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Crónicas miopes de la ciudad de México
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Crónicas miopes de la ciudad de México
Libro electrónico155 páginas2 horas

Crónicas miopes de la ciudad de México

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Cada calle, cada avenida, cada rincón de esta gran urbe tiene una historia para contar.
Entrañable mirada de la gran ciudad de México, descrita con destreza y oficio por Miriam Mabel Martínez, a quien ya no le sorprende la forma en la que este monstruo de concreto ha crecido, sino la cantidad y diversidad de ópticas bajo las que puede caminarse.
Co
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento31 ene 2019
Crónicas miopes de la ciudad de México
Autor

Miriam Mabel Martínez

Licenciada en Periodismo por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, Miriam Martínez también estudió en la Escuela de Escritores de la SOGEM y una maestría en Letras por la UNAM. Ha colaborado en los suplementos culturales ''Laberinto'' del periódico Milenio Diario, ''Crónica Dominical'', del periódico La Crónica de hoy y “Revista de la Cultura Mexicana” del periódico El Nacional así como en el Semanario Etcétera en las revistas A pie, Crónicas de la Ciudad, El Replicante, Complot, Chilango, Origina, Camino Blanco, Casa del Tiempo, La mosca en la pared, Entrepreneur, Vuelo, Los Universitarios, Nexos, Descritura y Tinta Seca. Fue coordinadora editorial de la revista Marie Claire, ediciones Latinoamérica y México. Desde 2009 es coordinadora editorial de las revistas NatGeo Traveler en español y CasaViva México y Latinoamérica. Este año publicará su novela El hacedor de mapas y el ensayo-crónica El glamour de andar en bicicleta. Entre sus becas y reconocimientos destacan: una residencia artística en Dinamarca, otra en en el Writers Room de Nueva York y una más en Vermont Studio Center, Johnson, Vermont, Estados Unidos. Ha sido becaria del FONCA y del Centro Mexicano de Escritores. Autora incluida en los portales www.ficticia.com, www.cajondeletras.com, www.noveles.com, por destacar algunos de sus trabajos literarios.

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    Crónicas miopes de la ciudad de México - Miriam Mabel Martínez

    Crónicas miopes de la ciudad de México

    Miriam Mabel Martínez

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    Luminosas crónicas miopes de la ciudad

    Muchos rostros tiene nuestra ciudad y sin duda el mejor medio para expresarlos con todos sus matices y facetas es la crónica. Una de sus mejores exponentes es Miriam Mabel Martínez. Con formación profesional como periodista, estudios de maestría en Letras de la UNAM y alumna de la Sociedad General de Escritores Mexicanos, tiene una sólida base académica que aunada a su sensibilidad y amor por la ciudad, la convierten en una sobresaliente cronista.

    Conocí su trabajo cuando dirigí la revista A pie-Crónicas de la Ciudad de México, que publicaba el Consejo de la Crónica. Me llamó la atención su crónica La habitación 112, que por suerte aparece en este libro. Muy bien escrita, conmovedora, entrelaza una historia particular con las calles de la vieja ciudad. Desde entonces tuve curiosidad de conocerla. Se me concedió cuando me invitó a presentar un libro sobre sus andanzas neoyorquinas. Ahí comprobé que era una gran cronista.

    Ahora nos deleita con estas Crónicas miopes de la ciudad de México, título que sin duda alude a los anteojos que siempre porta, según nos explica con gracia y sapiencia, porque no se usan sino se portan. La realidad es que hasta ahí llega la miopía ya que las crónicas muestran una mirada aguda y luminosa que nos descubre muchas facetas de nuestra ciudad, que hemos vivido sin haberlas visto. Son unos textos deliciosos que con gran sentido del humor, nos pasean por el pasado y el presente de la entrañable ciudad de México.

    Angeles González Gamio

    Y sin embargo se mueve…

    Un día lo descubrí. La ciudad y yo teníamos la misma edad. O al menos así me pareció aquella tarde de la década de los ochenta, a mis diecipocos, volando en un Tsuru II en el Periférico. Ese día me uní al movimiento de rotación de la tierra. ¡Qué más podía pedir! Las curvas antes de la salida San Antonio dirección sur, las creí tan perfectas como mis caireles. Más adelante, el Eje 6, Ángel Urraza, lucía tan lozano como mi rostro. La Plaza México, tan radiante como mi mirada, e Insurgentes tan larga como mis piernas. Yo era la ciudad. Y quizá por un ejercicio de egocentrismo decidí explorarla.

