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Una isla, una fortaleza: Sobre Terezín
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Una isla, una fortaleza: Sobre Terezín
Libro electrónico286 páginas4 horas

Una isla, una fortaleza: Sobre Terezín

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Antigua fortaleza militar transformada durante la Segunda Guerra Mundial en la antesala de Auschwitz, "ghetto modelo" falso, inmortalizado en una película de propaganda nazi, Terezín es hoy un lugar de memoria paradójico; una ciudad en la que cada edificio fue una prisión. Hélène Gaudy explora el lugar, lo investiga, indagando la ambigua relación de la ciudad con la imagen y la mentira; evocando los destinos de quienes estuvieron allí recluidos, recogiendo sus testimonios y la palabra de sus actuales habitantes. Con gran sutileza, Gaudy esboza el paisaje y las sensaciones que emanan de este lugar atravesado por distintas capas históricas y miles de experiencias humanas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2021
ISBN9789876995672
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    Una isla, una fortaleza - Hélène Gaudy

    UN GHETTO, UNA ESTRELLA

    Desde arriba es una estrella. Es difícil contar sus puntas, destrozadas en sus ángulos por plantas voraces. Al hacer zoom, aparece dibujada su estructura; en su núcleo, una plaza central, un rectángulo en el que se adivina la forma de una fuente. Por encima de los techos rojos el sobrevuelo es fluido, continuo; rectángulos superpuestos, cuarteles de Dresde, de Hannover o de Hamburgo.

    Llegando al lugar, el ómnibus pasa al lado de una pileta vacía, un pequeño lago. En el centro de un campo, el conjunto de piedras de un cementerio. Minúsculas cabañas de madera negra. Un hombre toma sol en su jardín, rodeado de geranios de colores vivos. Maizales, una planta de tratamiento de aguas residuales. A lo lejos, la silueta violeta de los montes de Bohemia. Miles de girasoles, un tractor envuelto en una nube de polvo, una red de ríos.

    Nada anuncia la llegada a Terezín, nada más que las horas que van pasando. Por la ventana se ven cipreses, una iglesia, ropa tendida, una estrella de David retorcida en una parada de colectivo. En el asiento de adelante sobresale la nuca rapada de un punk. Después de rodear la cúpula verde del Galaxy Dance Music Club, el ómnibus se mete en una ruta más chica, bordeada de árboles frutales, salpicados de manzanas rosas. Un camión cisterna a la sombra de un árbol. Torres, neumáticos y, otra vez, rosas.

    Las fábricas y los edificios dieron paso a las casitas rurales, escribe Helga Weissová al llegar a esta ciudad desconocida, su primera etapa hacia el este, en el diario ilustrado¹ donde cuenta su deportación a Terezín y luego a Auschwitz, a Flossenbürg, a Mauthausen. Las calles negras de hollín que se extienden hasta perderse entre los campos nevados. Ninguno de nosotros estuvo nunca en Terezín, nadie sabe nada, solo tenemos unas ideas vagas, agrega.

    Más lejos, la cadena montañosa de los Sudetes y los montes Gigantes, el monte Říp. Según la leyenda, el patriarca trepó al monte y desde allí observó los árboles, los valles, la línea del horizonte, y decidió fundar la nación checa. Después, las murallas, la pequeña y la gran fortaleza; aquella en la que el joven Gavrilo Princip, hombre de figura escuálida que con dos balas desató la Primera Guerra Mundial, esperó la muerte en el negro fondo de su celda. Fortaleza transformada en ghetto, en campo de concentración, que un cineasta judío de Berlín

    –estrella caída– inmortalizó en su película en el verano de 1944.

    Bien profundo en la tierra, las galerías agujereadas adonde los niños de Terezín juegan a la guerra, ocultando reliquias

    y armas.

