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En el nombre del hijo
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Libro electrónico180 páginas2 horas

En el nombre del hijo

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Un hombre busca su origen. Cuando lo encuentra se enfrenta al eterno dilema de la humanidad entre el ser y el deber ser. Narrada en primera persona, En el nombre del hijo es una historia que no da tregua ni respiro al lector. Un niño llega a vivir en la Gran Manzana, donde madura y crece siempre protegido por el manto materno, hasta que empieza a l
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
En el nombre del hijo
Autor

Mario G. Huacuja

Sociólogo con estudios de Maestría en Estudios Latinoamericanos, ha publicado varios ensayos políticos y literarios en las revistas Nexos y Etcétera. Es colaborador en la radio y en diversos medios impresos; y precisamente el periodismo lo llevó por los caminos de la palabra escrita. Su primera novela, Temblores, la escribió después de haber vivido la guerra en la cintura del continente americano: Nicaragua y El Salvador, en 1979 y 1981. Para escribir Las 2 orillas del río viajó en carro a lo largo de la frontera, desde Brownsville hasta Los Ángeles, en compañía de un periodista japonés. Años después, en 1988, impulsado por los resortes de la aventura, viajó durante dos meses por el océano Pacífico, desde Acapulco hasta Japón, en una carabela antigua. La prosa de Huacuja ha sido comparada con la de los grandes escritores del realismo mágico latinoamericano. También tiene gran influencia de autores estadounidenses como Henry Miller, Arthur Miller, Truman Capote y el padre del nuevo periodismo Tom Wolfe. Mario Guillermo Huacuja ha combinado su vida laboral, como asesor político en diferentes instituciones, con la literatura, una de sus grandes pasiones.

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    En el nombre del hijo - Mario G. Huacuja

    Lu.

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    Uno de los recuerdos más impactantes que guardo en la memoria es el de mi encuentro con la Estatua de la Libertad. Tendría yo cuatro o cinco años, y al verla de cerca me quedé pasmado: jamás había visto una mujer tan grande. Todo en ella era desmedido y admirable. Su color de cobre verde, la fuerza de su brazo extendido al cielo, la elegancia de su túnica, la llama de oro de la antorcha y su mirada vacía me marcaron para siempre. Parecía que el mundo había sido arreglado para llegar a ese momento: mi madre y yo habíamos abordado el Ferry en Battery Park después de rodear las murallas del Castle Clinton, y apenas empecé a mecerme con el oleaje en los asientos de cubierta me venció el sueño. Al despertar, sin haberme despabilado aún, la Estatua me deslumbró con el poderío de sus doscientas veinte toneladas, y al recorrer con los ojos azorados su figura no supe si era la virgen colosal de alguna iglesia, o un monstruo petrificado salido de mis peores sueños.

    En esos años, mientras mi infancia transcurría entre coches eléctricos que zumbaban como taladros y chocaban contra las paredes de mi cuarto, Nueva York vivía una etapa de formidable expansión. En las inmediaciones de Central Park, las tiendas de la Quinta Avenida atraían a clientes de todo el mundo con sus escaparates de lujo; Park Avenue vivía un momento de esplendor con sus departamentos de rentas estratosféricas; hacia el sur de Manhattan, el Village y Soho eran un imán para los escritores, músicos, actores, cineastas y pintores del resto del país y de Europa, y no muy lejos de Trinity Church, al sur de Tribeca, se habían terminado las Torres Gemelas del World Trade Center, destinadas a ser las más altas del mundo. En esa época, además, Estados Unidos se había embarcado en una cruzada para combatir el comunismo en Vietnam, y se ufanaba de haber puesto al primer hombre en la luna. Allá arriba, en esa superficie de cráteres y polvo blanco, se erguía con orgullo la bandera de las franjas y las estrellas. Igual que en los edificios del Rockefeller Center.

    Claro que de todo eso yo no tenía la menor idea, y tampoco era conciente de que la fuerza del país ocultaba en su interior un cúmulo de tensiones sociales y raciales que se desbordaban periódicamente. A veces, en las calles, escuchaba gritos, veía gente corriendo, un cuerpo sobre la acera cubierto con una sábana, pero me parecían sucesos esporádicos y sin importancia. Mi vida era bastante tranquila y, en días feriados, un descubrimiento constante de maravillas.

    Aquella mañana yo veía los rayos de la corona de la Estatua de la Libertad y me imaginaba que era una diosa, una divinidad que emergía de las aguas y desafiaba al mundo con la contundencia de su figura. Sobre la pequeña isla donde se erguía había mucha gente, pero en el ambiente flotaba algo que me hacía sentir aislado y minúsculo frente a ella. "Liberty, decían los turistas que se agolpaban para fotografiarla de perfil, al pie de su pedestal. La Libertad", decía mi madre mientras me cargaba con un brazo y la señalaba con otro. Yo la escuchaba y abría los ojos para abarcar las dimensiones colosales de su talla, y abrazaba el cuello de mi madre para sentir la protección de su cercanía, porque en cierto sentido la estatua me infundía un profundo terror. Quizá ahí aprendí, de una forma directa e inapelable, que mi madre me protegería siempre de los desvaríos y peligros de la libertad.

