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En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas
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En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas
Libro electrónico752 páginas10 horas

En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas

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Borís Polevoi, escritor y periodista dedicado al enriquecimiento de la literatura soviética, durante la segunda guerra mundial sobrevoló varias veces las líneas del frente para aterrizar entre los guerrilleros de la región de Smolensk y de Bielorrusia junto a los resistentes de Eslovaquia y de Praga. Los acontecimientos de esos años son recordados en muchos libros, especialmente Un Hombre de Verdad, dedicado al heroico aviador Alexei Meressiev. Esta novela, En la Orilla Salvaje, tiene por escenario a Siberia, las orillas del Ona, un río que podría ser el Angara, el Obi o el vigoroso Ienissei y está poblada de decenas de personajes complejos, vivaces, tercos, dulces e impetuosos. Delincuentes reformados, ingenieros trepadores y mezquinos, holgazanes —los menos, pero aparecen—se enfrentan a una juventud vibrante, a veteranos batalladores y constructores, en medio de la taigá, olorosa y salvaje, debiendo aguantar no sólo el intenso frío y la nieve, sino también interminables injusticias. ¿Quién es el amor imposible de Nadtóchiev? ¿Por qué Dina se separa de Viácheslav ¿Cuál es el papel de aquellos personajes a quienes hemos llegado a conocer más de cerca? ¿Cómo afectará a cada uno la terminación de este proyecto tan audaz? El pasado, con sus ritos de antiguos creyentes, choca con el presente de las inmensas e increíbles obras hidráulicas, con el surgimiento de ciudades nuevas y de mares artificiales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 dic 2020
ISBN9781640811010
En La Orilla Salvaje: Clásicas Novelas Rusas
Autor

Boris Polevoi

Borís Polevoi, escritor y periodista dedicado al enriquecimiento de la literatura soviética, durante la segunda guerra mundial sobrevoló varias veces las líneas del frente para aterrizar entre los guerrilleros de la región de Smolensk y de Bielorrusia junto a los resistentes de Eslovaquia y de Praga. Los acontecimientos de esos años son recordados en muchos libros, especialmente Un hombre de verdad, dedicado al heroico aviador Alexei Meressiev.

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    En La Orilla Salvaje - Boris Polevoi

    Primera Parte

    1

    El Ermak, un gran vapor flemático puesto en servicio antes de la revolución, había zarpado. Ya llevaba una noche de navegación. Pero la multitud más bien estrepitosa que poblaba sus tres puentes no se había hartado de la novedad del viaje. A pesar de la brisa fresca que soplaba en ráfagas y traía de la orilla baja olores de hierbas marchitas, nadie entraba en las cabinas. De vez en cuando empujados por la curiosidad, los pasajeros se desplazaban de una borda a la otra, sin prestar atención al primer oficial, quien los exhortaba a diseminarse con regularidad para evitar que el barco diese bandazos.

    —¡Ovejas! . . . En cuanto uno de ellos se mueve, los otros lo siguen —se quejaba éste al capitán—. Hace tiempo que no veo gente tan necia. . .

    El capitán Alexei Rákov, de edad bastante avanzada, corpulento, de rostro macizo y un tanto picado de viruela, se encontraba sentado a la mesa en mangas de camisa, después del relevo, y bebía té sirviéndose el agua caliente de un samovar eléctrico.

    —La juventud. . . Son curiosos, y eso está bien … Y el Ona es un río que se exhibe. —Mientras soplaba el té, prosiguió, sin mirar a su ayudante—: Vivirán allí. Pero usted tiene razón, cuide de que no hagan zozobrar el barco. . . ¡Ovejas!

    En efecto, los paisajes que aparecían en cada recodo de la corriente, tanto en la orilla izquierda, montañosa, como en la derecha, baja, maravillaban a la gente, de donde quiera que proviniese, por su originalidad, por la frescura de los matices y la majestuosidad de la naturaleza.

    El Ona poderoso se extendía en un ancho espejo que reflejaba, invertidos, el verdor de los campos, el abigarramiento de los bosques rosados por el otoño, el azul tenue de los cielos; luego se dividía en varios brazos, que se insinuaban entre islas chatas, de vegetación frondosa, después de lo cual volvía a entrar en un lecho único, aceleraba su marcha, se plegaba, se volvía nervioso, agitado, para encontrar una vez más el espacio libre, apartar sus orillas y, apaciguado, encantar al espectador con la claridad de los reflejos y J el brillo de los colores.

    Por otra parte, las orillas no eran menos insólitas para el ojo del novicio. La taiga, bosques frondosos perforados por las puntas azuladas de los abetos, avanzaba hasta el agua. Bandadas de vencejos anidaban en tomo de los acantilados parduscos, de basaltos esquistosos. Y de pronto, en un recodo imprevisto, todo aquello se convertía en herbosas praderas.

    La vida del río también era poco común. Irrigaba un país desierto. Sólo de vez en cuando, en un declive de la orilla izquierda, o más allá de la vasta llanura inundable de la derecha, se veían o adivinaban grandes aldeas que revelaban su presencia por embarcaderos y un entrelazamiento de senderos y caminos. Pero he aquí una joven ciudad en medio de esa naturaleza casi virgen. El Ermak hizo escala en ella durante más de una hora. La ciudad no figuraba en el mapa. En las balizas de salvataje incorporadas a la baranda del muelle se leía: Desembarcadero. Pero mientras las grúas sacaban fardos y cajones de la cala, varios jóvenes pasajeros lograron descender a tierra, aunque era de noche. Volvieron estupefactos.

    — ¡Tróleis!, muchachos, ¡lámparas de mercurio! . . . ¡Uno juraría que es el suroeste de Moscú, palabra de joven pionero! . . . ¿Qué hace aquí este pueblecito?

    Las múltiples luces de la ciudad anónima desaparecieron en un recodo, y la oscuridad de la taiga volvió a la carga, salpicada a veces por la luz de una baliza y diluida apenas por el centelleo azul de las estrellas. Cuando los pasajeros estaban a punto de dispersarse, alguien exclamó:

    —¡Miren, miren!

    Detrás de la popa, en el horizonte, había aparecido un rosario de luces móviles. Un toque de sirena violento, imperioso, se escuchó entonces, y el Ermak le contestó con un rugido ronco. Las luces se acercaban, oblicuas, y una embarcación aerodinámica pasó al veterano del Ona en un resplandor de claridad azulada. Ésta inundó los rostros de rocío fresco y desapareció en el recodo, reiterando su señal autoritaria dirigida a alguien que la precedía.

    En el Moscova, el Neva o el Dniéper, la aparición de un aliscafo habría pasado sin duda inadvertida. Pero en el Ona, donde durante el día el plácido Ermak había contorneado con prudencia los barcos de pesca excavados en un tronco de árbol, canoas de tablas chalupas alquitranadas, de flancos redondeados, esa visión asombro a los pasajeros hasta tal punto, que muchos de ellos volvieron a salir al puente, a pesar de lo avanzado de la hora. El segundo les suplicó con voz afónica, desalentada:

    —¡Ciudadanos, tengan la bondad de dispersarse!

    Un tenor joven y burlón terminó, con el mismo tono abrumado, la frase que todos conocían ya de memoria:

    —Ciudadanos pasajeros, sean razonables. No obstaculicen el movimiento de nuestra arcaica cáscara de nuez.

