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El sollozo de la gárgola: La odisea de la Pólux XXVII
El sollozo de la gárgola: La odisea de la Pólux XXVII
El sollozo de la gárgola: La odisea de la Pólux XXVII
Libro electrónico326 páginas5 horas

El sollozo de la gárgola: La odisea de la Pólux XXVII

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La nave espacial Pólux XXVII, navegando en la Constelación del Centauro a 4,3 años luz del Sistema Solar, debía conducir a la doctora Helena Alves y a su hijo a una estación espacial de investigación de Lantania, su planeta de origen. Allí la científica cumpliría tareas relacionadas con la propia supervivencia de aquel planeta y otras vinculadas a un antiguo anhelo de su cultura. El destino quiso que la nave sufriera un desperfecto y cayera al mar, cerca de una playa, en un mundo desconocido. Luego de salvar con vida, el grupo comandado por el capitán Balboa y su segundo de a bordo, Sam Smiler, se interna en un escenario misterioso y fantástico, aunque no menos real, que pronto los colocará a todos en el centro de un poder oculto e impredecible.Una novela premonitoria del ocaso de las civilizaciones; y una gesta de la descarnada pertinacia de la vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2018
ISBN9789563383638
El sollozo de la gárgola: La odisea de la Pólux XXVII

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    El sollozo de la gárgola - Gonzalo Ríos Araneda

    vida.

    PRIMERA PARTE

    El relieve de la costa se bamboleaba burlón en las retinas de los náufragos. Mirada desde el mar, la playa parecía alejarse como una masa oscura que todos desesperaban por alcanzar, mientras los brillos esquivos de algunas estrellas aparecían y desaparecían detrás de las nubes. El braceo violento de aquellos cuerpos jóvenes en peligro real de sucumbir apenas era suficiente para reducir el espacio que los separaba de la costa. Convulsos por el esfuerzo, se asomaban y se hundían en las aguas procelosas; detrás de ellos, sobre el casco de la nave siniestrada, que parecía resistirse al hundimiento, rebotaban algunos rayos blancos que se filtraban a través de las nubes cargadas de agua.

    El comandante Robinson Balboa gritaba nombrándolos uno por uno, hasta que pudo comprobar que, con un descomunal empeño, todos luchaban cerca de él por no perder el control, como su asistente, que braceaba incansable en la retaguardia. Sin embargo, un instante después, el capitán cayó en la desesperación porque, de pronto, perdió de vista a la madre y a su hijo; una ola traicionera los ocultó por algunos segundos que se le hicieron eternos. Mientras, la luna que se había asomado como una ladrona entre las nubes, volvió a desaparecer, llevándose consigo los últimos brillos de la costa, ora azules como cargas eléctricas, ora blancos como espumarajos vomitivos de un mar dispuesto a devorar a sus víctimas. Confiando en su amigo Sam, y obligado al silencio porque ya no le quedaban fuerzas, Balboa se limitó a dar manotazos regulares, temeroso de perder el conocimiento antes de llegar a la playa, hasta que, deshecho y sin fuerzas para oponer más resistencia, sintió que una bocanada de olas lo escupía sobre la arena.

    Un frío intenso que, por un momento, pareció cortar las pieles con un sílex hizo que los náufragos reaccionaran como un solo cuerpo y se reconocieran en medio de las sombras del amanecer. El capitán, quitándose de encima unas odiosas pulgas marinas, al tiempo que se despojaba de su mochila, pudo constatar la presencia de todos en el lugar. Con un movimiento instintivo de su mano derecha se palpó el cuello para cerciorarse de que llevaba colgada la llavecilla maestra de su nave. A su lado, vio a la mujer que se inclinaba sobre su hijo y lo tocaba con desesperación, haciendo caso omiso de su propio tobillo que había resultado contundido en la refriega con las aguas. Casi en forma instantánea, ante el milagro de la salvación, todos se abrazaron compulsivamente, conformando una pirámide humana que, en un acto de esencial humildad, procedió a decir a coro una oración de agradecimiento.