    Las puntas de la estrella ya no están más unidas con nada. La fortaleza pequeña es un museo. Las murallas tienen la inutilidad fósil de un esqueleto o de una ruina. La ciudad, que cuenta con menos de tres mil habitantes, se ha transformado en el eslabón de otra cadena, un punto en el circuito turístico que une Praga con el resto de Bohemia. Como cuando se visita Auschwitz después de ver las maravillas de Cracovia, se aterriza en Terezín a la salida del puente de Carlos, repuestos apenas de la subida vertiginosa del castillo, de la vista sobre las viñas y las calles de Malá Strana. Se podría decir que es una ciudad seca. Seca, exprimida por la historia. Multiplicando máscaras y rostros, hasta no poder ver más nada, nada más que un poco de cielo y techos; se parece a una maqueta, a un mapa mal doblado.

    En medio de una calle recta que parece tragárselo todo, una brisa tibia atraviesa la ciudad como una bofetada.

    El ómnibus se detiene en la plaza central. Varios hombres solos toman cerveza sentados en los bancos. La iglesia brilla enfrente de un parque donde reina una fuente. Una mujer apurada empuja un cochecito.

    Por todas partes, edificios del siglo XVIII, sobria arquitectura militar, fachadas que han vuelto a ser pintadas, colores pastel. Podríamos estar en una ciudad cuyo nombre suena a agua, una como aquella con la que los nazis tentaron a algunos judíos, preparándose para recluirlos. El sereno espejismo de una estación termal por el que tuvieron que firmar un Heimeinkaufsvertrag, es decir, todos sus bienes a cambio de un retiro tranquilo adonde recibirían comida, cuidados y protección. Además, pensaban asegurarles de esta manera el futuro a sus familias. El Führer iba a «regalarles» una ciudad. Se llevaron sus más hermosos trajes, guantes, sombreros y encajes. Llenaron sus valijas con objetos que después resultarían inútiles y se fueron, en vagones que aún no transportaban animales, en trenes con asientos y ventanas que daban al campo, a encontrarse con las casas prometidas que tenían vista al parque o al lago.

    Y llegaron acá. Se bajaron «por la fuerza de las armas» en la estación de Bohušovice donde empezaría la marcha forzada hacia la reclusión. Theresienstadt en lugar de Theresienbad. La ciudad en vez de la estación termal. El ghetto en vez de la ciudad. El campo de concentración en lugar del ghetto. Mentiras que se superponen, que se ocultan unas con otras. Publicidades alabando la calidad de este nuevo lugar de veraneo. Pero para habitar alguna de las casas que se ven por estas calles, los judíos más ricos acabaron en la ruina, antes de descubrir que lo que en realidad compartirían sería una habitación en la que permanecerían prisioneros. Con esta superchería, este engaño, la oficina central de seguridad del Reich obtuvo más de 300 millones de marcos imperiales.

    En la calle desierta, las baldosas despegadas del suelo desprenden un olor a tierra mojada después de la lluvia, aunque en realidad sigue lloviendo. Detrás de las cortinas de una ventana, un gran perro negro me mira pasar.

    El hotel está cerrado. Hay un cartel pegado con cinta adhesiva en la puerta, en el que se les agradece a los clientes por su paciencia. En la página de internet del establecimiento dicen que Terezín es hoy a modern vibrant town.

    Me siento bajo las anchas sombrillas del Atypik, el único bar cerca de la plaza central. Me dijeron que en otra época, a este bar lo frecuentaba el escritor Arnošt Lustig, sobreviviente de Terezín, de Auschwitz y de Buchenwald. Lo salvó el bombardeo de la locomotora del tren que lo llevaba a Dachau. Lustig se puso a escribir novelas porque nadie quería escuchar lo que tenía para contar. Si se sentó alguna vez en la terraza del Atypik es porque volvió a Terezín después de la guerra, esta ciudad que lo tuvo prisionero, de la que ahora podía cruzar el umbral, salir cuando quisiera. Me pregunto qué habrá sentido cuando tomaba cerveza –parece que era gran aficionado a esta bebida. ¿Habrá sido algo parecido a la revancha, a una buena broma, al orgullo, tal vez?