    La ciudad de mi infancia, desbordante en mi memoria, era minúscula contra aquella ciudad adolescente. Y hoy, sobra decir, su dimensión ha dejado de importarme. La monumentalidad que me aturdía entonces, ahora sólo es uno de sus atributos. Lo que actualmente me seduce es el rizoma de perspectivas que se enredan en un mismo paisaje.

    Cada quien –local o visitante– ha aprehendido al DF, para bien o para mal, a su forma y con las limitantes personales. La historia familiar, la amorosa, la intelectual, la musical, la popular también determinan esta visión. Y la mía es tropezada como todas y tan original como cualquier otra. Aquí los tiempos están revueltos y el mestizaje en diálogo con la hibridación son la nota de color.

    Mi ciudad es mi alter ego y el de 20 millones de habitantes. Es la historia de mi padre escuchando a Enrique Guzmán, en la década de los sesenta, en una oficina de Editorial Sol, en Lago Chalco 156, colonia Anáhuac, donde hoy está lo que parece ser, al menos por su nombre, una fábrica de artículos deportivos (Arica Sport). Es la violenta construcción de los ejes viales en mi infancia (cuando las calles se ensancharon empujándome de regreso a jugar a mi casa). Mis travesías familiares a Plaza Satélite, el cine en Plaza Universidad, la desaparición de la Cineteca Nacional original, mis pintas universitarias en el Denny’s de Balderas. Mi angustia al pasar por debajo de los multifamiliares Juárez. Pero sobre todo es mi búsqueda de la ciudad dentro de la imaginación de otros.

    ***

    No vi por televisión ni la llegada del hombre a la Luna ni a Pelé asumir el trono como el rey en el Mundial México 70. Tampoco vi la primera transmisión global en la que –he comprobado en YouTube– los roqueros ingleses cantaron Hey Jude. No. No vi a Joaquín Capilla ganar la medalla de oro en las Olimpiadas, ni los noticieros sordos sobre los sucesos de 1968. No conocí San Ildefonso como preparatoria ni viví al Centro Histórico como un gran campus universitario. Sin embargo, esa ciudad también está en mi memoria, al igual que ciertas películas mexicanas, libros y pinturas que me han enseñado las transformaciones de esta urbe.

    Mi padre y mi madre de novios vieron en pantalla grande El globero, sí esa con Clavillazo, en el Palacio Chino. Y yo recuerdo observar volar a un enorme hueso casi sobre mi asiento en el Cine Polanco. 2001 Odisea del espacio, es la primera película que recuerdo aunque no la recuerde, tenía entonces unos siete u ocho años, eran los setenta, tardíos… Y logré comprender las primeras escenas muchos años después. En aquel momento lo que más disfrutaba era a mi padre, quien los fines de semana me llevaba a patinar a Chapultepec o al Liverpool de Polanco para comer los hot dogs del Tente en pie, seguidos de unos cigarros Raleigh de chocolate, un accesorio para mi Barbie y, en una ocasión, una cachorra pointer inglesa. En ese tiempo para mí Polanco, la colonia Anáhuac, la Roma, Patriotismo, el Circuito Interior, la calzada de La Viga, el Viaducto y la Del Valle, el Bosque de Chapultepec, Río Churubusco y División del Norte eran lo mismo a pesar de su diversidad. Eran lo mismo porque me eran familiares, o al menos así me parecía. La ciudad, entonces, era tan juguetona como yo, tanto que ahora en mi adultez ha escondido la pista de patinaje en Chapultepec en la que mi padre me enseñó algunos trucos, empequeñeció al Tláloc del Museo de Antropología y acercó el Ajusco… lo suponía tan lejano.

    La ciudad se limitaba a ser lo que yo era capaz de contemplar, lo demás era una fantasía, que mezclada con imágenes televisivas y sonidos de la radio, pertenecía a un universo imaginario. Y así fue hasta que llegó la revelación: Silvia Pinal en la película Estrategia matrimonio paseaba por las fuentes de la tercera sección de Chapultepec, trabajaba en una librería en el Centro y el hermano de su amiga-cómplice trabajaba en el Banco de México…

    Y así fui siguiendo lo pasos de otros, para encontrarme con los míos.