    Y una voz aflautada de muchacha continuó:

    —. . . no se apiñen como ovejas, pasen a los salones, donde tienen un aparato de radio, juegos de damas, de ajedrez, de dominó.

    —¡Y a esto lo llaman barco! ¡Una palangana!

    —Dígame, camarada jefe, ¿es cierto que trasportó a Grigori Sheléjov a Norteamérica, bajo Catalina II?

    Tampoco los salones estaban vacíos. Las barreras de clases se habían invertido. En la sala de las primeras, los macizos espejos, con marcos de bronce, que otrora reflejaban las desenfrenadas francachelas de los traficantes de oro, veían ahora a un robusto bailarín que, liberado de su gorro y su chaqueta acolchados, giraba con negligencia en derredor de una jovencita de traje de esquiar, de franela anaranjada, de nariz breve en la que cabalgaba un par de gafas; luego martilleaba con furia el puente con sus botas de caucho, o se lanzaba a una sucesión de saltos a la rusa. El acordeonista, sentado sobre un diván de terciopelo granate, estiraba su instrumento, los ojos entrecerrados de satisfacción, y una multitud de jóvenes y muchachas golpeaban las manos, para marcar el compás.

    Así, el viejo Ermak, desbordante al máximo en ese viaje insólito, navegaba corriente abajo desde hacía dos días, en un repiqueteo afanoso de sus ruedas de paleta. Los pasajeros, dedicados a sus nuevos conocimientos, a sus conversaciones, no habían observado la llegada de un hombre de elevada estatura, anchas espaldas, de edad indeterminada y de aspecto poco trivial.

    Calzaba extrañas botas de piel, cosidas como medias. Una cartuchera le cruzaba la blusa acolchada, que había conocido todos los colores del espectro. A modo de tocado, un gorro militar de sombría circunferencia y visera escamosa. Mechones de cabellos entrecanos se escapaban de ella, y le caían sobre la frente curtida. Una vegetación espesa y rubia ocultaba buena parte del rostro. Los bigotes se confundían con la barba ondulada que le caía sobre el pecho, y que parecía no haber conocido jamás las tijeras. Una toalla anudada en bandolera le mantenía a la espalda un cesto repleto de hongos. Llevaba un fusil de caza en un estuche.

    El Ermak contorneaba una roca de basalto negro que se desplomaba sobre el agua. La pendiente estratificada se encontraba perforada de nidos. Nubes de vencejos sobrevolaron el barco, con inquietos gritos. Esa afluencia de aves sobresaltadas constituía un raro espectáculo. Todo el mundo se apiñó a babor, mientras el barbudo se instalaba a estribor. Se sentó en el puente, al abrigo del viento, se apoyó contra la borda, sacó un cuchillo de caza y se dedicó a limpiar sus hongos sobre un periódico extendido. En esa postura se lo vio cuando la nave pasó más allá de la roca de los vencejos.

    —¡Oh, qué hermosos hongos!

    —¿Los recogió usted solo? ¡Bravo!

    —El hombre tiene suerte, sus hongos son selectos. . . Con semejante suerte, es indudable que se puede ganar al juego.

    —Camarada ¿hay osos por aquí? . . . Y lobos, ¿los hay?

    —¿Y mamuts, brontosaurios?

    Los hongos, pequeños, de pie redondeado y sombrero musgoso, se alineaban uno a uno en el periódico. El barbudo, absorto en su ocupación, parecía no ver los jóvenes rostros traviesos ni escuchar las preguntas bromistas. Ni siquiera levantó la mirada. Ello, no obstante, se comprobó que sus ojos, claros como una tela azul desteñida, estaban enmarcados por párpados rojos e hinchados, que tenían una expresión tensa, y que las grandes manos morenas, sin duda vigorosas, temblaban.

    —Debe de ser sordo —supuso la joven de traje anaranjado y gafas de vidrios gruesos, en torno de la cual el joven del mechón había evolucionado en su danza endiablada. Trató de cambiar de tema.

    —La clave del enigma es sencilla, hijos míos —cuchicheó, de modo de ser escuchado por todo el mundo, un hombre de talla mediana y rostro suave, rosado como el de una joven. Ya se sabía que se trataba de Pshenichni, un ingeniero, alegre compañero que gustaba cantar y había trabado conocimiento con todo el mundo. Ese joven comunicativo afirmaba que era alumno del célebre hidrotécnico Pietin, que habían salido juntos de Moscú para ir a trabajar en Divnoiárskoie, en la taiga.

    —Es claro como el agua —continuó—. Este desconocido misterioso es sencillamente negro. —Pshenichni lanzó un resoplido con su nariz blanda, intrépidamente respingada—. ¿Ese perfume no, les da ganas de mascar un pepinillo?

    Nadie rio. Hubo un silencio turbado. En efecto, el barbudo debía de ser sordo. Sus manos seguían tomando con delicadeza los hongos, uno tras otro, para depositarlos en el periódico después de haber cortado el pie con cuidado. Poco a poco se fueron acostumbrando a él, y dejaron de observarlo. Sólo una joven pálida, de abundante cabellera castaña oscura, que se distinguía por una tricota color rojo intenso, un pantalón estrecho y una manta de cuadros que le cubría los hombros, siguió mirando al barbudo desde lo alto del puente superior.

    Los pasajeros sabían por Pshenichni que se trataba de la mujer de Pietin; ocupaba, con su marido, la única cabina de lujo. Había abandonado su departamento de Moscú, renunciando a la comodidad de la capital, para hacer frente a los inconvenientes de una existencia nómada. Por lo demás, los pasajeros no eran los únicos que lo sabían. Muchos los habían acompañado hasta el embarcadero. Un hombre corpulento, de cráneo afeitado, había observado con sus ojillos entrecerrados, en los que chispeaba una malicia de pilluelo, a la esposa de Pietin, quien al lado de su marido tenía el aspecto de una niñita, y recomendó al capitán Rákov, inmóvil en posición de atención:

    —Alexei Innokiéntevich, cuida de llevar a Dina Vassílieyna en perfecto estado hasta Divnoiárskoie. No deshonres a los marineros del Ona.

    Dina, que casi nunca abandonaba el puente, se interesó vivamente por el nuevo pasajero. Entró a la cabina, arrancó a su marido de los papeles que estudiaba durante el viaje para ganar tiempo, y lo arrastró hacia afuera:

    —¡Por fin un verdadero siberiano! . . . ¡Míralo, míralo! Es Ermak Timoféievich en persona.

    Había hablado en voz baja, sin pensar que el viento llevaría sus palabras hasta el desconocido. Éste levantó la cabeza en un movimiento brusco y miró en dirección de ellos. Sus ojos de tela descolorida se detuvieron un momento sobre la mujer, se desplazaron luego hacia el marido. Y entonces, Dina lo habría jurado, se estremeció y tuvo un movimiento del cuerpo. Incluso creyó leer en su mirada asombro, temor, odio o todo al mismo tiempo. Un instante después, como para convencerse mejor, volvió a dirigir la mirada hacia Viácheslav Anánievich Petin, y la mujer se sintió aterrorizada por la intensa animosidad que creyó ver descifrarse en ellos.

    Dina se apretó contra su esposo.

    —¿Lo conoces?

    —Nunca lo vi. En general no conozco a nadie aquí, salvo al primer secretario del Obkom, que nos ha acompañado.

    —Pero él te conoce. . . Te conoce, vamos, querido, tuvo una expresión rara en la mirada. . .

