Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cuentos negros de la mar
Cuentos negros de la mar
Cuentos negros de la mar
Libro electrónico311 páginas4 horas

Cuentos negros de la mar

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

¿Quién podría aguantar las fuerzas devastadoras de un huracán en la mar?

Manuel Foyaca reúne en estos cuentos el terror en una atmósfera angustiosa, que como pesadillas crecientes vivieron en épocas pasadas los hombres de la mar, de una mar extraña, hosca y desconocida.

Las horribles tempestades sufridas con crueles naufragios por aquella intrépida gente de mar se remarcan como una dura forma de vivir que mezclan los amoríos en puertos pesqueros con malvados ladrones del bien ajeno y hundimientos imprevistos.

¡Esta era la dura vida en la mar en los barcos de entonces!

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 feb 2019
ISBN9788417717735
Cuentos negros de la mar
Autor

Manuel Foyaca

Manuel Foyaca nació en Madrid allá por el año 1945. De ascendencia asturiana, fue un niño hiperactivo y mal estudiante en el colegio, aunque logró licenciarse como capitán de la Marina Mercante, navegando en buques españoles y alemanes durante más de trece años. Ingresó en la Administración del Estado español en el Cuerpo Especial Facultativo de Marina Civil, técnico facultativo del Ministerio de Transportes y técnico del Instituto Nacional de la Seguridad e Higiene en el Trabajo. En la actualidad vive felizmente jubilado, escribiendo cuentos y novelas.

Relacionado con Cuentos negros de la mar

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cuentos negros de la mar

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cuentos negros de la mar - Manuel Foyaca

    Cuentos negros de la mar

    Cuentos negros de la mar

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717278

    ISBN eBook: 9788417717735

    © del texto:

    Manuel Foyaca

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    María, la jorobeta

    i

    La tarde apacible invitaba a un saleo por el mar. El cielo alto, transparente y lúcido retenía la luz y unas ligeras nubecillas, como velos, alzaban su vuelo medroso, volcado sobre la misma línea del horizonte, en la calima, rastreando una blancura de algodón.

    Lentamente, aparejaban las motoras en la pequeña ensenada y, desganadamente, contagiadas de galbana bajo el sol radiante, iniciaban la salida, doblando la gran peña que formaba división en solitario entre el malecón y el muelle. El tajo de las rodas rayaba el agua, suscitando un leve rebocillo de espuma. Una tras otra, ronronearon lánguidamente con el embrague a flor, sin que sus hélices susurraran, moviendo a poco andar la embarcación. Verdes, azules, grises y bermellones enlucían los costados de las barcas. Y bajo la calma chicha del cielo, del viento y de la mar, sesteaban despiertos los marineros, amodorrados, esquivos al paisaje sobre la espalda viva del Cantábrico.

    El puertecillo, si tal puede llamarse a una pobre bahía en abertal, quedaba atrás. El caserío, apretujado, entrepernado mejor, trepaba monte arriba como un ajedrezado de colores místicos y elementales en la retina marinera; blanco salino centelleante que endurecía los ojos, dañándolos con su metálico blancor; rojo encendido y sanguíneo de las crispadas puestas de sol; morado nazareno, angustia desesperada de las ofrendas y votos; el amarillo eléctrico de luz de amanecidas. Y, finalmente, el verde, el inconcebible verde botella de los pantoques —parte sumergida del casco— de las motoras, nacido de las profundidades de la mar bajo la sombra de las embarcaciones fondeadas.

    Las casas, unas con otras arrimadas de hombros, como entibadas, las míseras casas anexadas reptaban, reducidas y envejecidas, escalonándose en graderío, con identificadas techumbres y puertas, como si rebosaran en terrazas sobre el tejado de las otras, donde, a veces, picoteaban las gallinas y hozaban los cerdos entre el musgo terroso de las tejas curvadas. Y más arriba, apartada discretamente en el camino del faro, la reducida iglesia tapizada de musgo verde chillón, bendiciendo el pueblo, el puertecillo y a los hombres de la mar, como gallina clueca que protege a sus polluelos, y un fuerte olor a cáñamo recién aprestado, a ropas impermeabilizadas con linaza en la acera rancia, al pie de los altares.

    Dos viejos exvotos marineros bogaban allí, pendientes de un sedal ante la Virgen del Carmen.

