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Estados del deseo: Viajes por los Estados Unidos gays
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Estados del deseo: Viajes por los Estados Unidos gays
Libro electrónico526 páginas6 horas

Estados del deseo: Viajes por los Estados Unidos gays

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En tiempos en que se documenta a lo vivo hasta el último resquicio de las vidas privadas y de los rituales colectivos de ese infierno que son los otros, un libro como Estados del deseo nos recuerda que hasta hace no mucho las sociedades contemporáneas convivíamos con un bien en vías de extinción: el misterio. Vilipendiada, demonizada y perseguida, la cultura gay constituía (aun en los Estados Unidos) una terra incognita que merecía, y exigía, el compromiso de una inspección docta.

Dragueado de etnógrafo, Edmund White estudia las costumbres y los caprichos de las comunidades de homosexuales dispersas por el vasto territorio norteamericano a fines de los años setenta, atento a las modulaciones que les imprimen la época, la geografía, las religiones y las distintas tensiones raciales y culturales.
El resultado es un informe que para el lector contemporáneo es oro en polvo. O en polvos, porque en su transgresión constante de las reglas de la etnografía straight, White se permite ser observador participante y también informante nativo, compartiendo tragos, experiencias, perspectivas y lecho con quienes lo guían en su periplo. Así las cosas, Estados del deseo es mucho más que la descripción densa de una cultura en la que nos cuesta reconocernos. Es un libro en el que la sed de registro auspicia reflexiones antropológicas hondas y de largo alcance, relevantes hasta el día de hoy, pero que a su vez almacena los sueños y las alucinaciones utópicas de una generación que pocos años más tarde iba a ser diezmada por la crisis del sida.
Mariano López Seoane
"Todo libro de Edmund White, el gran patriarca de los escritores gays norteamericanos, será previsiblmente un gran libro".
Rodrigo Fresán, Página/12
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento3 abr 2019
ISBN9789874941343
Estados del deseo: Viajes por los Estados Unidos gays
Autor

Edmund White

<p>Edmund White is the author of the novels <em>Fanny: A Fiction</em>, <em>A Boy's Own Story</em>, <em>The Farewell Symphony</em>, and <em>The Married Man</em>; a biography of Jean Genet; a study of Marcel Proust; and, most recently, a memoir, <em>My Lives</em>. Having lived in Paris for many years, he has now settled in New York, and he teaches at Princeton University.</p>

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    Estados del deseo - Edmund White

    Ríos

    A Patrick Merla

    Agradecimientos

    Charles Ortleb, editor y director de Christopher Street, fue el primero en sugerirme la idea de este libro y guio cuatro capítulos del manuscrito al publicarlos en su revista. Le estoy agradecido por su consejo y por su aliento, así como por la inspiración para hacer el libro.

    Bill Whitehead, mi editor en Dutton, colmó este libro de inteligencia y atención cuidadosa. Él ha sido de especial ayuda para preparar el manuscrito final.

    Christopher Cox ofreció interminables horas de apoyo moral y agudeza crítica durante la escritura de este libro. Estuvo encima de cada palabra del texto varias veces. David Kalstone también me ha dado el beneficio de sus reacciones consideradas y de su amistad.

    Viejos amigos de Nueva York y nuevos amigos en las ciudades que visité compartieron sus vidas conmigo y me pusieron en contacto con otra gente. Su apertura y generosidad me ayudó a lo largo del camino. Sin esa ayuda este libro nunca se habría escrito.

    Rápidamente aprendí lo hospitalarios que son los gays de todas partes con los gays que están de visita. La calidez y la franqueza con la que fui recibido dan testimonio de esa generosidad.

    También quiero agradecerle a Rafael Kadushin, el editor de University of Wisconsin Press que me pidió que actualizara este libro.

    Introducción

    Desde que este libro fue publicado por primera vez en 1980, el mundo de los gays ha evolucionado más que ningún otro en tiempos de paz desde los comienzos de la historia. La violencia y la guerra han efectuado cambios repentinos y usualmente desastrosos, pero los cambios que ocurren pacíficamente son a menudo lentos y sedimentarios. En efecto, este libro muestra un mundo pasado conservado en ámbar, a pesar de que ese mundo estaba lleno de planes, impregnado por lo que imaginaba como un futuro utópico.

    En ese entonces, la mayoría de los gays que eran visibles y se manifestaban eran de izquierda o como mínimo progresistas. Los gays burgueses sabían perfectamente que si salían del clóset arriesgaban sus posiciones. La mayor parte de los líderes de la liberación gay habían participado activamente en otras causas progresistas, como el movimiento por los derechos civiles y el movimiento anti-guerra. Los primeros días del movimiento gay estuvieron atravesados por sentadas, acciones, manifiestos, sesiones de concientización, comunas, todas instituciones y prácticas heredadas de otros movimientos como el de los hippies o el de los maoístas. Habíamos escuchado la retórica del feminismo y las Panteras Negras; de hecho, en Stonewall, los gays se llamaban a sí mismos las Panteras Rosas y el nuevo eslogan Lo gay es bueno era obviamente un eco de Lo negro es hermoso.

    Uno de los primeros grupos, la Alianza de Activistas Gays, no era lo suficientemente progresista para un puñado de activistas radicales, y entonces ellos fundaron la Alianza por la Liberación Gay. Como los viejos militantes de los derechos civiles, organizaron sentadas, por ejemplo en la Estación de Policía del Condado de Suffolk, dado que la policía de ese área se la pasaba vigilando y arrestando a los gays que iban a Fire Island. Así como el levantamiento de Stonewall había sido desatado por una razia policial en un popular club de baile del Greenwich Village, del mismo modo los gays más radicalizados estaban indignados de que hubiera repetidas razias policiales en el gueto rico de Fire Island.