    El grupo estilaba mar, mientras, secundado por una brisa que se encargó de despejar el cielo, un sol empezaba a levantarse por el oriente con la promesa de envolverlos en su exultante calidez. Estaban todos vivos, aunque momentos más tarde repararían en la ausencia del perrito de Tomás.

    El capitán Robinson Balboa era un hombre de estatura mediana, de hombros más bien angostos y brazos largos y velludos. De barba hirsuta, nariz aguileña y mirada inquisitiva, su rostro trasuntaba control y autodominio; mientras un brillo peregrino en un ángulo de sus ojos, delataba en él, de vez en cuando, un cierto desenfado. Ahora, de pie sobre la arena y con las botas chorreando agua salobre, se había quedado mirando hacia el poniente como midiendo la anchura del océano que los arrojó de sus fauces. Todos estaban paralizados por la emoción de seguir con vida. Luego, vieron con asombro cómo en la parte alta del litoral se insinuaba la presencia de un camino costanero y, más atrás, el dibujo borroso de unas construcciones que parecían amenazar con su secreto. Ya repuestos del susto, todos los ocupantes de la Pólux XXVII se concentraron en disponer sus ropas para el secado y en ordenar las pocas pertenencias que habían logrado salvar. Contaban solo con dos morrales que habían cargado los hombres hasta llegar a la orilla, más un botiquín de cuero para primeros auxilios, que había llevado sobre su pecho —cruzado en bandolera— el ingeniero Smiler.

    En ese trance, y sin que los demás se dieran cuenta, el niño Tomás se había alejado hacia el borde del océano con la esperanza de encontrar alguna huella de su perro Eco. Al percatarse, el capitán corrió hacia él, preocupado por su pena. Cuando lo alcanzó lo tomó de un hombro y, sin decir palabra alguna, ambos se quedaron por un momento mirando hacia el punto de las aguas donde la nave se habría hundido. Lo certificaba una transparencia lumínica que parecía brotar de las profundidades a pocos metros de la orilla. El capitán se sorprendió de cuán cerca había caído. Luego pudo inspeccionar la extraña geografía del lugar y reconocer la presencia de una especie de pequeño estuario donde el mar se internaba no más allá de doscientos metros (reconocible por la estrechez de la entrada), lo que más tarde comprobaría que se trataba del delta de un río seco, acotado a la derecha por una pared de arrecifes que se internaba en las aguas. Y viendo enseguida la curvatura de la playa, supo que la oscuridad los había inducido al error la noche anterior, porque, guiados por los débiles reflejos luminosos de un sector del litoral, habían elegido la distancia más larga para llegar a la playa. También observó que a la vuelta del roquedal había un cruce de corrientes contrapuestas que producían una suerte de peligrosa explosión de aguas. El muchacho, que también había observado esa anomalía, pensó consternado que su perro pudo haberse perdido en sus profundidades; con esa sospecha en su corazón, se limitó a guardar un atribulado silencio. El capitán, que se había parapetado en un pequeño montículo de arena que le permitía una vista panorámica, llegó a la conclusión de que no había más de cincuenta o sesenta metros entre el lugar en que se había hundido la nave y el bajo donde se encontraban. En esos cálculos estaba, cuando de pronto, estirando el brazo y apuntando con su dedo índice, Tomás gritó:

    —¡Mire, capitán, allí en el agua hay un bidón!

    Efectivamente, golpeando el borde rocoso de la orilla se mecía un pequeño y reconocible bidón perteneciente al avituallamiento de la nave. Estaba a corta distancia, por lo que, parados al borde de aquella ensenada natural, bastó que el capitán sostuviera al chiquillo de una mano para que este, inclinado sobre las aguas, rescatara la vasija que resultó venir colmada de agua dulce. El capitán sonrió con satisfacción por la importancia del hallazgo, y decidió regresar, sin advertir el bajón anímico que delataba el rostro del niño. No habían avanzado mucho cuando se encontraron con Helena. El muchacho, bajo la intensa carga de sus emociones, y sin poder evitar las lágrimas, abrazó a su madre, hasta que el capitán los instó a regresar.