    —Para los periodistas norteamericanos la palabra Siberia evoca alambradas de púas, miradores, perros policiales; y para ti, sin duda, vagabundos y presos escapados de Sajalín, bajo el régimen zarista … No, querida, todo es mucho más sencillo. Ese que ves ahí —con su mano seca y tostada señaló el espacio limitado en el horizonte por la muralla azul de la taiga— es un país inmenso, fabulosamente rico pero desierto, que espera a hombres laboriosos y valientes que lo despierten. El romanticismo de otrora sólo perdura en los libros y en las canciones. . .

    —Eso no impide que te conozca.

    —Es posible. —Viácheslav Anánievich se encogió de hombros—. He tenido tanta gente bajo mis órdenes, en distintas épocas … Bueno, vuelvo a mis papeles. Es preciso que al llegar esté enterado de todo lo que se refiere a Divnoiárskoie.

    Cuando volvió al cabo de un rato, con el tapado de su esposa, la vio en el otro extremo del puente; seguía observando al barbudo, a hurtadillas. Se interesó a su vez por el desconocido, cuyas grandes, manos manipulaban el cuchillo como un bisturí. Limpio ya el último hongo, comenzó a acomodarlos en el cesto.

    La vegetación lujuriosa de su rostro no permitía asignarle una edad: podía tener cuarenta años tanto como sesenta.

    —Sí, un ejemplar raro. . . Un personaje de Mamin-Sibiriak. Mira, querida, cómo cuida sus hongos. . . Los koljoses se encuentran en plena cosecha, y un individuo como él, que recorre los bosques . . .

    Una ráfaga de viento saturada de aromas de hierbas marchitas, de hojas enmohecidas, de carrizos ribereños, hizo caer el tapado de los hombros de Dina. Su marido volvió a colocárselo con solicitud y tomó a su mujer de la cintura. El barbudo se puso de pie y los miró de nuevo. Sus ojos claros callaban, pero Dina tuvo la impresión de que un rictus de mal augurio se ocultaba en la maleza de la barba.

    —¿Viste? —murmuró, sobrexcitada.

    Esta vez Viácheslav Anánievich tuvo la vaga impresión de haberlo visto en alguna parte. Para ocultar la ansiedad inconsciente que se había apoderado de él, llevó con suavidad a su mujer al otro lado del puente, donde los jóvenes y las muchachas de vestimenta de acampantes, chaquetas acolchadas, blusas de cierre relámpago, pulóveres, cantaban a voz en cuello, apretados unos contra los otros:

    ¡Adelante, amigos, hacia los países nuevos,

    seamos sus primeros dueños!

    —¡Esos son los conquistadores de Siberia! —exclamó Pietin, quien se había detenido cerca de la barandilla, encima de los cantantes—. Por voluntad del Partido despertarán a este riquísimo país, crearán en él una central hidroeléctrica gigante y encenderán las luces de nuevas ciudades. —Abajo la canción había terminado, los jóvenes lanzaban hacia la pareja miradas de curiosidad, en tanto que el hidrotécnico continuaba con acento emocionado:

    —Habrá allí un vasto mar siberiano, todos estos peñascos quedarán sumergidos, y en las orillas invisibles de aquí se construirá un vasto conjunto industrial: metales, papel, cemento, química, fábricas prefabricadas, muebles. . .

    Dina levantó hacía él sus ojos grises, brillantes de entusiasmo.

    —¡Qué contenta me siento de haberte seguido!

    —Venga, Viácheslav Anánievich! —gritó Pshenichni desde abajo. En medio del círculo, había dirigido el coro improvisado.

    Pietin agitó la mano, sonriente:

    —No tengo tiempo, amigos. —Ofreció el brazo a su esposa y la llevó a lo largo del puente—. Y decir que vacilabas. . .

    —No, ya no tengo temores, ni me lamento de nada. ¡Puedo prescindir del departamento, de la comodidad! —Apretada contra su esposo, agregó—: ¿Sabes?, siempre pienso que sin ese Litvínov que te amarrará de pies y manos, harías maravillas en Dvinoiárskoie, con tu sabiduría, tu inteligencia, tu audacia . . .

    —¡Bah, terminaremos por entendernos, querida! También Litvínov fue un ingeniero interesante, un realizador capaz, pero los años dejan su sello… Si no hubiese sido por todas sus relaciones: viejos compañeros de estudios, antiguos colegas, personas a quienes prestó servicios, otras que compartieron sus ratos de ocio, éste, aquél. . . En el fondo, está vacío, pero como dicen los funcionarios, el legajo de Litvínov se encuentra en el casillero número Uno. Y seguirá allí hasta que caiga por sí mismo. Ahora bien, no es Litvínov quien corre el riesgo de caer. . . En fin, eso no tiene nada que ver con nosotros. Él me necesita. Ya verás qué recibimiento nos ofrecerá. Por lo demás, ya viste que el primer secretario nos deseó buena suerte. . . Eso también tiene importancia para Litvínov. ¿Estás pensativa? Todo irá bien, vamos …

    —No. No se trata de eso. Sigo pensando en él.

    Dina extendió su mano frágil y temblorosa en dirección del barbudo. El hombre estaba ahora con la cabeza descubierta, acodado a la baranda. El viento agitaba sus cabellos ondulados, un tanto ralos en la coronilla. El cesto se encontraba cerca del empalletado. Una chiquilla regordeta y mofletuda, de unos ocho o nueve años, de gruesa trenza roja y naricita corta, copiosamente sembrada de pecas, se había acuclillado para examinar los hongos. Un chico de unos quince años, rubio, delgado, todo brazos y piernas, contemplaba con no menos interés el viejo estuche que contenía el fusil.

    —¡Qué hermosos hongos, parecen de cuero! —declaró la chiquilla con tono halagador, manifiestamente deseosa de atraer la atención de su taciturno propietario—. ¿Usted solo recogió tantos? ¿Se los puede ver, abuelo? —Los deditos curiosos rozaron las cabezas frescas y aterciopeladas como una piel de gamo.

    —¿De qué calibre es su fusil? . . . ¿Lo carga con perdigones o con balas? —preguntó con cortesía el adolescente, orgulloso de mostrar su competencia en materia de caza—. ¿Con balas, por supuesto? Parece que en otoño los osos son malos. . . —Y explicó con tono de excusa—: Yo lo. . . leí en alguna parte.

    —¡Sashko! Hongos gemelos. . . No, deben ser hermanas mellizos bajo el mismo casquete.

    El barbudo no se movía. Inclusive le pareció a Dina que se apartaba de los niños. Sashko, intrigado por el fusil, la cartuchera, el barbudo mismo, fingió no advertir su silencio obstinado. En cuanto a la niña, a quien su hermano llamaba Nina, se mostraba menos reservada. Con ademán enérgico, sacudió el brazo del hombre.

    —Abuelo, no está bien no contestar a las preguntas. —Y de pronto comprobó, con voz sonora que llegó inclusive a los oídos de Pietin—: Sashko, ha bebido un poco de más, está achispado.

    Dina cerró los ojos, disgustada. Pero el barbudo, siempre inmóvil, sólo había inclinado un poco más la cabeza enmarañada. El hermano tomó a Nina por la mano y la arrastró.

    —¡Maldita charlatana!

    Presa de un interés incomprensible por ese hombre extraño, Dina propuso a su marido:

    —Le compraré sus hongos. Pediremos en la cocina que los hagan con crema, como te gustan a ti.

    —¿Por qué? ¿Estamos mal alimentados?

