Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los pibes
Los pibes
Los pibes
Libro electrónico143 páginas1 hora

Los pibes

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

“Yo los vi. Tirar balas desde el techo entretejido de la cárcel manicomio a los locos que caminaban por el patio. Sus cuerpos de odio. Las escopetas en sus manos temblar como si estuvieran cazando pájaros. Vi sus zapatones negros crujir de muerte, yendo de uno a otro lado de las cornisas. Las risas por el miedo engendrado desprovistas de culpa. El sadismo en sus dientes durante una requisa. El sudor en el bozo por la tarea cumplida. Los vi esposar a un niño. Rodearlo con sus corpachones entre cinco. Sacarle sus zapatillas. Gritarle en los oídos. Los vi revisar su cuerpo a manotazos. Obligarlo a hablar. Encerrarlo”. Los pibes es el testimonio de un trabajo realizado con la palabra en la cárcel manicomio y en un instituto de menores de la ciudad de Buenos Aires. En su interior, se van hilvanando los relatos de las vidas de las personas que participaron de esa experiencia; su devenir dentro y fuera de la prisión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2016
ISBN9789876990875
Los pibes

Relacionado con Los pibes

Títulos en esta serie (35)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Derecho para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Los pibes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los pibes - Laura Caime

    Canetti.

    Prólogo

    Miles de hombres y mujeres transitan por las calles de este mundo desplazados del tiempo, de la historia; reducidos a inhumanas condiciones de vida. La calle de mendigos, la estación de trenes con los cuerpos de jóvenes arrumbados, semidesnudos. Un niño pisa, con sus pies descalzos, la basura ¿Qué juego de lenguaje lo llevará en el futuro desde el baldío a la prisión? ¿Agarrará su lápiz en el oscuro de la celda y, tendido sobre su brazo, se inclinará hacia una hoja de papel y escribirá, sobrevivirá, inventará? El casi analfabeto, hijo de otros presos y otros. Fruto del malentendido en que la violencia halló su forma en el crimen, repetición de una sangre ancestral que en el linaje de la lengua dominante fulgura. ¿Encontrará su frase? ¿Una manera distinta de hacerse una vida en el fluir de la tinta?

    Así me preguntaba en los comienzos, según leo en las notas de los primeros cuadernos donde registré este andar por el sentido de un trabajo con la palabra en la prisión. Experiencia que se desarrolló en la cárcel manicomio durante tres años y en los pabellones de un instituto de menores durante poco menos de un año. El dolor de los hechos, su intensidad, hicieron que ese registro que provoca la memoria con aquellos sucesos que nos marcan la vida para siempre encontrara en el cuerpo su lugar de inscripción. Había en mí una fuerza que me animaba a seguir a pesar del desasosiego y la soledad que sobrevinieron en ciertos tramos de la experiencia. Y con esta conciencia de caminante, mis pies, paso a paso, fueron haciendo el recorrido.

    Las páginas de este libro fueron escritas no sin cierto temblor, tal vez el que va de la respiración de las venas a los ritmos incipientes del papel; para hacer pasar a quienes llamo los míos por un lenguaje que al nombrarlos, los humanice o, más bien, nos dé conciencia de nuestra humanidad en ellos.

    Los relatos aquí narrados muestran fragmentos de las vidas de algunas de las personas que hicieron un trabajo con la escritura en la prisión y algunos tramos de su devenir fuera de la cárcel.

    Quizá resulte necesario aclarar que la experiencia de leer y escribir en el encierro supuso jugar una producción que no quedara al servicio del silenciamiento del terror que allí se vivía. No se buscó producir un espacio de creación que perdurara en el tiempo, a la manera de una pausa de humanidad en medio del horror, sino de abrir un cauce que permitiera a los presos hablar sobre lo que les ocurría. Una forma de cuestionar su lugar de insanos, anormales e incapaces, no aptos para la construcción del bienestar de la sociedad y, por lo tanto, apartados de ella en calidad de deshechos humanos. De ahí, las dificultades que el trabajo realizado encontrara para su visibilización en el afuera.

    Las personas cuyas narrativas se incluyen en este libro; el polaco y el viejo Eddy, participaron del primer y segundo momento del taller de la cárcel manicomio. Las otras historias; la de Sergio, El Hugo, Diego, Gustavo y Mariano, en cambio, pertenecen al segundo y tercer año de trabajo allí. En cuanto a Franco, éste participó desde los inicios hasta la finalización de la experiencia. El relato de Altamira, preso común de la cárcel de Coronda, permite conocer otras aristas de la prisión, así como mostrar la importancia que su presencia tuvo en la construcción de los sucesos que me propongo narrar.