    Lentes para la memoria

    No tuve opción de acostumbrarme a los lentes. A veces me parece que nací con ellos. Supongo que en un principio me rehusé a portarlos (los lentes no se usan: se portan), no había descubierto sus cualidades y los discursos de mi padre (un portador de lentes muy elegante) sobre mi look, me sonaban raros: a los seis años no me importaba que mi rasgos se enfatizaran o la gente creyera que por el simple hecho de vestirlos fuera inteligente. Me ofendía tal pensamiento: mi inteligencia no necesitaba de un accesorio para presumirla u ocultarla. Lo que me afectaba era la certeza de que en la escuela me pudieran llamar la cuatro ojos… Apodo casi obvio. Al principio los oculté y fingí ver el mismo mundo que los demás, pero fue el deseo por ver la ciudad, o bueno, lo que yo imaginaba era la gran ciudad, lo que me convenció.

    Solíamos tomar Río Churubusco, el cine Pedro Armendáriz y la Cineteca Nacional lucían, en ese momento, tan borrosas como ahora aparecen en mi memoria. En ese entonces –y ahora– sólo adivinaba que estaban ahí. El paso a desnivel de Tlalpan era más una sensación que una certeza. Así medía el camino hacia la Güay (YMCA) de División del Norte. Después de un hueco en el estómago, provocado por la velocidad con la que mi madre conducía su Gremlin amarilla, había que salirse a la lateral y luego dar vuelta a la izquierda y listo: estábamos en nuestro destino. A la derecha estaba una cosota: la Alberca Olímpica, me repetía mi mamá hasta que me aprendí tal nombre. Pero un día, no hubo vuelco en el estómago, sino una salida a la derecha y luego más velocidad. Mi mamá sólo dijo: Vamos por Tlalpan. Y yo sólo veía pasar un gusano naranja y carros por derecha e izquierda. No alcanzaba a leer los letreros de las que mi mamá nombró estaciones, no por la velocidad, sino porque no enfocaba bien las letras. Portales, Nativitas, Villa de Cortés. Y tus lentes, preguntó. Los olvidé, respondí. Pues ni modo, te perderás el espectáculo del Centro iluminado.

    No sabía donde quedaba el Centro, supuse que como su nombre lo indicaba: en el centro. No entendía qué atractivo podría tener. Pero lo que sí me quedaba claro era que ese viaje se suponía especial, o al menos esa era la intención de mi madre. Ignoro si se compadeció de mí o si su lealtad materna la obligó a describirme Tlalpan y contarme sobre los barrios.

    Cuando llegamos de Veracruz vivíamos a una cuantas cuadras de la estación Nativitas. Durante mi época de estudiante en la Escuela de Periodismo Carlos Septién, esta parada fue también mi referencia, ahí tomaba, a la vuelta, un pesero rumbo a mi casa. En ese tiempo, el Aurrerá (hoy Walmart), ubicado en el lado contrario, y el circo Atayde fueron mi referencia; tanto como años después (en 1996) lo fuera una panadería después de Villa de Cortés para dar vuelta en la calle Luis G. Urbina, donde cada martes acudía a mi junta del Centro Mexicano de Escritores.

    También me contó de las fábricas de ropa entre las estaciones Chabacano y San Antonio, pero yo sólo las evocaría hasta 1985, cuando en la tele las imágenes de rollos de tela volando saturaron mi tristeza y se volvieron en punto de referencia para ubicar, aunque ya no existieran, la Escuela de Diseño del INBA y el corralón en donde más de una vez los oficiales me han hecho el favor de guardar mi carro. A la estación Chabacano, desde su ampliación para hacer conexión con la línea café, la ligo a Terminator (ahí se filmó parte de Total Recall con Arnold Schwarzenegger). Mi mamá me tenía más sorpresas, y yo no las podría ver del todo. A pesar de esa nubosidad, la sensación de amplitud, al entrar a la calle 20 de noviembre y advertir que al fondo había algo monumental, me animó a forzar la vista y ver la catedral un poco fuera de foco. Por fortuna, la memoria me ha ayudado a ver mejor esas imágenes. Una de las ventajas de crecer es construir los recuerdos.

    Aquel Zócalo,

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