    —Yo tengo ganas de comerlos —insistió ella. Notas de acritud aparecieron en su voz melodiosa—. Mi pobre padre y Volia traían cestos repletos, mamá ya no sabía qué hacer con ellos . . .

    A mí también me gustan.

    —Díselo a la encargada, entonces, ella está enterada de los precios. De lo contrario te despellejará. Ya conoces a estos mercachifles.

    —¿Por qué importunar a la gente? —replicó la joven, mientras levantaba las finas cejas y guiñaba los ojos rasgados, hasta hacerlos casi desaparecer entre las largas pestañas—. No te preocupes, no me dejaré engañar.

    —No me preocupo. —Pietin volvió a su cabina con paso tranquilo y cerró la puerta con cuidado.

    Enervada todavía por el pequeño altercado, Dina descendió corriendo la escalerilla y se acercó al desconocido. Pero al ver sus ojos cerrados y una vena azul que se destacaba en su sien, perdió el ánimo y no supo qué decirle. Él abrió otra vez los ojos y se volvió. Su mirada se elevó con lentitud. Pasó de los hermosos zapatos de acampante al pantalón, a la tricota, y se detuvo en el rostro de la joven. Una mirada inquieta, escudriñadora.

    —¿Pues bien? —dijo con voz baja y ronca, haciéndole llegar al rostro su aliento vinoso.

    —Perdón, sólo querría. . . ¿no podría cederme. . . venderme, por supuesto, unos pocos de esos magníficos hongos?

    Parecía querer justificarse. La expresión dura de los ojos inflamados, color de tela desteñida, se había dulcificado, le pareció. a Dina.

    —Soy la esposa del ingeniero Pietin . . . Vamos a Dvinoiárskoie, a donde lo han enviado. . . ¿Sabe?, adora los hongos.

    Los ojos pálidos se helaron.

    —¡No! —exclamó el hombre, y se volvió para observar las profundidades sombrías de un valle boscoso que enviaba hacia el Ona un arroyo parloteante. Pero cuando Dina, ofendida por el brutal rechazo, volvió a subir el puente superior, la siguió con una mirada lenta.

    Decididamente, Viácheslav Anánievich tenía razón como siempre. No había que abordarlo. Sin duda se trataba de un vástago de los forzados tan bien descritos por Mamin-Sibiriak, o de uno de esos criminales que, luego de haber purgado su delito, se dirigían a regiones de población escasa, donde las autoridades son menos molestas. Era una buena lección para Dina. Se dirigió a la cabina, para relatar el episodio a su marido, y de pronto se detuvo. ¿Qué era eso? ¿Un violín? ¡Imposible! Y sin embargo era el sonido de un violín. Una melodía familiar. Trastornadora, apasionada, de pronto gozosa y de pronto triste, revoloteaba por encima del Ona como esos conmovedores vencejos que anidaban en los peñascos de basalto.

    Dina recorrió el barco. En popa la juventud seguía apretujándose, mezcla diversa de trajes de franela, de chaquetas algodonadas, de blusas de militares y de marinos sin charreteras. Ese grupo tumultuoso e indiferente formaba un amplio círculo en el centro del cual una joven, pequeña y fuerte, que llevaba puesto un traje anaranjado y gafas, paseaba con brazo impetuoso el arco sobre el instrumento oprimido bajo el mentón. ¡Chaicovski! —pensó Dina—. La Canzone. La joven tocaba, alejada del mundo, su rostro redondo y coloreado de pilluelo tenía una expresión imperiosa y severa. Los ojos, agrandados por las lentes, brillaban de emoción. Lo que llamó sobre todo la atención de Dina fue el hecho de que la exaltación de la ejecutante se reflejaba en los rostros de todos esos jóvenes en quienes las canciones, a fuerza de repetirse, se habían vuelto tan irritantes como el altoparlante del barco.

    ¡Cuántas sorpresas presentaba ese viaje para la moscovita que todavía la antevíspera caminaba por la calle Gorki! Esa mañana, al levantarse en la oscuridad, salió al puente para admirar la aurora. El Ona se borraba en la bruma. El astro enorme y rubicundo surgía detrás de la silueta negra de la orilla escarpada. Bajo su claridad vio, en la parte trasera, un grupo de individuos mal afeitados, pálidos, nerviosos. Frotaban entre sí naipes usados y sucios, y los dejaban caer sobre las tablas. Quien los distribuía era un gigante cuya frente grasienta se sombreaba con un flequillo amarillo de pilluelo. Sus ojos rasgados miraban a sus compañeros con expresión hostil y desconfiada. Un poco más lejos, detrás de un rollo de cables, un hombre de edad madura, con la tez de color de ladrillo, rezaba de rodillas, de cara al sol. Del otro lado del rollo, un joven delgado, rubio, de rostro alargado, cuyo short descubría piernas tan musculosas que parecían hilos de acero trenzado, realizaba complicados ejercicios de gimnasia. Y todo ello bañado por la luz del sol, que empujaba a la bruma y reanimaba la vasta llanura hasta los comienzos azules del bosque.

    El violín, le pareció a Dina, evocaba con pasión cosas punzantes, terribles, que ella no conocía aún, pero que ya vería, sentiría y viviría en ese país desierto. La acometió el deseo de volver a ver al barbudo, a ese siberiano típico. Pasó al otro lado y fue detenida por una voz de mujer dulce y cantarina, de acento ucraniano, que llegaba de abajo:

    —¡Buen día, amigo!

    Una morena de baja estatura, de hermoso rostro redondo, hablaba al barbudo. Sus ojos, negros como cerezas, eran apacibles y acariciadores. La niña regordeta de hacía un instante se mantenía con prudencia detrás de ella. La mujer tocó varios hongos, uno por uno, con el ademán ponderado de la dueña de casa que hace sus compras.

    —Son hermosos. ¿A cuánto el cesto, amigo? A mis hijos les gustan tanto, y también a esta parlanchina … Perdónela si fue impertinente.

    El barbudo miraba en silencio a madre e hija. Parecía salir del sueño. Desde arriba se vio que se alisaban las expresivas arrugas que le cruzaban la frente, mitad bronceada, mitad blanca. Una sonrisa burlona se adivinaba entre las frondas de la barba.

    —Entonces, amigo, ¿estamos de acuerdo? —insistió la mujer.

    —¡Véndaselas, hay demasiados para usted solo! —rogó la niña.

    —Pero que el precio sea razonable. El viaje nos ha arruinado. Es que venimos de Ust-Kamenogorsk, y eso es un buen trecho.

    —Tómenlos —dijo el barbudo señalando el cesto.

    —¿Cuánto pide?

    —Cinco.

    —¿Cincuenta rublos? —exclamó la mujer, indignada.

    —Cinco.

    —¿Cinco rublos? —La mujer se encontraba desconcertada.

    —Cinco —repitió el barbudo, visiblemente divertido por la perplejidad de madre e hija.

    —¿Cinco qué?

    —Cinco kopeks, una moneda de latón. O por nada, si quiere. . . Pero devuélvame el cesto, no es mío.

    La mujer de los ojos negros seguía mirándolo sin entender, pero la niña se mostró más despierta. Tomó una moneda del bolsillo de su tapado, la metió en la mano del hombre y, temiendo que cambiase de idea, tomó el cesto, lo levantó y, encorvada bajo el peso, trotó hacia la puerta. La madre, vacilante aún, seguía mirando al barbudo con sus vivos ojos.