    He decidido incluir algunos de los momentos del trabajo con los chicos en el instituto de menores, con especial hincapié en la historia de Germán, porque esas vivencias han anudado lo imposible de comprender y de escribir. Quizá, porque sin la realidad de una infancia asesinada, no hubiera sentido la necesidad de contar sobre eso, bestial inconcebible, no para plasmarlo, sino para hacer –en ese ir viendo mientras se cuenta– un esfuerzo de singularización, que le devuelva a los acontecimientos su extrañeza. Relatar para decir: no da lo mismo, no todo es igual. Urge ver, leer, distinguir, frente al horror totalizador del crimen organizado de vidas humanas.

    Para esa torsión de lenguaje que supone dar testimonio –decir aún en la improbabilidad de poder hacerlo–, se han borrado algunas huellas. Los nombres reales de algunas personas y lugares fueron cambiados y, en algunos casos, omitidos. La utilización de la epifanía y el fragmento responden, en principio, al modo en que se fue dando el proceso de creación de este trabajo. Sin embargo, sin haber sido una propuesta premeditada creo que, de algún modo, esa forma ha contribuido a romper la lógica totalizadora del encierro.

    Una vez escuché decir a un nadador de aguas abiertas que para poder vencer el cruce y darse fuerzas antes de zambullirse seguía un método: tenía imágenes y algunas esquelas desde las que se alentaba en la travesía. Aliteraciones que usaba en cada brazada de crawl: marineros imaginarios, héroes de combate repitiendo algunas palabras. Y, en cierta forma, me ha ocurrido lo mismo escribiendo estos relatos. La figura de un nadador, de su habilidad para entrar y salir del mar del lenguaje sin naufragar acompañó este ejercicio de memoria, deseo y dolor.

    Buenos Aires, Marzo 2012

    1.

    Era verano, recuerdo le pedí a un colega que trabajaba como asesor de políticas penitenciarias de la Provincia de Buenos Aires si no era posible conocer una cárcel. Tenía en mente armar un taller de literatura en una prisión, pero antes necesitaba estar allí. Sentir qué era lo que me sucedía en ese lugar. Preferiría ahorrarme los motivos personales que me hicieron pensar en desarrollar mi trabajo en ese contexto. Aunque si tuviera que deslizar razones, en caso de que éstas pudieran existir de manera deliberada, diría que buscaba saber qué podía hacer la palabra en el encierro real. Pero no mucho más. Me refiero a que no tenía objetivos políticos, ni ideológicos, ni solidarios deliberados. Ni planes, ni un proyecto armado, ni problemas de investigación. Nada de eso me llevó a realizar un trabajo en la cárcel. Sino la imagen de un contrapunto entre un espacio férreo, personas y escritura. Esa conjunción se avizoraba potente. Una sensación, un deseo. Más allá de que no había ingenuidad teórica, era claro que la idea de cárcel del lenguaje conseguía tentarme lo suficiente, es decir, el supuesto de que en la historia la lengua no es ni ha sido nunca un problema de comunicación o del bien decir, sino el modo en que los seres humanos ejercen entre sí distintas formas de segregación, exclusión, dominio, pero también de genuina resistencia.

    El colega a quien realicé el pedido de conocer una cárcel me contestó que en cuanto hubiera oportunidad de incluirme en alguna comitiva oficial me llamaría. Así aconteció unos meses después. Me citó en las puertas del Hospital Neuropsiquiátrico Borda en el que luego, y por azar, realizaría el taller que me proponía desarrollar. Allí nos convocamos varios que hicimos un viaje arduo y caluroso hasta llegar a la cárcel de máxima seguridad de Florencio Varela. Las personas que iban dentro del auto hablaban durante el viaje acerca de los avatares de la política nacional y, en cierto modo, parecía que su manera de estar vinculadas al trabajo en la cárcel era movida por principios más amplios que los míos. Mencionaban programas, nombres de autoridades, de autores. En realidad, conformaban un grupo de estudio que, por lo que decían, iba de tanto en tanto a brindar a algunos presos formación filosófica y política en lo que llamaban un centro cultural.

    Al llegar a la cárcel de Florencio Varela había una gran cantidad de autos oficiales en su explanada porque ese día el ministro de educación del país entregaría su certificado de alfabetización a varios presos. Recuerdo haber visto a algunas Madres de Plaza de Mayo y muchos funcionarios políticos. Estaban, también, los familiares de algunos presos, algunas de sus madres y mujeres con sus hijos. El colega que me había acercado hasta allí iba presentándome a distintas autoridades de la Provincia y, en la medida en que la conversación lo permitía, les refería acerca de mi intención de realizar una propuesta como la que venía imaginando.