    Sam, que se había quedado para ordenar sus pocos haberes, los vio venir. Estaba tranquilo, porque, aparte de la brújula que colgaba de su llavero personal, ya tenía consigo dos relojes mecánicos y un paquete de pequeñas herramientas, más un par de cantimploras, una radio y dos revólveres con sus correspondientes municiones (que se sumaban al suyo), Debido a las circunstancias, había procedido a limpiar las armas y a ponerlas a punto. Pensó que más tarde debían hacer una revisión más completa. Previsor y extremadamente organizado, sentía frustración por la pérdida de una de las mochilas que cargaba esa noche. Pero lo más importante por ahora era hacer lo que tenía que hacer; se lo había impuesto como una prioridad.

    —No estoy tan seguro de que Eco se haya salvado —dijo Tomás a su madre, todavía afectado por lo que había visto en el lugar del naufragio, mientras se inclinaba para extender en el suelo la chaqueta con que venía ceñido al llegar a la playa.

    Sam se acercó y le pidió a Helena que se descubriera el tobillo para prestarle primeros auxilios, mientras el capitán se dirigía a su propio rincón bajo los benéficos rayos del sol que, en menos de una hora, había secado las ropas y haberes de los navegantes. Le envolvió firmemente el tobillo con una tela adhesiva, y señaló que se trataba de un pequeño esguince.

    —No inhabilitante por ahora —acotó ante la mirada agradecida de la mujer.

    El capitán, consciente de sus responsabilidades, tomó la decisión de salir sin demora a explorar la ciudad, lo que hizo saber a los otros; no era bueno perder tiempo, dijo. Todos estuvieron de acuerdo, pero a petición de Sam lo harían una hora después del mediodía. Solo Tomás se había mostrado en contra de la idea, porque quería seguir esperando por su perro. Solo cedió cuando su madre lo abrazó y el comandante le recordó que él era la última reserva de la Pólux XXVII y que debía velar por su mamá. Impresionado, Tomás se enjugó las lágrimas y, separándose de Helena, avisó a Balboa que estaba listo para emprender la incursión. Al rato Sam lo agarró de un brazo y lo invitó a que lo siguiera.

    —Perdona, Helena, deja llevarme a tu hijo… volvemos enseguida. ¡Vamos, Tomás, acompáñame! —le gritó al muchacho, portando una vara de unos sesenta o setenta centímetros que no concitó la atención de nadie, salvo la de Tomás.

    Ambos se alejaron hacia la parte alta de la playa; mientras caminaban, Sam consultó uno de los relojes que había puesto a punto, y con los ojos entrecerrados miró hacia la luz del sol. Tomás reconoció en la varilla que llevaba Sam un filamento de alga reseca por el sol, y con asombro vio cómo Sam se inclinaba sobre la arena y la enterraba cuidadosamente por uno de sus extremos.

    —La idea —explicó al muchacho— es que proyecte su sombra debajo del sol para seguir su parábola completa hasta mañana a esta misma hora.

    Con el reloj en la mano lo echó a andar justo cuando el sol, cayendo casi a plomo sobre la vara, anunciaba la medianía del día de ese planeta.

    —Tomás, en este preciso momento, echamos a andar nuestro reloj, justo cuando la sombra de la vara se apresta a aparecer de nuevo sobre el piso. Para nosotros aquí empieza su recorrido —añadió ante la expectación de Tomás que observaba lleno de interés—. Estaremos atentos hasta que llegue de nuevo a su punto cero mañana a esta misma hora. Así sabremos cuánto se demora este planeta en dar una vuelta completa sobre sí mismo, en torno a ese sol —agregó, con su pulgar indicando hacia el astro.

