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Las dos orillas del río
Las dos orillas del río
Las dos orillas del río
Libro electrónico246 páginas4 horas

Las dos orillas del río

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Incluye audio del autor Absorbente novela de aventuras que nos seduce con imágenes, a veces violentas, de una obligada vecindad geográfica. Un español y un inglés, personajes entrañables, aventureros y descubridores de nuevos mundos, renacen a través de los siglos para protagonizar los episodios más relevantes de una apasionada historia: la relació
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
Las dos orillas del río
Autor

Mario G. Huacuja

Sociólogo con estudios de Maestría en Estudios Latinoamericanos, ha publicado varios ensayos políticos y literarios en las revistas Nexos y Etcétera. Es colaborador en la radio y en diversos medios impresos; y precisamente el periodismo lo llevó por los caminos de la palabra escrita. Su primera novela, Temblores, la escribió después de haber vivido la guerra en la cintura del continente americano: Nicaragua y El Salvador, en 1979 y 1981. Para escribir Las 2 orillas del río viajó en carro a lo largo de la frontera, desde Brownsville hasta Los Ángeles, en compañía de un periodista japonés. Años después, en 1988, impulsado por los resortes de la aventura, viajó durante dos meses por el océano Pacífico, desde Acapulco hasta Japón, en una carabela antigua. La prosa de Huacuja ha sido comparada con la de los grandes escritores del realismo mágico latinoamericano. También tiene gran influencia de autores estadounidenses como Henry Miller, Arthur Miller, Truman Capote y el padre del nuevo periodismo Tom Wolfe. Mario Guillermo Huacuja ha combinado su vida laboral, como asesor político en diferentes instituciones, con la literatura, una de sus grandes pasiones.

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    Las dos orillas del río - Mario G. Huacuja

    Primeras

    Puritanos

    Confiemos en Dios, se repetía Wellington en voz baja para infundirse valor cuando el invierno llegaba haciendo buches de nieve y la ventisca le paralizaba el esqueleto. En esas noches sin sueño, mientras el frío atravesaba como fantasma las paredes y se filtraba por la madera y las pieles y la carne, Wellington revivía su feroz travesía por el mar, ese purgatorio lleno de vómitos y sufrimientos que terminó por cambiarle la vida y ponerlo en otras tierras.

    Años atrás, mientras permaneció anclado en el viejo mundo, la fidelidad a sus creencias lo había apartado definitivamente de la tranquila vida de sus compatriotas. Pero Wellington era un hombre inquebrantable, como su azadón de labriego. Fortificado en sus ideas, lleno de esperanza el pecho y con el destino de su parte, el joven campesino resistió el repudio del papa, las persecuciones del rey, los insultos de los clérigos y la incomprensión de sus semejantes, y llevado por la mano del Señor decidió cruzar por estas tierras sin ceder a las leyes, ni a las instituciones, ni las amenazas de la carne. Esa intransigencia le acarreó un enfrentamiento irresoluble con su padre, un pastor de ovejas y de almas que detestaba al Vaticano, pero respetaba la corona, y lo arrancó de su trigal para llevarlo a conocer el mar.

    Desterrado, errante de un país a otro y asediado por el fuego santo, Wellington se incorporó a una secta de creyentes que compartían su firmeza. Como él, eran puros, duros, decididos, inalterables. En el grupo había también mujeres. No eran muchas, pero Wellington sabía que los caminos trazados por el destino son definitivos, y para entrar en su cauce eligió como esposa a la más rubia, la más joven, la más callada. Se llamaba Susan Linchester, y pronto aprendió a compartir con Wellington su consistencia de espíritu, su devoción al trabajo y su horror a la desnudez de los hombros, los brazos y las piernas. Juntos exploraron todos los rincones de un amor hereje, pero descarnado. Resignado a cumplir cada semana con los reclamos de la naturaleza y las leyes del destino, Wellington daba a su mujer la señal convenida para que desamarrara su calzón de lino, se tendiera disimuladamente en un pajar o en su ambulante lecho, y se entregara a un forcejeo efímero y desesperado, donde Wellington hacía su parte con la fuerza de un ariete, pero la lana enrollada en las piernas y la capa y los encajes y la camisa y la falda y los holanes y todos los excesos de tela reducían a la sordera el lenguaje de los cuerpos.

