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La música de la República: Ensayos sobre las conversaciones de Sócrates y los escritos de Platón
La música de la República: Ensayos sobre las conversaciones de Sócrates y los escritos de Platón
La música de la República: Ensayos sobre las conversaciones de Sócrates y los escritos de Platón
Libro electrónico530 páginas7 horas

La música de la República: Ensayos sobre las conversaciones de Sócrates y los escritos de Platón

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En palabras de su autora: ¿Quién ha pasado toda una vida leyendo los escritos de Platón y no considera la República su obra central? Es inagotable, la conversación más larga de Sócrates. En consecuencia, en medio de esta colección hay cuatro piezas sobre la República. Sin embargo, el diálogo que más me ha dado que pensar es el Sofista. Contiene lo que me parece el tercer descubrimiento más portentoso de la antigüedad para la filosofía (tras la revelación del Ser de Parménides y la hipótesis de las formas de Sócrates): la reinterpretación del Noser como Otredad, algo indispensable para la comprensión de la más fascinante de las habilidades humanas: imaginar. En este volumen, Brann, considerada como una de las grandes lectoras e intérpretes de los diálogos platónicos en los tiempos modernos, muestra a la vigencia de los diálogos de Platón y los asuntos que abordan.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2016
ISBN9788437099590
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    La música de la República - Eva Brann

    Introducción al Fedón

    con Peter Kalkavage y Eric Salem

    En el primer libro de sus Investigaciones, Heródoto cuenta la historia de Solón y Creso.¹ El sabio ateniense le da un consejo al tirano lidio. «Mira el final» –dice– si quieres saber si una vida humana ha sido realmente bendita o feliz. Como le deja muy claro a Creso, Solón entiende por «final» ni más ni menos que cómo muere un hombre.

    Si hay algo de verdad en las palabras de Solón, haríamos bien en prestar atención al Fedón para responder a la pregunta de quién es Sócrates y si fue bendito o feliz. En el Fedón, el filósofo Sócrates «llega al final». Lo hace en el doble sentido de la frase: termina su vida mortal y reflexiona, en compañía de sus amigos, sobre la inmortal visión intelectual a la que ha dedicado su vida. Prestar atención seriamente al Fedón es, entonces, más que investigar lo que Sócrates hizo y de lo que habló el día en que murió. Es profundizar en la pregunta que subyace a todos los diálogos de Platón y los impregna: ¿quién es el verdadero filósofo y es realmente el más bendito y feliz de los hombres?

    Como los demás diálogos platónicos, el Fedón tiene su marco, circunstancias y límites. Sócrates es un perpetuo misterio, el perenne cuestionador cuestionado, y Platón tiene el cuidado de presentarlo no «como tal» o «en sí mismo», sino siempre en un contexto en continuo cambio y, por tanto, parecido a la vida, con un conjunto de interlocutores que varía sin cesar. Aunque revelador como conviene a la historia de un final, el Fedón habla con su propia perspectiva y dentro de sus propios límites. Como los otros diálogos, tiene su parte de ocultación, perplejidad irresuelta, omisiones, exageraciones y «malos argumentos» deliberadamente inventados, todo con el propósito de hacernos pensar de maneras que aún hemos de descubrir. El lector debe enfrentarse valerosamente al hecho de que la historia del final de Sócrates no se despejará a su mirada fácilmente ni sin dificultades.

    El Fedón es el más conmovedor y personal de todos los diálogos. La conversación es literalmente una cuestión de vida o muerte ya que Sócrates, próximo a morir y en compañía de amigos ansiosos que lo adoran, aborda el asunto de lo que nos ocurre en el momento de nuestra muerte. Pero el Fedón es vehemente en otro sentido: Sócrates intenta transformar nuestra preocupación por la muerte en una reflexión sobre lo que significa estar completa y verdaderamente vivo, en un himno discursivo en alabanza de la vida filosófica. Ese himno es profundamente desconcertante. Por un lado, Sócrates alienta tanto a sus amigos como a sí mismo con la esperanza de una vida-más-que-mortal después de que el alma abandone el cuerpo. Por otro, el modo de alentar consiste en proporcionar argumentos que están llenos de evidentes fallos lógicos. Como ya hemos advertido, encontramos esa deliberada falta de lógica en todos los diálogos. Pero aquí esa falta de lógica tiene un carácter especialmente desconcertante y molesto, pues lo que está en cuestión es nada menos que nuestra identidad. ¿Cómo reconciliamos la fuerza del aliento de Sócrates con la debilidad de sus argumentos reales? Concediendo que el Fedón se centra sobre todo en alabar el cuidado de la filosofía por el ser inmortal, ¿qué piensa realmente Sócrates del destino del alma individual, su alma, en el momento de la muerte? ¿Dónde nos deja al final la última conversación de Sócrates?