    —Y eso, ¿de qué nos va a servir? —preguntó Tomás.

    —Nos permitirá llevar un control horario que facilitará las tareas que debamos emprender. Mañana verás —explicó Sam, satisfecho de haber hecho uso de una técnica tan antigua y sencilla.

    —Comprendo —respondió Tomás.

    —Ahora unámonos al grupo, que tenemos mucho que hacer —sentenció Sam rodeando con su brazo los hombros del muchacho, que ahora parecía más animado.

    —¿Se lo decimos a ellos?

    —Se lo diremos mañana con todos los datos en mano —contestó Sam, mientras una lucecilla de orgullo se asomaba a los ojos del niño, muy contento por compartir lo que a él se le antojaba como un secreto.

    Sam se regocijó al oírlo musitar okey.

    Tal como lo habían programado, una hora después, el grupo, apertrechado de lo necesario, las emprendía hacia lo alto bordeando la playa hasta encontrar una salida. Cuando llegaron a la parte alta, se colocaron a escasos metros de la línea que corroboraba la existencia de una calle costanera, y observaron con asombro, al otro lado de la ancha avenida, la presencia de una masa muy ordenada de edificios, cuyas callejuelas se internaban hacia las alturas de un evidente plano urbano.

    El espectáculo de su arquitectura, dibujada a veces con trazos de pesada inmovilidad, otras con una singular apariencia de nostalgia y abandono, perturbó a todos. Una callejuela oscura zigzagueaba misteriosa en un rincón del cuadro que, por el efecto de un nubarrón que se había posado en las alturas, ensombreció de pronto el ánimo de los expedicionarios. No era de ningún modo extraño que a la mente de la doctora Helena, una profesional sensible a las paradojas de la realidad, acudiera la imagen de una postal de ciudad fantasma, rasgada en flash por una fisura negra y quebradiza, como un pelo muerto en la superficie de una película. Un flash que se redujo al silencio de cada uno de los exploradores y a la preocupación del comandante que, adivinando la fuerza depresiva del momento, se puso a silbar esa Gazza ladra que él solía entonar cuando viajaba en medio del adormecedor mutismo del espacio exterior.

    Mientras subían por una ancha escalera de piedra, observaron que algunas construcciones estaban montadas sobre unas estructuras subterráneas que parecían verdaderos fortines de piedra, metal, mármol y otros materiales que no conocían y que contrastaban con las edificaciones superiores. Su asombro se convirtió en perplejidad al constatar la diversidad de estilos que dominaba la urbe, y todos —¡para no creerlo!— provenientes de la antigua Tierra y correspondientes a sus fases históricas, conocidas como la Antigüedad, el Medioevo, el Renacimiento y el Modernismo con sus variables posteriores. Para hacer más increíble lo extraño de aquel acontecimiento, en un gracioso rincón urbano descubrieron otros estilos secundarios poco conocidos para un lantano ordinario, como aquellas construcciones modern style que de pronto se asomaron en una esquina.

    Alucinada con los graciosos hierros y cristales que aligeraban su arquitectura, Helena sabía que esas elegantes mansiones constituían el recuerdo más doloroso que se podía recoger en los libros de historia sobre la devastada Tierra, el planeta de sus antepasados.

    Aparte de no encontrar alma viviente, al menos por ahora, les llamó la atención la singular asepsia del suelo urbano. No había ni una brizna de suciedad o desecho. Impelidos por la necesidad, continuaron buscando afanosos a algún parroquiano que los pudiese orientar, o la presencia de un policía. No les habría importado responder a cualquier interrogatorio siempre que este los condujera a un lugar protegido donde pudiesen aclarar sus ideas, conocer su destino y alimentarse como es debido. Ya llevaban varios días sin ingerir otros alimentos que no fueran las obleas concentradas durante su largo y abortado vuelo.