    —Pues bien… no conozco los precios de aquí. Pero cinco kopeks no es un precio… Si no bromea, le agradezco y lo invito a comer con nosotros. Cabina número seis, en la parte de atrás. Venga. El padre siempre tiene medio litro de reserva para estas ocasiones. ¿El nombre de Poperechni no le dice nada? Los periódicos y la radio hablan de él a veces. Oleg Poperechni, mecánico de excavadora. Es él. —Giró sobre sus talones y se alejó con sus piernas cortas, como una pequeña pata de ojos negros y brillantes…

    Viácheslav Anánievich se inclinaba sobre planos que había clavado con alfileres en el piso de la cabina.

    —No sabes lo que hizo ese hombre extravagante —comenzó a decir Dina, pero Pietin levantó su rostro ambarino, de palidez enfermiza, y la miró con asombro.

    Ella calló en mitad de una palabra, pues una costumbre establecida en la familia prohibía hablar, encender la radio, la televisión y hacer ruido cuando su esposo trabajaba.

    Luego de tomar unas notas en su libreta, enrollar los mapas, y de haberse quitado las mangas de lustrina, preguntó qué había ocurrido. En ese instante el Ermak hizo estremecer los vidrios con un triple rugido y desatracó de un embarcadero que sobresalía del ribazo arenoso. Entonces volvieron a ver al barbudo. Alto, de anchos hombros un poco cargados, trepaba por el camino que se perdía entre las arenas. El cesto vacío le colgaba de la espalda, y llevaba en la mano el estuche del fusil. Sus pies calzados con botas de piel pisaban las arenas con perfecta seguridad. En lo alto del talud, donde el camino desaparecía en la sombra azulada de un pinar, el desconocido se detuvo, se volvió hacia el barco y permaneció inmóvil, apoyado en el fusil. Su silueta, iluminada por el sol, se destacaba con claridad entre los troncos de oro.

    —¿Sabes, querida?, yo también tengo la impresión de haberlo visto en alguna parte —dijo Pietin, presa de una vaga inquietud—. Ya no sé dónde, pero lo he visto.

    …En la orilla salvaje del Irtish, el ingeniero Pshenichni. cantaba con su bella voz de barítono. Y el coro de los jóvenes lo siguió, sin demasiada coordinación, pero con enorme vigor:

    Ermak velaba, perdido en sus pensamientos. . .

    2

    Cuando los hongos estuvieron a punto y su aroma se filtró desde la despensa hasta el puente, Hanna Poperéchnia sacó de su bolso un mantelito que abrió sobre la mesa de la cabina. La rolliza Nina disponía con destreza los platos de material plástico, los tenedores, los cuchillos. Alexánder Trifónovich tomó los vasos y los colocó delante de cada cubierto, luego descorchó la botella con un golpe bien aplicado de su pequeña mano contra la base, y la depositó en la mesa. Recorrió el conjunto con una última mirada, y pidió, con voz un tanto velada:

    —Vamos, pelirroja, ve a buscar a tu amigo el barbudo.

    La niña salió, mientras el padre cortaba en delgados trozos un pan apretado contra el pecho. Depositó los trozos en un plato, recogió las migas en el hueco de la mano y se las introdujo en la boca. Luego echó vodka en dos vasos grandes y uno pequeño, y como uno de ellos le pareció no bien servido, le agregó un poco más. El menor ademán de ese hombre enjuto, de estatura superior al promedio, de cabellos amarillos y lacios como paja, de breves bigotes del mismo color, respiraba exactitud. Se manifestaba también en la corrección de su vestimenta casi militar, en la blancura del pliegue del cuello, en el brillo de los botones lustrados, en el tono de la voz y la claridad de la articulación.

    Entreabrió la tapa del cuenco de los hongos, del cual se escapó un perfume que hizo palpitar las aletas de la nariz convexa de Alexánder Trifónovich, más conocido con el nombre de Oleg Poperechni.

    —¿A dónde se ha ido, esta Pelirroja?… No es muy despabilada, esta chica.

    Antes que Hanna hubiese tenido tiempo de responder, la carita redonda y maliciosa, enrojecida por la carrera, surgió en la puerta.

    —¡No está! —declaró la chiquilla, sobrexcitada.

    —¿Dónde está, pues, repollito? —inquirió la madre.

    —Desembarcó. Lo busque por todas partes. El capitán dijo que lo vio bajar.

    —¡Desembarcado! —Oleg lanzó un silbido de pena—. Y decir que ni siquiera le agradecimos su regalo.

    —Con expresión afligida, volvió a verter en la botella el contenido de uno de los vasos—. ¡A la tuya, Hanna! —Brindó con su esposa, bebió de un tirón el trago, y toda la familia hizo honor a los hongos que la madre, admitida en el santuario del cocinero por haber sabido conquistarse su simpatía, había preparado según una receta especial, con crema, semillas de girasol y laurel.

    Los Poperechni se desplazaban desde hacía tiempo de un lugar de construcción a otro. Los viajes ya eran una costumbre para ellos. Durante el trayecto, lo mismo que en la casa, cada uno conocía sus obligaciones. El padre y el hijo descendían en las estaciones y embarcaderos para reaprovisionarse; Hanna, quien consideraba que los restaurantes eran un lujo, preparaba las comidas. En cuanto a Nina, a quien su padre denominaba Pelirroja y ísu madre mi repollito, lavaba la vajilla y la acomodaba en el bolso. Este régimen, instituido desde hacía mucho tiempo, en el cual cada uno tenía Su lugar y su tarea, lo mismo que los servidores de una pieza de artillería, atenuaba en sensible medida los inconvenientes de la vida ambulante.

    Esa noche, mientras el barco los llevaba, por una inmensa corriente de agua siberiana, hacia lugares desconocidos, todos los miembros de la familia se acostaron a la hora establecida. En las cuchetas superpuestas, en la oscuridad de la cabina, donde el ojo de buey se denunciaba apenas por un resplandor amarillento, se escuchó en el acto la respiración de los niños dormidos, y al lado de Hanna el aliento de Oleg, un poco ronco, pero regular y apacible.

    Hanna no dormía. El enojo, como un dolor confuso, amortiguado durante el día, la atacaba en el silencio de la noche. Como su marido, acostado junto a ella, dormía a puños cerrados e inclusive hacía chasquear los labios, como un niño, al volverse, la congoja se exasperó y se convirtió en rencor contra su hombre, quien descansaba sin preocupaciones. Se ha atiborrado de hongos, se ha enjuagado la garganta con vodka, y ahora ronca. . . ¡Es dichoso! Poco le importa a dónde nos lleva esta vieja barcaza, qué nos espera allá, en Dvinoiárskoie, en la taiga, donde es seguro que, una vez más, no encontraremos alojamiento, ni escuela para los chicos, donde habrá que hibernar de nuevo en el apiñamiento de una tienda, taparse todas las noches con la ropa de vestir y cortar el pan la víspera por la noche, porque a la mañana el hielo lo endurece y sólo es posible cortarlo a hachazos. Lavarse con el frío y descongelar luego los mechones de los cabellos. Cuántas veces se ha repetido esto, y cuántas promesas ha escuchado ella: ¡Hanna, pequeña mía, ten paciencia, pronto terminará todo esto! Y he aquí que ahora se habla de Dvinoiárskoie. Una carta que recibió le ha hecho olvidar todo, abandonarlo todo. Y helos ahí, una vez más, sin fuego ni hogar, rumbo a la aventura. ¡Vagabundo!… ¡Correcaminos! … ¡Bohemio maldito!