    La palabra inicial del diálogo, «[tú] mismo» (autós), nos pone ante el fondo mismo del misterio. Equécrates pregunta si Fedón mismo estuvo presente en la muerte de Sócrates. El pronombre intensivo es un ejemplo excelente de cómo, para Platón, los problemas filosóficos más profundos tienden a quedarse en la superficie del lenguaje ordinario. La pregunta de Equécrates nos hace preguntarnos qué significan en última instancia términos como «él mismo» y «sí mismo», qué significa intensificar la identidad. En el Fedón y en otros diálogos, lo último en que se puede pensar –las formas– se define a menudo como «las cosas mismas por sí mismas». La pregunta inicial de Equécrates no solo alude a lo humano en sí mismo, de lo que «Fedón mismo» es un ejemplo, sino también a las formas. La palabra inicial del Fedón, «[tú] mismo», nos lleva directamente a las cuestiones que están en el centro mismo del diálogo: ¿qué es el alma? ¿Cuál es la relación entre alma y forma? ¿Tiene sentido nuestra individualidad, nuestra identidad, sin el cuerpo al que nuestra alma está misteriosamente adherida?

    El Fedón pertenece a la clase de diálogos platónicos narrados o, con la palabra de Sócrates, recordados. A la clase de conversaciones no narradas sino presentadas directamente pertenecen diálogos como el Menón o el Gorgias. Del tipo narrado, algunos son soliloquios virtuales con un oyente no identificado, como la República y el Parménides. Otros son narraciones insertas en una conversación directamente presentada. Los diálogos que pertenecen a esa clase incluyen las reminiscencias post mórtem de Sócrates: el Banquete, el Teeteto y el Fedón. Su propia forma nos impulsa a preguntar: ¿por qué es importante mantener viva la memoria de Sócrates?

    La reminiscencia de Sócrates en el Fedón es una mezcla desconcertante de lógos y mýthos, argumento e historia. Como oiremos enseguida, la muerte de Sócrates se había retrasado «por azar», dice Fedón. Cada año, los atenienses, de acuerdo con su voto a Apolo, envían una embajada a Delos. Hasta que esa embajada no vuelva a Atenas, la ciudad debe mantenerse pura y no ejecutar a nadie. La embajada conmemora el rescate de Teseo de los catorce jóvenes atenienses (los Dos Veces Siete, como los llama Fedón, ajustándose a que el grupo lo componían muchachos y muchachas) del Minotauro u Hombre Toro de Creta. El Fedón es una refundición jovial de ese conocido mito. Sócrates es el nuevo y filosófico Teseo. Es el heroico salvador de los amigos que se reúnen a su alrededor cuando está a punto de emprender su viaje final, de los cuales se mencionan catorce, y su discusión del alma y su destino, en particular en la fase final y más controvertida del argumento, se parece desde luego a un laberinto lógico. El mismo Fedón desempeña un importante papel como el decimoquinto miembro entre los nombrados del grupo que rodea a Sócrates: es la Ariadna² cuyo hilo narrativo nos lleva al interior y a través del laberinto de argumentos de Platón.

    Pero ¿quién o qué desempeña el papel del Minotauro? En otras palabras, ¿de qué deben salvarse los compañeros de Sócrates? ¿De su miedo a la muerte? ¿O del gran mal que se conoce como misología u «odio al argumento», el mal que, cerca del centro del diálogo, amenaza con ahogar la conversación en desilusión y desesperación? Tal vez haya de considerarse en conjunto dos «cuernos» de un monstruo de naturaleza dual. Una cosa está clara: el diálogo se enriquece conforme examinamos detenidamente los muchos puntos de contacto con el mito que está imitando. Cuando llegamos al final del hilo de Fedón nos preguntamos: ¿se mata de una vez por todas al Minotauro, ya sea como miedo a la muerte u odio al argumento? O, como sugiere su terquedad, ¿se mata solo para volver a la vida una y otra vez tras cada derrota?

    Fedón cuenta su historia a Equécrates en Fliunte, una ciudad del Peloponeso vinculada a los seguidores de Pitágoras. De hecho, el espíritu de Pitágoras, conocido por sus discípulos como Autós, impregna el Fedón. La enseñanza de que el cuerpo es la prisión del alma es pitagórica en su origen, como lo es la transmigración de las almas, y la noción de alma como armonía o afinación recuerda la relación pitagórica entre proporciones de números enteros e intervalos musicales. Pero el tema pitagórico más cercano al corazón del diálogo es el de la purificación. Sócrates vuelve a menudo a ese tema en el curso de la discusión. Se describe al filósofo como el hombre que es, ante todo, puro y, por tanto, libre. El verdadero filósofo, según la descripción de Sócrates, busca purificarse de todo enredo corporal para morar con el ser o con las formas. El lenguaje del autós que impregna el diálogo está íntimamente ligado a esa búsqueda filosófica de la pureza.

