El casamiento de Laucha
Por Roberto Payró
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El casamiento de Laucha - Roberto Payró
LAUCHA
EL CASAMIENTO DE LAUCHA
El nombre de Laucha -apodo y no apellido- le sentaba a las mil maravillas.
Era pequeñito, delgado, receloso, móvil; la boca parecía un hociquillo orlado de poco y rígido bigote; los ojos negros, como cuentas de azabache, algo saltones, sin blanco casi, añadían a la semejanza, completada por la cara angostita, la frente fugitiva y estrecha, el cabello descolorido, arratonado...
Laucha era, por otra parte, su único nombre posible. Laucha le llamaron cuando niño en la provincia del interior donde nació; Laucha comenzaron a apodarle después, allí donde lo llevó la suerte de su vida, desde temprano aventurera; por Laucha se le conoció en Buenos Aires, llegado apenas, sin que a nadie se pudiese atribuir la invención del sobrenombre, y Laucha le han dicho grandes y pequeños durante un período de treinta y un años, desde que cumplió los cinco, hasta que murió a los treinta y seis...
De sus mismos labios oí la narración de la aventura culminante de su vida y, en estas páginas, me he esforzado por reproducirla tal como se la escuché. Desgraciadamente, Laucha ya no está aquí para corregirme si incurro en error; pero puedo afirmar que no me aparto de la verdad muchos centímetros.
I
Pues, señor, después de andar unos años por Tucumán, Salta, Jujuy y Santiago, ganándome la vida perra como Dios me daba a entender, unas veces de bolichero, otras de mercachifle, de repente de peón, de repente de maestro de escuela, aquí en un pueblo, allí en una ciudad, allá en una estancia, más allá en un ingenio, siempre pobre, siempre rotoso, algunos días con hambre, todos los días sin plata, comencé por fin a temer con que puede ser que me fuera mejor en Buenos Aires, en donde nunca me podría ir peor, porque esas provincias nunca son buenas para hombres así como yo, sin un peso, ni mucha letra menuda, ni mucha fuerza... ni muchas ganas de trabajar tampoco... Y tanto temé, que al fin resolví largarme y principié a hacer economías de a centavo -¡yo que nunca había juntado plata!- hasta que reuní todo lo que necesitaba para el viaje... lo preciso y nada más.
No he de contar los milagros y otras vivezas que tuve que hacer para juntar la platita: ya se lo imaginarán, y de no, poco importa. El caso es que un día me acomodé en el tren -¡claro que en segunda, porque no había boleto de perro!-, llegué hasta Córdoba, subí al Central Argentino, y en el Rosario me embarqué para Campana en el vapor de la carrera, porque la cosa salía más barata... Campana era entonces el puerto de salida y de llegada de los vapores del Paraná, y ahí mismo se tomaba el tren para Buenos Aires.
Desembarqué con mi equipaje, que era un poncho grueso de lana, criollo, de los tejidos a mano, muy lleno de colorinches, y que le había ganado a la taba a un peón catamarqueño en Tucumán: se lo había hecho la mujer qué sé yo en qué punta de años...
¡Ah!, ya había volado hasta el último cobre en las comidas y copetines del viaje; así es que me encontré en Campana con que para seguir a Buenos Aires tenía que empeñar o vender alguna prenda... y a no ser el poncho... Creerán que esto no tiene nada que ver con mi casamiento; pero esperen un poco... La miseria, como buena vieja brava hace con el hombre lo que se le antoja... A mí me hizo llegar hasta el casorio; ya verán...
II
Bueno, pues, anduve de tienda en tienda queriendo vender el poncho y sacar boleto con la platita, pero sin suerte porque no encontraba ningún aficionado.
-Esos ponchos no se usan por acá -me decía uno.
-Ya tengo demasiados ponchos -me decía otro.
-No compro ropa