    Y, sin embargo, ese año se habían instalado bien en Ust-Kamenogorsk…

    En la sombra de la cabina volvió a ver el domicilio que acababan de abandonar: habitaciones bajas, en una casa sin piso alto, prevista para cuatro familias; la cocina cuyas paredes Oleg había adornado con cuadrados de porcelana, el sofá delante de la estufa, J donde era tan agradable sentarse con un trabajo de costura o de zurcido. Y habían dejado todo, lo habían vendido todo, salvo ese horrible mobiliario plegadizo que llevaban a todas partes consigo. Hanna no pudo separarse de su querido sofá, que los acompañaba con el equipaje. ¿Pero dónde lo pondría: bajo la tienda? ¿En una choza? De una u otra manera, tendría que deshacerse de él.

    Oleg se removió sobre la almohada, y Hanna lo oyó articular: …desplacen las excéntricas. . . Volvió a hacer chasquear los labios, y su respiración se hizo nuevamente tranquila. Se apartó de él y observó sin satisfacción el rostro de pómulos salientes. ¡Las excéntricas! Inclusive cuando duerme no piensa más que en las máquinas.  ¡Qué le importan las angustias de ella, las preocupaciones de familia; en nada piensa, ¡el egoísta! Tuvo la impresión de que la niña se había quitado de encima la manta. Precisamente se trataba de eso. Se levantó para volver a meter los bordes debajo del colchón, puso en su lugar la almohada del niño, lanzó una mirada por el ojo de buey. El vapor navegaba a lo largo de la orilla derecha, a pesar de que la izquierda, rocosa, coronada por raros álamos esqueléticos, se perfilaba con una claridad sorprendente, como dibujada en tinta china sobre papel de calcos azul, manchado de blanco. Los reflejos de luna rayaban el espacio hasta la base de los acantilados y bailaban sobre el agua que, agitadas por las paletas, parecía pesada y negra como el petróleo. No había una luz en todo el contorno. De ese siniestro paisaje emanaba tal soledad, que la mujer se estremeció. Se deslizó con rapidez bajo las frazadas y, pegada a su marido, cuchicheó:

    —¿Qué vamos a hacer allá, querido? ¡Estábamos tan bien y en Ust!

    Un cuarto de casita, un retazo de tierra, un huerto, gallinas, y hasta cerezos. Recordó que un día Oleg había llevado bajo el brazo, como una escoba, cerezos enviados por un amigo de Ucrania. Toda la familia se comía con los ojos, como se mira a un amigo llegado del país natal, esos arbustos frágiles de raíces tenues. Los cerezos crecían tan bien en Poltava, la región de Hanna, como en Dniepropetrovsk, donde había nacido Oleg. . . ¡Los cerezos! ¡Los cerezos! Los plantaron con gran cuidado en un lugar soleado, al abrigo del cierzo. Durante el invierno se los envolvió en papel de periódico. ¡Y sobrevivieron! El año pasado florecieron, e inclusive dieron frutos en el clima bastante riguroso del Ural. Las cerezas eran un tanto agrias, pero grandes. Había apenas un puñado. ¡Pero cuán preciosas, maduradas en un país austero! Hanna se representó el cercado que había delante de la casa y los arbustos doblegados por el viento: no había nadie allí para abrigarlos, para cubrirlos de nieve. Permanecerían desnudos, expuestos a la escarcha. . . Recordó a Katerina, la hija del mecánico que vivía en su alojamiento. A esa gorda le había confiado Hanna su huerto, con sus pesados racimos de tomates todavía verdes, las calabazas que maduraban entre las hojas amarillas y marchitas, y los jóvenes arbustos delicados. Le había dado las informaciones necesarias para cultivarlos. Pero la gorda le respondió, distraída: Sí, sí, haré como me lo dice. No dejaré de hacerlo, quédese tranquila, Hanna Gavrilovna. Pero no escuchaba, sólo pensaba en su nuevo alojamiento, distribuía en él, de antemano, su mobiliario. . . ¡No era ella quien sabría vigilar los arbustos! . . . Hanna sufría como si hubiese dejado a sus hijos en manos indiferentes, ajenas. Sufría tanto más cuanto que nadie compartía su dolor. Tuvo un sollozo y se volvió para enjugarse los ojos con una punta de la funda. Su marido se movió y repitió con claridad:

    —¡Le digo que desplacen las excéntricas. . .!

    —¡Otra vez las excéntricas! ¿Eh? —Se apoyó en un codo para mirarlo: ahora reposaba de espaldas, y roncaba con suavidad, la boca abierta—. ¡Maldito maquinista!

    Recordó que en esos últimos meses se había contratado para una nueva construcción gigante, comenzada quién sabe dónde, y que le suplicó que aceptara ese nuevo desplazamiento, el último … Terminó por convencerla, pero viajó con su equipo al Ural, dos meses antes de la partida, para asistir a las pruebas de una excavadora de nuevo modelo, perfeccionada según su iniciativa. Ella tuvo que arreglárselas sola, completamente sola, vender los muebles comprados con tanto cariño, empaquetar los efectos.

    Y él, ese insensible, le telefoneaba todas las noches desde Sverdlovsk, le hablaba de sus nuevas ideas y le aseguraba, con voz quejumbrosa que sin él no podían arreglárselas. En definitiva, ella se vio obligada a ponerse en camino sola, con los niños y el equipaje, y él se encontró con ellos en la estación de Starosibirsk. En su alegría, ella lo perdonó: Oleg estaba hecho así, se dejaba acaparar por su oficio. Pero en ese momento consideraba que no era un efecto de la casualidad que se hubiese dirigido a Sverdlovsk para descargar sobre ella la tristeza de la despedida de la antigua morada, y el trajín del viaje. Las excéntricas. . . ¡Las máquinas, sólo eso tiene en la cabeza, y le importa un bledo de la familia!  ¡Y cómo ronca!"

    Hanna le tiró con furia de la nariz.

    —Despiértate, ya estamos cansados de tus ronquidos.

    Oleg se sobresaltó, se incorporó, vio la mirada clavada en él y, antes de entender lo que ocurría, oyó cuchichear con acento furioso:

    —Solo piensa en él, nada más que en él. La familia es para él como una cáscara de semilla de girasol. Se traga la semilla y escupe la cáscara …  ¡Exaltado, vagabundo! …

    —Espera, vamos, Hanna. . .

    —Hace ya dieciséis años que espero. Ya es suficiente . . . ¡Dime qué necesitas, pedazo de aturdido! ¿Dinero? Ganas más que los ingenieros. ¿O no? Te han elegido para el soviet de distrito. Tienes tantas condecoraciones como ninguno. Los periódicos no hacen más que hablar de ti: Oleg Poperechni por aquí, Oleg Poperechni por allá. Pero nunca estás contento, y eso nos cae encima a nosotros. ¡Bohemio del demonio! ¿Cuánto tiempo nos seguirás haciendo vagar por el mundo?

    Se había sentado en el borde de la cama y dejaba colgar las piernecitas rollizas. El bretel de la camisa se le había deslizado del hombro. Se veía un pecho firme, de jovencita, y un brazo regordete, terminado en una mano que retorcía con furia el borde de la colcha. Sus trenzas, que de noche ocultaba bajo un pañuelo, estaban enmarañadas, y la ira ensombrecía la mirada de sus ojos parecidos a cerezas.