    Pero la relación de Sócrates con el pitagorismo es, cuando menos, controvertida. Por un lado, Sócrates parece dispuesto a forjar una alianza con la devoción pitagórica por la pureza, las matemáticas, la musicalidad y la salud. Por otro, el pitagorismo, al menos en su enseñanza de que el alma es una afinación, favorece al Minotauro como miedo-a-la-muerte dando a entender que el alma es mortal en lugar de inmortal. El ataque al alma-como-afinación es solo una de varias pistas de que tal vez la apariencia pitagórica del filósofo en el Fedón, la descripción ascética de la filosofía como práctica de la muerte y odio al cuerpo, sea más una caricatura que una caracterización. Si la filosofía es odio al cuerpo, ¿cómo se explica que Sócrates tenga un hijo a los setenta años (60 a)? ¿O que, como Alcibíades cuenta en el Banquete, Sócrates, cuando se le presiona, beba siempre más que nadie, no se emborrache y parezca divertirse más que otros (220 a)? ¿O que, como descubrimos en el Fedón, Sócrates se deleite jugando con los hermosos cabellos de Fedón?

    El Fedón consiste principalmente en una conversación entre Sócrates y dos amigos íntimos, Simmias y Cebes, cuyas lealtades pitagóricas se recaban y cuestionan a lo largo del diálogo. Su amistosa dualidad se pone a prueba de varios modos mientras luchan con Sócrates, el uno con el otro y con sus temores y desconfianza. Aunque en ocasiones expresa desconfianza, Simmias parece en general más próximo a la confianza, la edificación, la musicalidad y la opinión correcta. Asiente sin dudarlo a la ruda descripción socrática del filósofo como aborrecedor del cuerpo y practicante de la muerte. Es Simmias quien, al final del diálogo, es el primer receptor del mito sobre la verdadera tierra. Cebes, en cambio, es el más lógico y rigurosamente escéptico de los dos. Es él quien sigue a Sócrates en su laberíntico argumento final. Las diferencias entre Simmias y Cebes nos hacen reflexionar en las distintas y complejas maneras en las que aparece el alma humana y en cómo la discusión filosófica, no menos compleja que el alma humana, extrae su sustento y su vida de fuentes contrarias aunque complementarias.

    Suele pensarse que el fondo filosófico del Fedón no reside en su drama, sino en las presuntas «pruebas de la inmortalidad del alma». Cuatro argumentos de ese estilo se ofrecen en el diálogo: el argumento de los contrarios, el argumento de la reminiscencia, el argumento de la invisibilidad y el argumento de la causa.

    Esos argumentos presentan al lector un abanico de dificultades. Los significados de algunos términos cruciales varían de argumento en argumento. Por ejemplo, en algunos lugares el término fundamental «alma» se refiere al principio o causa de la vida, incluyendo la vida vegetal; en otros significa claramente intelecto. Además, a todos los argumentos les afecta hasta cierto punto la decisión que Sócrates toma francamente de «contar historias» o «entonar encantamientos» en su último día. Los efectos de esa decisión aparecen en especial en aquellos puntos donde «allí» y «entonces», lugar y tiempo, se atribuyen con facilidad a almas y formas; donde, por ejemplo, se concluye rápidamente que las formas constituyen una región, aunque invisible, de la que las almas «han venido» o a la que «irán».

    Pero tal vez las dificultades mayores provengan de aquello «de lo que tanto se habla», las formas. Tres de los cuatro argumentos se apoyan en ellas y tanto Simmias como Cebes los aceptan de buen grado. ¿Podemos permitirnos ser tan despreocupados? Aunque nos las arreglemos para persuadirnos de que no todo lo que se dice de las formas es mero parloteo y nos sumemos a ellas –la hipótesis principal de Sócrates–, las dificultades persisten, pues las formas se presentan de manera distinta con argumentos distintos. A veces aparecen como objetos de pensamiento muy distantes, inalcanzables en esta vida corpórea. Otras se presentan como rasgos de nuestra experiencia cotidiana, como, por ejemplo, lo que debemos ver cuando advertimos que palos iguales no lo son por completo. De nuevo, se presentan justo delante de nosotros, enfrentándose en un combate a muerte con sus contrarios cada vez que la nieve se derrite o se suman números. ¿Pueden juntarse esos «aspectos» distintos? No es de extrañar que Sócrates admita de paso que el argumento aún está «expuesto a sospechas y contraataques» y, sin embargo, anime a Simmias y Cebes a «examinar» y «resolver» sus «primeras hipótesis» con mayor cuidado. A pesar de las dificultades que presentan o debido precisamente a esas dificultades, los argumentos de Sócrates –aceptados con el espíritu apropiado, sin la ceguera de la mera fe o la vanidad del mero escepticismo– abonan un suelo fértil para preguntas y reflexiones del tipo más fundamental.

    El drama del Fedón, el drama en el que los argumentos que se acaban de tratar tienen su vida filosófica, pueden dividirse de forma jovial en catorce partes, en imitación de los Dos Veces Siete del mito de Teseo. Una breve sinopsis de cada parte nos proporcionará un resumen del conjunto y un hilo conductor a través del laberinto de Platón.

