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La isla de cristal
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Libro electrónico548 páginas8 horas

La isla de cristal

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Esmídea es el mundo donde yacen Cristalia, Atlania y otras patrias, unidas por idioma, religión y cultura. En medio de este entorno paradisíaco de anchos mares, donde brilla la esmeralda y crecen las orquídeas, el sol manifiesta su esplendor. Pero el apetito tiránico, que acecha la libertad adondequiera, ha sometido a sus naturales a los juegos de poder de duros opresores.

Con promesas de libertad y democracia, cada tirano obtuvo el apoyo de su pueblo, para luego, una vez en el poder, traicionarlo e imponerle un yugo peor que el anterior, del cual prometió liberarlo.

En tal escenario, el espíritu rebelde enfrenta al opresor y a causa de la reacción, los perseguidos se ven obligados a la aventura de atravesar los mares en precarias barcazas, con las que pronto alcanzarán la etiqueta de náufragos: madres, que pierden a sus hijos en el intento de cruzarlos, pescadores, obreros, campesinos, expatriados, en fin, que, aún ganando la otra orilla, mueren después ahogados por la nostalgia del regreso.

Otros, a los que su aporte no le ha sido contado en los países del arribo, son maltratados; y olvidada su calidad de refugiados, resultan deportados. La metáfora esmideana recoge la lucha de los pueblos por la libertad, que deja su impronta en esta pintura íntima de la tiranía.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento12 jun 2015
ISBN9788416339921
La isla de cristal
Autor

Mario Ariza

El autor es Abogado, graduado en derecho y ciencias políticas, en Colombia, su país de origen. Obtuvo diplomados en títulos valores, derecho romano y lógica para juristas. Hizo estudios de filosofía, teología, idiomas, raíces griegas y latinas y cultiva el latín como lengua clásica. Entre sus escritos literarios figuran las novelas "A la Hora Señalada", "Filemón" y "La Isla de Cristal".

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    La isla de cristal - Mario Ariza

    Título original: La isla de cristal

    Primera edición: Junio 2015

    © 2015, Mario Alberto Ariza Herreño

    © 2015, megustaescribir

             Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    El texto bíblico ha sido tomado de la versión de la Reina Valera, revisión de 1960. Redactor General Donald C. Stamps, Isaías, en Biblia de Estudio Pentecostal, 1993 por Editorial Vida, Miami, Florida 33166, E.U.A

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda                 978-8-4163-3991-4

                   Libro Electrónico      978-8-4163-3992-1

    CONTENTS

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    I

    II

    III

    IV

    V

    ISAIAS 10: 1. ¡Ay de los que dictan leyes injustas, y prescriben tiranía…! ¿Qué haréis en el día del castigo? ¿A quién os acogeréis para que os ayude, cuando venga de lejos el asolamiento? ¿En dónde dejaréis vuestra gloria?

    PREÁMBULO

    Frente a la otra orilla, seres impedidos para crecer en libertad se aventuran a las aguas del mar, azaroso y temible.

    Van remontando el Umi, después de haber partido incógnitos, escuetos, apurados. El Umi —como le llaman los navegantes al océano en el idioma mismo de tsunami— es en realidad ignoto, impredecible.

    ¿Saldrán a la «Otra Orilla»? En esta, guardias de cara pálida aguardan por si acaso.

    Atrás, las aguas se retuercen. Muchas millas marinas hay entre orilla y orilla y, en medio del trayecto, bogas repentinos reman en contra de lo adverso; propulsan, paletean, pero no ven la orilla.

    Se arriesgan a ir sobre los mares (dicho será in extenso), en frágiles embarcaciones, sin percatar siquiera que se enfrentan a las mismas y primigenias aguas que, en tiempo de tinieblas, a la nada ahogaron. Fue en el principio cuando el eco del trueno articuló el mandato proverbial para que el caos cesara, y los cuerpos celestes aparecieron al raudo y, como ejércitos, ante una voz de mando, se alinearon.

    ¡Rugió el universo entero!

    Geos —después así llamada, la del planeta azul, canica de cristal, la de atmósferas etéreas y veladas— va volando a su órbita en acato a la orden irrogada; en su fuga arrastra vientos y tempestades y, a su paso, cortinas de agua se rompen para formar los mares.

    Como en un nacimiento virginal, Geos sale a flote de todo aquel diluvio de aguas derramadas y se asoma a su órbita para ver qué fronteras le han tocado. Sin duda, advierte que gravita en medio de vecinos extraños, junto a ella situados; caliente es el uno, y el otro, congelado.

    Después, Geos mira hacia el cielo y se contempla en el espejo que aquella primera luna llena le ha brindado. Se ve como un gran delta en medio de los mares, y sus crestas salientes como terrones mojados que emergen después de un aterrador tsunami. Está hinchada por la creciente, pues las aguas, al someterse al orden, han establecido un cauce en el regazo acunado que Geos les ha brindado.

    Tras millones de años, desde que cesó el caos, el paisaje no cambia: en el fondo, el Umi sustenta variedades, y arriba, al deslizarse por la faz de las aguas, los vientos lamen el lomo de los mares; sobre ellos cantan y danzan las sirenas del alba y, como alas al viento, las aguas se quiebran con cada marejada.

    Ahora, en la calma oceánica, como lotos tendidos sobre el azul perchado, algunos promontorios parecen que flotaran: son ínsulas con aliento de trópico, y de entre ellas emerge deleitosa Cristalia.

    Cristalia es la isla donde anidan los sueños, y el hombre, al que le han robado allí su contenido, sueña con el contenido de una sola palabra: ¡Libertad!