    Las motoras se distanciaban una tras otra, como leves hormigas perezosas de renqueante andar. Al principio, tras la largada, la vista del acantilado retenía la atención de los hombres en las embarcaciones. Nítidamente se apreciaban aún, desde ellas, los perfiles de la costa, cada hendidura y cada peña. Luego, el ojo perdía la referencia precisa, desaparecían los resaltos de las rocas. La distancia difuminaba el perfil agreste de los cantiles y, alejadas, se adentraban las lanchas por alta mar, solas. Un pueblo de nacimiento y un malecón de juguete visto desde el mar, a cuatro millas, a cinco o quizás a más. Se asemejaban a los caseríos arrebujados contra el monte justo cuando se desperezaban los marineros de sus sesteos.

    Septiembre andaba ya mediado. La costera de la sardina y del bonito resultó realmente mala, defraudando a los pescadores, necesitados de un pequeño acopio de dinero para resistir el invierno. Anunciaba el otoño su cercanía como la última esperanza de aquellas gentes. Desde hacía días, seis ya, abundaba el calamar grande, de más de un kilo en algunas ocasiones. Todas las tardes pasadas se repetía el espectáculo de aparejar y salir en busca de los calamares, propicios y complacientes a la caída del sol, en el largo crepúsculo del final de verano. Los calamares se daban en un gran espacio, desde la punta del faro hasta alta mar. Allí, sobre todo, en las aguas limpias de viva corriente submarina, donde garreaban los rezones y las potas. Reuniones enormes de calamares adultos mudaban repentinamente de pasto, asustadizos y caprichosos. Descubrir una reunión de esas y emplazarse sobre ella pescando sigilosamente era embarcar cien kilos en un momento. No había paz para la mano. Pero ¡ay! Todos se atisbaban recelosamente desde las motoras distantes. Hasta catalejos manejaban. Y cuando el afán de una tripulación era notado, rumbeaban las embarcaciones hacia ella, pidiendo amarre, formándose un corro de lanchas, de codaste a roda, o amuradas en promiscuidad de cuerpos, de brazos, de sedales, y con el increpante vocerío con el que se denostaban los pescadores.

    ii

    María la Jorobeta, así llamada a causa de su deformidad, pescaba también entre los hombres. Poseía una vieja lancha, alta de borda, desteñida y recia. Ninguna lengua tampoco, tan rotunda y sonora, rusiente como hierro enrojecido en agua fría, cuando se organizaba un altercado. Su deformidad no le amargaba en malos humores ni resentimientos, pero era adusta e insolidaria como un canto redondeado por el embate de la mar en el pedrero.

    Cuando era joven —tendría ya cuarenta años María—, vivió la vida de las romerías y las fiestas, despreciativa y reconcentrada, pero sociable aún. No se casó e hizo ofrenda a la mar de su vida, de la más íntima yema de su existencia, un poco hombruna y varonil. Tenía bastante fuerza. Decisión también, pues era de ánimo templado y nunca la acobardaron las borrachas que a hombres recios metían en sí.

    La motora de María viró un cuadrante y enfiló a su lugar conocido, a motor parado ya, una vez concluida la finta con la verdad que a los ojos de todos realizó. La mancha gris de su motora, desteñida y sucia, se deslizó unos metros a merced de las ondulaciones del agua.

    —Aquí pescaremos —dijo María, y volcó la cabeza, como guillotinada, sobre la borda alta, penetrando en los fondos de la mar hasta donde su aguda vista lo permitía.

    Los marineros arriaron un rezón a popa y una potada a proa. Remolineaba el agua suavemente antes de absorber a la embarcación. Descendieron cuidadosamente poteras para no espantar al calamar.

    —¡Fondo, sesenta brazas! —dijo una voz.

    Y los aparejos se descolgaron lentamente, tensados hacia abajo por el leve peso de las poteras.

    Un silencio pastoso recubrió la motora, alfombrándola. Todos atendían afanosamente, calibrando el mínimo pesar de las poteras con un intermitente movimiento de la mano —sube y baja— que sostenía el aparejo. Repentinamente, susurraron a proa:

    —¡Aferré!

    —¡Y yo!

    —¡Y yo!

    —¡Aquí están! ¡Veintiocho brazas tengo!

    Un reguero de susurros resbaló por la regala de estribor.