    Pero no eran los jóvenes blancos privilegiados de Fire Island los que se estaban rebelando. Eran los negros y los puertorriqueños que tomaban la línea A del subterráneo desde Harlem, jóvenes que ya estaban acostumbrados a pelearse con los polis, y los estudiantes radicales blancos que venían de todas las causas de los sesenta. Recuerdo estar en Stonewall hablando con algunos yippies heterosexuales que veían en esta protesta gay el comienzo de una nueva lucha contra el sistema. Estaban más excitados que nosotros; nosotros apenas podíamos creer que fuéramos una minoría y no un diagnóstico.

    Y luego vino el sida. Sean cuales sean sus viejas raíces en África, el sida apareció en nuestras conciencias en 1981. Ese fue el año en el que Larry Kramer nos invitó a su glamoroso departamento de la Quinta Avenida para que el Dr. Alvin Friedman-Kien nos contara sobre esta nueva y extraña enfermedad, Inmuno Deficiencia Asociada con los Gays (GRID, por sus iniciales en inglés), como se la llamaba entonces. Rápidamente todo el mundo empezó a llamarla el cáncer gay.

    Como es obvio al leer este libro, que fue publicado un año antes de que la enfermedad fuera siquiera mencionada, en ese momento nos preocupaba cualquier cosa menos nuestros excesos. El Dr. Friedman-Kien nos recomendó que por el momento dejáramos de tener sexo, algo que escuchamos con solemnidad aunque pensábamos que era una idea ridícula. ¿No habíamos sido ya un diagnóstico médico antes de nuestra cacareada liberación, que apenas tenía más de una década? En el pasado los gays eran tan pocos que era difícil encontrar clientes; cada vez que abría un nuevo bar gay, los policías lo cerraban. Ahora los bares y los antros y las discos florecían; y nosotros identificábamos esa libertad sexual con nuestros derechos como minoría. No había forma de que dejáramos de tener sexo. Para muchos hombres de mi edad y más viejos la vida gay se trataba de estar disponible para el sexo. Las menciones a la política gay, la cultura gay o la historia gay eran en general respondidas con una sonrisa… ¡vamos, de lo que se trata es de ir a la cama!

    En los años siguientes, los gays más visibles –los más radicalizados, los más promiscuos– fueron los más golpeados por la enfermedad. Eran vulnerables precisamente porque estaban dispuestos a experimentar sexualmente y no estaban atados a viejas normas machistas, porque eran urbanos y valientes y orgullosos y promiscuos. Un segmento entero del mundo gay –los más valientes y menos convencionales– estaba condenado, junto con una infinidad de actores y artistas gays. Ellos habían sido los abanderados del movimiento, y fueron prácticamente liquidados. Todas las cuestiones progresistas discutidas en este libro, desde la idea de una alianza entre gays negros y gays blancos hasta la idea de moléculas sexuales y románticas poliándricas, desaparecieron con ellos.

    Y fueron remplazados por gays normales y sin brillo que tuvieron que salir de sus clósets porque un amigo o un amante fue golpeado por la epidemia. El vacío de poder que dejó la muerte de los más radicales creó un espacio que esos gays normales llenaron con su riqueza y sus destrezas ejecutivas. Mientras que los hombres en mi libro debatían si los gays tenían un destino especial y una contribución única para hacer a la sociedad, o si son como todos los demás, ahora la discusión se saldó a favor de la asimilación y contra el excepcionalismo gay. Con la llegada del sida y el dominio de estos líderes conformistas, surgió un nuevo puritanismo. Se miraba mal la promiscuidad. Lo que correspondía ahora era establecerse con un compañero en los suburbios y adoptar una hija coreana.

    Por supuesto, la tradición radical tuvo su continuidad en ACT UP. Estos militantes, con sus acciones (ponerle un preservativo a la casa de Jesse Helms; sus muertes en público, sus protestas y marchas, su invasión de las reuniones de las autoridades médicas, su exigencia de que la FDA apruebe más rápidamente las nuevas drogas) estaban inspirados por los radicales de los setenta. Fue un movimiento joven y aguerrido que cohesionó y le dio dinamismo a la población gay más joven. También significó que la grieta entre gays y lesbianas, de la que se habla en este libro, fuera parcialmente saldada. Aunque muy pocas lesbianas eran HIV positivo, se convirtieron en miembros activos y a menudo en líderes en ACT UP gracias a una generosidad de espíritu notable.

    Y luego vino el matrimonio gay. Al principio muchos gays de izquierda (incluyéndome a mí) vieron mal esta iniciativa, porque parecía otro ejemplo más de asimilación. Pero luego, cuando la derecha cristiana empezó a oponerse al matrimonio tan virulentamente, comenzamos a ver que se trataba de una causa por la que valía la pena luchar. Si los fanáticos se oponían al matrimonio gay tan vehementemente, debía ser porque el matrimonio era para ellos una institución definidora; los gays nunca serán plenamente aceptados hasta que puedan casarse y adoptar, como todo el mundo.

    El punto de inflexión de esta larga lucha se dio en 2013, que podría ser llamado el Año del Gay. Un estado tras otro legalizó el matrimonio gay, a pesar de la intensa oposición religiosa. La Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA, por sus iniciales en inglés) fue dada de baja y se terminó con la política militar del Don’t Ask, Don’t Tell (No preguntes, no cuentes). Los Boy Scouts cedieron. En Francia, a pesar de una oposición sorprendentemente activa, la igualdad matrimonial fue legalizada, del mismo modo que en la mayor parte de los países de América del Sur. En los Estados Unidos, las parejas de un mismo sexo legalmente casadas, sin importar dónde vivían, pudieron rendir sus impuestos como pareja, incluso retroactivamente. Las pretensiones de la terapia de conversión, que había prometido transformar a los gays en heterosexuales, fueron abandonadas, y en algunos casos ilegalizadas.