    —¿Qué bicho te ha picado, Hanna? Todo iba tan bien ayer …  Los desplazamientos, mi oficio me obliga a ellos. Ya es tiempo de que te acostumbres. Y además no somos los únicos. El camarada Pietin y su esposa también salieron de Moscú para venir aquí. El barco está repleto de gente como nosotros. . . Y tú, que me haces escenas en mitad de la noche …

    Hablaba con tono reposado, pero bien se sabe que no se apaga con agua la nafta encendida.

    —¡El barco, la gente, Pietin! … ¡Me importa un rábano! Sí sólo pensases alguna vez en tu mujer, en tus hijos —por temor de despertar a estos últimos, susurraba, y sus palabras parecían más amargas aun debido a ello—. ¡La gente! Los jóvenes, las muchachas, el porvenir es de ellos. . . Cuando yo era joven corrí desatinada tras de ti, pero ahora ya no quiero. Ya tengo bastante. Las otras tienen maridos potables. Y el mío es un vagabundo. ¡No quiero más, me voy! ¡Me llevo a los chicos, y adiós! Vagabundea solo, arregla tus excéntricas. Quizá te den el título de Héroe antes de enterrarte. Yo no necesito héroes, necesito un marido, un padre para mis hijos. ¡Necesito un techo, eso es todo!

    En su cólera había saltado de la cama, y se paseaba por la minúscula cabina. Oleg la observaba con expresión consternada. Acostumbrado a una Hanna serena y graciosa, había perdido el don de la palabra ante la visión de esa mujer que se agitaba en su congoja.

    —¿Esto es una vida? ¡Muebles plegadizos! ¡Un idiota de periodista se ha extasiado ante los muebles plegadizos de Oleg Poperechni! Yo, si quieres saberlo, lloré al leer el artículo. Muebles plegadizos. . . Ya no puedo más, ¡he llegado al límite! ¿Me escuchas? ¡Me repugnan, tú y tu vida plegadiza!

    La desesperación que asomaba a través de esas palabras asustó a Oleg. Se había levantado a su vez, y se encontraba allí, en ropa interior, delgado, pequeño, parecido a un adolescente a pesar de los hilos plateados mezclados a sus cabellos de paja y a su breve bigote.

    —Hace ya dieciséis años que espero. Ya es suficiente . . . ¡Dime qué necesitas, pedazo de aturdido! ¿Dinero? Ganas más que los ingenieros. ¿O no? Te han elegido para el soviet de distrito. Tienes tantas condecoraciones como ninguno. Los periódicos no hacen más que hablar de ti: Oleg Poperechni por aquí, Oleg Poperechni por allá. Pero nunca estás contento, y eso nos cae encima a nosotros. ¡Bohemio del demonio! ¿Cuánto tiempo nos seguirás haciendo vagar por el mundo?

    Hanna, mi pequeña, mi amor. . . Será la última vez, te doy mi palabra de comunista. . . No volveremos a viajar. Nos arreglaremos. ¡Lo juro!

    Detenida delante de su marido y plantándole en el fondo de los ojos la mirada de sus pupilas sombrías, ella replicó con precipitación:

    —¡Tu palabra! ¿Cuánto vale? ¡Ya me hiciste tantas promesas! En el Volga-Don, en Volzhski, en Ust-Kamenogorsk. . . ¡Vamos! Ya no te creo nada, pero absolutamente nada. —Y de pronto cuchicheó con tono violento—: ¡Ya no me quieres, no quieres a los hijos, eres un extraño en la familia! De noche sueñas con excéntricas y sólo piensas en tu gloria: Poperechni, el método de Poperechni… El equipo de Poperechni. . . Las proposiciones de Poperechni. . . ¡Por lo que dura, la gloria! No tienes más que tomar a Alexei Stajánov. ¡Una celebridad, en su época! Y ahora pregúntale a Sashko quien era. Jamás oyó hablar de él.

    Hanna había bajado la voz. Volvió a sentarse, encorvada, la cabeza entre las manos. Cuando Oleg le rozó los cabellos con una caricia, estalló en lágrimas, y ese llanto resultaba más penoso que los peores reproches. Oleg le oprimió la cabeza contra el pecho.

    Toda palabra resultaría superflua, se dio cuenta de ello. El estallido sufrido lo había desarmado, atontado. Callaba por temor a provocar una nueva crisis. Hanna lanzó un suspiro, se enjugo los ojos y se introdujo bajo las mantas, mientras decía en voz baja, pero acento firme:

    —Perdóname por haberte despertado, pero no olvides lo que dije. No lo volveré a repetir. La próxima vez, tomo a los chicos y me voy, ¿me entiendes?

    Él no dudaba que lo haría. Había entendido que algo nuevo, inquietante, amenazador, acababa de entrar en su vida.

    —Hanna, te doy mi palabra de comunista —pronunció con el tono más solemne posible, pero su mujer no respondió. Con los ojos cerrados dormía o fingía dormir, y el hecho de que interrumpiese la conversación sin permitirle dar su opinión terminó de inquietarlo.

    ¡Sobre todo eso era tan imprevisto! …  Le había saltado al cuello en la estación de Starosibirsk, donde los esperaba. Olvidando a los niños, el equipaje, se apretó contra él mientras repetía: ¡Querido mío, querido mío! Y antes, cuando recibió en Ust-Kamencgorsk una carta del ingeniero Nadtóchiev, un viejo amigo que lo invitaba a viajar al Ona con todo su equipo, sólo preguntó: ¿Vuelves a arrastrarnos a alguna parte?, nada más. Esa fue la impresión que él tuvo, en tanto que ahora recordaba muy bien que ella escuchó la lectura con una expresión extraña, como petrificada. Se mostró singularmente silenciosa durante todo el día y la noche; mientras lavaba los platos dejó caer una taza y rompió a llorar, aunque él nunca le hubiese conocido un apego muy especial por los objetos. ‘Sí, eso es lo que pasa. ¿Qué le habrá agarrado, de golpe?’’

    Tuvo deseos de fumar. Pero Hanna detestaba el olor del tabaco, y no hacía remilgos en lo referente a abrir el postigo cuando un invitado encendía un cigarrillo en casa de ellos. Se deslizó con suavidad por entre las mantas, se vistió y salió con pasos sigilosos. La noche estaba negra, una verdadera noche de otoño. El delgado creciente de luna había desaparecido detrás de los acantilados cuyo borde dentado se recortaba en una línea de curvas caprichosas. Las estrellas brillaban con un resplandor maravilloso, que hacía centellear darás de la popa el agua negra y pesada.

    Una baliza brillaba a lo lejos. Su fuego parpadeante se confundía con los reflejos de las estrellas. Se habría dicho que se trataba de un astro caído del cielo, y que acababa de consumirse en tierra. Las ruedas de paletas repiqueteaban activamente. El agua borboteaba. Un surco ondulante se alargaba desde la popa hasta el horizonte.

    Hacía frío y había humedad. Se olía, como en todos los barcos viejos, pintura al aceite, alquitrán, lisol y el río.

    3

    Detenido al abrigo del viento, Oleg tomó un cigarrillo, se lo llevó maquinalmente a la boca y en el acto lo olvidó. Empezaba a entender que lo que había sucedido no era fortuito. Era la erupción de un rencor amasado desde hacía tiempo, y que las preocupaciones relativas al perfeccionamiento de una máquina gigantesca le habían impedido observar a tiempo.