    Con el paso de los días y los cambios del paisaje, el mundo se fue ensanchando ante la mirada de Wellington. Fuera de su parcela se extendían numerosos valles, montañas, terrenos incultos, villas que salpicaban las praderas, acantilados de cara al mar y ciudades inimaginables. Los hombres empezaban a recorrer larguísimas distancias, como mercancías llevadas y traídas del oriente. En cada aldea se hablaba de la longitud del universo, y en los puertos llegaban noticias del nuevo mundo, donde la tierra generosa cobijaba lo mismo a piratas que a caballeros, y los perseguidos podían clavar raíces y mantener en paz a sus hijos y a sus ideas. Por eso fue que, imantados por aquellos lejanos ofrecimientos, Wellington y sus amigos le dieron la espalda a su pasado y a su vieja patria, y se echaron al mar en una nave vagabunda.

    No pasaron muchos días de viaje para que Wellington se percatara de que para el hombre campesino el mar resulta terreno duro de labrar. En cubierta había brisa permanente, movimientos de los aparejos, gritos de los timoneles y contramaestres, un frío que crecía como la soledad en altamar y un vaivén nauseabundo que enturbiaba las oraciones de cada día.

    Con el mareo, el ánimo de la tripulación se avinagró. Al principio hubo discusiones religiosas y disputas por los lugares ocupados a bordo; y el capitán tuvo que recordarles quiénes eran labradores, quiénes artesanos y quiénes sirvientes. La mayoría de los nuevos navegantes era de los elegidos del Señor, pero ni siquiera esa afinidad privilegiada resultaba capaz de suprimir las envidias, las codicias y los demás excesos de la malignidad humana. Por eso Wellington se refugió en la fe. Cuando sentía que las vísceras se le amotinaban por el movimiento persistente del oleaje, cerraba los ojos para platicar con Dios. No rezaba: Wellington detestaba las oraciones fabricadas y repetidas sin entrega, huecas letanías dirigidas a nadie. Mejor la intimidad, la palabra propia, el corazón abierto sin tanta ceremonia. Durante horas, Wellington y Susan permanecían firmes, como estacas clavadas en cubierta, soportando el temporal gracias a la comunicación divina.

    Pero a la semana de haber zarpado, el Señor parecía dispuesto a endurecer la mano. En las eras difíciles de la digestión, cuando los marinos mataban el tedio con los naipes, el frío vespertino llegó acompañado de un viento tenaz pero indeciso, que soplaba a barlovento y sotavento, enfilaba lo mismo al norte que al poniente, hinchaba las velas y volvía sobre sus pasos para frenar el barco. El timonel se empeñaba en fijar el rumbo y ordenaba a gritos la dirección de las velas, pero la caprichosa voluntad del viento terminó por imponerse, y el navío parecía girar sobre su propia quilla. Después el cielo cerró sus puertas a la luz, la noche envolvió a deshoras al océano y empezó a llover. Al principio era una lluvia fina, como la que caía sobre los pastizales de ovejas meses atrás, pero de golpe se desató una tormenta de esclusas abiertas, donde la tripulación no sabía si arriar las velas para salvarlas o utilizarlas, izadas como estaban, para aprovechar el vendaval. En cubierta todo era gritos, los marinos se esforzaban en jalar los encordados para orientar la embarcación, los pasajeros luchaban por mantenerse de pie mientras los mástiles se inclinaban hasta la diagonal, y del castillo de proa salían bocanadas de agua que arrastraban escaleras abajo a la tripulación que se encontraba sobre el puente.

    Wellington tomó la mano de Susan y de un jalón trató de llevársela al interior del casco, hacia los camarotes, pero las corrientes de agua sobre la cubierta los hacían resbalar como si pisaran arenas movedizas, y la inclinación del navío los hizo caer y sujetarse desesperadamente de la enorme cadena del ancla, para evitar ser arrojados por la borda hacia los furibundos brazos del océano.