    Los gays nunca fueron tan visibles: en la política, en la televisión, en Facebook. Ya no era de buen tono discriminar a lesbianas o gays. Y los gays eran tantos que se volvieron más exquisitos y quisquillosos. La candidata a alcaldesa de Nueva York Christine Quinn, abiertamente lesbiana, perdió el voto gay contra Bill de Blasio (cuya mujer negra anunció orgullosamente que había sido lesbiana antes de su matrimonio).

    El sida había generado simpatía hacia los gays. Ya no parecían los caprichosos privilegiados que la población general miraba con desconfianza en los tiempos de los que habla este libro. La enfermedad había sacado del clóset a gays de todas las clases sociales y todos los colores. Mientras que en los años setenta sólo los hombres blancos jóvenes se habían atrevido a salir del clóset, ahora todos los gays eran visibles: gays pobres, gays viejos y gays del gueto, todos estaban sufriendo de una enfermedad mortal terrible. En 1996 aparecieron las terapias triples y la tasa de mortalidad del sida se desplomó. Si en los ochenta los hospitales estaban inundados de pacientes terminales y los nombres de los muertos por sida poblaban las páginas de obituarios, ahora parecía que eran pocos los que morían; al menos en el Primer Mundo, donde las nuevas drogas eran accesibles. En el Tercer Mundo la tasa de mortalidad de hombres y mujeres, héteros y gays, no paraba de crecer.

    Si la legislación de los Estados Unidos empezaba a favorecer a los gays, especialmente a las parejas gay, en Rusia, en el mundo musulmán y en el África negra, la oposición a los gays se hacía más fuerte. En todos estos casos el fanatismo puede atribuirse a la religión, sea la ortodoxia rusa, la sharia o el cristianismo africano. Legisladores norteamericanos convertidos al cristianismo alimentaban el frenesí religioso de África (Uganda llegó a contemplar una ley que permitía el asesinato de gays). Deben haber reconocido que su plan maligno había sido derrotado en los Estados Unidos y que los conservadores religiosos africanos les daban la última oportunidad de realizar sus sueños fascistas. Digo fascista a conciencia, puesto que los nazis siempre hablaban de las virtudes de la virilidad y los peligros de la decadencia homosexual.

    ¿Cómo llegaron los Estados Unidos a aceptar el matrimonio igualitario? Los líderes gays fueron muy convincentes a la hora de explicar que las familias gays eran como las familias héteros y debían tener los mismos derechos. Invocaron el espíritu norteamericano de igualdad de oportunidades. Los gays habían convencido a la mayoría de las personas de que eran una minoría, como los judíos, los afroamericanos, los asiáticos. Era un tipo raro de minoría, a decir verdad, una minoría a la que no pertenecían nuestros padres y constituida por miembros que podían disimular su condición. Era más una identidad que una minoría, una identidad que se podía asumir a los seis años, a los sesenta o nunca. Gran parte de la aceptación de los gays dependía de la noción de que los gays no elegían su identidad sexual sino que era algo genéticamente determinado. A la mayor parte de los gays que estaban fuera del clóset en el período cubierto por este libro les habría molestado el argumento genético: no queríamos pensar que nuestra orientación era glandular pero… ¿escogida?, ¿qué? No nos gustaba tampoco esa opción, no podíamos identificar el momento en que habíamos elegido ser gays. Habíamos decidido que todas las teorías sobre los orígenes de la homosexualidad eran prejuiciosas. Nadie teorizaba sobre cómo los niños se volvían heterosexuales, sosteníamos, algo que parecía igualmente misterioso. Decíamos que si se nos arrastraba a una discusión sobre lo que provocaba la homosexualidad, la naturaleza o la cultura, los gays siempre saldrían perdiendo.

    Por más defendible que nos pareciera esa posición en ese entonces, la realidad es que el argumento genético ha persuadido a la mayoría de los norteamericanos de que tenían que aceptarnos. Si estos hombres no pueden evitar ser maricas, ¿por qué perseguirlos entonces? Se podría entonces perseguir a alguien por el color de su piel.

    Al mismo tiempo, los límites entre los géneros se volvieron más y más porosos. Travestis y transexuales se volvieron más comunes; en Alemania se dictó una nueva ley que reconocía que se les puede asignar un tercer género a los bebés recién nacidos, un género intermedio. De un lado nuestra orientación sexual parecía estar determinada, mientras que por el otro nuestro género parecía cada vez más fluido, arbitrario y poroso.

    Recuerdo que en los sesenta tenía un novio al que le gustaba tomarme de la mano en público, algo que me ponía sumamente incómodo, incluso en el Greenwich Village. Ahora es algo común y corriente.

    Edmund White

    Nueva York, 2014

    Los Ángeles

    Un refugio para hedonistas

    La amabilidad casi oriental de la Costa Oeste es uno de sus rasgos regionales distintivos, en marcado contraste con el carácter peleador de la Costa Este. Uno puede refunfuñar frente a un personaje de la televisión en el Oeste pero nunca frente a alguien que actúa en vivo. Son tan pocos los contactos humanos en Los Ángeles que no están mediados por el vidrio (sea una pantalla de televisor o la ventana de un automóvil), que la confrontación directa deja a los participantes dóciles, aturdidos, dulces. Una vez fui a un picnic en California en el que tomé demasiado vino y manifesté unas cuantas opiniones estúpidas, pero a lo largo de toda la tarde todo el mundo asentía y sonreía. Sólo después escuché que el grupo me había declarado loco de atar.