    La motora de María se balanceaba con el respirar fatigoso y arrítmico del pecho de la mar. Garreaba el rezón y sesgaban las poteras en apreciable deriva, pero la reunión de calamares, encelados, no abandonó su presa. Seguían el lento derivar de los cebos. El sol, traspuesto el límite de los montes lejanos, aún irradiaba sobre la superficie de las aguas su rescoldo, en un tenue crepúsculo nítido y deslizante. Una a una, subían las manchas de color de los calamares en el contraluz que la embarcación producía dentro del agua. A diez brazas, izados tensamente por el sedal, se veían ya. Un brochazo púrpura violento en el verde botella intenso del sombrajo marino por el pantoque —parte sumergida del casco— de la motora. Pesaban. Como mantas mojadas pesaban, voluminosos y resistentes, intentando afondarse desesperadamente. De cuando en cuando, se aferraba una buena pieza, mayor de un kilo, y los dedos habían de ceder media braza o una, suspendido el hablar. Era indispensable temblar bien la resistencia del nailon, puesto a prueba con el peso y los tirones repentinos de la pesca. Luego, cuando la tensión cedía, los ágiles brazos se cobraban rápidamente otra vez, hasta montarlos sobre la regala. Y al plan de la embarcación.

    Se les veía en el agua flamear los tentáculos, braza a braza, ascendidos desde lo hondo, preso el calamar y también el ánimo del pescador en la incertidumbre del éxito a lograr. Y, por fin, al bies del agua, cuando el primer cuerno afloraba, una mano rápida descendía para apretarle el cuello. Así, al izarlos a bordo, su tinta no regaba a los pescadores desperdiciándose, reducida su defensa a un estornudo suave, como de niño recién nacido.

    Cinco lanchas se acercaban forzando su andar, pidiendo amarre.

    —¿Por dónde amarro? —Se oyó decir en una.

    —Por popa, no caléis aún, que están aquí. ¡Cuidado con las poteras! ¡No arriéis! —voceó María apresuradamente, en contestación a la demanda.

    Y las cinco lanchas amarraron una tras otra, en procesión, con todo el sigilo que la prisa consentía. Los cabos iban de la proa de una a la popa de la otra, o bien se afirmaban donde pudieran enganchar sus lazadas.

    Comenzaron todos a pescar. Aquello era un placer. Mismamente, ni la parrocha se embarcaba tanto, se podía decir. Subían los calamares sin parada, uno a uno, y se apilaban sobre los paneles, cambiado el color, pálidos y mucilaginosos al contacto del aire. La ondulación acrecentada de la mar deshacía la formación procesionaria de las lanchas, desorganizada la línea, a la deriva las cinco, borda con borda, con embates entreverados, paralelas o sesgadas según caían, y atrafagadas también.

    Nadie daba paz a la mano. María era una resuelta febrícula en guerra. Movía los brazos devanando el hilo tenue del sedal, como una araña chaparrita y garfiada. Era la suya una especial habilidad para «sentir» el calamar en la potera e izarlo sin pausa ni parada. En su motora, el pinche abría ya la nevera, bajo el panel, sobre la quilla, dejando al descubierto el costillar de las cuadernas. Se apilaban las piezas cobradas, grandes, inmóviles, desvanecido el color, con la dureza de sus ojos fijos, irremediablemente abiertos, sin párpados. Les recorría el cuerpo una sombra coloreada, de quita y pon, de vaivén, como una nube fugaz y efímera. Muertos muriendo parecían.

    María no hablaba. Ni en su lancha tampoco hablaba nadie. Ya de antiguo, reclutaba marineros silenciosos, de avanzada edad. Lentos, calmosos, pero seguros y callados, como ella los quería. Un rito bárbaro y fúnebre se cumplía siempre en su motora cuando a la pesca se iba, como si fuera una ofrenda incógnita y misteriosa. Todos lo respetaban. Y aunque las voces y los comentarios rumorearan en las motoras contiguas, nadie aventuraba una broma ni una palabra más alta que otra si se dirigían a la embarcación de María. Y allí, sobre la mar y bajo el cielo, María era más alta. Más gallarda y recia, más erguida que los hombres mejor entallados.

    iii

    Algo de bruja le encontraban en el pueblo. Su fina y pequeña figura se contradecía con la agobiadora primera impresión que suscitaba, diminuta y deforme. No era greñuda ni sucia, y hasta cuidada en el vestir; irradiaba María un aura de frescura y de limpieza entre los pescadores sucios y malolientes. Sin embargo, le huían los niños, evitaban el comadreo con ella las mujeres y suspendían los hombres su hablar cuando pasaba.