    Mientras espero que abran el hotel, observo el trajín de los habitantes, o quizá son ellos los que me observan a mí. En las calles rectilíneas dibujadas por los cuarteles, dos chicos rubios corren y me miran con mucha atención, mientras que un hombre en short, con una gorra en la cabeza, levanta una botella de agua y amasija una vieja canción de rock en un inglés confuso.

    Franjas de sol, el atardecer que cae en el parque. A lo lejos se escucha el potente sonido de las campanas. Dos faroles trazan círculos de luz amarilla sobre el asfalto. A lo largo de las veredas, flores que se han desprendido de los árboles. Un paisaje con rayas, cortado en láminas relucientes.

    Debajo de las ventanas del Parkhotel hay un techo formado por robles, castaños y pinos. Una mujer pasa en bicicleta, silenciosa, bajo el techo de hojas. En el canasto de la bici lleva un caniche bien peinado que de pronto empieza a ladrar. Un hombre delgado sale varias veces de la masa del follaje para volver a entrar al almacén y regresar después con otra botella de Heineken. Golondrinas, tordos, hay pájaros por todas partes.

    Quizás acá hayan sido filmados ciertos planos de la película de propaganda realizada entre agosto y septiembre de 1944. Desde hacía ya tres años, la ciudad entera se había convertido en un campo de concentración. En sus calles maquilladas para hacer creer en ese «ghetto modelo», se filmaron escenas de la vida cotidiana completamente ficticias, interpretadas por actores circunstanciales que, en su mayoría, luego serían enviados a la muerte.

    La película, que irónicamente se llama Hitler les regala una ciudad a los judíos, ya no puede verse en su integralidad. Solo quedan fragmentos, compilados en un DVD en venta en el Memorial de Terezín, que a veces pasan en Francia, muy tarde, a la noche, en las series de documentales del Instituto Nacional del Audiovisual (INA). Imágenes apenas perceptibles en esas noches de insomnio, de las que no se llega a entender ni la trama ni la procedencia. Solo se distingue el contraste, la calidad del negro, el ritmo hipnótico de la captura lejana de instantes de la vida cotidiana. Salvo que en esta película todo está perfectamente orquestado; en este supuesto documental nada es verdadero.

    Detrás de las copas de los árboles, el recuerdo de una escena: catres bajo la fronda de las plantas, enfermeras con una estrella en su delantal blanco, un grupo de adolescentes sentadas al sol, la luz que se detiene en la piel de una mujer acostada, y en su brazo, la sombra nítida del follaje.

    Estamos, dice el comentarista de la película, en el jardín, detrás del hospital, donde los pacientes disfrutan del buen tiempo. Delante de las camas alineadas de ese jardín de ensueño, una de las enfermeras, vivaz y sonriente, distribuye compoteras, acomoda almohadas en las espaldas de las jóvenes.

    Hombres, mujeres y niños grabados en la cinta. Trabajadores y ociosos, momentos de labor y de descanso, de discusiones, comidas, sonrisas. Signos de una vida que parece perpetuarse cuando en realidad ha terminado. Lo sabemos hoy, se sabía antes, esa vida no tenía más vigencia. Solo para la cámara.

    Cuando los planos se alargan, se distinguen las murallas y se adivina la forma de una ciudad.

    Pero quizás esta película haya sido filmada en otros jardines. Como las calles y los cuarteles idénticos de Terezín, todo se mezcla en un fundido encadenado que orienta y distorsiona mi mirada –por estar demasiado segura de lo que busca– con el peligro de deformar el paisaje, de desnaturalizarlo.

    Acaba de anochecer y las ramas cortan los pedazos de cielo oscuro, como una imagen en negativo de las de la película, blanco brillante entre las redes de los árboles, y estas imágenes falsas y viejas parecen más reales que el movimiento del viento, ínfimo, bajo mis ventanas.