    La cordialidad amable de los californianos es una cualidad ambigua. A los pocos minutos se les prodiga a los visitantes un baño de afecto y familiaridad, pero eso es lo más cerca que alguna vez estarás de alguien del Oeste. Esa civilidad liberal pero superficial, encadenada a una reticencia obstinada y profunda, es precisamente la lápida que todas las formas hostiles de terapia californiana están tratando de dinamitar. Sin embargo, puede derivarse un gran beneficio público, si no personal, de la uniformidad de los buenos modales. La gente es capaz de cooperar. Pueden lograr cosas.

    Fui introducido a Los Ángeles por medio de varios neoyorquinos, y fue fascinante ver cuán bien o cuán mal se habían adaptado a su nueva cultura. Uno de ellos era un actor del Off-Off-Broadway, una especie familiar en el Village pero totalmente exótica en Hollywood, donde los sueños son pacíficos y predecibles. Se las había arreglado para conseguir algo que se aproximaba a un loft del SoHo, aunque estaba localizado en el viejo edificio de Central Casting, una creación de los años veinte con la figura de Mercurio sosteniendo una cámara y la de Venus, un guion. No tenía agua caliente y el baño era un baño compartido, con todos los mingitorios rotos. Bob (llamémoslo así) se había armado una vida en Nueva York a partir de momentos de desempleo, temporadas cortas como estrafalario residente en La Mama y un puesto de secretario para una Famosa Estrella Muda. Pero se había cansado de su existencia agitada, de esa confusión bohemia típica de Manhattan compuesta de partes iguales de pobreza y delirios de grandeza, los viajes de cigarros de marihuana (o de pipa, si la droga era el hachís), de fama popular y prestigio esotérico que se materializan después del anochecer, cuando las colillas llenan la cama y uno arroja a un costado una Back Stage para ataviarse con un tocado de plumas y escuchar un favorito del 78. Era demasiado, explicaba Bob, acomodándose su cabello rubio y largo. "Me estaba volviendo loco, tenía toda una banda de amigos bajo mi hechizo. Pensaban que yo sabía todo –yo pensaba que sabía todo– pero todo era terriblemente superficial. Me mudé a L. A. para tranquilizarme".

    Su palidez de departamento está dejando paso a un bronceado. Su monólogo ahora hace pausas ocasionales para dar lugar a la reflexión e incluso a la escucha, y ha descubierto en California esa amabilidad que he mencionado, que él confunde con aceptación. Están ávidos de aprender acá, anuncia con confianza. ¿Aprender qué? ¿Sobre las tonterías que hizo Florence Foster Jenkins hace dos décadas? ¿Sobre las hermosuras que Charles Ludlam le ha añadido al rol de Camille? ¿O sobre las banalidades perversas de Andy Warhol, un hombre con el corazón tan cálido como un pañuelo empapado en cloruro de etilo? La triste verdad es que a Los Ángeles no le interesa el chic marchito del East Village.

    Bob no lo ha notado. Se encama más en L. A. de lo que lo hizo nunca en Nueva York. No tiene auto, de modo que hace autostop a todas partes y a menudo de ese modo conoce a hombres jóvenes interesantes. Un aventón lo llevó a una sesión de dos días en un suburbio remoto y sin rasgos distintivos con alguien que había compuesto muchas canciones pop; todo brillante, como declaró Bob. Le prometió al compositor que le iba a encontrar un agente y aludió misteriosamente a sus conexiones en Nueva York. Como Becky Sharp, Bob ha aprendido a vivir ganando nada. La gente le alquila el loft para sus proyectos, los amigos le dan vino y marihuana, una actriz que trabaja de camarera en el café que está abajo le da de comer y también llama a sus amigos cuando él no tiene ni un centavo para poner en el teléfono pago que cuelga de la pared de su loft. En la casa de al lado hay un estudio de grabación en el que los aspirantes a músicos maúllan y pulsan sus guitarras eléctricas toda la noche y se acercan a lo de Bob para charlar o para darle otra ojeada a las chucherías y a los pedazos de basura que cubren el ambiente más grande.

    Desde la ventana pueden verse el sol brutal, como una lamparita de 200 watts escarchada por el smog, y las palmeras de diez pisos que flanquean las avenidas y que terminan en frondas microcefálicas y más abundantes en la parte de abajo, que recuerdan la cabeza de un caniche, con la frente recortada y la barbilla desgreñada. Bob afirma con orgullo que dentro de su loft la energía es tan alta como lo era en Nueva York, aunque una vez que sale a la calle se suaviza. Idolatra a Kim Novak y pasa largas horas entrenando a una actriz sureña para que hable como ella. Dice (ridículamente): Soy bisexual, y habla con su cachorro con el acento de viuda de Ruth Draper. O se pone a cantar éxitos musicales recientes con la voz fina y los tonos pseudo-operísticos de Jeannette MacDonald. Aunque lleva una camiseta que dice Extraño Nueva York, no es cierto que la extrañe.

    Otro neoyorquino, un actor al que llamaré Kevin, tuvo dificultades en Los Ángeles. Los agentes, guionistas y productores no lo entienden. Tuvo un papel destacado en un éxito de Broadway, uno que además tenía pretensiones intelectuales, pero este éxito no se traslada al cine. "¿Hiciste alguna película?, le preguntan los directores de casting. Tímido, reservado y un poco académico, a Kevin le cuesta irradiar personalidad" durante una entrevista (nadie en Hollywood tiene la oportunidad de hacer una audición, es decir, de actuar. Uno ya debe ser el personaje durante un encuentro cara a cara en una oficina). Para peor, la personalidad que tiene (más que la que podría tener pero no puede asumir) de algún modo no va con sus looks. Porque él es la Juventud Dorada Perfecta, el muchacho de al lado, si el barrio fuera el paraíso. Atlético, rubio, de ojos azules, sonriente, debería estar sobrepasando a William Katt, pero entonces empieza a vociferar sus sofisticaciones neoyorquinas incongruentes, a mencionar a su amigo director de teatro de vanguardia, o a describir sus pinturas, que derivan de las de Agnes Martin (en una ciudad en la que la única Agnes conocida es Agnes Moorehead). Y lleva ropa sin planchar, suelta, mientras que otros actores todavía esculpen su cabello en secadores y planchan sus jeans. En una ciudad que se refiere al cine como negocio o industria, Kevin habla perturbadoramente de arte. Es un tipo duro de absorber, mucho más de contratar. En Hollywood, la tipología es casi tan rígida como la jerarquía, y la jerarquía es tan clara que hace unos años, cuando Streisand se puso nerviosa tras los asesinatos del clan Manson, un agente le dijo: No te preocupes, Barbra. No están detrás de las estrellas. Sólo matan actores de reparto.