    Este hombre es de la estirpe de aquellos que, allende tierra firme, integran los pueblos de Esmídea soberana. Esmídea es la tierra de la esmeralda y de la orquídea, a la que muchos poetas evocan con adjetivos encomiásticos: la señorial, la de la piel canela, la del genio creador; la dueña del medio día, la meridional, la del sol flamígero, abrasador.

    Icár es el nombre del tirano, que ha ligado a Cristalia a su destino.

    ¿Por qué se van? La gente se pregunta.

    La respuesta es muy breve: ¡la tiranía asedia!

    Acorde con su esencia, el hombre, hecho para crecer, está en permanente ascenso a su destino, y cuando alguna circunstancia se lo impide, ante tal antinomia alza la voz y reclama justicia.

    Pero otros factores conspiran en contra de aquellos libérrimos espíritus. Uno es el temor a vivir una vida sin posibilidades, que han llamado la «realidad vacía»; el otro es el miedo al chantaje y a la violenta persecución tiránica, que constriñe a los habitantes de la isla. La sospecha de que esta realidad, quizá y sin quizá, los devorara, los obliga a convertirse en improvisados nautas, que se lanzan a la aventura de atravesar los mares.

    — ¿Cuántos se han ido? —preguntó Icár, con voz confusa y aguda, como la de una ballena que se ha desorientado.

    —Muchos, señor —contestó Elipando—, con el alba se han ido.

    Elipando Segundo, cual su alter ego, en todo secundaba al tirano. Había nacido para ser, como la más diminuta manecilla del reloj, segundero.

    — ¡No se salvarán! —Sentenció Elipando, con voz de galgo, sórdida y apagada—. Se morirán todos los que intenten traspasar la frontera, agregó.

    Icár, enfurecido, miraba hacia la plaza principal desde la ventana céntrica del Capítulo, la casa de gobierno. Este era del tipo de déspotas a quien solo los propios pareceres le importaban; las demás opiniones, resbalaban. Así, pues, no creía en otra verdad que no fuera la suya.

    —Déjalos ir, Elipando —le ordenó.

    Convertida la isla en un presidio por las propias apetencias del tirano, Icár prohibió que sus nacionales traspasaran las fronteras marítimas, salvo los que él autorizara; y a los que pretendían huir, los capturaba. Sin embargo, avisado por los guardias de fronteras, permitía que algunos valientes avanzaran; en especial, cuando esos guardias, augures de la muerte, predecían que aquellos perecerían en naufragio, lo cual era previsible por la calidad precaria de las barcas.

    No había para los decididos navegantes embarcación segura que garantizara la contingencia a la que se arriesgaban.

    El escenario, ahora, era patético: arreada por los vientos, una piragua serpenteaba entre olas picadas; llevaba quince abordo, y una madre, con su párvulo en brazos, rezaba.

    Estas aguas no eran ni mucho menos mansas. Atravesarlas a remo era como intentar cruzar sobre un hilo cósmico la distancia entre dos opuestos cuerpos siderales, hilo que sería tan frágil como la línea que separa la vida de la muerte, en verdad, de vidriosos perfiles.

    Olas, como montañas que iban en caminos encontrados, se precipitaban, unas sobre las otras, formando remolinos en medio de los cuales la balsa zarandeaba.

    Entre los viajeros, algunos destacaban. Estos se hicieron al mando y, como noveles navegantes, despavoridos bogaban.

    Entretanto, Lena, la madre, sacó de la mochila una estera de corchos. De súbito, una fuerte ráfaga de vientos trajo aguas asperjadas, y la estela de espumas roció las caras de los navegantes, agotadas. Ahora, pues, los lamentos de los desesperados viajeros se ahogaban.

    La ola que sobrevino inundó la barcaza, y el borbotón que resbalaba hacia la proa hundió la quilla, mientras que la balsa se volteaba.

    ¡Con ella se hundieron todas las ilusiones!

    I

    ¡Sálvate, mi ángel! —gritó la madre— y arrebató a su hijo de entre aquella confusión de aguas derramadas, en que el Umi se había transformado.

    ¡Se escucharon, gritos desesperados!

    El pequeño rodaba por las aguas, y Lena, la madre, expulsada de la barca, chapaleaba a su lado. Por un instante se le había ido el bebé de las manos, pero logró alcanzarlo, y con él emergió tras deslucidos nados.

    —¡Vive, mi ángel! —volvió a decir la madre y clamaba al Umi para que se calmara. Pero, cuando las aguas del Umi se agigantan, suelen no entender de nada.

    En medio del apuro, ella arrebujó al párvulo en la estera de corchos, mientras luchaba por nadar a su lado.

    La fragilidad del salvavidas en que logró encajarlo, en medio de la urgencia, impidió que otros náufragos pudieran asirse de él para salvarse.

    Antes que acabara de enredarlo en el tejido de corchos, otra ola la envolvió y la lanzó rodando por las crestas de espuma.

    Lena perdió la estabilidad, y el agua se encausó hacia su garganta.

    —Shissss, escupió al salir a superficie, pero volvió a hundirse.

    El agua se abrió paso entrando sin resistencia a los pulmones e inundó, casi por completo, los espacios.

    Tan descontrolada como el vaivén mismo del mar, Lena manoteaba las aguas con el fin de dominarlas.

    Más allá, como un tornillo forzado a rotar sobre su eje, Marlon, con una mirada exploradora, barría en redondo la superficie rugosa del océano y giraba, una y otra vez, para encontrarla, al tiempo que escupía a bocanadas el agua salobre que entraba a la boca, cuando el nivel de las aguas superaba su nado.

    A la sazón, gritó desesperado: — ¡Lena!, ¡Lena!, ¡Lena!