    Habrá que retomar el hilo que lleva a esas imágenes, a su germen, al nacimiento de su aberración. Ver las calles en las que obligaron a los internos a representar su propio rol; ir al teatro y al concierto, acostarse sobre los flancos de las murallas. Fotografiar esta ciudad donde se ha gestado una relación tan particular con la imagen, interrogar a todos los que la conocieron, sin saber aún si lo que me trae hasta acá es el tema de la mentira, el de las huellas o el de su íntima superposición, ya que incluso estas huellas pueden transformarse en mentiras, todo depende de quien las exhume y de quien las ponga en escena.

    Delante de la puerta de mi habitación hay una polilla muerta. En la televisión, Wynona Ryder está atrapada en un lago helado, mientras debajo de mis ventanas, varios hombres con el torso desnudo siguen haciendo lo mismo: van del almacén al parque, y otra vez, al almacén a comprarse una nueva botella de Heineken. No veo más al hombre delgado, pero sé que está ahí con su perrito entre las piernas, mirándose con detenimiento la palma de la mano. Contra la pared de la pizzería, hay un chico sentado, cortado en dos, tiene la mitad de la cara y del cuerpo tatuados con arabescos azules.

    Acá solo hay gente que necesita asistencia social. Es una de las primeras frases que me dicen. Es inútil intentar hablar con la gente de este lugar; es decir con las familias gitanas que se han instalado hace poco, con los desocupados o con los viejos del asilo de ancianos de la plaza principal.

    A la mañana, camino por las calles ocres, por las calles rosas, por las calles marrones; camino bajo un cielo lleno de nubes. La ciudad está tan silenciosa como un museo y tan vetusta como un suburbio. Sin embargo, de vez en cuando, parece haber alguien queriendo apropiársela –detrás de las ventanas con cortinas de encaje, la estatuita de un reno o de un indio orgulloso, flores.

    Cuando Claude Lanzmann filmaba Terezín en Alguien vivo pasa, a fines de los años 1970, las calles estaban desiertas y el tiempo, gris. Una sola nube colgaba sobre el techo de los cuarteles. Había montones de maderas abandonadas bajo los árboles desnudos, era invierno. Las líneas rotas de las calles estaban surcadas de puntos coloridos, autos de tonos vivos con formas ya antiguas. Y de pronto aparecía un niño con un corte de pelo a la taza y un portafolio en la espalda. La gente no había huido entonces de la ciudad, como se podría pensar después de una catástrofe. La ciudad estaba habitada. Sin embargo, persistía esa extraña sensación de que el chico, como toda la otra gente que se veía después captada por el azar de las imágenes, caminaba sobre un fondo verde en el que se hubieran proyectado vistas ficticias de una ciudad, de una fortaleza.

    Nada tenía que hacer en medio de esos cuarteles decrépitos, de todos esos edificios tapiados, ese chico con el corte a la taza, con el delantal de un azul tan intenso y su portafolio en la espalda.

    Desde la primera vez que vine acá –apenas por un día, y desde entonces, esas profundas y raras ganas de volver– tengo la misma sensación de distancia, de incomodidad. Hay algo que no coincide entre la ciudad y sus habitantes, entre su arquitectura y los ruidos que la pueblan, incluso el soplido del viento está de más; desubicado, es como una mala banda de sonido, como si nos hubiéramos equivocado de película.

    ¿Estamos realmente acá, en este paisaje?

    Las puertas están cerradas. La ciudad, eso es seguro, está habitada, pero todos los puntos de acceso parecen condenados. Sin embargo, cada fachada, cada esquina, cada rostro suscita otros, y hacen surgir imágenes, recuerdos.

    Es a la vez un velo y lo que este oculta.