    Tennessee Williams ha mencionado en algún sitio que es a los actores a quienes más les cuesta salir del clóset, y que son los más penalizados cuando lo hacen porque al público heterosexual no le agrada ver a homosexuales encarnando sus propias fantasías: ¿quién quiere ver a un marica besando a la chica? Hollywood permanece dentro del clóset, aunque en muchos casos el clóset es lo suficientemente espacioso como para albergar a docenas de personas. Cuando Kevin llegó a Los Ángeles hace dos años su primer agente le dijo directamente: Nada de bares, nada de saunas, y siempre tienes que aparecer en público con una mujer. Da la casualidad de que la última orden era la más fácil de obedecer, puesto que Kevin vivía con una vieja amiga, una actriz que se parece a Elizabeth Taylor de joven. Pero las otras órdenes le parecieron poco realistas, o al menos insufribles. Ha cambiado de agente y vive como quiere, no salvajemente pero tampoco hipócritamente. Sólo el tiempo dirá (o no dirá, puesto que la opresión en el negocio del entretenimiento siempre es muda) si su franqueza ha afectado su carrera.

    Nadie en Hollywood sabe qué posición tomar hacia los gays y la vida gay. El director de un gran estudio cerró la puerta de su clóset con un candado, transformándolo en un ataúd. Un artículo en New West destacaba a los próximos hombres poderosos de la industria, un grupo de directores, productores y agentes que eran miembros del Estudiantes por una Sociedad Democrática durante sus años universitarios y que ahora trabajan dentro del sistema, como lo advertía esa vieja frase sarcástica. El artículo prometía que estos radicales les darían un respiro a las mujeres y a los gays, pero un periodista de espectáculos que entrevisté me dijo que muchos de los que aparecían en el artículo son en verdad célebres homófobos, nada que sorprenda al que conozca a los izquierdistas de la última década. En cuanto a los directores de cine que han triunfado en esta década, la mayoría de ellos son o explícita o tácitamente anti-gay, a menos que queramos pensar que ese bar lleno de roedores renegados e insectos de mala muerte que aparece en Star Wars es un bar gay. Si así era, como le gusta pensar a alguna gente, entonces debemos preguntarnos si parodiar es lo mismo que aceptar.

    Eso en lo que concierne a los líderes jóvenes de la industria. Los más viejos, especialmente los que son gays, son intolerables. Dos ejecutivos del cine que han vivido juntos durante tres décadas todavía llegan a las fiestas en autos separados, cada uno acompañado por una mujer. Y todavía fingen que uno de ellos alquila la cochera en la propiedad del otro, algo que hace reír mucho a sus amigos. Un agente homosexual ojea los cientos de fotos que le envían actores con sueños y rechaza docenas a la vez gritando: ¡Muy marica!. En conferencias de producción, el código para indicar que un actor es gay es murmurar: Me temo que no le aportará la masculinidad necesaria al papel. Para un escritor gay la fórmula es: Es bueno con los personajes pero flojo en la trama. Mientras que el sexo aún puede ser de ayuda en la carrera de algunas estrellitas, para los actores gays jóvenes suele ser más a menudo una plataforma de lanzamiento al olvido. Después de que se acostó con todos los hombres poderosos de la ciudad, un hombre apuesto pierde todos los trabajos en beneficio de alguien incuestionablemente heterosexual.

    Ninguno de los dos proyectos cinematográficos gays más importantes de Hollywood en los últimos años, The Front Runner y Good Times/Bad Times, ha logrado despegar. The Front Runner ha recibido diversos tratamientos, algunos de parte de escritores gays, otros de parte de heterosexuales, y en una versión se puede ver al entrenador y al atleta besándose en primer plano (la versión gay) y en la siguiente se los ve de lejos dándose palmadas rígidas en la espalda (la versión hétero). En un momento alguien quiso solucionar este asunto delicado transformando el film en un film heterosexual. Paul Newman, que tenía la opción original, la ha dejado caer. Y Good Times/Bad Times, a pesar de que ha apalabrado a un listado impresionante de estrellas, no ha encontrado aún quien la financie, algo bastante raro puesto que su autor, James Kirkwood, también escribió la altamente rentable A Chorus Line.

    La cuestión es seria, porque la mayoría de los norteamericanos todavía absorben sus valores, y ciertamente sus imágenes del amor, de las películas. Pero lo mejor que Hollywood puede hacer es juntar a una lesbiana con un hombre gay, o meter a unos pocos sensibles –esos jóvenes problemáticos con inclinaciones por el ballet o el suicidio– en películas que fuera de eso son un horror. Un retrato completo de personajes homosexuales sería probablemente igual de sensible en el peor sentido, y sin duda sería igualmente suicida en términos de recaudación.

    Dado el modo en que Hollywood ignora la homosexualidad, fue una sorpresa descubrir que había planes para hacer de Cruising una película. Cuando se filmó en Greenwich Village en el verano de 1979, miles de gays protestaron contra un guion que se detiene en la violencia y el S&M mientras que elige no representar escenas más normales de la vida gay.