    La embestida de la ola también lo había lanzado lejos, y sus ojos no detectaron a Lena en superficie, por lo que la exploración circular resultó vana.

    ¡Vanos también fueron los gritos!, ¡angustiosos los lamentos!, ¡sin fruto los esfuerzos!

    Las botas de Marlon dejaron ver las suelas desgastadas cuando salieron a flote calzadas a los pies, después que, en una voltereta, hundió la cabeza para descender rumbo a las profundidades.

    Los pulmones aireados, listos a la inmersión, lo apoyaron en la decisión de ir a buscarla.

    En el descenso a las honduras, los escombros del naufragio viajaban a su lado, mientras que las burbujas empedraban el camino que dejaban los náufragos.

    Aquel viaje forzado los llevaba hacia un destino sin regreso, quizás insospechado.

    Las manos moribundas de los infortunados, que aún chapoteaban, hendían desconfiadas el agua que los atragantaba. Pero la presión continua no solo rompía el hermetismo de los labios, sino que se colaba para hinchar los últimos espacios pulmonares. Desesperados, los desdichados intentaban señales de auxilio, mientras el propio peso hacia el fondo los bajaba.

    Marlon no podía detenerse a socorrerlos. Y, debido a que tampoco podía abrir la boca, se tragaba los alaridos con que quería llamarla. Así, pues, los gritos se ahogaron.

    ¡Era buen nadador! Había nacido en una esquina del suelo de la isla, en un poblacho de pescadores, y aunque el destino no lo hubiera puesto allí, también nadara, pues era muy hábil para todo. Pero, además, fue la briza del Umi la que meció su cuna y lo acarició por siempre, en el eterno ir y venir de las aguas a las playas.

    ¡Siguió bajando!

    Nunca había intentado ir tan lejos, en nado libre. Pero el espejismo, que le hacía ver delante a Lena retorciéndose en el agua, lo hizo seguir sin detenerse a pensar qué tanto había bajado.

    Cuando la alcanzó para salvarla, la abrazó e intentó nadar de regreso a superficie. Y, aunque ella estaba en un período de inconsciencia, en una sacudida del instinto, se encogió y formó una trabazón de piernas y de brazos, tantos como los de un pulpo que acorrala la presa, y lo sujetó aplanando sus entrañas.

    La prensa que aplicó sobre el torso de Marlon, su marido, hizo que este soltara el oxígeno que aún le quedaba de reserva para ir de regreso sobre el agua.

    Entonces, Marlon, para escapar con ella, la cruzó con las piernas y la apretó entre los brazos.

    Los dos cuerpos, anudados entre aquella maraña de tentáculos, giraban como hélice de papel que lleva el viento y, con delirio total danzaron, en prueba de su amor eterno, la partida.

    A la danza fúnebre se unía un grupo de cuerpos moribundos, seguido de los escombros del naufragio que bajaban, hasta que los más adelantados encontraron asiento en las profundidades, sobre los bancos de corales.

    Como un funesto presagio, la madre se había pasado la vida atando corchos, que unía, usando hilos de pesca, los unos a los otros, con intrincados nudos.

    La labor artesanal que, a diario, Lena se proponía elaborando sartas, no tenía un propósito aparente, pues tejía la red con mucho apremio, pero, luego volvía a destejerla.

    Tal vez, el propósito era el de conservar las manos muy activas, pues no se atrevía a decir que este era un juego de audacia para espantar el tedio. Así, la cadena de corchos resultante huía al desatarla y aparecía de nuevo entre las manos al tejerla.

    Tantas veces lo hizo, que llegó a lograr un cierto grado de perfección artística; aunque la urdimbre confirmaba que solo lo hacía para matar el tiempo, porque su mente ya no estaba puesta en esta tierra de oprimidos.

    «Los pensamientos no realizados que llegan recurrentes, a la postre, se vuelven ilusiones», pensaba ella. Ilusiones tejidas con corchos y con pomos, en manos que querían, de una vez por siempre, cerrarle el camino a la desocupación.

    Cosidas a los bordes y cruzadas de uno a otro extremo, las sartas de corchos llenaban los espacios para dar firmeza al artificio. Y en medio del naufragio, rompiendo la futilidad del holgazán invento, la esterilla de corchos debutaba. Hay cosas que sin valor aparente atesoramos y nos salvan, y otras que con valor ostensible nos llevan a la muerte. ¡Libertad, tesoro incalculable!

    Mami, papi, mami. El niño, enredado en la sarta de corchos en que la madre lo había arrebujado, con gritos desmayados los llamaba. El llanto ahogado en los propios chillidos no paraba y, con el vaivén del Umi, las horas se marchaban.

    Había quedado en evidencia la precariedad de la balsa en que se aventuraron, lo que los llevó a un viaje sin retorno, cuando, a muchas millas de la playa, volcó, ante un embate de las aguas. Esta era una chalupa de madera, grapada en los traslapos y taponada con trapo y cera de las abejas.

    El mismo Umi ya había devorado a cientos de remeros que intentaron cruzarlo, cuando decidieron lanzarse a la aventura de atravesar los mares, obligados por los temores de que aquella realidad vacía quizá los devorara.

    La afirmación que describía una vida sin posibilidades, llamándola «realidad vacía», contradecía los razonamientos de los lógicos, pues donde hay realidad no puede haber vacío. ¡Aunque ahora, todo es relativo!

    Pero ese era el calificativo que más encajaba con la desesperanza en que vivían.

    El vacío —en aquellas vidas, aunque suene al igual contradictorio, porque donde hay vida tampoco hay lugar al vacío—, sí existía.