    Delante del Museo del ghetto me encuentro con la guía de habla francesa con la que me cité. Es una mujer alta, que gesticula mucho; y lo que al principio podría tomarse por nervios, resulta ser más bien la expresión de un temperamento desbordado, abierto, que disfruta del intercambio de informaciones y de confidencias. Stania parece estar dispuesta a mover montañas para ayudarme. Su mirada revela una atención extrema. Sus ojos, rasgados, son muy azules.

    Me dice que odiaba la historia, que era lo que menos le importaba en su infancia, pero que acá, a fuerza de hablar tanto con la gente, se le volvió una pasión a la que denomina sociología de Terezín.

    De a poco, le va devolviendo a los edificios su función original. Esa gran construcción amarilla, a la izquierda del hotel, resguardó en una época los archivos de Berlín. Los nazis sabían que la ciudad estaba muy poblada y por eso, el peligro de los bombardeos era menor acá. Los documentos confidenciales estaban protegidos por la gente a la que habían internado.

    Antes de la guerra, dice Stania, las casas estaban más cuidadas y después llegó el ghetto, el régimen comunista, el paso del tiempo. Algunos de los sobrevivientes dicen que antes, en la época del campo de concentración, las fachadas estaban mejor que ahora.

    Del pasado militar solo queda un aire de fastuosidad, de eficiencia. Pero más allá del tiempo que destroza los muros, lo que persiste es una impresión de inadecuación, de disfunción. Tal vez esta sensación de vacío no sea solo la obra del paso del tiempo, quizás siempre haya estado ahí, como si la obsolescencia de Terezín hubiera sido, de alguna manera, programada.

    Y queda la impresión de que en esta ciudad sucedió algo que no empezó con su construcción y no terminó con el regreso a la vida normal; algo cuyo exacto punto en el espacio se transformó, durante cuatro años de guerra, en el terreno y el símbolo, y que hoy todavía sigue manteniendo su espejismo, desplegando todas esas imágenes engañosas.

    Cuando en 1780 el emperador de Austria, José II, puso la primera piedra para defender al Imperio austro-húngaro de Prusia, era una construcción militar ideal. Esta «ciudad fortificada a lo Vauban» fue erigida según los métodos del ingeniero d’Argencourt, quien también diseñó la pequeña ciudad de Brouage, en la región francesa de Charentes-Maritimes. Sus murallas trazan una estrella en medio de los pantanos y los campos, parece la hermana gemela de Terezín, pero serena, dormida en la languidez de sus paisajes lacustres.

    Diez años después del inicio de su construcción, la fortaleza está por fin terminada, pero su perfección de juguete, su solidez mineral ya no están adaptadas a los cambios geopolíticos de Europa ni a la evolución de las concepciones estratégicas. No será utilizada nunca en tiempos de guerra. Se incorpora, poco a poco, a la vida civil.

    Ya en 1830 cuenta con una parroquia, una municipalidad, una escuela primaria. Al final del siglo se destruyen algunas fortificaciones inútiles. La ciudad sale de su aislamiento, parece abrirse, tomar las formas de una vida más dulce, más refinada. En los ángulos muertos de su arquitectura marcial, las estatuas y los ornamentos crean un contraste extraño.

    Pero la vida tranquila, provincial, de esta ciudad de cuarteles sin guerra, siempre a la espera de un ataque improbable, durará muy poco. Terezín, situada en el corazón de los Sudetes, está encastrada entre dos mundos: el de los alemanes y el de los checos. La minoría germánica donde nacen las elites, los personajes famosos, los hombres políticos, aplasta con su superioridad social a una joven nación checa, todavía frágil y orgullosa, que volará en pedazos veinte años después de su creación.