    La música del himno comenzó a sonar e ingresó la bandera de ceremonias portada por un joven de unos veinticinco años quien luego dijo algunas palabras que me sorprendieron por su agudeza y grado de concientización política. El acto fue breve. El ministro de educación estaba visiblemente incómodo. Habló algunas palabras sin ninguna pasión. Entregó los certificados a los presos y salió escoltado por personal civil. Al finalizar se bailó chacarera. El ritual escolar era repetido sin variación alguna en la cárcel. No tengo otros recuerdos de esa situación más que el sudor que nos bañaba. La sed y el cansancio inconmensurable que me invadieron al regresar a mi casa. Las rejas, los portones, el color gris de uniformes y paredes, el olor, habían ejercido una presión que más tarde aprendería a sobrellevar. El encierro tenía una espesura. Un peso. Mi primera sensación fue la vivencia física de la cárcel. Llegaba a la conclusión de que sostenerse en ese espacio suponía un trabajo de fuerza. Ya lo he dicho, pero quizá no sea suficiente. La búsqueda de agua y de descanso se volvió el gesto de iniciación.

    Ninguna de las conexiones que establecí ese día con las autoridades de la Provincia fructificaron. En cambio, sí, la que realicé espontáneamente con la Sección Educación del Servicio Penitenciario Federal donde, Julio Damiani, quien en aquel entonces era su Jefe, me había concedido una entrevista después de insistentes llamados refiriendo mi propósito a su secretaria. Damiani estaba almorzando en su despacho con algunos de sus colaboradores un plato de arroz con verduras y no dejó de hacerlo durante los primeros tramos de la conversación en la que hablamos acerca de mi trabajo durante diez años en el valle del sur como maestra rural. Damiani dijo tener familiares ahí e intercambiamos pareceres acerca de los paisajes más bellos en ese lugar del país, de su gente y la forma de vida. Ciertamente, creo, fue cuando referí mi experiencia con alumnos mapuches, y lo difícil que había sido encontrar junto a ellos una lengua que albergara nuestras diferencias, que Damiani comenzó a escucharme con atención. Aunque no lo expresé de ese modo: le dije que mientras yo intentaba enseñarles a leer y a escribir los chicos no podían ni agarrar el lápiz de cómo tenían sus manos rígidas, entumecidas por cosechar manzanas.

    Entonces Damiani hizo referencia a su trabajo como maestro durante más de quince años en una escuela de un barrio de Capital a la que asistían alumnos muy pobres. Y, luego, a su posterior inserción en la cárcel de Devoto donde por primera vez había trabajado como maestro de adultos. Dijo que su incorporación a esa fuerza de seguridad había sido circunstancial, por cosas de la vida. Sin duda, fue el hecho de sentirse útil lo que lo retuvo en ese trabajo. Cuando sus colaboradores se retiraron y quedamos solos, Damiani me miró con atención y me preguntó si estaba segura de querer trabajar en ese ámbito. Le dije que sí, que toda mi búsqueda se hallaba en la escritura, la propia y la que podía ponerse a jugar junto a otros; con los obreros de las bodegas a quienes había alfabetizado, en la escuela rural, trabajando con niños hospitalizados y con grupos de mujeres bolivianas en el mercado. Me expresé con vehemencia, sin escatimar mi verdadero deseo; puesto que sentía que sólo apelando a esa intensidad lograría lo que me proponía. Quiero estar allí, le resumí categórica. Está bien, agregó él. Déjeme ver qué podemos hacer. Me advirtió del magro sueldo que cobraría. Cien pesos mensuales; seguramente con algunos meses de demora, pero que, al menos, me alcanzaría para cubrir los viáticos. Como yo tenía mi trabajo en la ciudad, Damiani estimó resultaría conveniente desarrollar la experiencia en una cárcel ubicada en la zona urbana, opinión con la que estuve de acuerdo.

    La única cárcel que reunía esa característica y con posibilidad de insertar nuevo personal era, según me hizo saber desde un principio, la cárcel manicomio de varones emplazada en los predios del Hospital Borda adonde, además –esto lo sabría después– era necesario airear, luego de que el Centro de Investigaciones Legales y Sociales (CELS) denunciara las condiciones inhumanas en la que se

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1