    La ausencia de historia, la castración del presente y la negación del futuro dejan a un hombre en blanco, realmente, ¡vacío!: porque sin historia no hay pasado; sin acción no hay presente, y sin esperanza, no hay futuro. En síntesis, un hombre sin pasado, presente, ni futuro es un ser vacío: su espíritu no está ahí, y un hombre sin espíritu no tiene posibilidades de lo eterno.

    Los escombros que flotaban esparcidos a muchos metros del naufragio, en la mira del catalejo del vigía, alertaron a la tripulación del portaviones «Estrella de los Mares», para que se interesara en ir a buscarlos.

    Acercándose más, el catalejo ubicó, entre los desechos que flotaban, un objeto del que salían movimientos producidos por débiles chapaleos, que se desvanecían en las aguas.

    ¡Once horas, bamboleándose sobre la superficie, completaba la mochila de corchos, y el párvulo rígido, dentro de ella, todavía flotaba! ¡Once horas de pavor en las que la mirada se perdía en la cuenca ahuecada del azul infinito! Tenía todo el cielo a disposición suya, pero la línea de horizonte que atisbaba no le ofrecía ningún punto en el que las esperanzas se apoyaran.

    La estela de lágrimas había descrito microscópicas montañas de sal al bajar por las mejillas, y todo el cuerpo acumulaba el salobre del agua evaporada por los rayos solares. La descompensación en el cuerpo era notoria: la resequedad de la piel, las energías gastadas, más el hambre y la sed, lo habían mermado. La voz cascada en la garganta soslayaba los gritos que, en vano, seguían llamando: ¡papi!, ¡mami!

    — ¡Allá!, ¡allá hay algo! —gritó el vigía del catalejo e indicó con el índice, el brazo extendido en avanzada.

    El navío tornó a babor y se puso en dirección a los objetos que flotaban.

    — ¡Preparen los esquifes! —ordenó el capitán.

    Los marinos, en cubierta, se prepararon para hacer el rescate.

    A medida que se acercaban, se percibía el epicentro del naufragio: objetos flotantes se esparcían sobre las ondulaciones de las aguas, ahora, sosegadas.

    Abriéndose paso entre fragmentos, los salvavidas bajaron, sin abandonar el bote y se acercaron a los escombros que flotaban. Al aproximarse a la esterilla de corchos, pudieron ver que dentro había un párvulo enredado.

    Cuidadosamente, se allegaron y, una vez a su alcance, comenzaron a estrechar las puntas de las cuerdas recogiendo la red en que el pequeño se encontraba. Con la seguridad de que no se saldría de la escarcela, comenzaron a halar para subirlo abordo. Apenas lo montaron en el bote y removieron las cuerdas para desenredarlo, comprobaron que la bravura de las olas no hubiera logrado desprenderlo, y que el perfume de los residuos de las fragancias que los pomos vacíos conservaban, hubieran repelido cualquier intento de algún depredador marino en devorarlo.

    Por fin lograron desenredar el artefacto y extraer al párvulo. Prontamente, pasaron a prestarle los auxilios que se le aplican a los regresados de la muerte.

    Luego el bote fue elevado hasta cubierta. El capitán, creyendo agotada la búsqueda, se sintió satisfecho y se dispuso a elaborar el informe para reportarlo a la base.

    — ¡Hi, baby! Le musitaban al oído, palabras de cariño.

    Él, rendido en la camilla, rodaba la cabeza de un extremo al otro de la almohada, como rodillo que aplana la masa derramada, pero no lograba entender ni una sola palabra de las que le soltaban, porque las que usaban estos gigantes no eran las mismas que él ya pronunciaba. Y las palabras o dan significado, o pierden por completo su eficacia. Aquí, la habían perdido.

    El capitán ordenó que viniera la oficial de extranjería que hablaba la antigua lengua de Hispania.

    — ¡Hola, mi amor! —le dijo ella, pasándole el envés de los dedos sobre la piel enrojecida de las mejillas.

    El cuerpo, refrescado, brillaba por el efecto de algunos hidratantes.

    Hey sweetie?

    Digo…

    — ¡Hola dulzura!

    ¿Qué te pasó, bebé? Dime ¿qué te han hecho?

    Al niño le dio lo mismo que le hablaran en la lengua materna o en cualquiera otra rara, y no quiso responder a la ringlera que espetaban.

    Los párpados, presionados con el envés de los puños diminutos cerrados, se negaron a soltar alguna lágrima, pues sabían que llevaban cerca de doce horas llorando, y que las reservas no debían agotarse. ¡Tal vez, más adelante, serían necesarias!; entonces, para ahorrarlas, se cerraron.

    La soledad por la ausencia de sus padres le hacía prorrumpir gemidos que, en medio del enronquecimiento, se ahogaban. Ahora, dormido en la camilla, gimoteaba y descansaba.

    Gotas que venían a través de una manguerilla transparente, unida a una bolsa que pendía arriba de la cama, entraban en el torrente sanguíneo por la vena pinchada en el quiebre del brazo.

    Cuando el navío iba a retirarse, uno de los marineros gritó:

    — ¡Capitán!, ¡capitán!, ¡algo se mueve a lo lejos, detrás de esa alcarraza amarilla!

    —Déjame ver —instó, y acercó un par de binóculos a los ojos—. ¡Es un hombre!

    ¡Continúa moviéndose! —repitió el marinero.

    — ¡Sí, es un hombre! —Confirmó el capitán—. Bajen nuevamente el esquife.

    La catedral monumental que se acercaba hacía temblar las aguas. « ¿Sería esto un navío?» El viejo náufrago, flotando sobre las aguas, se preguntaba.