    Un día, en la taberna, hacía años, un joven cabo de mar recién llegado mostró curiosidad por abordarla. Intentaron todos disuadirlo, temiendo alguna broma pesada y sarcástica, pues María, si concitaba el temor a su paso, recibía, en cambio, el aprecio respetuoso de sus convecinos. Pero el joven cabo de mar no escuchó advertencias ni atendió a consejos. Cínica y desvergonzadamente, entabló el cerco, requebrándola. María se dejó querer. Mostraba agrado de su compañía y murmuraban las gentes sobre tragedias y fatalidades irremediables.

    —Tentar a Dios es eso —decían.

    El joven cabo de mar visitaba la casa de María la Jorobeta, donde era conocido que los espejos abundaban, colgados en las paredes a la altura de cara. Pasó tiempo y, ante el escándalo de todos, continuaron los requiebros públicamente y las malas lenguas, que nunca faltan, lo aseguraron. ¡Quién sabe si por las noches también, vestíbulo adentro!

    Y sucedió lo que suceder tenía. Una tarde, a la vista de todos, sin que nadie acertara a explicárselo, el joven cabo de mar rodó por el cantil, al pie de la torreta del faro, hasta las rocas bajas que faldeaban la mar. María, desde el malecón del muelle, vio el accidente. Un momento antes, le hacía señales con la mano, invitándolo a bajar. El cabo de mar bajó.

    María no tuvo apenas una mirada para el cadáver. Compuso la toquilla sobre su deforme espalda y con pasos menudos, como si se deslizara mejor que andar y sin un gesto, abandonó la gran piedra malecón y el muelle del puerto y se fue a su casa.

    ¿Era bruja María? Esto se preguntaban las gentes. Todos coincidieron con el párroco, don Fermín, en que el dedo de Dios había señalado al joven cabo de mar por desvergonzado y cínico. Pero vacilaban algunos. ¿El dedo de Dios, precisamente? ¿No sería todo acción del enemigo malo, más bien? La duda cundió en el pueblecito y aún se apartaban más las gentes de la Jorobeta, entre dichos de brujería y pacto con el Diablo. A peso de oro contrataba a los marineros viejos y experimentados, los menos rezadores, desde luego, que a don Fermín le traían a mal traer. Eran truhanes, como él decía. Decía que el nombre de la motora de María olía a azufre: La Medusa. Pues, Señor, ¿no habría nombres cristianos que ponerle?

    A fuego lo grabó en el lanchón, cosa desusada.

    De dónde le vino a María el dinero nadie lo supo. Parece ser que, cuando muy niña, al anterior párroco le fue confiado un caso de conciencia con buenos dineros que administrar como protector de María. Pesos fuertes de las Américas lejanas. Lo cierto era que a su lado se enriquecían los marineros, cargaran pesca o no. ¿Tanto dinero tenía la Jorobeta?

    ¿Qué extraña e invencible incitación la llevaba a la mar, a la pesca? ¿Por qué su lancha era la última que regresaba a puerto? ¿Por qué alguna conversación furtiva complicó aún más las cosas y el secreto? Pero las gentes se reconcomían de curiosidad insatisfecha. Nadie aclaraba el misterio. Contaban, sí, de una motora que aguantó en el pescadero junto a La Medusa hasta que la embarcación de María ronroneó e inició la vuelta. A su patrón —él lo decía, y allá él con su verdad— nunca le atenazó tanto el miedo como aquella noche. Y el caso es que nada vio de extraordinario. Porque María, iniciado el rumbo, se ocupó de la caña del timón y de pie. Firme, rígida, escudriñando en la negrura de la noche cerrada, permaneció impasible, atenta al gobierno de la motora. Ni una palabra, ni un gesto. Hierática y rigurosa sobre la fosforescencia de las aguas oscuras. Pero un halo brujo trascendía de La Medusa, y como voces y salmos de aparecidos la escoltaron hasta el puerto.

    —Yo lo vi desde lejos —afirmaba el patrón con los ojos rodeados aún de miedo.

    ¿Conoció amores María? Nadie podía afirmarlo con certeza. Porque el episodio del joven cabo de mar no aclaró nada al fin. Si acaso —María era joven entonces—, aquel buhonero cetrino, reteñido, que hacía años había vagado por el pueblo. No se le recordaba casi. Pero su sombra, pegada a los quicios de la puerta de María durante algunas noches, impuso temor a los imprudentes y difamadores.

    —¡Quizá, la pobre! —De esta forma la perdonaban las gentes.

    Pero el buhonero desapareció tal como vino. Misteriosamente. En el primer susurro de la amanecida. ¿Comerció con María? Las mozas maliciaban que sí. Los mozos repugnaban que no.