    Lo que se necesita son guiones que enfrenten a parejas gays contra parejas heterosexuales, como en la obra de un solo acto de Harold Pinter, The Collection, o como en esa novelita helénica sofisticada, escrita en tiempos de Cristo, en la que los miembros de una pareja heterosexual y una pareja gay son separados. Sólo después de sobrevivir un naufragio, un secuestro, la esclavitud, trabajos forzados y varios atentados contra sus vidas y su castidad, pueden reunirse los cuatro en una boda doble feliz.

    Si menciono la industria cinematográfica con tanta insistencia es porque es lo que domina la vida de Los Ángeles; todos los días escuchas hablar de una película o de la estrella de una película. Es posible que los ingenieros que trabajan en Boeing no lean las noticias ni se dediquen a enviar sus CVs, pero todo el resto de la ciudad sí lo hace. La propia Los Ángeles ofrece recuerdos constantes de películas. Recuerdo una casa con una ventana digna de fotografía que automáticamente se replegaba sobre el piso y se transformaba en una puerta a un balcón que contemplaba la ciudad, con aproximadamente la misma vista que James Mason le ofrece a Judy Garland cuando le dice en A Star is Born: Todo esto es tuyo. Para un neoyorquino, el esto parece insatisfactoriamente bajo y pacífico, como si un amante ofreciera Riverdale antes que Manhattan.

    Conocí a una sola persona que no hablaba de películas. Es un viejo amigo y un neoyorquino felizmente asimilado (lo llamaré Fred). No es un verdadero neoyorquino sino un alguien muy rico que viene de Oklahoma, fue educado en Boston, vivió en Nueva York, después en San Francisco y finalmente en Los Ángeles. Dado que es muy rico, puede vivir en donde quiera, y yo quería saber por qué había elegido Los Ángeles: El clima, supongo, me dijo, señalando un cielo tan brillante que me dio alegría no tener que soportarlo cada día, especialmente en los días en que estoy deprimido. Y el jardín. Su mano dibujó un medio círculo, abarcando el terreno empinado plantado con camelias, azaleas, un árbol de paltas y un árbol de durazno, las aves del paraíso, un limonero y un área de claveles adornados con pétalos blancos y rojos, faldas can-can elevadas para revelar unas pícaras bombachas. Me ha ayudado a relajarme, dijo, hablando como un hombre de negocios en el Moulin Rouge.

    La casa de una planta había sido construida en la década del cuarenta como una suerte de resistencia al sol, el oscuro en el claroscuro de contrastes dramáticos que Fred ha comprado recientemente pero intenta neutralizar. Las paredes sólidas van a ser remplazadas por vidrio, otorgándole a su espaciosa habitación luz y una vista del jardín, que no tiene piscina. Eso también va a remediarse. Su calle es muy angosta y empinada para el equipo que se necesita para cavar una piscina de verdad; como resultado, aplanará una pequeña colina y hará flotar sobre ella un tanque de seis pies de profundidad para chapotear y un jacuzzi adyacente. Mientras yo tomaba sol en una reposera en el parque, Fred charlaba con un vendedor sobre jacuzzis. El fornido y joven vendedor (típicamente angelino, con su bronceado, su cabello lustrado y un anillo de diamantes) nos contó con orgullo que él era terriblemente agresivo. Esto sólo sucede en los Estados Unidos. Cuando las compañías norteamericanas publican avisos en los diarios escandinavos en busca de representantes de ventas agresivos todo el mundo se ríe, puesto que en esa región del mundo la agresión se considera en el mejor de los casos algo bestial. Este joven ambicioso había traído consigo a su novia, presumiblemente para proteger su masculinidad de los halagos de Fred, pero cuando captó el perfume de los millones de Fred (y de un posible proyecto inmobiliario que hizo que mis ojos se hincharan), la ignoró. Después de un rato, la curiosidad le ganó a la languidez y yo también empecé a hojear el colorido folleto, asombrado por la imagen de dos hombres desnudos y barbudos sonriéndoles a dos mujeres igualmente desnudas, los cuatro adultos de pie en medio de un torbellino de agua que les llegaba a los cuellos y tan amontonados en la cámara de cedro que uno podría haberle exhalado en la boca al otro el humo de un cigarrillo de marihuana sin mayor esfuerzo.

    Después de que el vendedor se fue, prometiendo regresar pronto, Fred me explicó que las piscinas juegan un papel importante en la vida gay de Los Ángeles. "Hay un circuito de fiestas aquí. Tienes que estar en una lista y entonces puedes ir a tres o cuatro fiestas por fin de semana. Siempre hay un cuarto destinado a las orgías; se morirían si no tuvieran un cuarto para las orgías. El principal criterio para que te inviten parece ser tu aspecto, que tiene que ser bueno, y que tengas un poco de dinero; o que no tengas nada de dinero pero que realmente te veas fabuloso. Algunas personas pasan días enteros junto a la piscina; hay un tipo acá cerca que es el inventor del nitrito de amilo, o popper, y que siempre está recostado junto a la piscina con seis o siete marineros. Permanecer en la lista de invitados es crucial; yo pude escuchar a una loca furiosa amenazando a alguien con excomulgarlo de su lista. Me encanta poder hablar así contigo. La gente acá no usa nuestra manera de hablar. Son terriblemente literales. No son en absoluto astutos, pero tampoco son maliciosos. Nadie habla de nada que pueda ser perturbador o polémico. Nada de política, nada de religión, nada excepto drogas, sexo y autos. ¿Drogas? Claro que sí, pero nada que ver con Nueva York. La gente no está volada todos los fines de semana como en Fire Island".