    A ratos, de la mano de su madre, el niño volvía a acordarse de su mascota, a la que el capitán llamó alguna vez el quinto pasajero de la Pólux, elogio según él, que lo había llenado de un sentimiento mágico. Incapaz de sacarse de la mente a su perro, sintió de pronto que su madre intentaba abrazarlo, y él, en un acto del que se avergonzaría en su intimidad, la rechazó con cierta violencia. Incómodo, se secó una humedad que se había posado en su mejilla.

    —Yo también lo echo mucho de menos —le dijo su madre en un momento en que todos se detuvieron. Pero Tomás guardó tenaz silencio.

    Eco era un perro fiel, de raza pequeña, lanudo y de ojos enormes que llegó a convertirse en mascota de Tomás cuando su padre lo llevó a casa con dos semanas de vida, justo el tiempo autorizado para el destete, según el veterinario de la localidad, lo que según él garantizaba que el perro venía con su desarrollo psicológico completo. El nombre Eco le fue sugerido por su padre una mañana de invierno. Al salir ambos en dirección a la escuela, en medio de una fina y helada llovizna, se escuchó un trueno proveniente del interior de la montaña, que segundos más tarde se repitió en la hondonada detrás del valle donde ellos vivían. Él mencionó la palabra eco, y agregó que la misma podría resolver el problema que lo tenía tan ansioso: la noche anterior, su madre le había preguntado cómo llamaría al cachorro, a lo que él respondió con un encogimiento de hombros. Esa escena le pareció como si hubiera ocurrido ayer.

    —De acuerdo, papá, lo llamaremos Eco —había dicho el muchacho, contento de su elección.

    Muy pronto, Eco manifestó una gran habilidad para el rastreo y para encontrar objetos perdidos. Esta cualidad hizo que la infancia de Tomás estuviera llena de aventuras junto a sus amigos, y que estos lo reconocieran como el jefe indiscutido de su pandilla. Con Eco, él siempre se adelantaba en todos los juegos, y más de una vez se encontró en situaciones difíciles por su culpa, como el día en que, decidido a que él y su padre hicieran justicia, se agarró con su hocico al pantalón de un carretero que castigaba a su caballo con brutalidad. Ahora, su última aventura había sido perderse con él y su madre en la inmensidad del espacio durante las vacaciones. Recordó que la caída fue tan repentina, y el golpe en el mar tan brusco, que soltó a su mascota cuando el agua entraba por la escotilla abierta y el océano pareció tragarlos a todos. Después de haberlo buscado en la playa, ahora, rezagado a metros del grupo, pensó con desesperación en lo inútil que resultaba despojarse de sus bienes personales para irle dejando una huella que seguir. ¡Cómo echaba de menos su cylinder sound para contactarse con su perro! Con ese artilugio se podía enviar mensajes directo a los centros nerviosos del cerebro (en su país los llamaban head to head). Con aquel plan el muchacho se había ido despojando de algunos de sus bienes: primero lo hizo con sus calcetines, uno por uno, luego con un pañuelo, y con una bufanda que le había tejido su madre, pero cuando quiso hacerlo con su chaleco de lanilla, fue sorprendido por ella. Qué rabia, ella no entendía nada. No entiende que ese es el precio de recuperar a mi perro, pensó cuando Helena lo regañó delante de todos, alegando que debía protegerse del frío.

    Parados allí, frente a esa enorme urbe silenciosa, sintieron que se les helaba la piel. Un airecillo frío y cortante pareció bajar de las alturas. Entonces Helena habló:

    —Esto no me gusta nada. Hay demasiada hostilidad en el ambiente.

    —Se niega a ofrecernos su amistad —especuló irónico el capitán Balboa, al tiempo que inclinaba la cabeza y se llevaba una mano al oído—. ¿Sienten ustedes lo mismo que yo? —preguntó, atendiendo a los ruidos de la calle.