    Visto desde la perspectiva del náufrago, que sobreaguaba, el portaviones lucía como una basílica gótica de tres naves, que el infortunado contemplaba asombrado.

    La enormidad del navío era tal, que el hombre tirado sobre las aguas, como estaba, se sentía como si estuviera acostado a las goteras de los muros sagrados de algún templo, que antes hubiera visitado. Ahora, le venía a la mente el recuerdo del atrio de la iglesia de Cristal de los vientos, donde alguna vez estuvo parado, y desde donde miraba hacia la torre. Desde aquel peristilo, la mirada del viejo, alineada con la cúpula, viajaba al infinito a través de la atmósfera azulada y podía percibir el movimiento de las nubes, empujadas por el viento; este fenómeno ilusorio le hacía ver como si fuera el pináculo el que se desplazara.

    Más tarde, cuando habrían de subirlo a la nave, el punto de fuga le cambiaría la perspectiva: la enorme cubierta lo haría sentir ya no a las puertas de algún templo, sino bajo la observación de una especie de obelisco egipcio, izado al viento.

    Eso sería lo que la realidad le mostraría, desde la plataforma, una vez que hasta allí lo hubieran elevado.

    Cuando se acercaron para rescatarlo, la nave movía las aguas con estrépito y cabeceaba sumergiendo la quilla, al tiempo que se erguía otra vez sobre la siguiente rugosidad flotante.

    La enormidad del navío, con pistas de aterrizaje y aviones situados en escuadra, no había logrado impresionar al niño, pero al viejo lo tenía anonadado.

    «¿Esto será propiedad de algún Imperio?» —pensó al verlo.

    ¡Tantas veces había escuchado mencionar esta última palabra, quizá sin entenderla…!

    Confundidos con los escombros, algunos cadáveres flotaban a su lado, pero no tenían signos de ahogamiento. Probablemente habrían muerto antes de caer en el agua, tal vez golpeados por la balsa al desintegrarse, ante la embestida de las olas.

    Otros, que se aferraron a las tablas flotantes, habían perecido también, quizá porque su corazón sucumbió al sobresalto y aún después de muertos permanecían apuntillados a las maderas, de tal forma que ni siquiera la sacudida de la marea pudo forzarlos a soltarse.

    Ocho cadáveres y medio fueron rescatados, y el niño salvado de las aguas; el medio era la sobra del ataque voraz del tiburón rayado, después de haber deglutido la generosa porción que consistió en las piernas desgarradas del tronco de un hombre robusto, más los intestinos que arrastró a la par con el bocado.

    La majestuosidad del navío seguía impresionando al náufrago, que sobreaguaba asido del flotador improvisado. Justamente, cuando la balsa volcó, el viejo ponía el tapón al bidón amarillo, con el que ahora flotaba.

    Cuando se acercaron para sacarlo del agua, el infortunado estaba agarrotado. Doce horas completaba la mano aferrada a la manilla del bidón y, como resultado, ya no se despegaba. La contingencia coincidió con el momento en que había acabado de darles de beber a los que venían con él en la barca.

    Un tapón sirve, en una definición irrefutable, solamente para tapar, pero aquí fue posible arañar otro significado: salvar. Y la alcarraza se convirtió en un salvavidas, cuando el tapón le selló la boca de entrada. Fue ello lo que hizo el milagro de que el viejo, a pesar de la precariedad del artefacto, flotara asido a la manija. Y ya en el agua, no se atrevió a soltarlo, ni siquiera para cambiar de mano, a pesar del cansancio. Con la izquierda fuerte lo sujetaba, mientras con la derecha lo abrazaba. Cada vez que intentaba cambiar de mano para aliviarse del cansancio, ahuyentar alguna alimaña, o rascarse la cabeza, se hundía y tragaba agua; por supuesto, no volvía a intentarlo. Además, el viejo le tenía pánico a las olas, por lo que, aferrado al artefacto, quedó como paralizado.

    Los ojos grandes, vidriosos y asustados, miraban desde el agua a la catedral gris que se acercaba.

    Eloy era un campesino que nunca había abandonado la provincia natal, y por allí, jamás vio pasar a uno de gran calado. Lo que sí había visto, muchas veces, era la enorme catedral de Cristal de los Vientos, que ahora recordaba bien: la altura majestuosa de las torres, el estilo gótico de las arcadas, la fortaleza de las columnas, el mármol en que estaban forradas, la opulencia de la edificación, la suntuosidad de los empotrados, el valor de los lienzos, la finura de los contornos dorados del santuario, la piedra y la perfección con que estaban trabajadas las esculturas; toda esta construcción monumental era demasiado para el pobre villorrio. La imponencia la sacaba del contexto de la arquitectura lugareña y la hacía ver como trasplantada allí desde remotas regiones, venida de otras épocas, otros estilos, otros mundos, a este lugar lejano.

    Además, la personalidad y el acento extranjero del abad que la presidía, la majestuosidad de los ornamentos del rito, la finura de los vasos sagrados y los libros de la liturgia; todo lo demás, incluidas las obras de arte, la delataban como venida de una cultura ajena. Lo que sí era seguro, era que venía de una civilización desconocida por completo a los habitantes del poblado.

    La timidez, como azote de la personalidad que lo había caracterizado, no le permitía a Eloy relacionarse con nadie que no fuera de los más cercanos a su entorno.

    Cada vez que se aproximaba a cierto desconocido, su rostro producía gestos incontrolados y, tartamudeaba.

    Aquí, casi deja ir el barco por estar escondido detrás de la alcarraza amarilla, pues lo pensó mucho para mover la mano derecha en señal de auxilio, cuando ya el navío se alejaba. Solo lo impulsó la inminencia de la muerte.