    En 1938, los acuerdos de Múnich sellan el destino de Checoslovaquia y de toda Europa con una mentira. Bajo el pretexto de liberar a los alemanes de los Sudetes, al prometer que será la última anexión y la garantía de la paz, Hitler disloca el frágil trazado de las fronteras poniendo a prueba la resistencia de sus futuros enemigos. Francia e Inglaterra no se lo impiden. Y es justamente por la región de los Sudetes, de la cual Terezín habría sido en otros tiempos uno de los puntos estratégicos, que la guerra entra en Europa.

    En las calles desiertas, sigo los pasos de Stania. Sus manos huesudas señalan los edificios y las placas que en los muros resumen la historia de esos sitios en diferentes lenguas.

    Estamos solas, ella habla y, así, hace surgir lo que nombra; de sus palabras emerge el decorado a nuestro alrededor.

    Es solo la Historia, dice ella. El resto está ausente.

    En 1939 los ejércitos del Reich penetran en una Praga silenciosa. Una Praga cuyas calles se enroscan en cintas; calles adoquinadas, trepadoras, arácnidas y casi vegetales. Atraviesan las avenidas con sus corazones sangrantes cuando, estremecedor y pesado, se inicia el desfile de los tanques.

    Estupor y silencio.

    Silencio de la espera y de la conciencia que, lenta, se apodera del cuerpo, de las extremidades; algo está poniéndose en marcha, los engranajes se ensamblan.

    A algunos kilómetros de ahí, Terezín es como un receptáculo abierto, en espera; como si la perfección geométrica de su plano, en estrecho vínculo entre la defensa y el ataque, entre la seguridad y el encierro, impulsara sus potencialidades inconscientes, su uso futuro.

    Ahora, que la región a la que llaman Bohemia-Moravia está anexada al gran Reich, ahora que los judíos de Praga han sido desposeídos, perseguidos, cazados, todo está preparado para favorecer lo que Christian Bachelier denomina «el encuentro fortuito del encanto antiguo del urbanismo militar del siglo XVIII y del horror de la empresa genocida².»

    Por una extraña coincidencia, la ciudad fortificada se presenta bajo la forma de una estrella de David, cuenta Zdenka Fantlova, sobreviviente del ghetto, en un documental de Jan Ronca.³ Sus constructores no habrían podido adivinar nunca lo que sucedería acá dos siglos después. En realidad, Terezín está construida con dos estrellas, la fortaleza grande y la pequeña. Esta última, concebida para controlar el curso navegable del río Elba, se convertirá en cárcel de prisioneros militares, políticos y, después, en la prisión ideal para la Gestapo. La fortaleza grande, que contiene y le da forma a la ciudad, se transformará en el ghetto.

    Dos estrellas unidas, apretujadas como dos órganos híbridos, corazón y pulmón trasplantados juntos, con el agua del río Ohře irrigando cada arteria. Si bien al andar por sus calles no se percibe su forma –uno no sabe por qué punta de la estrella va caminando–, nunca se puede olvidar del todo que esta ciudad no está hecha como las otras, que no responde a las mismas necesidades, que acá el espacio público fue reemplazado por una arquitectura racional, rectilínea, permitiendo visibilidad y control.

    La vigilancia, inherente a la concepción de la ciudad, habrá sido útil en la época militar como también en tiempos del ghetto, y luego, bajo el comunismo. Mi amiga Nicole Mullier que viajó a Terezín en el verano de 1990, me la describió como una ciudad vacía, amarillenta.

    Buscaba el lugar donde estaban los jardines –me contó–, sobre todo un jardín inmenso de rosas, ubicado delante de la pequeña fortaleza. Me acordaba de las imágenes en blanco y negro de la película y quería verlos en color, pero era lo mismo, estábamos solos en esa especie de opresión que recordaba a la RDA; teníamos la impresión de estar siendo vigilados, perseguidos.

    Hoy no hay nada para vigilar. A no ser que la forma de la ciudad siga influyendo en sus usos y que sigamos siendo, sin motivo ni finalidad, observados y conminados a ser el blanco de las miradas.

    El 10 de octubre de 1941 se reúnen en Praga Adolf

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