    Aquello parecía el fin. Aferrado a los amarres del cargamento y deteniendo con todas sus fuerzas a Susan por la cintura, Wellington inició sus oraciones crepusculares, sabiendo que tal vez esas palabras escribirían el epílogo de su vida. De vez en cuando, levantaba la cabeza para mirar las condiciones de su propio holocausto, y con el cuello arqueado alcanzaba a ver la inundación creciente, los barriles desatados que rodaban sin freno sobre cubierta, las coces y el frenesí de los caballos aterrorizados pero aún cautivos, la cofa del mástil mayor que se partía y volaba en dirección al mar, la vela cangreja que se rompía por los soplidos del tifón y se desperdigaba en trizas. En esos momentos todo parecía más difícil: la respiración se entrecortaba por los latigazos del agua salada sobre el rostro, la visión se ensombrecía por la oscuridad reinante, la razón parecía salirse de su cauce y sucumbir a los impulsos del terror. El único sentido que cumplía sus funciones sin titubeos era el oído. Wellington escuchaba los ecos amplificándose la tormenta, los golpes del cargamento sobre la borda, los relinchos de los caballos y el imponente rugido del océano, cuyos pulmones parecían dispuestos a apagar las últimas luces de la nave. Pero junto a aquella sinfonía de juicio final había otra, lejana, casi inaudible en un principio, en la que Wellington empezó a reconocer las primeras melodías escuchadas en su vida: un arroyo de gaitas, címbalos, violines, tambores, panderos, un órgano de iglesia, un clavicémbalo y muchas matracas que anunciaban algo, el fin de la pesadilla o la anhelada apertura de las puertas celestiales.

    Wellington ya no veía el golpe de las olas desfigurando el mascarón de proa, ni sentía el cuerpo de Susan que se escurría de su abrazo y rodaba sobre cubierta como los barriles, ni pensaba en la forma de salir con vida de aquel infierno de agua, pero a pesar de la obstrucción de todos sus sentidos escuchó con claridad aquella voz, el ronco pecho del Señor inundándolo de fe y empujándolo al futuro. Sobrevivirás, le dijo, y Wellington advirtió en su tono una promesa inquebrantable y una misión en este mundo. Por eso cuando abrió los ojos y perforó con ellos la penumbra y el agua que embestía por ambos flancos, vio a Susan a la deriva, golpeándose con las cajas de verduras y las bases de los mástiles, y se lanzó a salvarla con un coraje resucitado.

    Así hubieron de pasar horas febriles, horas de oscuridad y turbulencia, horas de rayos que encendían el mar por un instante, horas en las que la tripulación quería volver al puerto dejado atrás, volver a la patria, a la tierra, y de ser posible volver al útero; horas de desasosiego eterno, horas que rompieron mástiles y amarres, para que después Wellington pudiera aflojar la tensión de todos sus músculos y celebrar el triunfo de haber quedado vivo. Cuando las olas dejaron de crisparse y el viento recobró su habitual respiración, el capitán recorrió la nave para hacer un recuento de los estragos; los camarotes estaban inundados, las escotillas no podían cerrarse y el agua manaba como fuente; el cargamento se había desamarrado, los víveres fueron devorados por las olas, los caballos estaban heridos por las coces que se propinaron mutuamente; el bauprés se había quebrado, el foque voló como alfombra con el viento, la vela principal y la cangreja se desgarraron, las banderas se perdieron y las jarcias se volvieron hebras; la mayoría de la tripulación estaba herida, golpeada, enferma, y dos de sus integrantes terminaron sus ensoñaciones de pioneros en el regazo del océano.

    Los católicos hubieran interpretado la tormenta como un signo inequívoco de la cólera divina. Hemos errado el camino -dirían-, hemos pecado, hemos desobedecido, y ahora tenemos el castigo merecido por nuestra arrogancia. A Wellington, en cambio, la furia del mar le ratificó la creencia de que nada podían unas cuantas olas contra la certeza del destino, y que ni los obispos, ni los reyes, ni los cataclismos le harían torcer el rumbo. Así, con la convicción intacta de que el futuro le pertenecía, el joven labriego se dedicó a tranquilizar a Susan, a restañar las heridas de los golpeados y a bogar contra el espanto de la tripulación entera, que a esas alturas prefería desembarcar en tierras españolas y morir en el abrazo calcinante de la santa inquisición, antes que terminar ejercitando las mandíbulas de los tiburones.

