DRESDE
Así como el Elba fluye por Dresde, también lo hace un torrente de dignidad y estoicismo. Incluso sin conocimiento previo de la historia de la ciudad puedes sentirla como una fuerza física que emana de los dresdenianos, quienes, descubro, tienen suficientes razones para estar orgullosos de su hogar. Localizada en Alemania oriental, a 48 kilómetros de la fron tera checa, la urbe sajona fue bombardeada casi hasta el olvido por las fuerzas de los Aliados seis meses antes del final de la Se gunda Guerra Mundial. Sus edificios barrocos fueron reducidos a escombros y, bajo el posterior control de la Unión Soviética, aun más de la ciudad fue olvidado para desmoronarse y deteriorarse.
“Siempre decimos que los rusos destruyeron los edificios de manera más eficiente que cualquier bomba –comenta mi guía Susanne con una sonrisa que desprende ironía–. Desde que cayó el muro [de Berlín], hemos vuelto a construir nuestra ciudad ladrillo por ladrillo”.
Tal vez el ejemplo más pertinente es la Frauenkirche (iglesia de Nuestra Señora), una seductora obra maestra de piedra arenisca color dorado que brilla con la luz del sol. Hasta 1994 permaneció como una ruina ennegrecida, pero tras la reunificación alemana en 1990, los dresdenianos apelaron al planeta por fondos para ayudar a reconstruir su amada iglesia.
“Recogimos cada piedra y dedujimos dónde iba –aclara Susanne–, como el rompecabezas más
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