    La mención de Nueva York hizo surgir otras comparaciones. No existe en Los Ángeles la urgencia de salir todas las noches en busca de sexo o baile. Durante la semana la gente se queda en su casa y mira televisión o trabaja en su casa. Sus capacidades para embellecer el hogar suelen ser notables. Los gays hacen sus propios trabajos de construcción, albañilería, electricidad, plomería… Nada los intimida. Pero sobre todo nos relajamos, añadió Fred, somos muy tranquilos.

    Todo el mundo en Los Ángeles dice que es tranquilo y relajado. Al principio lo tomé como una confesión triste, como si lo lamentaran, posiblemente una disculpa por el desgano tropical frente al celebrado dinamismo de Nueva York. Es verdad: los angelinos se quejan de lo difícil que es hacer cualquier cosa en su ciudad. Un local diría: Acabo de pasar un día típico en Los Ángeles. Conduje 150 millas para ensamblar los doce ingredientes de la cena. O un residente de muchos años puede exclamar: "¿Así que quieres escribir sobre L. A.? Ponle de título Mentalidad de mañana. Cuando llamé por teléfono a un amigo en L. A. desde Nueva York una mañana, me dijo: Suenas tenso. ¿Ya has bebido seis tazas de café y fumado cientos de cigarrillos?. Le dije que así había sido y le pregunté si estaba en un estado similar: No. Acá no hay razones para acelerar el ritmo. Somos todos relajados".

    Recién después de unos días descubrí que todo era publicidad falsa. Los angelinos son tan frenéticos como cualquiera. Trabajan muchas horas por el dinero y el estatus, los dos dioses de la ciudad, y ambos dioses sonríen bondadosos frente a los esfuerzos de sus devotos. A diferencia de San Francisco, con el callejón sin salida de su economía y la alta tasa de desempleo, Los Ángeles es una ciudad en auge. Cualquiera razonablemente talentoso, presentable y disciplinado puede triunfar en Los Ángeles. Los gays de esa ciudad hacen trabajos de todo tipo. Son técnicos de la industria cinematográfica, son maestros, diseñadores, camareros, peluqueros, abogados, escritores y sobre todo agentes inmobiliarios. La gente tiene úlceras, sufre de hipertensión, se droga para dormir, tiembla de ansiedad laboral… y al mismo tiempo te aseguran que son muy relajados. Mientras que en Nueva York estás obligado a decirle a tus amigos que no tienes un lugar en la agenda aun cuando no estás haciendo nada, en Los Ángeles tienes que decirles que te estás relajando junto a la piscina aun si estás atrapado en tu estudio con cuatro teléfonos y un escritorio lleno de contratos. La despreocupación es una pose de la Costa Oeste.

    Muchos gays angelinos se van de la ciudad durante el fin de semana. Un billete ida y vuelta a San Francisco cuesta menos de sesenta dólares. O se van a Laguna, una ciudad de colinas junto al mar que se parece a Positano pero que actúa como Fire Island. O van a Palm Springs, en el desierto. Los más ricos viajan a Santa Bárbara, con sus propiedades de millones de dólares (y cuidadores gay hippies que tienen gansos como mascotas y lo miran todo desde cabañas de jardineros que son más grandes que la mayoría de las casas de la clase media). En el invierno los esquiadores se van a Mammoth, en el norte, con sus altas montañas y sus pistas excelentes.

    Como la semana está dedicada al trabajo, Los Ángeles no tiene bares de tarde como los que hay en San Francisco. El levante ocurre en el camino a alguna parte, lo que lleva al erotismo de los automóviles y la semiología de las marcas. La cupé, que sugiere la intimidad de la pareja, suele ser preferida a la pesadilla familiar que implican los cuatro puertas. Dado que el auto se experimenta como una declaración exacta de personalidad, una proyección clara de la propia imagen, debe ser limpio, nuevo, costoso, ideal… o una chatarra imposible, que se lee como un no comentario, una señal atascada, apropiado para los muchachos que acaban de llegar a la ciudad (aunque hasta las chatarras pueden emitir mensajes débiles, por ejemplo el atisbo de bravuconería en un viejo Studebaker negro, si está tapizado en rojo). El Mercedes 450-SL, el más nuevo, aunque paradójicamente es tan común en Los Ángeles como el Ford en Waco, representa de todos modos la exclusividad. Los pueblerinos como yo al principio asumen que todos los que conducen ese auto deben ser ricos. Sólo después de unos días uno descubre que la mayoría de los Mercedes son alquilados por cuatrocientos dólares al mes; un hombre soltero que gana veinte mil dólares al año lo puede costear. ¿Y por qué no, si pasa la mayor parte de su tiempo libre detrás del volante? El Sevilla es una versión más barata del Mercedes, del mismo modo que el Corvette de doce mil dólares es la respuesta del hombre pobre al Porsche de veinticinco mil. Mientras que el Mercedes sugiere lo que las alfombras orientales, las antigüedades, una casa de vacaciones en los Hamptons y una dirección en el lado Este de la ciudad significan para los neoyorquinos, un Porsche puede combinarse con alfombras industriales, un póster firmado por Mao, una casa de esquí en Killington y un loft en el SoHo. El Porsche, en resumen, anuncia en términos convencionales y poco originales: Soy macho e individualista, y me gusta la emoción (y soy rico, por supuesto). La masculinidad se infiere de la dificultad de maniobrar este coche poderoso: tienes que conducirlo, él no te conducirá. El Alfa Romeo y el Datsun 280-Z son automóviles brillantes y rápidos para gays, equivalentes a un departamento lindo en el Greenwich Village adornado con almohadones de decorador, plantas en cajas y una casetera profesional.