    —¿Qué es eso, Robinson? —alcanzó a balbucir la mujer.

    —Parece un tropel de animales —exclamó el niño.

    —O motores en marcha —sugirió el capitán mirando a su segundo.

    Una verdadera estampida se hacía cada vez más evidente. Se aproximaba por el norte (fijado por la brújula de Sam), bajando por la transversal que ellos estaban a punto de alcanzar. De pronto un ruido infernal llenó el sector y apareció una manada de extraños elefantes que pasó corriendo en estricto orden ante la mirada perpleja de todos, con una cadenciosa y regular velocidad. Los extremos de sus trompas, en vez de balancearse en el aire, se recogían para unirse a la masa de sus cuerpos, embozadas en los hocicos como materiales de gasfitería. Los cuernos de toro y la conducción pedestre de una mujer descabezada, enguantada de blanco, daba a la escena un carácter indescriptible. Era un tropel fantástico; como un sueño.

    Atónito, el grupo guardó silencio durante todo el tiempo que duró el prodigio, hasta que el comandante, tratando de ocultar su asombro, intentó esbozar una explicación.

    —Puede ser parte de un carnaval —propuso sin ningún convencimiento, intuyendo que era incorrecto medir esa realidad desconocida con los parámetros de su propia cultura.

    Helena, conmocionada por el espectáculo, sintió cómo Tomás le retiraba las manos de sus hombros porque ella le estaba haciendo daño con sus uñas, por el estado de aturdimiento que la envolvía.

    —Perdón, capitán. A mí, más me pareció un ritual —dijo Samuel Smiler.

    —¿Un ritual? —inquirió el comandante, seducido por el enigma.

    —Bueno… por el silencio del ambiente en la ciudad —sugirió Sam, y acotó—: ¡¿De qué clase de carnaval se trata que no tiene repercusión pública?!

    Ella, sin soltar del brazo a Tomás, buscó al capitán y se arrimó a él inclinando la cabeza sobre su hombro. Permanecieron así por un momento que a él le pareció un obsequio del cielo, porque sin que de ninguna manera pudiese revelarlo, esa mujer lo venía conmoviendo como a un veinteañero.

    Helena y Robinson Balboa habían viajado juntos otras veces. Ella siempre lo escogía como navegante de excepción y confiaba en él. Lo admiraba por el celo que mostraba en el cumplimiento de sus responsabilidades. No se dio cuenta cuando Tomás se deshizo de su abrazo y la dejó sola con el capitán. Una agradable sensación de plenitud y confianza la embargó al sentir la respiración del capitán cerca de la suya; tanto que, contrariando su propio carácter de investigadora, pareció olvidar lo de los elefantes y se entregó, inconscientemente al disfrute fugaz de ese instante único. Ambos se separaron sobresaltados, como si se encontraran ante un aroma o una flor que recién hubiesen descubierto.

    Repuestos de la impresión, los cuatro expedicionarios pasaron por el costado de una plazoleta y se internaron por una galería con claraboya victoriana, cuyo piso de diseño ajedrezado les hizo sentir mucho frío en las plantas de los pies, lo que los descompensó, especialmente a Helena que era muy proclive a los enfriamientos. Un estornudo suyo quedó reverberando en el ambiente, lo que los hizo apurar la marcha. Cruzaron hacia una calle estrecha adoquinada de piedra verde; cuando llegaron al plano superior, el comandante Balboa se detuvo y esperó a que todos estuviesen a su misma altura.

    —¡Fantástico! —exclamó, como pesando sus palabras—. Pero tenemos que guardar la calma. La carrera de los elefantes no tiene por qué ser un mal presagio, ya verán.

    Con esta frase poco afortunada, el capitán desconcertó a sus amigos. Como nadie había aludido al carácter premonitorio del espectáculo que acababan de presenciar, Robinson Balboa no había hecho más que develar el sentimiento que invadía a los exploradores, y mostrar una debilidad natural y comprensible para la situación en que se encontraban. Entonces Tomás ofreció, sin proponérselo, una dosis de optimismo para enfrentar lo que venía.