    En aquella ocasión, y durante diez o doce meses, María se ausentó del pueblo. No todos supieron a dónde fue, pero sí era seguro que estuvo fuera del pueblo. Don Fermín, el párroco, vigilaba siempre su respuesta cuando las beatas le preguntaban. Y desde entonces se acrecentó el tufillo a brujería que llegaba hasta el mismo cura.

    —¿Exorcizarla? ¿Por qué? —respondía invariablemente a las comadres.

    Y el caso era que la mujer cumplía bien por Pascua Florida, como mandaba la Santa Iglesia.

    De la aparición del buhonero quedó un rumor que se difundió así:

    —María tuvo un hijo.

    —Mujer, no digas eso; aunque, en verdad, el buhonero…

    Y quedaba en el aire el retintín.

    —Pues sí —insistía la bien enterada—. Lo tuvo. Si lo sabré yo. Y mismamente negrito como un cuervo. Lo sé muy bien.

    Las comadres acecharon el paso de María para apreciar algún cambio en ella. Pero todo estaba igual; la Jorobeta permanecía con la misma figura diminuta, el mismo estado de limpieza y pulcritud, las mismas manos aniñadas y el mismo paso raudo, como de pájaro.

    Durante unos días, en verdad no muchos, el regreso de María removió comentarios, tras casi un año de permanecer en la capital.

    El rumor se recogió en la Rula para entretener la ociosidad de las esperas largas del pescado, y al fin cesó. ¿A quién le importaba el caso, cierto o no?

    Unos ocho años después, llegó al pueblo una sobrinilla de la Jorobeta, morenucha y espigada. Vivió con María desde entonces y todos aceptaron por bueno y real el parentesco, dándose con el codo.

    iv

    En la motora de María, como en las otras cuatro, todo era actividad. Tres veces había mudado el punto de pesca, y por tres veces La Medusa lo encontró otra vez, con un maravilloso y ejercitado sentido oculto. Caía la tarde lentamente, morosamente, declinando la escasa luz sobre el entalle de los montes difusos y pespunteados en la lejanía. La costa amurallaba la visión hacia el sur y hacia el oeste. Flaneaban las gaviotas, ojeadoras permanentes sobre los bandos de chicharros, que con sus agudos chillidos acosaban voltejeando como corbetas volatineras. Subían aún los calamares purpúreos. Y vociferaban los marineros, discutiendo e increpándose cuando las embarcaciones se amuraban en los bandazos o se enredaban los sedales.

    En ocasiones, un aparejo izaba dos piezas. Las exclamaciones jubilosas del afortunado brotaban al tiempo que las maldiciones de otro:

    —¿Quién mierda me tira del sedal? —vociferaba este.

    Y como los tirones siguieran en el afanoso halar del afortunado:

    —¿Quién enganchó conmigo? ¡Tate quieto, Felipe, no tires de mi potera!

    Y palabras gruesas con amenazas terribles partían de una lancha a otra, pues sucedía que, con el suyo, izaba el pescador el aparejo de otro, y con un calamar aferrado también.

    Después de varias imprecaciones, aprontaba rápido la navaja para cortar el sedal intruso.

    —¡Para o corto, Felipe!

    —¡Dios te libre, Julián, si no quieres ir al cementerio!

    Pero ¿de quién eran las poteras, dos o tres o cuatro, que se juntaban bien enmarañadas en la superficie del agua como por ensalmo? Una discusión interminable se iniciaba con ello, pues las poteras, con frecuencia iguales —negro, blanco y rojo en bandas o a plomo desnudo—, no reconocían a sus dueños. El litigio se increpaba y las bromas y burlas de los demás avinagraban la cuestión. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuántos calamares no cobrados representaba el enredo! La nerviosidad de los afectados por el incidente promovía promesas trágicas, que se dejaban aplazadas para discutir en tierra, sin que nadie recordara un caso en que tal discusión se renovara.

    La tarde caía lenta y desmayada, enguatado el poniente por unas nubes tristes que nadie podía apercibir. No lucían ya los chorros de oro peculiares del ocaso en septiembre. Primero aparecieron unas nubes algodonosas y sucias. Luego crecieron estas, condensándose en nubarrones espesos. El cielo se tornaba hosco y ceñudo. Pero, en la lancha, salvo María, nadie lo advirtió. Y aun María no reparó en ello por mucho tiempo.

