en el que uno de sus superiores le dice: tienes que ir allí. Pero no le dice a qué. Todo permanece oculto. Y así uno puede pasarse varios días, semanas, meses. Hasta que llega el día, y entonces uno tiene que actuar. Y lo que uno hace, muchas veces, no es agradable. Y tampoco es algo que uno quiere. Pero así es el deber. Esas son las reglas. Y uno tiene que cumplirlas. No debemos de pensar mucho en ello. Yo no sé quiénes son mis jefes. No sé a qué organización pertenezco. Y mucho menos sé lo que voy a hacer.

    Lo que sí sé, es que éste es mi territorio. El centro de Coyoacán. Mi espacio de acción. Cerca de tres hectáreas sitiadas por el Palacio de Cortés al norte, el arco colonial y la casa de Diego Ordaz al occidente, la iglesia de San Juan Bautista al sur del Jardín Hidalgo, la librería El Parnaso y la fila de restorancitos al sur del Jardín Centenario, la cantina La Guadalupana y la panificadora América al oriente del Jardín Hidalgo.

    Éste es mi campo de batalla. Y estoy listo para ganar la guerra.

    Capítulo 2

    Cuando Alejo Bernal arribó al restaurante Los Danzantes, se felicitó por haber llegado antes de la hora convenida. Vio su reloj: las 2:45 p.m. Toda una proeza, considerando que la distancia que va del Congreso de la Unión al centro de Coyoacán está salpicada de embotellamientos exasperantes, marchas de protesta, semáforos descompuestos en épocas de lluvia, accidentes en serie, inundaciones en los pasos a desnivel, todo tipo de inconvenientes. Además, para mayor pérdida de tiempo, estaba el asedio permanente de los periodistas. Era la peor parte del oficio. Al salir de las sesiones de la Cámara había que enfrentarse a un cúmulo de micrófonos, cámaras fotográficas y llamadas telefónicas a los celulares exigiendo una opinión, un comentario, una frase sintética y lapidaria sobre las discusiones parlamentarias. Los diputados eran el animal de presa. Estaban expuestos como nadie al escrutinio, la duda, la sospecha, el señalamiento, la crítica y finalmente la condena de la opinión pública. Desde el inicio de las sesiones, una guillotina levantada por los medios de comunicación pendía sobre los cuellos temblorosos en cada curul.

    De manera que Bernal tomó sus precauciones para llegar a tiempo, porque cualquier bloqueo de tráfico sería funesto para sus intenciones. Aquella tarde lo que estaba en juego era algo más importante que los debates parlamentarios, porque tenía una cita delicada con la prensa. La periodista que iría a su encuentro había sido su más ferviente seguidora a lo largo de su accidentada candidatura a la presidencia de la República, y no fincaba sus encantos únicamente en un rostro hermoso y unas pantorrillas espléndidas, sino también en la conducción de una mesa de discusiones que estaba alcanzando los ratings más elevados en la frecuencia modulada de la radio.

    El diputado eligió una de las mesas externas, separadas del paseo del jardín por una serie de macetas llenas de cactus y nopales. Siempre prefería adentro, el restaurante tenía varias mesas interiores mucho más acogedoras y una barra con botellas de colores que alegraban la vista. Pero en esa ocasión había que pensar fundamentalmente en ella, la periodista, con sus gustos por el folklore de Coyoacán y su proclividad hacia el exhibicionismo.

    El paseo de los pequeños restaurantes en el Jardín Centenario era eso, precisamente: uno se sentaba en la terraza para ver y ser visto. También se conversaba, claro, se comían platillos exquisitos –esa mezcla de sabor mexicano, francés e italiano en el filete al chipotle, el atún en su costra de pistache con licor de xtabentún, los ravioles rellenos de huitlacoche–, se bebían buenos vinos argentinos y chilenos y se contemplaba la tarde del barrio más socorrido por los turistas europeos, donde había cantantes de todo tipo y las reminiscencias de Frida Kalho aparecían en los grabados de las pinturas, los estantes en las librerías, las figuras de barro en los puestos ambulantes y los nombres de los cafés aledaños.

    Como era viernes empezaban a fluir ríos de gente. Eso a Alejo le provocaba cierta incomodidad. No es que fuera uno de los políticos del momento, de esos que aparecen en las primeras planas de los diarios y las pantallas televisivas constantemente –su momento estelar había quedado atrás, muy a su pesar–, pero entre los paseantes podía aparecer de vez en cuando gente importante, algún empresario aficionado a la filantropía, esos que se sienten inclinados a ayudar a los indígenas de Oaxaca, por ejemplo, y que para discutir tales asuntos deciden que Coyoacán es el escenario adecuado por sus construcciones coloniales de piedra y de cantera, algo muy parecido a un pueblo viejo… O bien podría aparecer otro periodista, y al ver a su compañera de oficio con un diputado de renombre sabría que la noticia es un bocado de carne fresca para las fieras que viven de los chismes y los rumores.

    Antes de que llegara cualquiera de ellos, hizo su arribo al restaurante una comitiva muy familiar y nada entrañable para el diputado: un grupo de comisionados del Instituto Federal de Acceso a la Información, con su presidente al frente. Alejo los saludó de mano, con comentarios breves, sin dar pie a establecer una conversación en el momento menos oportuno. Gracias a esa economía de palabras, los recién llegados lo saludaron y pasaron a ocupar una de las mesas del fondo, en el interior del recinto. ¡Uf!, pensó Alejo con alivio, y después se hundió en una larga cavilación sobre el significado de la institución que daba albergue a ese conjunto de burócratas preocupados por hundir a otros burócratas.

    El Instituto Federal de Acceso a la Información… sí –pensaba Alejo–, esa institución ha sido parte del cambio fundamental que ha vivido México en los

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