Ciudades escritas: Crónicas desde EE.UU.
Por Fabián Soberón
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Ciudades escritas - Fabián Soberón
Juliá
Antes
En el zoo
Me instalé para hacer tiempo en la blanca y larga pizzería El galeón. Había llegado una hora antes por esa maldita obsesión con el tiempo que nunca me abandona. Desde el amplio ventanal transparente divisaba la velocidad hiriente de los autos que asaltaban la avenida Santa Fe. Mientras esperaba el café con leche cargado, saqué el volumen de Maclaren Ross y lo apoyé en la mesita. El mozo desplegó las canastas marrones con las tostadas y la mermelada. Me cobró. Disfruté del café caliente sabiendo que afuera las nubes dispersas anunciaban que el frío asolaría la ciudad, en contra de mis insólitas prevenciones.
Cuando se hizo la hora salí de la pizzería, satisfecho y reconfortado, y crucé la avenida. Esquivé unos montículos de basura en una acera y me interné en la plaza circular. Desde ahí podía ver, tranquilo, si aparecía Luis. Yo sólo lo había visto por fotos. Había revisado las imágenes que lo mostraban de perfil y un video de un organismo oficial que lo describía en movimiento. Confiado en esas experiencias virtuales, estaba seguro de que lo iba a reconocer. Él, por supuesto, no me conocía. Pero ambos confiábamos en que yo lo iba a identificar. Estuve unos diez minutos sentado en un banco herrumbrado y solitario hasta que vi una figura que respondía a los rasgos cruciales que había visto en mi computadora. Crucé velozmente la calle y me acerqué.
Luis Chitarroni estaba parado en el enorme portal del zoológico cuando le hablé. Llevaba un pantalón oscuro, una camisa blanca, impecable, y un saco marrón. Tenía los lentes gruesos y negros que había visto en las fotos, y esa barba interminable y eterna que le colgaba como si fuera un Sócrates contemporáneo.
¿Conocés el zoológico?, fue lo primero que me dijo. La verdad es que yo había ido varias veces con mi hijo. Pero como no quería desvanecer el tono melifluo de la pregunta, le dije que era mi primera vez. Luis se rió y se tocó la barba populosa. Su risa resonó en la vereda y unos curiosos se dieron la vuelta a mirar.
Sacamos las entradas. El viento helado que arrasaba los velos de los vestidos estaba empezando a derribar mis previsiones. Yo había ido con una camisa liviana y un elemental sweater y empecé a sentir un escozor helado en la espalda.
Cruzamos la valla de la entrada y Luis se metió tranquilo, sin stress, con la soltura de un familiar que acude a su propia casa. En silencio, nos detuvimos frente al lago artificial. Una chica, vestida con la ropa obligatoria y con una gorrita que tenía el logo del zoo, me habló desde atrás. Me ofreció rápidamente una foto. Antes de que le pudiera responder sentí la luz súbita del flash en mis narices. Luis estaba a mi lado y se sorprendió tanto como yo al comprobar que nos estaban sacando una foto. No nos interesa, alcancé a decir y la chica no me escuchó. Cuando me di la vuelta, vi que ella ya no estaba con nosotros y que hablaba con un compañero de trabajo.
Quizás para distender la breve y fugaz tensión, Luis se rió, solo, y movió los brazos como si disculpara a la chica y soltó una frase de Oscar Wilde que me hizo acordar a un ensayo que había leído esa tarde, antes del encuentro. Yo estaba ansioso y quería hacerle muchas preguntas pero Luis, entusiasta, no paraba de referir lecturas y dichos de autores que le poblaban la mente. No solo en la televisión o en el papel era verborrágico. También lo fue esa tarde imborrable, entre los árboles fugitivos y en medio del olor a bosta que impregnaba el aire verde.
Al rato, señaló el agua turbia y recordó, supongo, un verso de un poeta inglés célebre. Los gritos de los chicos que corrían desaforados me impidieron escuchar el apellido del autor y el pudor me impidió pedirle que lo repita. No recuerdo el verso pero si tengo en mi mente el gesto de Luis mientras lo decía. Avanzamos rápidamente y llegamos a los monos. No hizo falta que siguiera el movimiento ágil y díscolo del mono más chico para que citara una serie de reflexiones sobre la muerte. Yo recordé al instante el prólogo que él había escrito sobre la muerte de los filósofos y pensé en preguntarle por ese escrito introductorio. Luis unió a los monos con los bufones y a estos con la célebre escena de Hamlet en el cementerio. Narró, con detalles alarmantes, la escena en la que el sepulturero se acuerda del bufón del rey. Luis, apesadumbrado, habló de la ley de la muerte y después lanzó una curiosa teoría que ampliaba y, en cierta medida, cambiaba las conclusiones de aquel admirable prólogo. Yo lo dejé seguir porque pensé que estaba escribiendo con su rítmica dicción una nueva versión del texto y pensé que esa noche, tal vez, con la lumbre trémula e inútil de la madrugada, escribiría las palabras en un papel.
Él caminaba sin mirar los pozos del asfalto arruinado y por eso, en un momento de descuido, casi se cayó. Lo agarré del brazo y lo sostuve. Nos sentamos un momento para apaciguar el leve susto y ahí, desde el oxidado banco, pude ver, en un rapto de silencio enigmático, que los elefantes estaban inquietos y que el cuidador alto y morrudo estaba muy cerca, casi pegado a los animales. De pronto, uno de los elefantes se levantó y blandió su trompa pesada y gris en dirección al cuidador. Luis vio mi cara y luego vio la cara de los paseantes y un chico lanzó un grito de horror. El elefante dio un zarpazo con la trompa que resonó en todas las direcciones. Por suerte, el cuidador estaba atento y se hizo bruscamente hacia atrás, y de ese modo logró esquivar el sorpresivo látigo del animal. Al instante aparecieron unos empleados del zoo y lo rescataron. La gente se arremolinó y una voz monótona y anónima que salía de las bocinas, alertó a la concurrencia y pidió que nos alejáramos.
Llegamos a los leones. El más grande estaba tirado, perezoso, como si la melena le pesara, como si le obligara a quedar boqueando en el suelo durante horas. Luis vio el espectáculo y evocó un pasaje de