    La mar se arrugaba con las venillas que la brisa en fuga le veteaba sobre el lomo. El tiempo se metía contra la costa, de largo, sobre las boinas chicas de los marineros hasta el farallón, donde rompía la mar con desasosiego. Las lanchas cabeceaban un poco más vivamente. Nadie suspendió la pesca, nadie se paró para mirar. El vértigo afanoso de los brazos proseguía, y los ojos, como imantados, se mantenían fijos en el seno del mar. Cerca de las motoras floreó algún rizo de espuma, sacudidas ya por las ráfagas, oscurecido el sol, aturbonado el cielo. Las gaviotas graznaron sobre el agua e iniciaron su vuelo hacia las rocas distantes.

    La tormenta se encimaba. María, atisbando el horizonte, suspendió la pesca con una mueca dura en el rostro. Hubo un alto en su motora. Al verla mirar con gesto torcido, sus hombres sintieron en sus pupilas las señales ciertas de la tormenta, tiñendo de jabonoso oscuro el cielo. Nadie habló. Se miraron todos apuntando a María, hasta que ella reanudó la pesca. Todos la imitaron.

    Pero, por momentos, aumentaban las ciertas señales de la borrasca. En las lanchas crecía también el deseo de suspender la pesca y regresar a puerto. Una motora abrió el camino. Soltó el cabo de amarre y arrancó. Otra hizo lo mismo, también silenciosamente, sin una palabra. Y al ronroneo de los motores, separadas las lanchas unos metros del amarre, los pescadores se despedían:

    —¡Ea, con Dios! ¡Ahí viene ya una buena chubascada!

    La barca de María prosiguió la pesca febrilmente. Se apilaban sobre los paneles los calamares capturados. Doscientos kilos serían ya. Pero la actividad de La Medusa no ganó adeptos. Una tercera embarcación soltó el amarre y, tras ella, otra. Ya no quedaban más que dos motoras en el pescadero de Aguas Negras, frente al cabo: la de María la Jorobeta y la de Zoilo el Rojo, apodado así por la fuerte pigmentación de su piel y por la llamarada encendida de su pelambrera. Las dos lanchas, mecidas y remecidas por el fuerte viento desatado, con las tripulaciones expectantes, proas a obedecer la orden de marcha y deseosas de que esta se diera cuanto antes.

    Era el Rojo, reciamente plantado con sus cuarenta años, un guijarro suelto en la cofradía del varadero.

    Allí nació, bajo el abrigo de una lancha, engendrado por un acróbata contorsionista, tocador de acordeón, azafranado y forastero, que en un día de san Roque llegó al lugar y lo abandonó pasados siete. Se le vio mucho con Remedios, la avellanera. Y del trato de aquellos días resultó Zoilo el Rojo. Remedios rodó y rodó desde entonces, y un poco antes también, todo hay que decirlo, hasta el desabrigo y el vagabundaje. Mismamente, parió sola, de madrugada, bajo una lancha.

    La vida de Zoilo discurrió siempre cuesta arriba. Cuarenta años tenía ahora, como María, y, cuando era pequeño, no hubo golpe ni pelea que se perdiera en el pueblo que no parara en él. Ni escuela, ni iglesia, ni amigos. Nada en la vida de Zoilo le atrajo a sí, salvo María. Catorce años tendrían los dos chiquillos y juntos recorrían el pedrero marisqueando. Sucio y astroso él, junto a María, recién hecha mujer, que aún era esbelta, apenas iniciada la joroba que con los años agravaría su deformidad. Zoilo era fuerte y recio, con instintivos movimientos de animal salvaje. Todo iba bien hasta que el idilio concluyó bruscamente. María regresó al pueblo una tarde, desde el pedrero, sola, gimoteando. Desgreñada, húmeda, con el vestido roto en jirones. Nada contó a nadie. Zoilo, si acaso, ante las bromas de chicos y grandes, se limitó a zaherirla, motejándola con el vocablo deshonroso y brutal que los hombres lanzan a veces como un escupitajo:

    —¡Puaj!

    Aunque chicos y grandes estaban de acuerdo en negarle al Rojo veracidad y el don de la profecía.

    v

    Aquella tarde se grabó profundamente en la memoria de María. Recordaría siempre la cara descompuesta y bestial de Zoilo cuando ella se desasió de sus brazos en la soledad del roquero.

    —¡No, no, eso no!

    Le martilleaba el recuerdo. Y por las noches, durante unos años, despertaba con un sobresalto.

    —¡No,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1