    ¿Es posible que en lugar de llevar a su familia hacia lo desconocido hubiese debido partir él primero, aclimatarse en la taiga, arreglar allí un nido cualquiera y hacerlos ir luego? ¿A menos de que fuese preferible no moverse del lugar? Nadtóchiev era un hombre demasiado serio, por supuesto, como para lanzar frases al aire. No lo habría llamado para nada. La envergadura de las obras de Dvinoiárskoie debía de ser efectivamente inaudita. Pero él ya no era un joven; por la mañana, todavía podía arreglárselas, pero por la noche le ocurría, en ocasiones, regresar molido. Y además estaban los hijos, sobre todo Sashko: apenas se había habituado a la nueva escuela, apenas había recuperado su retraso, mejorado sus notas, cuando había que volver a partir. ¿Y Nina, con su música. . .? ¡La familia se había sentido tan contenta de poder comprar por fin un piano! ¿Dónde lo meterían ahora: bajo un álamo? ¡Ah, mi Hanna, mi pequeña Hanna, es muy cierto que un marido como yo puede causarte congojas! . . .

    A la altura de la baliza el Ermak emitió un sonido de sirena ronca, y mientras el sonido repercutía sobre el Ona, contorneó con prudencia la luz por la derecha. Ya no era una estrella agonizante, ni la luz íntima de una ventana. Era una vulgar linterna sacudida al antojo de las olas provocadas por las ruedas. Oleg volvió a experimentar de nuevo ganas de fumar. Se palpó los bolsillos. Los fósforos habían quedado en la cabina, a la cual no quería volver antes de haber puesto orden en sus pensamientos. En la pasarela, la silueta del anciano capitán se erguía en la oscuridad. Vista desde abajo, se habría podido pensar en un monumento que esperaba ser erigido en su pedestal. Oleg, que respetaba al hombre durante su trabajo, no se atrevió a importunarlo y bajó en busca de fósforos al interior del barco, donde se tocaba el acordeón.

    Los sonidos lo condujeron a la bodega, hasta una vasta cabina común donde, inclusive en las banquetas y en el piso, sin ropa de cama, con un sobretodo a modo de colchón, una valija o un bolso bajo la cabeza, dormían de un lado las muchachas, del otro los jóvenes separados por un estrecho corredor. En el centro del local había una mesa alumbrada por una lámpara con pantalla de papel de periódico. Un hombre rubio, de rostro alargado y atezado, una vieja blusa de marinera echada sobre una gruesa tricota con imágenes de renos se encontraba sentado a un extremo de la mesa. Frente a él se hallaba un coloso de cabeza redonda, rostro mofletudo e inexpresivo, con un flequillo de niño cayéndole sobre la frente grasienta. El primero leía el periódico. Tenía ante sí un elegante gorro de alférez de navío, de visera recortada, y un cuaderno abierto. El hombre del flequillo estiraba el fuelle de un acordeón y escuchaba tocar, con el oído inclinado. En respuesta al saludo de Oleg, el rubio, a quien mentalmente había apodado el marinero, se puso de pie y se inclinó sin decir nada, en tanto que el otro, el más alto, observaba al recién llegado con mirada burlona:

    —¡Buenas noches, celebridad!

    Oleg, que había formado durante su carrera a muchos mecánicos de excavadoras, y que en general gustaba de resolver todo tipo de ‘problemas humanos’, adivinó de golpe que se había producido entre esos dos un incidente; percibió en seguida que el marino tenía trozos de periódicos pegados a las falanges de la mano derecha, y que el mentón macizo del hombre del flequillo estaba visiblemente hinchado de un lado. Oleg entendió inclusive lo que había ocurrido, y experimentó simpatía por el enjuto marinero. Se acercó a él, levantó el libro y leyó en la cubierta: V. Luchitski, Petrografía.

    —¿Estudiante?

    —Coleccionista de un equipo de geólogos.

    —¿Tiene fósforos?

    —No, lo lamento.

    El acordeonista se inclinó hacia uno que dormía tendido sobre la banqueta. Con un ademán de prestidigitador, le sacó del bolsillo una caja de fósforos y la sacudió.

    —¡Celebridad, páseme un cigarrillo!

    Poperechni, aunque irritado, le tendió el paquete. El mocetón tomó dos cigarrillos, se metió uno en la boca, el otro detrás de la oreja. Luego de dar fuego a Oleg, metió diestramente la caja en el bolsillo del hombre de rostro arrugado y mejillas colgantes, cuyo cráneo calvo y voluminoso estaba enmarcado por raros rizos en forma de tirabuzón. Oleg sabía que se trataba de un arqueólogo de Starosibirsk, que viajaba a Dvinoiárskoie para salvar los tesoros de los kurganes situados en las zonas de las construcciones. Durante todo el día trotaba por el barco, rodeado por un tropel de curiosos a quienes relataba, con voz de gallo enronquecido, historias sobre el país, sobre los exploradores que habían fundado las primeras colonias en el norte de América, sobre los fortines de los Streltsi y los puestos cosacos conservados en la isla de Kriazhoi, sobre los decembristas que habían trabajado en esos parajes, «en el fondo de las minas de Sibería", sobre las riquezas del subsuelo que, según ese original entusiasta, «debían de encerrar todo el sistema periódico de Mendeléiev».

    ¡Y ese individuo con peinado de niño registraba los bolsillos de una personalidad tan eminente! Oleg sintió la tentación de regañarlo, pero el pesado sujeto tenía algo de repugnante, como el sapo que toma el fresco en un sendero y a quien el paseante, asqueado, evita tocar.

    Cuando chupó con delicia el cigarrillo, Oleg sintió que lo observaban. Era el marinero. Miraba el cigarrillo y otra cosa, más lejos: el cartel de «Prohibido fumar’’, colgado de la pared. Oleg se puso de pie. El "flequillo» hizo lo propio y se dirigió hacia la puerta con movimientos perezosos. Salieron juntos al puente.

    El extremo rojo del cigarrillo brillaba en la humedad helada de la noche. Una voz apagada salmodiaba, deformando adrede las palabras:

    ¿Por qué merodear en torno de las prisiooones,

    por qué quieres atormentarme?

    —¿Cuánto tiempo estuviste en la cárcel? —preguntó Oleg.

    —Ciudadano jefe, eso no le importa a nadie, dicho sea de paso. Seguimos el mismo camino, pero nuestra suerte no es la misma. Dame otro cigarrillo.

    —¿Y el que tienes detrás de la oreja?

    —Ese es para mi colega. Le rezó al buen Dios por todos nosotros. Está durmiendo.

    Oleg tomó un cigarrillo, y cuando la llama del fósforo iluminó al individuo, vio un tatuaje en su voluminoso puño: una cruz enlazada por una serpiente, y la inscripción «No olvidaré a mi madre’’.

    —¿Discutiste con el marinero? —interrogó Oleg, señalando el mentón hinchado de su interlocutor, que visto de cerca adquiría un tinte azulado.

    —El tipo puede agradecer al buen Dios que estamos en el barco; en cuanto desembarquemos le decoraré la fachada de tal manera, que hasta su madre renegará de él.

    —¿Tienes prisa por volver a entrar en la cárcel?

    —¡No soy un pequeño Jesús para poner la mejilla derecha cuando me golpean la izquierda! Espera a que lo destripe y le haga tragar los humos. Cuando despierte mi compinche, pregúntale quién es Madrecita. —Estiró con frenesí su acordeón, y cantó con

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