    La agonía es el choque de la vida contra los zancos de acero de la muerte, y el viejo agonizaba. Estaba reducido a la nulidad, porque la muerte anula las aspiraciones de eternidad que el hombre tiene, y la inminencia de la llegada causa en él, como en cualquier otro ser vivo, frustración, tristeza y miedo a la partida.

    Cuando lo halaron de la camisa para subirlo al bote, se aferró con más fuerza a la empuñadura del bidón salvavidas y hasta mucho después que cortaron la manija, ya dentro del bote, no la soltaba; con la otra mano abrazó lo que quedaba del recipiente amarillo y se escondía al ponerlo delante de la cara.

    Ante las señales de los marineros, el bote comenzó el ascenso, izado por las grúas.

    Ya en cubierta, el viejo pudo compararlo: observó, a estribor de la nave, un mástil elevado que en la cúspide mostraba no una cruz, como la torre de Cristal de los Vientos, sino un plato que daba vueltas alrededor de su eje.

    — ¿Cuál es tu nombre? ¿Cómo te sientes? —preguntó el capitán.

    — ¿Cómo te llamas? —preguntó la oficial que traducía—. ¿Cómo te sientes?

    A ninguna pregunta respondió, ni en el idioma propio, ni en el que le era presentado.

    Si antes le había sido difícil hablar entre los suyos, ahora, ante los extranjeros, le costaba.

    Este viejo, que nunca había salido de su hábitat, se sentía allí como un mandril cogido en una trampa.

    Aunque estaba atendido, se sentía extraño, porque le habían cambiado la camisa de cuadros por una casaca de color zanahoria, cuello en ‘V’, y el calzón corto por una braga parda. Por zapatos le dieron unas babuchas forradas por dentro en peluche, como de piel de nutria. Eran negras, acolchadas, y suaves, pero con la sola aproximación del pie para calzarlas, le producía una especie de cosquilleo, le erizaba la piel, le destemplaba los dientes y le aclaraba las babas. Nunca había tenido unas así, porque andaba a pie limpio.

    ¿A dónde iría? No lo sabía.

    Así que dejó de lado el asunto, escondió las palabras y se olvidó de que hablaba.

    ¡Todos pensaron que era mudo!

    Lo llevaron a la sala de cuidados del navío y le dieron a beber líquidos para hidratarlo. Después lo bañaron y le aplicaron loción para las quemaduras.

    Entonces, la oficial lo abordó en el que parecía ser el idioma de aquel náufrago, pero el viejo no pronunció palabra.

    Ahora, subieron el esquife en que habían recogido los restos mutilados.

    La oficial volvió al cuarto del niño acompañada del cocinero. Este llevaba un delicioso copón de helado: «fresa, vainilla y chocolate».

    — ¡Hi, baby! ¿Cómo estás ahora? —él no contestaba.

    — ¿Cómo te llamas?

    — ¿Cuántos años tienes? —silencio. Pero alcanzando la mano para recibir el helado, le dejó ver los cuatro dedos extendidos.

    — ¡¿Cuatro?! —Ok.

    — ¿Cómo te llamas?

    —Ael—l—len.

    — ¿Cómo?

    — ¿Álen? Ok, mi amor. Te llamaremos «Little Álen».

    Ella anotó el nombre que entendió: ¡Álen! Y lo dejó comiéndose el helado.

    Ahora sí, el capitán declaró agotada la operación y reportó el hallazgo a la base, ubicada en la parte más sur de la península. Cuando iba a dirigirse hacia allí, fue informado, por radio, de otro naufragio que había sucedido en coordenadas muy cercanas.

    El navío se dirigió hacia el sitio malhadado de las coordenadas, donde encontraría al infortunio escribiendo otra página desventurada.

    Álen, mientras tanto, quedó al cuidado de la oficial, alta y rubia, que vestía un uniforme de la armada.

    II

    —La guerra estaba latente en la cabeza de Icár —dijo Lucrecia y comenzó a narrar la historia de Cristalia:

    —Irás conmigo, Lucrecia —me ordenó Icár esa tarde, cuando inició el camino que lo llevó al Capítulo.

    »Tenía las tropas acantonadas muy cerca de Cristápolis y estaba afanoso e inquieto. Entonces le dijo a Elipando Segundo:

    —Si la turba no traspasa ahora el umbral del temor reverencial de statu quo, Elipando, no lo hará nunca y, de este modo, la insurrección no llegará al Capítulo.

    »Así llamó a la que fue la sede de su gobierno. También se le conocería con el nombre de Sede Capitular.

    —Estoy de acuerdo con esa apreciación, jefe —le contestó Elipando.

    »A la sazón, Icár gritó con la voz impostada para que los hombres lo escucharan:

    — ¡Vamos! —Y, ante una señal suya, todos avanzaron.

    »Avisada, la turba esperaba en las afueras de Cristápolis. Allí recibió a los comandantes rebeldes y, en medio de apretujones, los empujaba para llevarlos a los centros de poder.

    »Los líderes rebeldes que avanzaban en marcha, a su vez, arengaban a la multitud, por en medio de la cual se desplazaban.

    »Las calles estaban atiborradas de gente que esperaba la llegada; todos vitoreaban, gritaban vivas, y aplaudían a su paso.

    —Vayan por el malecón al otro lado —ordenó Icár y avanzó de frente hacia El Capítulo. Elipando, montado en otra máquina de guerra, lo seguía.

    —Ustedes, por atrás —gritó Icár, dando instrucciones a otro grupo de los hombres.