    —Capitán, ¿quién dijo que estamos asustados? Yo solo siento temor por lo que pueda pasarle a Eco —manifestó, tirando a su madre de la manga.

    —Me alegra, hijo, que estés tranquilo, pero es normal que nos preocupemos. Además el capitán solo intenta animarnos, ¿verdad, capitán? —aseveró Helena mirándolo con un aire de complicidad, a lo que este respondió con una sonrisa.

    La actitud del capitán era especialmente cuidadosa cuando se trataba de aliviar tensiones. Consciente de que había exteriorizado más de lo conveniente, también se percataba de que debía procurar que nadie entrara en pánico; así que, en el fondo, agradeció al muchacho su oportuna intervención, y con un gesto conciliador, aunque firme, los conminó a seguir.

    Pero la ciudad les tenía reservadas otras sorpresas. Al atravesar una avenida que lucía unos carriles colgantes de doble vía, muy semejantes a los que había conocido Tomás en su ciudad natal, dos sujetos pasaron sorpresivamente frente al grupo. Cuando Robinson Balboa se disponía a abordarlos, estos simplemente lo ignoraron, por lo que el comandante intentó abrir diálogo con un tercero que venía más atrás.

    —Señor, ¡qué alivio! Buenos días —saludó, mezclando sus palabras con gestos grandilocuentes, tratando sin duda de que lo entendieran. Al parecer, aunque ya habían pasado un par de horas desde el mediodía, empezaba a haber movimiento urbano.

    Contrastando con el gesto de los otros transeúntes, el tercero paró, y antes de decir alguna palabra, recorrió descortésmente al grupo con su mirada, y se detuvo en la figura de Sam Smiler, a quien auscultó durante algunos segundos. Enseguida, para sorpresa de todos, les habló en su propio idioma, lo que los llenó de confianza porque lograr comunicarse respondía a una de sus principales preocupaciones.

    —¡Hola! —contestó el individuo con voz gutural—. ¿Quiénes son ustedes? —Su brusquedad asustó a Helena, parada algunos pasos detrás de Sam y congelada por la actitud hostil del hombre, quien ni siquiera aceptó la mano extendida que Robinson le había ofrecido en señal de saludo.

    —¡Perdón! Estamos desorientados —balbuceó incómodo el comandante.

    Con un ademán de sus manos, el individuo les dio a entender que debían permanecer donde estaban. Y para mayor comprensión ordenó:

    —¡Esperen aquí! —Extrajo una cajita de un bolsillo superior de su atuendo gris y digitó sobre ella.

    Todos quedaron asombrados, y solo vinieron a salir de su estupor cuando un ruido largo y agudo sacudió el aire. El hombre abandonó la calle alejándose con un andar desprovisto de todo apuro, casi mecánico y sin voltearse. De paso, los liberó de la extraña fuerza que los había mantenido paralizados contra su voluntad.

    —¡Qué extraño! —manifestó Helena, temblando. No pudo evitar un escalofrío por la mirada aviesa que aquel transeúnte había dirigido a Sam.

    El repentino ulular de una sirena, que pareció debilitarlos a la vez que adquiría la magnitud de una onda subsónica, hizo que Helena no pudiera resistir un ataque de llanto. Tomás empezó a sentir convulsiones. Este episodio se prolongó por varios segundos hasta que ambos quedaron exhaustos, sin que nadie supiera adelantar una razón. Mientras Balboa abrazaba a ambos, Sam intentó una explicación:

    —Posiblemente se trata de una onda de expansión neuronal que ataca el sistema nervioso central. Pero ¿por qué habrían de hacerlo sin la mediación de un contacto con nosotros?

    Cuando Helena y Tomás se recuperaron, en la calle no quedaba nadie. Las escasas personas que habían podido

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