    IF

    EDÓN MISMO

    (57 a-59 b)

    Equécrates descubre que Fedón estuvo presente el último día de Sócrates y le pide que relate todo lo que se dijo e hizo. Después de contarle a Equécrates por qué se retrasó la muerte de Sócrates (la embajada a Delos), Fedón empieza a hablar de la maravillosa mezcla de placer y dolor que experimentó aquel día en prisión. Con esa mezcla de emociones la contrariedad, tan central en todo el diálogo, aparece por primera vez en escena.

    II S

    EPARACIÓN Y PREOCUPACIÓN POR LA MUERTE

    (59 b-69 e)

    Fedón empieza el relato propiamente dicho enumerándole a Equécrates los catorce nombres de quienes recuerda que estuvieron presentes. Platón, así lo cree Fedón, estaba enfermo y, por tanto, ausente. Al entrar el grupo de amigos en la celda de Sócrates lo encuentra liberado de sus ataduras. El placer que siente lo lleva a pensar que Esopo habría hecho bien inventándose una historia sobre el placer y el dolor, sobre cómo los dioses resolvieron sus continuas riñas ligando sus cabezas.

    La última conversación de Sócrates, según la fabricó Platón, no empieza como una conversación sobre la inmortalidad del alma. De hecho, al principio parece como si el mismo Sócrates invitara al grupo a discutir, no sobre la vida y la muerte, sino sobre la maravillosa relación, digna de Esopo, entre los dos contrarios, placer y dolor. Fedón ya había expresado su asombro ante la mezcla de emociones en sí mismo y en el grupo y ahora Platón presenta a Sócrates haciéndose eco de una experiencia similar. ¿Cómo se convierte entonces la inmortalidad del alma en el asunto central de la última conversación de Sócrates?

    La mención de Esopo empuja a Cebes a preguntar por las propias composiciones de Sócrates, sus arreglos musicales de las fábulas de Esopo y un himno a Apolo. Eveno, el poeta-sofista, quiere saber, dice Cebes, por qué Sócrates ha retomado de pronto la composición. Sócrates le cuenta a Cebes su sueño recurrente y la exhortación divina a «hacer música». Termina diciéndole a Cebes que le diga a Eveno que él, Eveno –«si es sensato»–, siga a Sócrates en la muerte tan pronto como sea posible. Eso, a su vez, lleva a una discusión sobre por qué el filósofo, aun siendo un seguidor de la muerte, no se quita la vida. Ni siquiera en ese momento, a pesar de que la discusión gira hacia la muerte, se plantea explícitamente la pregunta «¿Es el alma inmortal?». En su lugar, el asunto se transforma en si Sócrates es justo en su disposición a abandonar a sus amigos y a los dioses. Simmias y Cebes presentan cargos contra Sócrates. Requieren que Sócrates aporte una apología o defensa de por qué alguien que fuera verdaderamente sabio estaría tan dispuesto, como Sócrates parece estarlo, a liberarse de un maestro bueno y divino, de por qué Sócrates está tan dispuesto a morir. La analogía con el juicio de Sócrates y los cargos que Atenas presenta contra él por impiedad y corrupción de la juventud informa la conversación entera según la relata Fedón. No solo se obliga a Sócrates a dar cuenta en el sentido teórico; también debe dar cuenta de sí mismo ante el tribunal de Simmias y Cebes. Debe convencerlos de que su tranquila aceptación de la muerte no es un caso de injusticia con quienes lo aman.

    Aquí empieza la denigración enfática del cuerpo que continuará a lo largo del diálogo. Esa denigración tiene una importante función retórica respecto a los cargos de Simmias y Cebes. Al denigrar el cuerpo y todo lo unido al cuerpo (incluyendo lo que llamamos «personalidad»), Sócrates trata de alejar a sus dos amigos del afecto por el hombre Sócrates, a quien se niegan a dejar morir.

    Así empieza Sócrates su defensa. El verdadero filósofo, dice, está «muerto» para el cuerpo y sus atractivos, y la filosofía es la práctica de morir y estar muerto. El único buen filósofo, al parecer, es un filósofo «muerto». El cuerpo, oímos, es una especie de prisión, de la que el filósofo trata de escapar. El filósofo lucha por lograr una visión precisa e infalible de lo que es y el cuerpo, con todos sus sentidos y emociones, no es más que una continua molestia y un obstáculo. Como esfuerzo por entregarse a la investigación y, por tanto, librarse del cuerpo, la filosofía es nada menos que «la preocupación por la muerte», una frase que Sócrates usará después. Puesto que la muerte es la liberación y, por tanto, la separación del alma del cuerpo, y puesto que el filósofo, en todas sus investigaciones, no ha hecho otra cosa que esforzarse por lograr esa separación y pureza, es completamente razonable, argumenta Sócrates, que al verdadero filósofo no le irrite la muerte.

    Tras esa defensa, Sócrates pasa a discutir la sabiduría o prudencia como virtud superior y más verdadera y define esa virtud como una forma de purificación. Concluye su defensa de modo mítico expresando la creencia de que Allí, en el Hades que nos aguarda a todos, morará con dioses y «buenos camaradas».