    »Las puertas de la entrada principal a la sede de gobierno estaban abiertas y se movían al vaivén de los vientos, de los vientos de guerra. La tras puerta, por donde se fueron los del gobierno depuesto, permanecía abierta también. Todos habían huido en desbandada, ante la arremetida».

    Lucrecia conocía bien la historia de Cristalia, pues la había vivido (tal vez no vivido) sufrido como testigo de toda excepción, lo mismo que Alejo, su coterráneo.

    Ellos habían emigrado de la natal Cristalia hacia la Tierra del Sol, porque se sentían amenazados por aquella realidad que el modelo político de Icár les imponía.

    Por la misma razón, Marlon, que venía desde los confines de una provincia alejada donde la vida pasaba de largo sin que pareciera interesarse en ninguno de los habitantes, quiso hacer lo mismo y huyó a la amenaza de esa «realidad vacía» que todos percibían. Allí, en aquel poblacho de pescadores, por la precariedad en que vivían, cada individuo era semejante a un hongo: un atisbo inviable de ser vivo.

    En este pequeño pueblo de calles cenicientas, los vientos barrían el polvo desprendido de los terrones vírgenes. Estos suelos calcinados estaban decididos a impedir que el pavimento —ese invento de la antigüedad que los romanos pusieron en vigencia— los desalojara de su puesto. No querían, si de verdad alguna vez el cemento pretendía llegar para aplastar sus lomos, que antes horadasen los promontorios terrosos y las zanjas naturales labradas por los arroyos en épocas de lluvia, ahora al servicio de los desagües de los excusados.

    Acorde con esta sana aspiración terrosa, los habitantes sí querían ver suelos adoquinados y andenes embellecidos que recibieran los pasos de los moradores, ahora pesados por el paso de los años.

    A lado y lado de las calles, característico de pueblo de pescadores, había viviendas rudimentarias techadas con tejas de hojalata, que elevaban la temperatura a niveles verdaderamente asfixiantes, en el interior, cuando el sol del medio día parecía quedar suspendido sobre los caballetes. Como resultado, los residuos de las basuras que permanecían dentro de las casuchas —así como los escurrideros de las aguas residuales que salían de las mismas y que rodaban por cañerías inconclusas— causaban olores nauseabundos, como de camarones podridos.

    Esta era la villa donde Marlon vivía, junto a su mujer y al pequeño Álen.

    Allí, la gente tenía muchas esperanzas, pero los más viejos murieron sin verlas realizadas.

    Estos no eran, de lejos, los buenos vivideros de otrora, sino morideros donde generaciones enteras se extinguían sin solución de continuidad a sus problemas. Y era verdad. Todos vivían a la espera de que algún cambio en las políticas del Estado trajera esperanzas y alivio a los moradores ¡pero no sucedió!

    Lucrecia y Alejo, reunidos en la casa de Nero, aquí en la Tierra del Sol, contaban el sufrimiento propio y el del pueblo al dueño de casa y a Wen, quienes también habían tenido los mismos padecimientos en su propia patria: Atlania.

    Todos se habían conocido aquí en Acadia, la capital de La Tierra del Sol, después que cada uno de ellos hubo de emigrar del lugar donde nacieron.

    Por su parte, Wen y Nero contaban por qué tuvieron que salir de Atlania y coincidían en afirmar que habían emigrado por las mismas razones que tuvieron Alejo y Lucrecia para salir de Cristalia: se sentían desesperanzados ante las pocas posibilidades que brindaba el gobierno tiránico.

    Oliver, a quien le decían el extranjero, participaba de estas reuniones en la casa de Nero y siempre escuchaba con mucha atención. En realidad, había sido extranjero a su paso por la tierra de Lucrecia, pero esta, La Tierra del Sol, era la suya.

    Alejo estaba preparado para participar en la narración de la historia. Este era un gordo bonachón, de unos sesenta y cinco años. Los brazos robustos estaban cubiertos de pelos ensortijados; la papada inflamada, los cachetes escurridos y el abdomen abultado. Las orejas eran pequeñas; sobre ellas se sustentaban unos anteojos cuadrados, con espejuelos vistosos; las cejas color castaño. Sobresalía una cabezota redonda y calva, que solo dejaba ver la sombra de una corona de pelos alrededor del morrillo; no era muy alto, sino rechoncho. La nariz era poco menos que prominente y en forma de guanábana; la piel blanca y los ojos amarillos. Se notaba el carácter bonachón en la redondez de la barriga. Era buen conversador y dicharachero.

    Entonces tomó la narración:

    —Antes que Cristalia se convirtiera en lo que hoy es —mostró Alejo el garbo—había pasado por varios periodos desafortunados: uno de ellos fue el del llamado decenio dictatorial. Icár aprovechó el descontento popular, que reinaba en contra del gobernante titular del decenio, para hacerse al poder. Hizo la revuelta y, cuando consiguió derrocar al dictador, instaló un gobierno transitorio, del cual no hizo parte, porque se reservó la fuerza: se proclamó comandante del ejército rebelde.

    — ¿No hubo resistencia? —preguntó Oliver.

    —La revuelta —contestó Alejo— derrocó al sangriento dictador del decenio dictatorial, que, a su vez, había derrocado al gobernante legítimo diez años atrás, quien tampoco hizo resistencia.

    —Pero, dictador que derroca al dictador, dicen por allá, «tiene cien años de perdón» —intervino Oliver, y todos dejaron ver una risa forzada.

    Alejo continuó:

    —Desafortunadamente, así pareció entenderlo Icár, quien más adelante decidió, desde la posición de comandante del ejército rebelde, tomarse el gobierno y proclamarse presidente. En esta forma, se adueñó del poder para extender los dominios de la satrapía a todas las provincias de Cristalia, y por varias generaciones.