    Capítulo 2

    Yo vivía con mi madre en un edificio de ladrillos oscuros en el noreste de Manhattan, lejos del bullicio y el glamour del sur de la isla, en una zona olvidada por los manuales para turistas. Aunque el edificio no estaba lejos de Lexington y Park Avenue, su ubicación al norte –estaba en la calle 112, a un costado de Jefferson Park– lo acercaba a los suburbios más pobres de Nueva York. Sin embargo, como decía mi madre, teníamos el privilegio de vivir en Manhattan. Eso hacía la diferencia. No vivíamos en Brooklyn, ni en Queens, ni en el Bronx, como la mayoría de los mexicanos. Éramos habitantes de la Gran Manzana, el corazón del mundo, y eso nos llenaba de orgullo.

    Nuestros vecinos no eran, precisamente, gente de la alta sociedad. El Señor Morrison, que vivía en la puerta contigua a nuestro departamento, era un hombre de aspecto sucio, con los cabellos grasosos siempre untados a la frente, una barba rojiza a medio rasurar y una playera raída con el nombre de los Yankees en el pecho. No era una mala persona, generalmente nos saludaba con gusto llevándose dos dedos a la frente –el clásico saludo militar– pero había en su mirada una nube de ausencia que a mí me llenaba de zozobra. Mi mamá eludía sus conversaciones, y cuando se refería a él me decía que tenía mal carácter. Seguramente no lo ayudaba el hecho de que le faltaba una pierna, destrozada por las esquirlas de una granada en los campos incendiados del sudeste asiático. A la distancia lo recuerdo con pena, pero durante mi infancia lo percibía extraño y peligroso: en ocasiones era presa de agitaciones muy violentas, que le hacían maldecir la vida y arrojar objetos contra las paredes. Su esposa le toleraba todo, y cuando lo sacaba a pasear en su silla de ruedas por el parque, le colgaba sus medallas de guerra en el pecho y le cantaba al oído canciones de cuna, como si fuera un bebé.

    En la puerta que estaba frente a la nuestra, donde se iniciaban las escaleras de caracol, vivía la Señora Wharton acompañada de Wendy y Pimpinela, dos perritas Yorkshire miniatura. Era una mujer entrada en años, con el cabello entrecano y una gran dificultad para caminar por su enorme peso, lo que la hacía balancearse como barco. Cuando descendía por las escaleras de madera del edificio, los barandales rechinaban más de la cuenta por la simple presión de su brazo, y al sentarse en las bancas de fierro de Jefferson Park su cuerpo ocupaba el lugar de dos personas. Recuerdo la vez que mi mamá y yo la encontramos en un vagón del metro en la estación de Lexington, sostenida del tubo superior en medio de la multitud. De súbito, como ocurría muchas veces, el tren se detuvo bruscamente, y la Señora Wharton se cayó con su corpulencia monumental encima de los demás pasajeros. Algunos la ayudaron a levantarse, pero cuando el metro arrancó con cierta urgencia se desplomó nuevamente. A mí todo eso me dio risa, porque estaba en la edad en la que veía en la televisión cortos de Laurel y Hardy, y el episodio me pareció semejante a sus aventuras. Pero como nadie se rio del asunto, yo me aguanté la risotada.

    La señora Wharton tenía la piel negra, pero no tan oscura como la de los Manley. Ellos eran una familia compuesta por tres niños y unos padres nacidos en Jamaica, que vivían en el piso que estaba abajo del nuestro. Aunque los niños eran mayores que yo, y por eso nunca nos hicimos amigos, me simpatizaban mucho. Eran muy alegres, siempre reían con unos dientes blancos y enormes que me daban envidia, y constantemente estaban golpeando rítmicamente todos los objetos a su paso. Cuando salían juntos, parecía que iban a un desfile. Cantaban y bailaban, llevaban el ritmo con unos palitos muy sonoros, y gritaban frases incomprensibles en patois. Al Señor Morrison esos desplantes de algarabía no le caían nada bien. Muchas veces salía al pasillo del piso con el rostro desencajado para callarlos, pero los Manley parecían ajenos a sus bravatas. Simplemente disminuían el volumen de sus cánticos mientras bajaban las escaleras, y al salir a la calle los reanudaban con más bríos. Yo me asomaba por la ventana del departamento que daba a la calle para gozar un poco más con su ánimo y su barullo, y los seguía hasta que se perdían de vista.