    III E

    L ARGUMENTO DE LOS CONTRARIOS

    (69 e-72 e)

    La defensa previa del verdadero filósofo (que Sócrates ha manejado de un misterioso modo órfico-pitagórico y atribuido a «los que filosofan correctamente») iba dirigida a Simmias. El tono elevado de Sócrates y su analogía final entre su defensa ante Simmias y Cebes y su defensa ante los jueces atenienses hacen que Sócrates parezca preparado para «cerrar su caso». Pero Cebes dice lo que piensa y obliga a Sócrates a seguir hablando. Como señala Cebes, argumentar que el filósofo debería alegrarse ante la muerte porque Allí, en el Hades, conseguirá separar el alma del cuerpo que ha sido su práctica y preocupación a lo largo de la vida, es presuponer que el alma seguirá siendo una vez haya ocurrido esa separación. En este punto empiezan los argumentos de la inmortalidad del alma.

    Al girar la conversación hacia la prueba de la inmortalidad, Cebes aporta dos temas interrelacionados que rondarán por el resto del diálogo: el miedo a la muerte y la desconfianza. Cebes habla en nombre de todos los seres humanos. Traslada la conversación de la descripción y alabanza de la vida superior de la filosofía (la anterior defensa órfica de Sócrates) a la vida y la muerte en general. Es Cebes quien obliga a que la conversación retome el alma y su destino en relación con el llegar a ser y el desaparecer, en una palabra, con el pasar. A causa de Cebes, en otras palabras, el Fedón combina la preocupación por el alma humana con la física como estudio del «devenir» como tal.

    Sócrates acepta el reto de Cebes, o más bien su aguda ansiedad, apelando al comportamiento de los contrarios. Haciéndose eco de su anterior observación de que el placer y el dolor parecen evocarse mutuamente, Sócrates expone la opinión de que todos los contrarios nacen el uno del otro: el mayor del menor, el peor del mejor, el justo del injusto. Amplía esa opinión para incluir procesos contrarios como la separación y la combinación, el enfriamiento y el calentamiento. Si, de hecho, los procesos o el «devenir» de los contrarios siempre corren parejas, entonces el proceso de morir no puede dejar de evocar su proceso correlativo: la vuelta a la vida. Si los vivos generan a los muertos, entonces los muertos han de generar a los vivos. El devenir es un círculo. Debido a ese círculo, el alma –cuya presencia o ausencia marca a un ser como vivo o muerto– debe ser antes de llegar a un cuerpo.

    IV E

    L ARGUMENTO DE LA REMINISCENCIA

    (72 e-77 a)

    Recordando su anterior advertencia sobre la desconfianza humana, Cebes le dice a Sócrates que «no nos engañamos al ponernos de acuerdo en esas cosas». De manera provocadora vincula lo que Sócrates acaba de exponer –la psicofísica de Sócrates– a la enseñanza de que todo aprendizaje es, de hecho, reminiscencia.

    Llegados a ese punto, Simmias retoma el argumento. Pide que le «recuerden» la demostración de esa enseñanza. Sócrates lo complace y aduce varios ejemplos, mostrando primero que la reminiscencia puede ocurrir a través de asociaciones distintas a la de la semejanza: el amante ve la lira o la capa del amado y recuerda al amado mismo. Luego, Sócrates pasa a la reminiscencia basada en la semejanza. Platón nos obliga a preguntarnos por qué se aduce primero la clase de reminiscencia basada en la desemejanza, que Sócrates, de manera provocadora, vincula a la experiencia erótica.

    Previamente, en la exagerada defensa dirigida a Simmias, Sócrates había hecho referencia primero a las formas, designándolas como «cada uno de los seres inalterados en sí mismos y por sí mismos». En el argumento de los contrarios, Sócrates, en efecto, se vuelve de las formas a los procesos naturales. Con la reminiscencia basada en la semejanza, las formas, a las que se refiere de nuevo como las «cosas mismas por sí mismas», regresan a la conversación, esta vez como parte integral de una prueba de la inmortalidad del alma. Mientras que la reminiscencia basada en la desemejanza estaba vinculada al amor erótico, la reminiscencia basada en la semejanza está vinculada a la sobriedad de las matemáticas. Sócrates usa el ejemplo sorprendente de una forma «relacional»: lo Igual. Si realmente palos y piedras iguales nos «recuerdan» a lo Igual en sí mismo estando por debajo de ese Igual y si, por tanto, tenemos que haber «visto» lo Igual «de antemano» (es decir, antes de encarnarnos), entonces «nuestra alma es, incluso antes de que naciéramos». Simmias parece enteramente convencido. Habla de una «necesidad abrumadora» del argumento de Sócrates, añadiendo que «el relato se refugia en una hermosa conclusión». Pero nos deja perplejos: ¿por qué usa Sócrates como ejemplo de una forma una relación matemática en lugar de una propiedad matemática de algo individual (por ejemplo, la circularidad de un objeto)? ¿Y por qué esa relación?