    Los convertibles de todo tipo son valorados porque son difíciles de encontrar (aunque hay un negocio que no tiene problemas en levantar con una palanca el techo de tu auto) y porque les revelan a los otros conductores unos cuantos centímetros más de la cabeza y el torso del conductor. El Volkswagen convertible es popular entre esos miembros de los grupos de gente linda que llevan camisas Lacoste y se la pasan balanceándose (pero no bailando) al ritmo de la ensordecedora música disco que se escucha en Rascals, en el Santa Mónica Boulevard con Robertson. El Fiat convertible sugiere: "Soy deportivo, no soy pretencioso y, sobre todo, soy relajado" (cada vez que las personas de L. A. se describen nerviosamente a sí mismas de ese modo, recuerdo el título de Joe Brainard: ¡Gente del mundo, relájese!).

    La tribu leather conduce camionetas y pick-ups, que pueden ser grandes o pequeñas, viejas o nuevas, sin afectar la significación básica. Esos vehículos hacen pensar en el trabajo manual y en los hombres que lo llevan a cabo; también sirven para tener sexo a la orilla de la carretera y no se necesita caminar más de cuarenta pasos desde el bar para hacerlo. Los jeeps, elaboradamente pintados, coronados con un águila dorada y y revestidos con asientos combinados y cobertores de volantes, también gritan M-A-C-H-O, una condición a la que sólo siguen aspirando los hombres gays y unos pocos heterosexuales suburbanos en Akron.

    Los principales barrios gays son West Hollywood (La ciudad de los muchachos) y Hollywood Hills (Los Alpes Suizos), en donde incluso las casas pequeñas están tan demandadas que se venden por ochenta mil dólares. Las maricas de Sycamore viven en mansiones hispánicas a lo largo de la calle Sycamore: amplias y frescas habitaciones con pisos de azulejos y balcones de hierro forjado con vista a montañas tintineantes y patios en sombra. Los alquileres van de los quinientos a los novecientos dólares. Silver Lake, donde los alquileres son más bajos, es el barrio del cuero y del oeste. Los Feliz, con sus mansiones de la década del veinte, se está convirtiendo en el Beverly Hills de los gays. La comunidad de playa gay es Venice. Pero los angelinos pueden vivir en cualquier parte, el auto y la autopista vuelven obsoleta la idea de barrio.

    Para ir de levante, los gays van a Robertson Boulevard entre Third Street y Beverly, especialmente al pequeño parque en el que hay hombres sin camiseta tomando sol o haciendo ejercicios. Los bares leather están todos sobre Melrose, al igual que Hardware, el negocio que vende no sólo los típicos brazaletes de esclavos y calcetines atléticos sino también las cazadoras y los trajes de baño de boxeador en colores morados y semitransparentes. Los dueños de Hardware inventaron la frase Esté preparado para todo… en cualquier parte. Griffith Park es una zona de levante, especialmente los senderos cerca del Teatro Griego. Hilldale Street está siempre llena de gente. Pero el Santa Mónica Boulevard sigue siendo el Gran Camino para broncearse y levantar.

    Permítanme hacerles un tour por la ciudad. Primero comeremos en la Academia. La comida es un espanto pero la decoración es divertida, porque todos los camareros están vestidos de policías y el maître de comisario. El menú les da a los abominables platos nombres como La Plebe y El Cadete, y en el baño se puede escuchar, mientras uno mea plácidamente, una grabación de un sargento instructor gritándole órdenes a sus tropas roncas y unívocas. Bajo la luz tenue de las mesas se nota que algunos de los clientes también están vestidos como oficiales de la ley. Aunque a los angelinos les gusta el cuero, prefieren mucho más la escena del uniforme. Fue Bruno Bettelheim, creo, el primero en describir a esos prisioneros de los campos de concentración que ávidamente se apropiaban de los restos de las insignias nazis y les gritaban órdenes a los otros judíos. Esta estrategia de supervivencia, llamada identificación con el opresor, tal vez explique cómo Patty Hearst se convirtió en Tanya y luego se casó con su guardia de seguridad. Es posible que también explique el gran número de gays haciéndose pasar por policías en una ciudad que cuenta con la fuerza policial más homofóbica del país. El nuevo jefe de policía, me han dicho, está intentando reeducarse y reeducar a sus hombres. Si los policías empiezan a comportarse es probable que el fetiche de los uniformes decaiga. Pero al menos por ahora, hay grupos de hombres gays que continúan murmurando sobre Florsheim Imperials con un tono de asombro. O te cuentan con emoción de los dos policías soñados que habían sido invitados a su edificio de departamentos a dar una charla sobre modos de evitar ser violado. El título de la charla era Señora, cuídese pero el cautivado público era enteramente masculino.

    Cuando los angelinos debaten sobre la policía no puedo dejar de recordar la cobertura que Jean Genet hizo de la Convención Demócrata de 1968 en Chicago para la revista Esquire. Como hombre de izquierda, Genet se sintió obligado a denunciar el accionar brutal de la policía, pero no pudo evitar, a la vez, observar el encanto sádico de esas cachiporras fálicas y de esos muslos poderosos presionando contra la lana azul… Del mismo modo, todo hombre gay de Los Ángeles tiene una historia de terror para contar sobre sus encuentros con la policía (Caminaba a casa tarde una noche en Hollywood cuando me detuvieron unos policías. Me dijeron: ‘¿Adónde vas, marica?’, y yo les respondí: ‘Vamos, no me insulten’, y entonces bajaron de su auto, me pusieron contra la pared y me dieron una paliza, y me multaron por vagabundeo lascivo o algo así), pero a veces la historia va acompañada de un suspiro inesperado y amoroso ("Estuve en prisión por una semana y realmente me gustó el oficial Jones y todavía le envío atenciones para su cumpleaños y para Navidad. Ay, deberías verlo, con esas pestañas largas y el cuello más ancho que mi cintura"). Ciertamente la policía hace todo lo que puede para acosar a los gays. En California es obligatorio por ley llevar un documento de identidad a donde se vaya, pero sólo en Los Ángeles los policías se lo piden a los gays. Cruzar en rojo es

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