    Esa felicidad llena de música, compartida por la única familia nuclear que vivía en el edificio, un día se vio interrumpida por la intervención de la policía. Una mañana de invierno, poco después de la primera nevada, varias patrullas se estacionaron en diagonal a la entrada de nuestro edificio, y después de ese lance el padre de la familia Manley desapareció por completo. Yo no volví a verlo jamás. Quizá sus hijos tampoco, porque la música se les fue de las manos. Se volvieron callados y sombríos, más parecidos a mí que a ellos mismos.

    Mi cuarto era pequeño, con una ventana que asomaba al patio interior del edificio, y un clóset en el que cabía no sólo mi ropa, sino también mi caballo de madera. Este juguete no era pequeño, era capaz de cargarme a mí sin romperse, y lo había traído mi mamá desde México, porque en Nueva York no había esas cosas. Me imagino el trabajo que le ha de haber costado meterlo al avión como parte del equipaje. Al principio lo usaba todo el tiempo, sobre todo para ver la televisión mientras me balanceaba sobre su lomo, pero después le perdí todo interés. Me divertían mucho más los coches eléctricos que corrían como locos por mi cuarto, o los rompecabezas con los dibujos de las películas de Walt Disney. De todas formas, mi mamá guardó el caballo durante mucho tiempo en ese rincón de mi cuarto, y lo conservó como uno de sus recuerdos más valiosos cuando yo crecí, salí de high school, me fui de su lado, llegué a la Universidad.

    ¿Cómo describir lo que fue mi madre para mí durante aquellos años? Supongo que esa experiencia de fuerza protectora e intimidad total que uno siente cuando pequeño con la madre es común a todos los niños, o si no a la mayoría de ellos. La vivencia de ser parte de la madre en el interior de su seno, el hecho de ser amamantado por ella, el placer de chupar sus pezones y beber la leche caliente, la calidez de su regazo y la proximidad de su cuerpo son los placeres más intensos en los meses que constituyen el prefacio de la vida. Pero cada persona es única e irrepetible, y su experiencia es intransferible. Lo que a mí me sucedió, no lo puedo compartir con nadie más. Pero lo voy a contar.

    Mi madre era bella, con la belleza salvaje que aún conservan las mujeres del norte de México. Cuando yo era un niño de primaria tenía unos ojos negros enormes, con las cejas arqueadas como alas de cuervo, y unas pestañas tan espesas que no soportaban el peso del maquillaje. Eran ojos brillantes y abrasadores, con un magnetismo inevitable, que me envolvían con su mirada y me inyectaban una seguridad a toda prueba. Si mi madre me miraba, mi mundo era perfecto. No cabía temor alguno. Si reía, yo sentía que en mi corazón crecía una felicidad que me desbordaba la caja del pecho. Y a la inversa, si mi madre entristecía, no podía tolerar su congoja. Tal vez por eso, aún ahora, trato de evitar el recuerdo de su llanto.

    Su carácter, yo no lo sabía en ese entonces, era sumamente voluble. Había días de gloria en los que me despertaba con su canto, iba alegremente del comedor a la cocina preparándome el desayuno, cantaba canciones de Álvaro Carrillo y Armando Manzanero con una voz inmaculada por el barullo de la mañana. Yo la veía con el cabello intensamente negro cayendo sobre sus pómulos, y esperaba con anhelo su llamado a la mesa. Su felicidad llenaba todos los rincones del departamento, y yo me sentía flotar en esa atmósfera de complacencia. Pero de pronto, sin venir al caso, presenciaba en la televisión un suceso desagradable, perdía el ritmo de sus rutinas o se acordaba de algún desaguisado, y entonces su humor cambiaba abruptamente, hacía gestos de desconcierto, jalaba las mejillas hacia atrás expresando su contrariedad, suspiraba con resignación y se hundía en silencios taciturnos, acompañados por el humo de sus cigarros y lentos sorbos de café.

    Recuerdo aquel día infausto en el que me llevó de compras a Macy´s. Era uno de esos días de felicidad plena, ella tenía dinero suficiente como para comprar los vestidos y las blusas que quisiera, estaba radiante, con ganas de saciar todos sus apetitos de consumo, y me llevaba de la mano por los vericuetos del almacén mientras revisaba un sinnúmero de tallas y colores de vestidos, cortes de chaquetas de piel, modelos muy variados de bolsas de mano. Macy´s era así: había artículos para satisfacer todos los gustos, y las ofertas parecían buffet. A mi madre le encantaba ampliar su guardarropa, me acuerdo. El asunto es que sin que se diera cuenta yo me solté de su mano, empecé a caminar sin rumbo por mi cuenta, estuve sorteando aparadores como si estuviera en un laberinto, y decidí jugar a las escondidas ocultándome en un estante repleto de

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