    Hay muchas cosas dignas de atención en el tratamiento socrático de la reminiscencia. Por ejemplo, Sócrates no vincula directamente la reminiscencia que «prueba» la inmortalidad del alma a la investigación filosófica, como hace en el Menón, aunque los argumentos empiezan en ambos diálogos con el descubrimiento matemático. Que Sócrates no abogue aquí por la inmortalidad basada en la reminiscencia como investigación tal vez se deba a los temores de Simmias y Cebes. La ansiedad por el futuro, el temor a lo que le suceda al alma después, ha usurpado el lugar del eros filosófico, que tiende, no hacia delante y hacia abajo, sino hacia atrás y hacia arriba hasta los seres verdaderamente inmortales. Esa dirección de la investigación figura en la propia palabra para reminiscencia, anamnesis, en la que ana- significa tanto «atrás» como «arriba». Podríamos decir que los temores de Simmias y Cebes obligan al argumento a «bajar» más que a «subir». Sócrates, que no está dispuesto a abandonarlos a sus temores y dándose cuenta, sin duda, de que el miedo es un impedimento para el amor filosófico, «desciende» con ellos.

    VC

    ANCIONES PARA NIÑOS

    (77 a-78 b)

    Pero ¿ha persuadido a Cebes, que va al grano? Simmias comenta la capacidad para el escepticismo de su amigo, llamando a Cebes «el más obstinado de los hombres en cuanto a desconfiar de los argumentos». Sugiere que también él está sujeto al «temor de la multitud». ¿Y si el alma, insiste, se juntara de algún modo al nacer y se separara al morir? ¿No podría entonces el círculo del devenir seguir sin la existencia continua del alma? Cebes elogia la perspicacia de Simmias y observa que solo se ha ofrecido la «mitad» del argumento necesario. Sócrates recuerda a los dos amigos que ya ha atendido a la supuesta mitad que falta. Sin embargo, está dispuesto a consentir lo que llama su miedo «infantil» a la muerte. Esa desenfadada reprimenda transmite una enseñanza muy importante: que nadie debería tomarse el miedo a la muerte demasiado en serio si su principal preocupación es la búsqueda del Ser inmortal. Cebes, riéndose, le dice a Sócrates que siga: «Intenta persuadirnos como si tuviéramos miedo». El pequeño intervalo termina con Sócrates contándoles a los dos amigos que ahora, cuando está a punto de irse, deben buscar por todas partes, incluso entre los «bárbaros», al «buen encantador» que sepa conjurar al coco llamado Miedo a la Muerte.

    VI E

    L ARGUMENTO DE LA INVISIBILIDAD

    (78 b-84 b)

    Sócrates va al grano con Cebes. Juntos exploran los atributos del alma. Si resulta que el alma está compuesta, el viejo temor vuelve, pues un alma compuesta podría y, sin duda, lo haría, sufrir una descomposición en las partes o elementos de los que estaba hecha. Un alma no compuesta no lo sufriría. Sócrates basa la investigación en la distinción ya mencionada entre los «seres mismos» y sus participantes sensuales. Los primeros pertenecen a la clase de los invariables e invisibles, los segundos a la de los cambiantes y visibles. Rápidamente se estima que el alma es afín al Ser mismo en virtud de su invisibilidad y hegemonía natural sobre el cuerpo. Es «muy semejante a» lo divino e inmortal, mientras que el cuerpo es «muy semejante a» lo humano y mortal.

    Entonces Sócrates vuelve a su anterior modo mítico de expresión. Con un juego de palabras con «Hades» –que se parece mucho a la palabra griega para «invisible»–, Sócrates le dice a Cebes que el alma que ha pasado sus días con pureza filosófica, en comunión con el Ser mismo, marcha en el momento de la muerte a un lugar como ella misma, «noble y puro e invisible». El juego de palabras con «Hades» sugiere que el filósofo, mientras está vivo en un cuerpo mortal, «marcha», sin embargo, a un «lugar» inmortal siempre que participa de la filosofía. Eso sugiere la posibilidad aquí inexplorada de que el verdadero Hades no sea en absoluto una vida después de la muerte, que no sea «donde vamos a continuación», sino donde tenemos el poder de ir ahora. A su feliz retrato del filósofo, Sócrates añade una ominosa «historia probable» sobre el destino del alma impura, amante del cuerpo. Extiende su ataque al cuerpo contándole a Cebes que el placer y el dolor «clavan por igual el alma al cuerpo». La retórica de Sócrates parece tener en este caso el propósito de contrarrestar el miedo a la muerte con el miedo a la esclavización más vil. Sócrates termina esa sección de la conversación insistiéndoles a Simmias y Cebes en que la muerte, para el alma pura o filosófica, es la escapatoria a esa esclavización y que el filósofo, más que nadie, carece de motivos para temer a la muerte.

    VII L

    A LIRA Y EL TEJEDOR

    (84 b-88 c)

    El alentador discurso de Sócrates sobre no temer a la muerte tiene, sin embargo, una coda inquietante. Ofrece una descripción demasiado familiar y vívida de lo que justamente tememos en nuestra infantilidad: que nuestra alma se «disperse» y «disipe» en el momento de la muerte, ¡que «se desvanezca y no esté en ninguna parte»!