    Wellington no era muy diferente del resto de su grupo, pero sí un poco más alto que todos, un poco más corpulento y un poco más rojizo. Como muchos otros, sabía lo que era· pulsar un arado, y su hinchado cuerpo había sido fermentado durante años con la malta de cebada. Era un hombre amable siempre, afanoso, colaborador, exigente consigo mismo y enemigo mortal de la ociosidad. Pero en todo esto no hacía más que ceñirse a los cánones de la tradición y del terruño. Sin embargo, el ingrediente que lo distinguía de los demás era la fuerza de su fe. Todos la tenían, claro; todos se movían impulsados por su aliento, pero nadie era dueño, como él, de aquella potencia germinada que inundaba de significado cada uno de sus actos y los orientaba hacia el mañana. Movido por esa propulsión interna, Wellington era el primero en reparar las velas, el que sacaba más agua de la embarcación, el que buscaba siempre aprovechar el mínimo golpe de viento, el que dormía menos y el que soñaba más. Por eso aquella misma noche, cuando subió al castillo de proa y desde ahí habló largamente a sus compañeros sobre la voluntad divina de seguir adelante, el espíritu reverdeció, los indecisos fueron arrastrados por la elocuencia de sus ademanes, y la zozobra de los heridos fue mitigada por las promesas de tierra firme. Wellington hablaba del valor personal, de la necesidad de. romper con el pasado, del ejemplo de Moisés y los profetas que buscaron nuevas tierras, de las noticias que divulgaron Colón, Caboto, Drake, Raleigh y Smith, del don de la perseverancia, de la necesidad de sobreponerse a las desventuras del éxodo, de la urgencia de avivar la flama interior que llevaban los elegidos a la gloria eterna.

    El alba sorprendió a los tripulantes fatigados, húmedos, dormidos unos sobre otros y saturados de dolor y frío. A esas alturas, después de treinta y tres días de mar y de tormentas, nadie pensaba en la cercanía de la costa. El mástil de la mayor se había quebrado; ya no había cofa, ni vigía, pero el timonel se había apuntado otra victoria sobre el vendaval, y su voluntad había mantenido el rumbo fijo. Por eso el aire de la madrugada llegó hinchado de un rumor de pájaros, y cuando la niebla se disipó en la proa, los marinos apostados en el puente pudieron ver, como un milagro, dos pálidas jorobas de camello descansando sobre el horizonte.

    iTierra! iTierra!, gritaron los primeros que la vieron, y de inmediato el grueso de la tripulación se agolpó en el castillo de proa, trepó por los aparejos para observar mejor desde las alturas, y los últimos en despertar se frotaron los ojos y se vieron desbordados por la inminente encarnación de sus sueños. Los más jóvenes, aquellos que habían salido de los talleres citadinos donde trabajaban como aprendices, o de los muelles del puerto donde se ganaban el pan como estibadores, no pudieron contener la euforia y se lanzaron por la borda con maromas acrobáticas. Otros los siguieron, y los primeros efectos de la presencia de tierra firme resultaron tan embriagadores que la tripulación empezó a caer al mar en racimos. En cubierta se quedaron los que no sabían nadar y las mujeres. Y en ese momento, cuando los deseos parecían ponerse al alcance de la mano, tuvo lugar el primer enfrentamiento en el seno de la nueva sociedad. Uno de los que no sabían nadar, y que por tanto permaneció en la nave, era Cummings. Como muchos otros, venía de las verdes praderas con rebaños y pajares, y su espíritu impetuoso se enardecía fácilmente con las emociones intensas. Un asomo de sensatez le detuvo antes de dar el salto mortal hacia el océano, y sus manos se quedaron sujetando la borda del barco con una agitación contenida, como si quisiera sacudir la nave entera. Entonces, incapaz de amordazar su propia euforia, se volvió y abrazó a la primera mujer que tuvo al alcance, cubriéndola de besos con la avidez de un hambriento. La agraviada resultó ser la mujer de un sastre llamado Norton, que en ese momento nadaba alegremente junto al casco del navío, pero que cuando se enteró de la ofensa se arrojó sobre Cummings como si quisiera cerrarle la boca para siempre. El resto de la tripulación tuvo que intervenir para moderar los arrebatos vengativos de Norton, y por decisión unánime el fortachón Cummings fue encerrado en uno de los camarotes, con el agua en las rodillas, como escarmiento. Ese fue el preludio de una serie de acuerdos y disposiciones que se fueron tomando para evitar que las diferencias entre los miembros del grupo llevasen al barco a naufragar en sangre.