    —El apunte de Oliver es revelador, pero nadie va a perdonar al opresor, estoy segura —dijo Lucrecia.

    Lucrecia se refería a las secuelas que dejaría esta nueva dictadura el día que fuera derribada.

    —Con el triunfo de los rebeldes —revalidó Lucrecia lo dicho por Alejo—, terminó la insurrección armada que Icár lideró para poner fin al gobierno del decenio dictatorial.

    —Sí —dijo Alejo—, las primeras medidas las encaminó a conseguir el control general y ahí chocó con los intereses de todos. Además de las medidas que adoptó para la composición de su gobierno, y ante los primeros brotes de resistencia, puso en marcha los planes de choque que le dieron comienzo a la confrontación interna.

    —Pero para desviar la atención de este primer conflicto —acotó Lucrecia—, Icár se ideó una amenaza externa, que no era distinta a la que ya tenía en mente desde antes de hacerse al poder, basada en el odio que sentía contra lo que dio en llamar el Monstruo Colosal del Septentrión, que era el gobierno de Acadia, su vecino de la otra orilla.

    —Es necesario rechazar la amenaza —decía—, para salvaguardar la dignidad nacional.

    —En efecto —observó Alejo—, la guerra contra el Monstruo Colosal fue tan cacareada, que creo que todo el mundo oyó hablar de ella. Por supuesto, yo lo oí de boca del mismo Icár, por qué ¿quién no?, si lo repetía a mañana y tarde por todas las emisoras, y en todo lugar donde se encontrara; con mayor veras Lucrecia, que tuvo que andar junto a él.

    —Es verdad, él lo repite hasta la saciedad —confirmó Lucrecia y continuó en la narración:

    —Una noche cenábamos en su casa, y yo estaba sentada a la mesa junto a Camela, su mujer, y a un par de amigos, cuando pronunció aquella declaración de guerra. Aunque Camela, en esa ocasión no lo tomó en serio, por si acaso, le dijo:

    »Deja quieto al monstruo o vas a tener rayos y centellas sobre tu cabeza.

    »Él meneó la testa en un vaivén amenazante, de adelante hacia atrás, se levantó de la silla, encendió un cigarro, y le replicó:

    —Polvo cósmico va a llover sobre su cabeza algún día —y dobló el brazo derecho en posición de saludo militar, los dedos apoyados en la frente, para girar sobre el tacón de la bota. Después dio una vuelta alrededor de sí mismo, y observó el cometa que sostenía entre los dedos de la mano izquierda. Entonces lo acercó a la boca y aspiró con tanta fuerza que el humo le atiborró los pulmones. El cigarro dejó ver una estela luminosa que salía del cabo. Luego lo retiró y sopló hacia el viento poniendo frente a los labios la punta enrojecida. Una explosión de cenizas, seguida por la bocanada de humo, se disparó al aire.

    Ante el estallido provocado por el soplo, la punta encendida del cigarro tomó el aspecto de un cometa de aquellos que pasan coqueteándole a Geos con ritmo cíclico y que arrastran en la cola una estela luminosa de basura cósmica. El humo huyó ascendente, mientras las cenizas comenzaron a caer, en forma lenta, en medio de chispas enrojecidas, como si en realidad vinieran de un cometa agonizante, que fuera a estrellarse contra el mundo. Entonces Icár, con una sonrisa deleitosa, se imaginó el hongo de una explosión nuclear.

    Wen, Nero y Oliver se deleitaban con el comienzo de la historia que Alejo y Lucrecia narraban con fidelidad:

    —El delirio incendiaba su mente —dijo Lucrecia—, y el desvelo hacía las noches largas y agitadas. Para burlarse del insomnio, abandonaba la casa; dejaba en su lecho a Camela y se iba a la de alguna de las amantes. Todas sabíamos que debíamos posar en ropas ligeras, por si acaso llegaba. En los intermedios de aquellas veladas pasionales, descansaba con el torso desnudo, recostado sobre los cabeceros de la cama. En medio del adormecimiento, diseñaba estrategias bélicas que lo llevaban, en su alucinación, hasta las horas más altas de la madrugada. Cada vez que perdía, en su mente, algún episodio de guerra, despertaba a la amante con quien pernoctaba y la requería para recomponer con ella una nueva estrategia. El ingrediente principal de este nuevo esquema de guerra era una alta dosis de lujuria: la batalla comenzaba a librarse con brutal desenfreno, y la peleaba hasta dejar postrada a la libido.

    »Saben, ustedes, una noche de aquellas me dijo:

    —Es la única manera de no volverme loco, Lucrecia, tú lo sabes.

    »Irene, otra de las amantes, me contó, mucho tiempo después, que en las noches al lado suyo, mientras planeaba las guerras, él recorría con las yemas temblorosas de los dedos las junturas de su espina dorsal, en un conteo que comenzaba en el atlas y terminaba en la última de la región sacra.

    —Yo me hacía como si no sintiera —me contaba Irene— y al final, mi cuerpo desnudo abandonaba la colocación bocabajo en que dormía, y la espina recuperaba la posición habitual, de cubito dorsal, para que él dejara de contar, como si llevara las cuentas perdidas de un rosario, las treinta y tres vertebras de mi columna, que determinaron el número de guerras que planeaba pelear.

    —Claro —dijo Alejo— Treinta y tres, fueron en total. El primer tercio de ellas, apenas estrenándose en el gobierno, lo emprendió contra las instituciones constitucionales, los partidos políticos, las instituciones sociales, religiosas, medios de comunicación, la opinión púbica, los opositores, intelectuales, poetas, artistas y

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