    El largo silencio que desciende con las palabras de Sócrates envuelve a todos los presentes. Simmias y Cebes tienen un aparte privado, pero Sócrates los saca del escondite. Los exhorta con vehemencia a expresar su desconfianza. Entonces Sócrates se ríe y compara su «canto del cisne» –su lógos musical– con el canto de los cisnes reales, que, dice, cantan de alegría el día de su muerte. Simmias retoma el hilo del argumento y habla de la necesidad de valor e ingenio. Si un ser humano no puede determinar lo que es verdadero, entonces, navegando entre explicaciones humanas como sobre una balsa, debe encontrar entre esas explicaciones «la mejor y menos refutable». El discurso de Simmias anuncia la «segunda navegación» que oiremos más adelante. También invoca como modelo para la virtud filosófica la figura de Odiseo, fecundo en ardides. En el Fedón se invoca a Odiseo en momentos cruciales. Odiseo, Teseo y también Heracles forman una suerte de heroico triunvirato en el diálogo. Proporcionan un paradigma para los esfuerzos de Sócrates y de sus amigos por matar a los monstruosos enemigos del discurso.

    Simmias expresa su desconfianza a través de la imagen de una lira afinada. Si el alma es al cuerpo como la afinación a la lira, entonces igual que la afinación se destruye con la lira, también se destruye el alma con el cuerpo, pues el alma no sería más que eso: «una mezcla de los elementos del cuerpo».

    Entonces oímos la desconfianza de Cebes. También usa una imagen. Su objeción es una versión más radical de la que Simmias ha expuesto. Aunque el alma fuera «más fuerte y duradera que el cuerpo», aunque sobreviviera a su cuerpo en el curso de muchas grandes muertes, ¿qué evitaría que el alma «se gastara»? Es como un viejo tejedor, dice Cebes, que tejió y desgastó muchos mantos, pero no «duró lo suficiente» para llevarlos para siempre. ¿Quién sabe? ¡El «manto» actual del alma –Cebes aquí, o Simmias, o Sócrates– puede ser el último!

    VIII E

    L ODIO AL ARGUMENTO

    (88 c-91 b)

    En ese peligroso momento, nos aproximamos al centro mismo del Fedón, el corazón del laberinto de Platón. Equécrates irrumpe en la conversación. Lo hace porque Simmias y Cebes acaban de plantear, cada uno de ellos, serias objeciones que amenazan con deshacer los argumentos de Sócrates. Se pregunta cómo podrá confiar en un argumento de ahora en adelante. De vuelta a Atenas, Sócrates ha previsto justo ese derrotismo y, como si hablase con Equécrates desde la tumba, se dirige a Fedón, que le contará a Equécrates lo que sucedió a continuación.

    Lo que sigue es seguramente uno de los momentos más memorables de los diálogos platónicos. Sócrates juega con el pelo de Fedón (algo que solía hacer, nos dicen) y adivina que mañana, cuando Sócrates ya no esté, Fedón se cortará esos hermosos rizos suyos, añadiendo que los dos tendrán motivo para cortarse el pelo incluso hoy, «si el argumento encuentra su final». Ese gesto afectuoso es suficiente para disipar toda noción de que Sócrates odie simplemente lo corporal.

    Sócrates le pide a Fedón que sea su Heracles, como él será el Yolao de Fedón, en la hazaña de salvar la vida del relato, lo que casualmente ilustra lo que Fedón acaba de contarle a Equécrates: que nunca admiró a Sócrates más que en esa ocasión por haber sido tan amable y admirativo al tratar con las críticas de los jóvenes. Heracles es el gran héroe y Yolao su joven compañero y Sócrates propone modestamente que se inviertan los papeles. Ahora advierte de un peligro, una experiencia que deben evitar. Para nombrarlo, acuña una palabra análoga a «misantropía», el odio a los seres humanos. Es «misología», el odio al argumento. Igual que alguien llega a desconfiar y odiar a todos los seres humanos porque una confianza equivocada lo ha «quemado», una manera inocente e ingenua de confiar en argumentos hace que al final desconfíe de todos ellos y los odie, ya que no hay cosa ni argumento que dure para siempre ni satisfaga su exigencia de librarse de la decepción. Entonces, en vez de culparse por su ineptitud, renuncia a dar explicaciones y elaborar argumentos.

    Ese memorable drama entre Sócrates y Fedón, dispuesto con tanto cuidado en el centro del diálogo, sugiere que el odio al argumento es más terrible que el miedo a la muerte, que ese odio es el verdadero y más profundo Minotauro en el alma. También nos ayuda a comprender la función musical y encantatoria del discurso de Sócrates, aquí, como en otras partes del diálogo, vinculado sin duda al poder del canto de Orfeo. En varias ocasiones oímos hablar del encantador que puede conjurar el miedo a la muerte. Tal vez ese conjuro no sea distinto a lo que en realidad vemos que pasa ante nosotros en el drama, no solo en los momentos no argumentativos del diálogo, sino también en los propios argumentos. El grano al que la filosofía suele ir, como Cebes, posee una «música» parecida a Simmias. La música del discurso filosófico calma la ansiedad humana por la muerte, sin aducir «pruebas» irrefutables «de la inmortalidad del alma», llevando al alma al grano cotidiano del filósofo de proponer argumentos.