    Después, a medida que la fragata se aproximaba a tierra, la tripulación parecía más unida que nunca. Inclinados sobre los barandales, subidos en los restos de las cajas y los barriles descuartizados por el vendaval, y elevándose sobre las puntas de los pies para no perder el menor detalle del mundo que nacía frente a sus ojos, los hombres y las mujeres llegaban al final del viaje con el aliento contenido. El continente presentaba una faz llena de colinas que se adelgazaban en el horizonte, y el mar parecía vivir eternamente en paz, sin el oleaje exasperado que estuvo a punto de volver astillas el casco de la nave. A babor aparecieron los primeros síntomas de vida: una bandada de pájaros blancos cruzaba el cielo con un vuelo armónico, una sincronización de movimientos que parecían militares, y un coro de graznidos como saludo a los recién llegados. A lo lejos, otros pájaros solitarios trazaban círculos en labor de reconocimiento, hasta que súbitamente detenían el vuelo, caían en picada como alcanzados por un disparo, y se perdían entre las olas. Después de unos segundos reaparecían triunfantes, emergían del mar como los dioses antiguos, y emprendían el viaje al firmamento, con los peces bailando entre sus picos.

    Cuando la pesada ancla fue arrojada por la borda y la tripulación empezó a remar en pequeñas lanchas hacia la playa, la bahía se inundó de oraciones, bendiciones y palabras de agradecimiento. Al pisar tierra firme y disputarle el terreno a los cangrejos, los más jóvenes corrieron entre las rocas, mientras los marinos jalaban cuerdas para ayudar al desembarco y todos colaboraban a poner lo que quedaba del cargamento en la playa. Susan Linchester sacó las piernas de la lancha, se empapó los holanes de la falda con las olas amainadas, caminó hacia la arena, se detuvo para observar las colinas circundantes y sentir en las mejillas una brisa nueva, y a los pocos segundos fue consumida por el vértigo y cayó de bruces en las orillas del nuevo mundo.

    -Ya no sé caminar en tierra firme- dijo al volver en sí; pero el hambre y los mareos repetidos y el crecimiento posterior del bajo vientre le confirmaron otros motivos de su malestar. Sin perder tiempo, Wellington organizó una pequeña comitiva para explorar en los alrededores. Quince hombres, seleccionados entre los más resistentes para las caminatas, recorrieron durante varios días las inmediaciones de la bahía. La expedición encontró bosques muy profusos en colinas y mesetas, donde había robles achaparrados y pinos que llegaban al cielo; lagos pequeños, separados unos de otros por grandes distancias y comunicados por ríos que parecían transitables; valles donde la mano del hombre había ya rasgado la tierra; animales veloces y de pieles codiciadas, y un frío que empujaba hacia los meses más crudos del invierno.

    Wellington decidió establecer al grupo de recién llegados en una colina desde la cual se divisaba el mar, el valle y las montañas. De aquella forma, la gente quedaba en libertad de dedicarse a la pesca, a la agricultura o a la tala de los bosques. Provisionalmente, los colonos levantaron sus primeras casas con la madera de las lanchas atracadas en la bahía, y despacharon la averiada embarcación, con la mitad de las velas, de regreso al viejo mundo. Después de esa despedida, rotos ya todos los lazos con el pasado, empezaron las dificultades. La tierra era extensa, buena para el cultivo, y era toda de ellos. Pero no había semilla: se la había llevado el furor del mar, y los pocos comestibles salvados de la tormenta eran unos cuantos panes y algunos retazos de carne salada. De manera que, al cabo de dos semanas, empezó el hambre. Los más resistentes la soportaron como místicos en ayuno, pero con el tiempo trataron de amortiguarla con raíces, cangrejos, ramas de arbustos silvestres, cualquier cosa. Junto al hambre, llegaron las enfermedades. Al corpulento Cummings se le inflamaron las encías y le empezaron a sangrar. Su rostro se pintó de un verde mortecino y los ojos se le inyectaron de fuego. Durante el día mantenía un estado de absoluta indiferencia hacia todos los asuntos terrenales, y por las noches parecía descender a los infiernos, mientras su cuerpo era presa de convulsiones y delirios. Tan deplorable era su estado que el propio Norton, dejando a un lado los rencores y los agravios a su mujer, se ofreció para cuidarlo y pasarle lienzos húmedos por la frente.

    En esas condiciones, el invierno llegó arrastrando los pies, con los pesados pasos de la muerte. Pero cuando parecía que el hambre, las enfermedades y el frío sepultarían los anhelos de los emigrantes, los vicarios del nuevo mundo llegaron en su ayuda.

    La presencia de aquellos hombres ya había sido presentida, pero jamás confirmada. Se insinuaba en el

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