    IX D

    ESAFINAR

    (91 b-95 a)

    Sócrates se dirige entones a Simmias y Cebes. Los ayuda a demoler el argumento más familiar para ellos como discípulos de Pitágoras, el argumento de que el alma es una afinación, una mera relación de partes. Aquí empieza la lucha cerrada por la supervivencia del discurso y el argumento razonables. Sócrates resume brevemente sus respectivas formas de desconfianza y con eso retoma la objeción de Simmias. En su primer «ataque a la Armonía», señala a Simmias y Cebes que la tesis de la afinación desentona con la enseñanza de que el aprendizaje es reminiscencia: si confías en una, tienes que rechazar la otra.

    En su segundo asalto, Sócrates, dirigiéndose ahora a Simmias, argumenta que si el alma fuera una cuestión de afinación y estar afinado significara siempre estar bien hecho y con orden, entonces todas las almas serían buenas y ordenadas: el vicio sería imposible. No solo eso, sino que, puesto que una afinación no puede estar más afinada ni ordenada que otra, todas las almas serían virtuosas por igual.

    El tercer y último ataque apela al comportamiento de los contrarios. El supuesto crucial aquí es que una afinación debe seguir siempre la disposición de sus partes y no ir en contra de ellas. Si el alma fuera de hecho una suerte de afinación, entonces, puesto que sus partes serían los elementos corporales en tensión unos con otros, el alma nunca iría contra su cuerpo: el cuerpo siempre dirigiría. Pero esa conclusión es contraria a lo que se había acordado antes: que el alma, por naturaleza, rige. Sócrates apoya la opinión de la hegemonía natural del alma sobre el cuerpo apelando a las incontables ocasiones en las que restringimos o refrenamos nuestros deseos corporales.

    El ataque al alma como afinación termina con una apelación a la autoridad poética. Como el «Poeta Divino» nos muestra, Odiseo (a quien Simmias había invocado indirectamente con su imagen de la balsa) habla a su corazón y se controla. Pero la referencia apunta a una dificultad que Sócrates no menciona. En el pasaje de Homero, Odiseo refrena su ira y animosidad más que sus deseos corporales. De hecho, se refrena para no matar a las doncellas por haber sacrificado todo honor y lealtad a los placeres del cuerpo. Si el alma no es un compuesto y si la única oposición que se debe considerar es la que hay entre el alma y el cuerpo, ¿cómo explicamos lo que parece una tensión dentro del alma de Odiseo en el ejemplo que Sócrates escoge astutamente?

    XL

    A AMENAZA DE CEGUERA Y LA SEGUNDA NAVEGACIÓN

    (95 a-102 a)

    Sócrates retoma la objeción de Cebes. Adopta una estrategia completamente nueva para hacer el argumento, como dice, «más discreto». Se demora durante un largo rato para considerar algo dentro de sí: la imagen misma de la reminiscencia. Esa pausa es una señal de que algo muy misterioso se aproxima; lo que están buscando «no es un asunto trivial», como dice Sócrates con la sencillez que suele usar en los momentos cruciales, y de hecho está relacionado con la reminiscencia. Les muestra que lo que está en juego aquí es entender «la causa de la generación y destrucción en su conjunto».³

    Sócrates empieza dándoles a Simmias y Cebes una oportunidad de comprender mejor su desarrollo intelectual, en el curso del cual casi se desespera en dos ocasiones a causa de lo que acaba de denunciar de modo tan ferviente. Cuando era joven, estaba «asombrosamente deseoso de esa sabiduría que llaman la investigación de la naturaleza». Al principio, habría dado la respuesta más corriente para explicar la generación y el crecimiento: un ser humano crece comiendo, bebiendo y añadiendo carne. Pero fue por completo insatisfactorio. Entonces leyó un libro de Anaxágoras, que decía que la Mente ordena el mundo. Estaba encantado, hasta que vio que ese «sabio» no usaba en realidad la Mente en sus explicaciones causales. Por ejemplo, Anaxágoras habría dicho que Sócrates no estaba sentado en prisión deliberadamente, sino porque tenía los huesos doblados de cierta manera en sus cavidades. Se habría olvidado de mostrar que había sido la mente de Sócrates la que había juzgado que lo mejor sería soportar la pena que le habían impuesto los atenienses y no huir. Aunque Anaxágoras había afirmado que la Mente era la causa de todas las cosas, al final era un materialista más. No podía explicar por qué lo mejor era que todo fuera como es. Sócrates es aquí como Odiseo, que está a punto de llegar a casa cuando un soplo de viento lo

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